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Poesía completa
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Poesía completa

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Aunque su obra fue menospreciada por los sacerdotes de la crítica literaria durante muchísimos años, Luis Carlos López [1879-1950] se ha convertido con el paso del tiempo en una figura imprescindible de las letras hispanoamericanas, que sin él quedarían desprovistas de una de las personalidades poéticas más refrescantes y originales de la lengua española. La mayor parte de su vida transcurrió entre las cuatro paredes de Cartagena de Indias, una ciudad que amó y odió entrañablemente y a cuyas plazas, callejuelas, esquinas y “caserones de ventruda fachada” dedicó varias estrofas memorables. Siguiendo las huellas de Quevedo y de Swift, manejó el estilete de la ironía con una sorprendente precisión quirúrgica y renovó, gracias a un estilo inconfundible, el lenguaje poético de su tiempo.
LanguageEspañol
Release dateNov 18, 2013
ISBN9789585784864
Poesía completa
Author

Luis Carlos López

Luis Carlos López [1879-1950] se ha convertido con el paso del tiempo en una figura imprescindible de las letras hispanoamericanas, que sin él quedarían desprovistas de una de las personalidades poéticas más refrescantes y originales de la lengua española. La mayor parte de su vida transcurrió entre las cuatro paredes de Cartagena de Indias, una ciudad que amó y odió entrañablemente y a cuyas plazas, callejuelas, esquinas y “caserones de ventruda fachada” dedicó varias estrofas memorables. Siguiendo las huellas de Quevedo y de Swift, manejó el estilete de la ironía con una sorprendente precisión quirúrgica y renovó, gracias a un estilo inconfundible, el lenguaje poético de su tiempo.

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    Poesía completa - Luis Carlos López

    PRIMERA EDICIÓN

    El Áncora Editores, Bogotá, 2011

    ISBN 978-958-36-0139-2

    PRIMERA EDICIÓN ELECTRÓNICA

    Bilineata Publishing & El Áncora Editores, Bogotá, 2013

    ISBN 978-958-57848-6-4

    DISEÑO INTERIOR Y DE CARÁTULA

    Paolo Angulo Brandestini

    ILUSTRACIÓN DE LA CARÁTULA

    Caricatura anónima tomada de la recopilación El arco y la lira

    FOTOGRAFÍAS INTERIORES

    Fundación Fototeca Histórica de Cartagena de Indias

    Archivo de Carmencita Delgado de Rizo

    Archivo de Marina de Tono

    CARICATURAS INTERIORES

    Edgardo Delvalle [72, 175], Eduardo Rincón [102],

    Jorge Ruíz [118], Gabriel Gómez Reynero [166], Merino [276]

    ADAPTACIÓN VERSIÓN ELECTRÓNICA

    Bilineata Publishing

    © DERECHOS RESERVADOS

    2011. Maria Eugenia López

    Juan Gossaín

    Guillermo Alberto Arévalo

    El Áncora Editores & Bilineata Publishing

    Bogotá, Colombia

    Para más información de las editoriales www.bilineata.com y www.ancoraeditores.com

    No se autoriza la reproducción parcial o total de los contenidos de este libro sin el permiso expreso y por escrito de los editores.

    PRESENTACIÓN

    El Tuerto Que Sonreía Con Los Ojos

    Aunque su obra fue menospreciada por los sacerdotes de la crítica literaria durante muchísimos años, Luis Carlos López [1879-1950] se ha convertido con el paso del tiempo en una figura imprescindible de las letras hispanoamericanas, que sin él quedarían desprovistas de una de las personalidades poéticas más refrescantes y originales de la lengua española. La mayor parte de su vida transcurrió entre las cuatro paredes de Cartagena de Indias, una ciudad que amó y odió entrañablemente y a cuyas plazas, callejuelas, esquinas y caserones de ventruda fachada dedicó varias estrofas memorables. Siguiendo las huellas de Quevedo y de Swift, manejó el estilete de la ironía con una sorprendente precisión quirúrgica y renovó, gracias a un estilo inconfundible, el lenguaje poético de su tiempo.

    Su manera de ser y de vivir, por otra parte, hizo de él un personaje legendario en el corralito de piedra de la primera mitad del siglo XX. Gabriel García Márquez, quien lo conoció en la época en que comenzaba a escribir para El Heraldo de Barranquilla, lo recuerda como una especie de reliquia histórica de cuya existencia real habría podido dudarse si no anduvieran sueltos por las calles de la ciudad amurallada sus versos y su hijo Bruno. Cuando se lo presentaron, a Nicolás Guillén le pareció un hombre adolorido, acaso con razón, que tenía la costumbre de sonreír con los ojos, agrandados por el vidrio de aumento de los espejuelos. El periodista Germán Vargas cuenta que a finales de 1945, estando un día en El Bodegón, el tertuliadero donde se reunían religiosamente los intelectuales cartageneros de ese entonces, llegó un señor delgado, vestido de lino blanco, corbatín oscuro y sombrero de fieltro. Un señor en quien, a ratos, se podía observar una sonrisa de guiño. Se trataba de Luis Carlos López, por supuesto, cuyos ojillos inquietos y juguetones daban un tono de extraña y alentadora alegría a su rostro vivo, casi elocuente, que contrastaba con su silencio pertinaz, en el fondo del cual se adivinaba una gran capacidad para escuchar en forma atenta y cordial.

    Como persona, en otras palabras, inspiró a sus contemporáneos, y como poeta, al decir de uno de sus más lúcidos críticos, fue un cantor directo y desgarrado cuyo dramático acento vibró siempre en medio de una dolorosa carcajada.

    El Áncora Editores

    PRÓLOGO

    El hombre que convirtió en

    poesía la vida cotidiana

    Se llama poesía a la rebelión del hombre

    contra el hecho de ser lo que es.

    James Cabell

    Mientras fracasaba como vendedor de aceitunas griegas y cebollitas en vinagre, el poeta Luis Carlos López estaba recostado a la puerta de su tienda de enlatados ultramarinos, escaso de clientela, arrullado por la modorra del mediodía, en el centro colonial de Cartagena de Indias, cuando vio pasar por la acera del frente, con su cuello de ganso y leyendo un misal, al legendario presbítero que prestaba al veinte por ciento mensual, con intereses por anticipado, el dinero que recogía en la limosnas de las misas dominicales. Fue precisamente en ese momento, mientras engrasaba el fusil de la palabra, cuando el poeta sublevado que se atrincheraba en su espíritu derrotó al comerciante que pretendía ser, como ya había derrotado también al aprendiz de dibujante, al estudiante de medicina, al periodista y al diplomático. Entonces, observando a monseñor desde el fondo de su mirada oblicua, y a pesar de las reprimendas de su propia familia, que financió con enorme esfuerzo la instalación de ese depósito de sardinas españolas para que cogiera juicio y se convirtiera en un hombre útil a la sociedad, no tuvo más remedio que hacerse la célebre pregunta que habría de cambiar para siempre su destino de mercader y, de paso, el destino de la poesía colombiana: ¿qué hago con este fusil? Ya se sabe que la poesía es un arma cargada, como todo lo que tiene nombre de mujer, y disparando con ella sus ráfagas de perdigones acribillaría para siempre al cisne de plumaje engañoso que volaba feliz entre los algodonales del romanticismo literario.

    Gracias al retraso de aquella siesta, la obra que Luis Carlos López nos dejó por herencia, cada vez más reconocida y elogiada, se ha convertido, como la antigua propaganda de una empresa comercial, en patrimonio y orgullo de los colombianos. Aprendió a describir su aldea, como recomendaba Tolstoi, hasta volverse universal. Y hasta volverla. Contra lo que pensaban sus contemporáneos, y lo que siguen pensando los críticos que agotan su diccionario de encomios, no fue cómico, ni amargado, ni gracioso, ni envidioso, ni ingenioso, ni siquiera tuerto, aunque tenía una mirada desobediente, eso sí.

    Con ese fusil imaginario, que desde entonces llevaría terciado en bandolera, se convirtió en un poeta inmenso, como pocos lo han sido, lo cual vale más que cualquier cosa, pero menos, en todo caso, que el cariño que uno les tiene a sus zapatos viejos.

    De poetas y de cómicos

    Quién quita que el responsable haya sido el nieto de aquel mismo juez que con el paso de los años le fue cogiendo confianza al prevaricato. O quizás un sobrino del tendero estafador. Tampoco parece muy inocente, así que digamos, la hermana menor del alcalde que metía su mano donde no debía. A lo mejor se lo debemos a algún pariente lejano del arzobispo prestamista que no tuvo hijos, o al yerno aventajado del gran tigre cebado que se comía a los burros de su corral aliñados con la salsa sabrosa de la usura. Tengo sobrados motivos para sospechar que todos ellos, juntos, descendientes de sus víctimas, fueron quienes se desquitaron de él haciéndole creer a la gente, la buena gente de mirar de buey, que Luis Carlos López no había sido más que un humorista aldeano que vivía en Cartagena de Indias sin oficio conocido y que, por lo tanto, se dedicó a perder el tiempo escribiendo chistes en verso para embromar a sus amigos, y que de toda aquella obra solo sobrevive, como una curiosidad para distraer a los turistas, el monumento dedicado a unos zapatos viejos, el más gracioso entre los lugares públicos de una ciudad tachonada de estatuas, de mar, de ciénagas, de murallas, de historia, de atardeceres. Y de zánganos.

    Es probable que el dinero necesario para solventar los costos de semejante conspiración de damnificados hubiese provenido del mismo banquero de aquella señora flaca y fría, que tenía veleidades de pianista y en cierta velada nocturna ejecutaba sin piedad una sonata, con alevosía y premeditación. El poeta, que la oía con el codo apoyado en la cola del piano, se preguntaba por qué diablos Mozart no se había dedicado mejor a la albañilería.

    En todo caso, los integrantes de esa fauna humana, a la que el Tuerto López llamaba caterva de vencejos, lograron una venganza exquisita, pero pasajera. En su afán por quitarse de encima semejante pulga poética que les picaba la espalda hasta sacarles roncha, se salieron con la suya durante medio siglo. Lograron que perdurara la superchería del humorista aldeano, autor de unos sonetos risueños e inofensivos, los mismos que, a fuerza de repetir semejante impostura, acabaron por convertirse en la receta apropiada para reír a mandíbula batiente en el sarao de los sábados o para hacer la digestión después del almuerzo, a la hora en que el vasto territorio del Caribe chapalea como un náufrago en la sopa de calor. En esa trampa dialéctica cayeron desde críticos generalmente juiciosos hasta académicos avisados, pasando por lectores de criterio tan respetable como Baldomero Sanín Cano, que solía ser atinado al juzgar libros y hombres. Lo calificó de humorista penetrante y sano en una definición virginal.

    La leyenda negra del bufón pueblerino que divertía al vecindario con sus ocurrencias fue creciendo hasta cuando a algún integrante de la caterva se le ocurrió añadirle el cuento del bohemio vergonzoso, una especie de crápula que se sentaba cada noche en los salones de El Bodegón a beber trago hasta caer borracho, repartiendo trompadas, lanzando improperios, cantando boleros, esperando el amanecer, mientras le venían a la mollera gracejos y versos fáciles sin mayor esfuerzo.

    Fábulas de pacotilla, mentiras parroquiales en las que suelen revolverse, como en la mezcolanza de una cacharrería, lo pintoresco con la mala índole, la farándula con el arte, los dimes con los diretes. Sainetes de tierra caliente. Nada es más falso que esa imagen. El Tuerto López, por el contrario, era un hombre retraído, casi un misántropo —a la manera de la misantrópica tarde campesina de su poema—, que hablaba con poca gente, solo salía de su casa de vez en cuando, para escanciar una copita de ajenjo o de anís en compañía de unos cuantos amigos escogidos, y dedicaba su tiempo al quehacer literario, a trabajar la dura piedra de sus versos con una rigurosa seriedad de artesano.

    De cómo se acabó la falacia

    No podía haber sido otro. Rubén Darío, el indígena de Nicaragua que cambió para siempre la forma de escribir poesía en lengua castellana, fue el primero que percibió los destellos de una piedra preciosa en medio del barro. Dijo la verdad completa en unas pocas palabras. Para hacerlo le

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