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Primavera de relatos
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Primavera de relatos

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Ocurrió no hace tanto tiempo que las estaciones se detuvieron. Y los hombres, que precisaban del frío invierno, tanto como del cálido estío para sobrevivir, marcharon a hablar con la primavera, pues por ser esta la primera era la más estimada por todos. Y esto fue lo que ella les dijo:

"No hace ahora ni seis lunas que vino un joven a mi vera para sembrar un recuerdo. Y al despuntar el primer rayo de sol brotó este magnífico almendro que ahora pinta de blanco vuestras calles y nos da sombra a todos nosotros. En cada una de sus ramas mil historias: de aventuras, de traición, mal de amores y poesía... Solo sé que es escritor y que me visitó hace seis lunas".

Incluye los siguientes relatos:
El reclamo [Jilguero]
Madrid, a la derecha [Nora Müller]
Nada, nunca pasa nada [Pulp]
Barco Mundo [Estrella de mar]
La misión de Yekhar [P. J. Martínez]
Breve diccionario de lo efímero y de lo eterno [Ismael Manzanares (Isma)]
Yo, antes de tu verbo [Ángela Piñar]
¡Buenos días, buenos días! [Jaime Cantó]
Nochevieja universitaria [Desierto (Alejandro Diego)]
París, je t'aime [Miguel Ángel Maroto]
El reverso de la moneda [Nieves Muñoz]
Un abrigo lleno de piedras [Aránzazu Mantilla]
Una mala elección [Martín Lexequías]
La maldición [Gavalia]
Búho se cree el ratón hasta que el búho le muestra su error [David Pascual González]
El escape [Leonor Salaverría]
Quasimodo [Fedor Yanine]
La buena samaritana [Carlos Roncero]
El siervo fiel [Sabino Fernández Alonso (Ciro)]
Dos botellas de vino y un sacacorchos [Emilio B. Córdoba]
Morir o matar [Yolanda Galve]
La muñeca [Yolanda Boada Queralt]
L10N [Rafael González]
El color de las almas [Gisso]
Concierto para piano y viola [Alfredo Ferrero Yanini]
Le jardin extraordinaire [Stradivarius]
Ourang Medan [Yuyu]

LanguageEspañol
Release dateNov 16, 2014
ISBN9781310675225
Primavera de relatos
Author

¡¡Ábrete libro

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    Primavera de relatos - ¡¡Ábrete libro

    Primavera de relatos

    ¡¡Ábrete libro!!

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada, copiada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, óptico, informático, reprográfico, de grabación o de fotocopia, o cualquier medio por aparecer, sin el permiso expreso, escrito y previo del autor.

    Todos los derechos reservados.

    Copyright 2014 ©  los respectivos autores

    Primera edición:  2014

    Diseño de portada: David P. González © 2014

    Edición a cargo de: Lucía Bartolomé

    Índice

    Primavera de relatos

    El reclamo

    Madrid, a la derecha

    Nada, nunca pasa nada

    Barco Mundo

    La misión de Yekhar

    Breve diccionario de lo efímero y de lo eterno

    Yo, antes de tu verbo

    ¡Buenos días, buenos días!

    Nochevieja universitaria

    París, je t'aime

    El reverso de la moneda

    Un abrigo lleno de piedras. Una interpretación

    Una mala elección

    La maldición

    Búho se cree el ratón hasta que el búho le muestra su error

    El escape

    Quasimodo

    La buena samaritana

    El siervo fiel

    Dos botellas de vino y un sacacorchos

    Morir o matar

    La muñeca

    L10N

    El color de las almas

    Concierto para piano y viola

    Le jardin extraordinaire

    Ourang Medan

    Agradecimientos

    A los foreros,

    por hacerlo posible

    El reclamo

    Jilguero

    Tenía el pelo blanco, los dedos de las manos largos, los pies grandes y siempre olía muy bien, a agua de rosas o de jazmines. Era mi abuelo, el materno, el único abuelo que yo conocí. Su casa, grande y luminosa, estaba llena de pasillos, patios y azoteas por los que correr; de butacas mecedoras y escalones en los que sentarse luego a descansar. Y también tenía una cheslón: la cheslón, más bien, puesto que no había ninguna otra en toda Munda. O si la había, seguro que no era tan distinguida ni tan útil como la del abuelo. En ella se reclinaban los enfermos mientras que él, fonendo en mano, les levantaba la ropa y los auscultaba con mucha parsimonia y detenimiento. Porque mi abuelo era médico, un médico de los de antes, de los que tanto servían para un roto como para un descosido: de los que, al margen de diagnosticar las enfermedades más comunes y recetar las correspondientes pócimas, cuando era necesario se metían en el quirófano y extraían el apéndice o sajaban un bulto de los malos; de los que lo mismo reducían en sus consultas los huesos rotos o los hombros dislocados, que acudían con diligencia a casa de los enfermos y los asistían sin echarles en cara el haber tenido que desplazarse. Un médico de los que solo cobraban cuando era posible cobrar y, aun así, estaban dispuestos a hacer por el paciente todo lo que estuviera en sus manos sin atenerse a horarios, convenios colectivos, pluses de productividad y demás zarandajas.

    Sí, el abuelo era médico, un buen médico de pueblo chapado a la antigua. Uno de aquellos ante los que, a su paso, los vecinos se quitaban el sombrero con respeto, admiración y gratitud. Aunque todo eso lo sé porque me lo contó mi madre, a ratos perdidos, en las largas y oscuras noches de tormenta, en las que el viento juntaba los cables del tendido eléctrico, saltaban los plomos y nos quedábamos sin luz hasta la mañana siguiente. Mi madre encendía entonces los quinqués, los repartía por la casa y, una vez nos tenía a todos reunidos alrededor de la mesa camilla, removía el brasero con la badila y nos contaba anécdotas del abuelo y sus enfermos. Y también del tío Filomeno, grande como un trinquete pero con la mentalidad de un niño pequeño, que se pasaba el día balanceándose en una mecedora al pie de la escalera. Porque en casa de mi abuelo, además de corredores, patios y azoteas, había también escaleras. Escaleras por las que yo subía de una planta a otra; escaleras por las que yo bajaba de la otra planta a la una; y, por último, escaleras normales, de las de ida y vuelta. Pero tío Filomeno, el hermano tonto del abuelo, siempre se mecía al pie de la escalera principal: la de los fríos escalones de mármol blanco dispuestos en espiral y el zócalo más bonito del mundo, hecho con teselas de colores que dibujaban figuras geométricas y guirnaldas de flores.

    De eso, del eterno niño grande que se entretenía mirando a los enfermos que entraban en la consulta del abuelo, y de otras muchas cosas nos hablaba mi madre, en las oscuras noches de tormenta, al calor de las brasas. Sin embargo, de cuando yo guardo recuerdo, el abuelo tenía ya el corazón cansado y había dejado de ser médico. Y a lo mejor por eso, porque ya no entraban ni salían pacientes con los que entretenerse, tío Filomeno se había muerto de aburrimiento. Gracias a Dios, aunque con el pelo blanco y el corazón enfermo, el abuelo aún estaba vivo y olía de maravilla. A menudo a rosas, por el rosario de pétalos de rosas que, traído del Vaticano por encargo, guardaba en un estuchito amarfilado. De vez en cuando, le levantaba la tapa y, como si contuviera una lasca de hueso de santo o cualquier otra fruslería sagrada, por riguroso orden de fila, los nietos olisqueábamos su contenido. En verano, en cambio, el abuelo olía a jazmín, sobre todo cuando al caer de la tarde se colocaba una nívea biznaga en la solapa y, en recuerdo del tío Filomeno, sacaba su mecedora al patio y se mecía en ella sin descanso. Una biznaga que a veces, cuando el jazmín del segundo patio estaba en flor, él mismo confeccionaba, con sus largos dedos, ensartando los jazmines en un alfiler de cabeza negra; y que otras veces le compraba a una antigua paciente suya, una gitana gritona y desgreñada de la que los nietos sentíamos pavor.

    En cualquier caso, ya fuera por una u otra razón, el abuelo siempre olía a gloria bendita. Había sido un médico magnífico, querido y admirado por todos los vecinos de Munda. Pero yo solo guardo recuerdos de cuando ya tenía el corazón gastado y no ejercía la profesión. Una gran suerte la nuestra: tener un abuelo enfermo y con todo el tiempo del mundo para nosotros. Por propia prescripción facultativa, porque el corazón así se lo exigía, la prisa ya no formaba parte de su vida. De ahí que el abuelo se moviera pausadamente, hablara pausadamente, sorbiera el té pausadamente y, sobre todo, pintara pausadamente. Porque, además de ser médico, el abuelo era también pintor. Un pintor no demasiado ortodoxo, según pude comprobar más tarde, una vez aprendí en el cole las tiranas reglas de la perspectiva caballera y ellas se encargaron de esclavizarme la mirada de por vida. Al abuelo, en cambio, nadie le domesticó la mirada; o si alguien lo hizo, tuvo la gran suerte de que con la edad se le asilvestrase de nuevo. Fuera como fuese, el caso es que siempre pintó con mucha libertad. Tanta que en sus lienzos los aleros de los tejados no confluyen todos hacía un único punto, ni tampoco las sombras responden a las leyes más elementales de la luz. Un caos que pone a quien observa la heterodoxa obra pictórica del abuelo en un brete interpretativo de difícil solución. Pero, por eso mismo, contemplar los cuadros del abuelo ha sido siempre un reto muy estimulante.

    Durante una etapa de su vida, además de buen médico y pintor libertario, el abuelo fue también cazador. Pero no un cazador vulgar que dispara a lo primero que se le pone delante, sino un cazador con una presa clara y que se atiene a un estricto ritual. En cierta ocasión, decidió que cazaría perdices usando un reclamo de carne y hueso. Y por eso aquel año, en el patio principal de la casa del abuelo, aparte de macetas con gitanillas, geranios, cintas, calas y aspidistras, algunos días hubo una jaula colgada en la pared. En su interior, un magnifico perdigón de altanero porte y bello plumaje, con brillantes franjas amarronadas, casi rojas, alternándose en el cuello con otras muy claras, casi blancas. Y por eso aquel año, además del entrechocar de ollas y peroles, tintineo de cucharillas, cloquear de platos, restallido de alfombras sacudidas al viento y, por la tarde, clarines anunciando en la tele el comienzo de la corrida de toros, en la casa del abuelo hubo cuchichíes de perdices. Los cuchichíes del pito hábilmente accionado por su mano primero, mientras enseñaba al pájaro; los del reclamo de carne y hueso luego, cuando este hubo aprendido y, entre brega y brega, entre alambreo y alambreo, se engallaba, miraba con altivez a un lado y a otro en busca de un rival y, pese a no hallarlo, levantaba la cabeza, estiraba el cuello y lanzaba su retador canto.

    Sí, mientras el corazón se lo permitió, el abuelo fue también cazador. Es verdad que solo salía de caza cada cuatro o cinco años. Pero, cuando lo hacía, se comportaba como cualquier otro buen cazador y se atenía a un ritual muy riguroso. Un protocolo que en su caso tenía la peculiaridad de que el antes y el después duraban mucho más que el acto mismo de la caza. Tras cada salida, el abuelo desmontaba la escopeta en tres piezas y, para evitar su oxidación, cubría las partes metálicas con una capa de parafina; luego las envolvía con tiras de papel de periódico y las guardaba en la siempre flamante funda de piel negra. De igual forma, cuando pasados unos años el instinto cazador se le despertaba de nuevo, la víspera de salir al campo, el abuelo empleaba también varias horas en desenvolver las distintas piezas, limpiarlas a fondo con la baqueta y el trapo y, por último, ensamblarlas para dejar lista la escopeta. Durante un tiempo pensé que estos preparativos tan laboriosos eran la causa de que el instinto cazador del abuelo tardara tanto en volver a despertarse. Pero en la actualidad me inclino a creer que, justo porque tenía un espíritu cazador tan holgazán, el abuelo había desarrollado esa compleja parafernalia a fin de alargar un poco más su siempre breve temporada de caza.

    En todo caso, durante aquel último periodo de descanso cinegético, el abuelo había tomado la firme decisión de que, cuando por fin volviera a montar la escopeta, sería para cazar perdices con un reclamo de carne y hueso. De ahí que hubiera conseguido aquel magnífico perdigón, altivo y pendenciero, capaz de engallar a cualquier otro macho y obligarlo a acudir hasta el puesto de caza. Y, tal como mandan los cánones, le había comprado una jaula con los alambres no demasiado juntos, a fin de que el perdigón no alambreara en exceso, ni tampoco demasiado separados, para que no pudiera sacar la cabeza entre ellos y evitar así las heridas en el cuello; y cuyo suelo, enmallado con cuerda, impedía que las patas del reclamo estuvieran en contacto con los propios excrementos. Luego había metido la perdiz dentro y, siguiendo los consejos de don Jacobo de Escalante y Moreno, había colgado la jaula en el último patio. En un lugar de escaso tránsito, cortísimo horizonte, abrigado de las corrientes de aire y, al mismo tiempo, muy soleado en invierno. Desde el primer día, trató al reclamo a cuerpo de rey, sin escatimar esfuerzo ni dinero. Lo alimentó con toda clase de granos, procurando alternarlos para que la dieta no le resultara monótona. Y los domingos, días en que acudíamos al pueblo para asistir a misa y visitar a los abuelos, por encargo suyo, le llevábamos saltamontes y grillos que el reclamo se zampaba con avara glotonería. Por supuesto, cuando se aproximó la época de celo, lo enardeció como mandan los manuales: colocándole cogollos de amapolas y hojas frescas de rábanos picantes entre los alambres de la jaula. Ni que decir tiene que, aparte de nutrirlo a cuerpo de rey, el abuelo se ocupó también de su entrenamiento. Al principio con un éxito dudoso, que le obligó a hacer algún que otro plomizo solo con el reclamo artificial. Pero poco a poco el abuelo fue cogiendo destreza con la cajuela y, después de los primeros días de desencuentro, el perdigón pasó a considerarlo un rival digno de atención. Los desafíos sonoros se hicieron entonces tan frecuentes y tan fogosos que la abuela, cansada de los cuchichíes del uno y del otro, le suplicó a mi padre que, en cuanto abrieran la veda, llevara al abuelo de cacería.

    Aquel año, pues, el abuelo se preparó a fondo para, en cuanto empezara la temporada, debutar como cazador de perdices con reclamo. Y porque lo hizo dándole todo el tiempo que se merecía, le cogió tanto gusto a escuchar el cuchichí de su reclamo que, contraviniendo las normas del buen adiestrador de perdices, hubo días en que no pudo vencer la tentación de trasladar la jaula de su solitario rincón, en el segundo patio, a uno más concurrido del patio principal. Y aunque el recién llegado solía extrañar el nuevo sitio y al principio enmudecía, pronto cogía confianza, miraba con altivez a un lado y a otro y, en cuanto su mirada descubría los vivos colores de los geranios y las gitanillas, se engallaba. Levantaba entonces la cabeza, extendía el cuello y, con una arrogancia de la que se sentía muy orgulloso su dueño, lanzaba una sarta imparable de cuchichíes. Es más, una vez el reclamo había iniciado el recital, el abuelo, fascinado, se sentía incapaz de llevarlo de nuevo al otro patio, mucho más solitario y sobrio: sin flores ni horizontes que provocaran su canto. Para colmo, el abuelo hacía algo todavía más dañino: sacaba la cajuela y, colocándose de manera que la perdiz no le viese las manos, le contestaba con parejo ardor. Fue así, en parte por inconsciencia, y en parte por debilidad —por no ser capaz de vencer la tentación de colgar la jaula en el primer patio—, cómo el abuelo malogró todo el esfuerzo realizado para adiestrar al reclamo. Porque, en esas escasas pero perniciosas batallas de cuchichíes —las causantes, por otro lado, de que la abuela le rogara a mi padre una pronta invitación al cazador para que matara por fin el gusanillo y la casa recuperara la paz—, el abuelo retó al reclamo con tal fogosidad que, aun sin desearlo, sembró el germen de lo que más tarde ocurriría en el campo.

    Sí, el abuelo había decidido cazar ese año perdices con reclamo y, cuando llegó el día, se levantó un poco más temprano de lo habitual. Luego se aseó con parsimonia, se atavió con la ropa de caza, se echó al hombro la escopeta —montada la víspera según el pausado ceremonial de siempre—, agarró la jaula con la mano izquierda y salió a la calle. Y aunque el abuelo era un hombre sencillo, aquella mañana, en honor del reclamo, a la sazón oculto bajo una flamante funda de fieltro verde, recorrió con porte altanero los escasos pasos que le separaban del vehículo. El recorrido fue corto y, por tanto, breve el lucimiento. Suficiente, sin embargo, para que la noticia se supiera de inmediato en toda Munda: aquella temporada, Don Enrique probaba suerte como cazador de perdices con reclamo.

    El día amaneció fresco y soleado: ¡extraordinario para cazar perdices! Vivíamos en medio de una solitaria campiña y la llegada del abuelo a nuestra casa siempre constituía un raro y feliz acontecimiento. Al escuchar las explosiones del motor del coche, los nietos nos aprestamos a darle la bienvenida. Pero, en contra de lo que era habitual en él, aquella mañana no nos hizo ningún caso. Tal como pudimos comprobar, su única preocupación era el bienestar del reclamo: después de viajar a ciegas, se hallaba muy excitado y se le escuchaba bregar bajo la funda. Desde una semana atrás, un puesto de caza, hecho con ramones de eucaliptos entre las cuatro patas de un olivo, aguardaba al abuelo. Mi padre le explicó que estaba junto al Arroyo Cabañas. El cazador pareció entonces olvidarse de su corazón fatigado y, con vitalidad renovada, se echó la escopeta al hombro, se colgó en bandolera la canana y el morral, agarró la jaula del reclamo y, con paso presuroso, puso rumbo al puesto. Ansiaba tanto estrenar el reclamo que, abusando de la hospitalidad de mi padre, no dudó en atajar por medio del sembrado. Acto seguido, cruzó por el claro de los almendros, se incorporó al verdadero camino y, por culpa de los enormes eucaliptos que lo flanqueaban, dejamos de verlo.

    Éramos niños y, en cuanto los perdimos de vista, nos olvidamos del abuelo y de su reclamo. Pasamos el resto de la mañana jugando, ajenos a lo que pudiera estar ocurriendo junto al arroyo. Pero mi hermano mayor, que ya se interesaba por la caza, mientras jugaba, se mantuvo al acecho de los disparos del cazador. Y de acuerdo con lo que me contaría pasados los años, en aquella fresca y soleada mañana de marzo, desde poco después del alba, se escucharon cantos de perdices por doquier. A pesar de ello, en las dos primeras horas que siguieron a la marcha del abuelo, no hubo en toda la campiña ni un solo tiro. Luego, estando ya el sol en lo más alto, se escuchó un estruendo y, durante algunos minutos, el silencio fue extremo, sin canto de perdices ni nuevos disparos. Poco después las perdices superaron su recelo y volvieron a inundar la campiña con su canto, pero ya no hubo ninguna otra detonación. Aquel había sido el primer tiro del abuelo y también el último. De hecho, media hora más tarde, mi hermano vio aparecer al abuelo en el claro de los almendros. Con los arreos al hombro y la jaula en la mano, atajó otra vez por el sembrado. Desanduvo así sus pasos y, con rostro serio y contrariado, arribó a nuestra casa. Del morral colgaba la cabeza de un magnífico ejemplar y, al verlo, mi hermano se consoló. El abuelo era tacaño a la hora de apretar el gatillo, pero a la vista estaba que tenía un pulso certero: ¡un disparo efectuado, una pieza cobrada! Además, no una pieza cualquiera, sino un extraordinario macho. Por desgracia,

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