La sociedad de los moribundos
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La sociedad está llena de moribundos. Entes sumergidos en una soledad integrada de equívocos, culpas, vicios, corrupción, construyendo muros con sus propios intereses y olvidados de la sociedad. Autómatas queriendo vivir existencias ausentes y evasoras, que poseen antes de querer, perdidos entre el deseo y la muerte palpitante. La sociedad de los moribundos es una novela que plasma la descomposición del sistema educativo, quedándonos entre los dedos los hilos de historias que se enredan, hasta asfixiar a la pieza más frágil de una sociedad inmersa en su propia inexistencia.
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La sociedad de los moribundos - Roberto Bravo
Rosendo Camacho trae nombramiento de cuarenta y dos horas de base; son las treinta y dos que necesitamos para Benítez, y diez para usted. ¿Le parece? ¿Cree que podamos quitárselas?
—¿Es recomendado?
—Es castigado. Estuvo de licencia doce años y regresa al servicio este lunes.
—¿No se verán mal tantos de su familia?
—Sólo que usted lo diga, Benítez es Benítez, y yo, soy Arreola. Dígale a su gente que levanten las antenas, paren las orejas y no lo pierdan de vista... Recuerde que confío en usted.
Al salir de la boca del metro, el viento hirió su cara y agachó la cabeza; junto a la escalera, las tamaleras, los jugueros y los vendedores de churros hablaban del frío frotándose las manos; el cielo empezaba a nublarse.
Preguntó por la escuela, el de los jugos señaló la esquina hacia la derecha y siguió el camino.
Al alejarse de la estación los árboles de la acera se hicieron más grandes y la calle más sucia. En la banqueta había excremento de perro y de gente; entre las bolsas de basura vio el cadáver de un gato.
Sintió más frío, se cerró el saco y metió sus manos en los bolsillos del pantalón. Al dar vuelta en la esquina vio la entrada de la escuela donde terminaba la cuadra.
Al llegar tocó el portón.
Sintió el frío del interior cuando un hombre lo encaró preguntándole:
—¿Qué se le ofrece?
Pasó a un recibidor abierto hasta un patio grande; a la derecha estaba la dirección, subió por dos tramos de escalera. Preguntó a una secretaria por el director, dijo su nombre y esperó.
De la oficina salían las voces de un hombre ronco y de una mujer.
—Que pase —escuchó a la voz ronca.
La oficina era espaciosa, llena de ventanas por donde la luz entraba iluminando la bandera, una pared llena de libros y, frente a ésta, las fotos del presidente de la República y la del secretario de Educación colgaban del muro. Un hombre pequeño de bigote, lentes y un cigarro colgando de los labios lo recibió visiblemente afectado de la garganta:
—Lo esperábamos el lunes.
—Quise presentarme y conocer la escuela —dijo Rosendo.
—Siéntese —señaló una de las tres sillas que estaban frente a su escritorio.
La mujer vestía de negro. El pelo teñido de rubio lucía corto, abundante, bien cortado. Sobre su pecho una medalla de oro hacía juego con sus ojos color miel y su piel blanca. Al verla, Camacho sostuvo su mirada sin alterarse.
—La subdirectora Amparo Lavalle —la presentó el director.
—¿Qué le parece la escuela? —preguntó cuando estuvieron sentados.
La mujer siguió parada, sin despegar los ojos de Rosendo.
—Muy grande.
—Profesor, tengo junta en la Dirección General —continuó el hombrecito esforzándose al hablar—, la subdirectora le mostrará la escuela...
—Maestra —volteó el director a ver a la subdirectora—, atienda por favor al profesor Rosendo Camacho y dele también su horario.
Camacho volteó hacia la profesora Lavalle.
Lo llevó a los laboratorios, al edificio anexo, al principal y a la biblioteca. Cuando estuvieron en el patio, debajo de un pirúl le preguntó:
—¿Qué le pareció Arreolita?
—¿Se refiere al director?
—¿A quién más?
—No lo conozco, pero... me dio buena impresión.
—Tiene la escuela de cabeza, todo es un desmadre. Ahora que imparta sus clases se dará cuenta; el lunes le doy su horario y las listas de asistencia —agregó despidiéndose.
Al dirigirse a la puerta un hombre rechoncho, de bigote y lentes lo siguió con la vista.
... Éste, igual que otros, no termina el año con nosotros.
—Mamá no quiere que hable contigo, no llames más por favor.
Quieto, frente al teléfono, pensó en lo que había dicho su hija. Antes de colgar la bocina, sintió un mareo y cavilando fue a la puerta, porque llamaban.
La cara de uno de los condóminos le sonrió urgiéndolo:
—Lo estamos esperando.
En la madrugada, habían llegado los ladrones en una camioneta y amanecieron cuatro coches sin llantas. A los que no tenían llantas buenas, les quitaron los estéreos.
Rosendo vio su auto completo.
—Fue una camioneta blanca —dijo una de las vecinas.
En la avenida había coches con los rines en el pavimento también. Como Rosendo fue último en mudarse, pidió que se presentaran cada uno.
—Empiece usted —pidió una mujer.
—Me llamo Rosendo —dijo incómodo—, Rosendo Camacho, y soy soltero, quiero decir, divorciado, y trabajo de profesor. Vivo en el 48.
—¿Profesor de qué? —preguntó la mujer.
—Soy profesor de español en una secundaria.
Hicieron una comisión para pedir permiso al delegado de cerrar la calle y terminaron la junta.
Al volver al departamento, recordó las palabras de su hija: Mamá no quiere que hable contigo
.
Sintió al piso moverse por otro mareo. Preocupado telefoneó al psiquiatra Patiño e hizo cita.
—Tus necesidades neuróticas no se han correspondido con la vida que llevas, lo que te está pasando no puedes evitarlo. Tienes que afrontarlo, es la única forma de salir del pedo donde te encuentras. Para que no tengas una crisis cardiaca o que tu úlcera vuelva a molestarte, antes de dormir te tomarás una pastilla de Rivotril y media durante el día si te sientes muy jodido. Procura hacer vida social, distraerte. A tu hija ya no le hables porque la pondrás contra la pared y tendrá una tensión como la que traes. Si su mamá se da cuenta tendrá problemas y se hará un pedototote que la involucrará. Déjala, cuando sea mayor, si te busca, recíbela como si no hubiera ocurrido nada; o procura un encuentro para entonces. Ve a visitar a tus amigos o haz amigos nuevos donde vives y nos vemos en una semana a esta misma hora. Cuídate.
Después de pagar a la secretaria, se dio cuenta de que era la única consulta que podía permitirse; salió hacia una botica porque necesitaba la medicina.
A pesar del sol que golpeaba la acera, sintió frío; por la calle rodaban hojas de los árboles del parque cercano. Pensó en sus amigos y se dio cuenta que eran los de Beatriz. Recordó a sus vecinos y vio sus zapatos sin lustre. Frente a él había una plaza comercial.
Al darle la medicina en la farmacia no le devolvieron la receta. Compró también alimentos y un litro de ginebra barata.
En la ciudad flotaba un ambiente ocre por la combustión de los autos y las partículas de polvo de los jardines resecos. Se había tomado la mitad de un Rivotril y una sensación volátil hizo que sintiera ligeros sus pensamientos. El entrecejo fue relajándosele y los colores de las construcciones le parecieron más vivos.
Al llegar al condominio, la camisa le escoriaba el cuello, le dolían los pies y el sol lastimaba sus ojos. En el cubo de la escalera vio un graffiti recién pintado: El profesor es puto.
Pasó dos dedos por el enunciado y los manchó de pintura.
Después de cambiarse la ropa, bajó al tendajón por un litro de cerveza.
El departamento lo había puesto con muebles comprados en los almacenes de saldos y muebles embargados: un pequeño refrigerador, lavadora, sala y comedor de alambrón con cojines ilustrados de maleza; una cama —la más barata—; los libreros, libros y cuadros, el equipo de sonido, los discos y el mueble con la computadora los trajo de su casa con Beatriz. El departamento estaba completo, pero era frío.
Sirvió en un vaso dos dedos de ginebra. Endureció el rostro y trató de concentrarse en sus cuentas por pagar: hasta después de un año que saldara la tarjeta de crédito, contaría con dos mil pesos al mes.
Bebió de la ginebra, vio las paredes todavía sin cuadros del departamento; en su nueva vida iba a mantenerse con dos mil pesos al mes. Sonrió:
—Ahora vas a saber de qué estás hecho Rosendo Camacho —pensó y se puso a escribir una reseña para el periódico.
El Mesías
El 26 de diciembre de 1709 se estrenó Agripina; a su término, los gritos de Viva el sajón
sonaron haciendo eco en las paredes del adornado teatro veneciano de San Juan Crisóstomo. Para algunos, aquella noche de diciembre decidió el éxito de Handel.
Aunque se desplazó en un ambiente católico cuando estuvo en Italia, a quienes le llegaron a insinuar que se convirtiera, sin transigir, contestaba que: Reformado había nacido y reformado habría de morir
.
El Mesías, a pesar de que su contenido trata sobre el significado del cristianismo, no tuvo una finalidad litúrgica; construido en forma libre, de concierto, se aproximaba a las antiguas cantatas y a los oratorios navideños alemanes. Junto a arias de carácter contemplativo hay trozos corales que representan la voz de la comunidad cristiana. El más famoso es el Aleluya
. Durante su primera ejecución en Inglaterra, el rey —y con él, todo el público— al conmoverse por la potencia y solemnidad de este coro, se levantó espontáneo y permaneció en pie para escucharlo entero.
La obra cumbre de Handel no es una historia sagrada sino un canto reflexivo sobre el misterio de la redención, y la relación entre el hombre y Dios. La casi simétrica alternancia de recitativos, arias y coros no deteriora la línea dramática conseguida por su autor con gran economía de medios armónicos, gracias a una orquestación que no sirve de relleno o apoyo al texto, sino que ayuda a elevar el espíritu de los oyentes. Los cantos llenos de consideraciones piadosas inspiradas en la Biblia son encaminados a mantener la tensión a base de una línea dramática que va creciendo paulatinamente hasta llegar a un momento culminante.
Inspiró a Beethoven, Haydn y Mozart.
De las excelentes versiones que se pueden encontrar en disco, recomiendo el Messiah
(reorquestado por Sir Eugene Goossens) con Jennifer Vyvyan (soprano), Monica Sinclair (mezzosoprano), Jon Vickers (tenor), Giorgio Tosí (bajo); con la Royal Philharmonic Orchestra & Chorus, bajo la conducción de Sir Thomas Beecham; grabado en 1959.
Todos, extraordinarios; a la par de esta obra genial.
—Te puedo llamar ingeniero o ingeniera.
—Sólo si te digo licenciado o licenciada.
—Yo soy tu mamá.
—Yo soy tu hija.
—Estaba jugando. Estoy muy ilusionada porque ya eres ingeniero o ¿ingeniera?
—El título es de ingeniero.
—¿Ya lo viste?, ¿cuándo te lo dan?
—Tengo que hacer primero la tesis.
—¿No la tienes?
—Tengo los libros y apuntes, sólo me falta escribirla.
—Estamos hablando de un mes, mes y medio: ¿cuánto?
—Nada de mes y medio, quiero divertirme un poco y descansar. Cuando estudiaba y te pedía permiso para salir, decías: Cuando termines vas a tener tiempo de divertirte. Ahora estudia
.
—Bueno, lo difícil ya lo hiciste. Quiero tener tu título y conseguir una cita con el ingeniero Salustio para que te den una plaza de coordinador.
—No empieces otra vez. Quiero divertirme y no ser una amargada como las de tu escuela, siempre hablando mal de los hombres, hasta las casadas.
—Tú nunca serás como ellas: eres bonita y estás hecha un mango. Qué bueno que dejaste al pendejo del Froylán.
—Yo