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Leyendas de la tierra grande
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Leyendas de la tierra grande

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Este es un recorrido por los pueblos de México y sus moradores, por sus costumbres y sus historias, por sus temores y sus milagros, animado con nuevos colores, sonidos, olores y visiones. La autora no solo nos narra las historias, sino que nos hace sentir que son los diablos, duendes y brujas quienes nos cuentan su suerte, ya sea de fatalidad o de ventura.

LanguageEspañol
Release dateJan 16, 2014
ISBN9781939048523
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    Leyendas de la tierra grande - Marcela Magdaleno

    Marcela del Río Reyes

    El origen de la leyenda como género se pierde en el tiempo, pero puede describirse como una forma de tradición oral que no pretende explicar los fenómenos, sobrenaturales o extraños, del imaginario colectivo, sino sólo transmitirlos. Se trata de un género que, tal como los corridos, romances, sagas y cuentos maravillosos, nació como producto de la necesidad humana de exponer el mundo y sus fenómenos. En la leyenda predomina lo fantástico sobrenatural. Sus personajes desaparecen o se transforman en vegetales, minerales o animales. Lo que estructura su contenido es una conciencia animista, una mentalidad primitiva o una concepción fantasiosa mítica. El impacto estético se logra por la transmutación sobrenatural. Por la liberalidad de la tradición oral, sus recursos formales han sido utilizados de las más variadas maneras, de ahí que sean muchas veces alteradas, transformadas o reconstruidas. Innumerables leyendas revelan elementos funcionales sémicos, idénticos, aunque varíen los acontecimientos, los personajes o el marco espacial que los rodea.

    Cada civilización y cultura de la Tierra Grande ha creado leyendas que se han propagado de boca en boca a través de las generaciones. México no es la excepción. De la misma manera que los egipcios, hindúes, chinos, griegos, vikingos, germanos, galos, flamencos, hispanos o los bretones, que narraron los prodigios de Merlín, el mago del rey Arturo, México ha producido leyendas que desde la época prehispánica han sido transmitidas por la voz anónima y colectiva de los distintos pueblos y etnias que nos conforman.

    También la literatura ha utilizado la leyenda escrita, especialmente en la hagiografía, cuando era preciso narrar acontecimientos sobrenaturales, como los milagros de la Virgen, y en la épica, como las leyendas de Alfonso X, el Sabio, o las basadas en las batallas de Rodrigo Díaz de Vivar.

    Hoy, Marcela Magdaleno, en un esfuerzo por que la voz colectiva perviva en nuestro mundo globalizado, recoge ese imaginario, agregándole la riqueza de su expresión metafórica. En sus leyendas no sólo hay voces infantiles y ancianas, femeninas y masculinas, sino de animales imaginarios, brujas, hadas y sirenas; también de ánimas en pena y voces minerales, acuáticas, herbolarias y aéreas. Cuenta de sus sonidos, olores y visiones, de su fuego y su avidez, de su silencio y de su grito.

    Los personajes que actúan en las leyendas son tan variados como la imaginación: los niños de lodo, los soldados de cristal, los duendes, la Virgen Sirena, las brujas del monte, la bruja que se alimentaba de sangre y la misteriosa bruja. Hay también mujeres mariposas, charros, la tía embrujada, los bandidos, el trovador, el hechicero y las Lloronas; pero no todos los personajes son humanos, hay también ángeles azules, animales humanos, como el hombre-jaguar, y las bestias, como el burro que encanta, los potros fantasmas, las lechuzas, el conejo de agua, el venado con ojo de piedra, el caballo de un duende, el chupacabras, el ave fénix y, por supuesto, no faltan nahuales, chaneques, gigantes y diablos.

    Los lugares en los que se mueven los personajes son tan múltiples como los espacios del mundo: el sepulcro, el pueblo fantasma, el palmar, cuevas y grutas; el río, la calle, la hacienda, el camposanto, la montaña, barrancas, túneles, las pirámides, las estrellas y el laberinto.

    Las leyendas cubren también distintos tiempos. La autora cuenta acciones guerreras de dioses, como Huitzilopochtli, lo mismo que de personajes de la época de la Revolución Mexicana, como la Coronela de Yautepec, los zapatistas y los plateados, de principios del siglo XX, y sucesos de la Colonia, como el de la aparición diabólica del libro negro en la capilla de Santa Úrsula de Querétaro, en el siglo XVIII.

    Como creadora, Marcela Magdaleno ha elegido no transmitir las voces desnudas de sus informantes, sino vestirlas con su propia forma metafórica de lenguaje, haciéndose transparente al narrar, como si los personajes de la leyenda, no sus informantes, hablaran a través de su boca, con objeto de dirigirse, más que al oyente del pasado, al lector del presente. Pocas son las citas textuales de la narración recogida que pone en labios del anciano o anciana que le contó el hecho sobrenatural, la fantasía o la aparición, o en la voz de su abuelo. En su mayoría, su propia invención se añade a la leyenda, enriqueciéndola con la metáfora exacta, con la alegoría precisa para que en ella circule nueva savia y llegue revivida al nuevo lector.

    Dejemos ahora que la palabra de Marcela Magdaleno cumpla su cometido como voz heráldica de la Tierra Grande.

    Criaturas de la oscuridad Criaturas de la luz

    Shhhhhh…

    En la quietud de la noche, el tiempo no transcurre, sólo ocurren eventos insólitos.

    ¿Has tenido de esas pesadillas que te ahogan en una laguna negra o sentido la presencia de relámpagos cuando el chaneque amarra tus sueños, para olvidar que tus piernas y brazos están torciéndose en las grietas de tu imaginación? ¿Has sentido el peso de alguien invisible que te asfixia y, por más que te esfuerzas, no puedes abrir los ojos ni respirar? ¿Recuerdas cuando eras niño y veías brujas jugando en los vacíos de tu mente? ¿O cuando el desierto del cuerpo ardía al escuchar las voces en el techo?

    Era cuando tu cuello se bañaba de sudor por el pánico y tus ideas se congelaban.

    ¡Las brujas ya están cerca!

    ¿Las sientes?

    Shhhhhhh...

    No hagas ruido, que te pueden escuchar.

    Reflexiones tempranas

    Si sueñas que alguien te oprime el pecho y una sombra roba tu respiración, trata de despertar rápidamente. Si no lo logras, aun en sueños, imagínate dentro de una esfera de cristal de luz dorada y reza tres padrenuestros; después de eso, nada podrá hacerte daño.

    Recuerda, nadie puede robar el aliento, a menos que dudes y te domine el miedo. Y ten mucho cuidado, porque puede tratarse de un nahual. En la noche, las pesadillas emergen y se disipan los sueños, las sensaciones de pánico se dilatan y el desasosiego puede llegar a embestir. También se dice que los nahuales les roban el aliento a los hombres, niños y mujeres. Muchas veces, cuando observamos animales inquietos, como perros, gatos, serpientes, tlacuaches o cacomistles, hay estar atentos, porque son los nahuales que nos están rondando. De ser así, hay que poner unas tijeras en cruz y dispersar cenizas en círculo, porque de esa manera jamás se acercarán a la víctima.

    Cuenta don Reyes: En mi pueblo había un nahual que robaba el nixtamal y la ropa interior. No quiero dar el nombre, porque en las noches, con el solo hecho de mencionar su nombre, se te aparece. Este nahual atacó a mis perros y se me aparecía seguido, cuando mi esposa se iba a cortar el arroz y yo me quedaba quemando leña. Pero a ese nahual que se convertía en marrana negra, una noche le descubrimos su verdadera identidad, y lo agarraron, y lo quemaron. Jadeaba horripilante; todos estábamos asustados. Pero al día siguiente, sus cenizas habían desaparecido.

    Leyendas de México

    En México hay historias escondidas en la naturaleza, conocidas por nuestros abuelos, que han sido escritas en cráneos, esqueletos o enterradas en cofres de antiguos pobladores. Relatos que provocan escalofríos, pero ayudan a entender los secretos de la vida. En las veredas mexicanas, a ciertas horas del día, cuando no es de día ni de noche, se asoman las criaturas de la noche, por los orificios de la tierra, haciendo sonidos que van tejiendo una realidad paralela a la conocida.

    Mi abuelo me contó leyendas sobre el origen de las cosas. Evocaba paisajes ya erosionados por el pasado, que hoy, por apatía o desencanto, hemos olvidado. Abanico de imaginería gestada en la labranza de la tierra, en las parcelas doradas, en la misa de espigas, en las cuevas húmedas, en el ritual de las piedras, entre frases y costumbres familiares, en las fiestas patronales donde levita la voz de los que ya se han ido.

    Explicaba que de noche los vientos evocan relatos, justo cuando la gente se acomoda alrededor de la hoguera, contando experiencias en los espesos bosques. Decía que en la noche se ve el alma, acechan las sombras y el miedo se apodera del cuerpo; también señalaba que, si dejas de hablar, puedes escuchar sonidos de pasos jalando cadenas y el timbal de potros salvajes acercándose a ti. Y que al amanecer se esparcen las luciérnagas como polvo de estrella e irrumpen voces de las tumbas, empujando a otros mundos. Y a veces, por más rápido que camines, te sigue de cerca la respiración jadeante del hombre de capa negra sin rostro, o el erizado lamento de la mujer rodeada de mariposas negras, entre un sinfín de cuervos y gatos salvajes, o la mano pesada que se recarga sobre tu hombro.

    Es en la madrugada cuando los búhos lanzan graznidos y acechan a sus presas con afiladas garras y ojos penetrantes. Rostros de ceniza que se asoman por la ventana o arrieros silbando corridos entre la maleza y levitando en los bancos de neblina. Es entonces cuando surge la voz de la tierra y se gesta el campo propicio para la erupción de la leyenda.

    También me habló de historias de gigantes, hadas, duendes, brujas y legiones de almas vagabundas que, con un simple vistazo, pueden ver todos los tiempos y todas las épocas.

    Y era asombroso cuando predecía: En quince días va a caer una helada; lo sé porque en los hormigueros hay diligencia y la culebra hormiguera no molesta. La sabiduría del campesino es asombrosa, porque predicen los acontecimientos contemplando el horizonte.

    Una vez me quedé reflexionando sobre poéticas andanzas cuando me dijo: Cuentan que hace muchos siglos, en el cráter de un volcán encantado, aparecía una bestia desterrada del mundo que se alimentaba del reflejo de la luna, que resplandece en la acequia. Después de beber luz se hundía en el agua gélida, escondiéndose por largos periodos en el corazón de la tierra.

    Después, mi abuelo se recogía en silencio, clavando la mirada en el cielo y un vendaval lo sacaba de su abstracción, para continuar diciendo que todas las tardes él veía unos pies sin cuerpo, bajando las escaleras del campanario, y a veces contemplaba el juego de los chaneques, riendo en el monte, dispersándose entre remolinos. También me hablaba de los nahuales, aves terroríficas y niños difuntos cantando en cementerios. Y el rechinido de la locomotora, cerca de una espesa tiniebla, donde aparecen colgados, meciendo sus pies y alargando la lengua bajo un cielo henchido de lluvia.

    Hoy, bajo el asfalto de nuestras calles hierven las voces de las ánimas, como lágrimas de cristal y acero. Se les ve caminando lento, sin respetar muros ni prisas. Cantan acariciando los paisajes en muchos lugares y tiempos, entre noches de cuentos y leyendas. Como seres fantásticos, soplando sus mensajes. A veces brotan en la cena familiar, saboreando el dulce de melaza, los acitrones de higo con miel de piñón y otras delicias que manos tejen bajo el esplendor de nuestra tierra mexicana.

    Morral de sirenas, nahuales y potros fantasmas

    Por las mañanas, yo iba a escribir versos en una vieja iglesia, bajo la sombra de un sabino que abrigaba con sus ramas toda la iglesia. Uno de aquellos días me encontré con un ciego que se guiaba por los aromas y las temperaturas y siempre andaba solo. Había perdido la vista en la adolescencia, por eso sólo recordaba los colores, formas e imágenes. Su ceguera no era limitación, porque su memoria reconocía las veredas tenebrosas y los lugares del campo. Usaba huaraches y ropa de manta, bastón que golpeaba en las paredes para orientarse. Se ponía una cinta roja en la cintura y en la frente, para protegerse de las maldades ajenas, lanzadas por sus enemigos revolucionarios ya fallecidos.

    Nos conocimos entre los canales de agua que rodeaban el atrio y me platicaba sobre las antiguas creencias del pueblo.

    Sabía que existían nahuales, que eran personas perversas y traicioneras que, por medio de invocaciones y prácticas malignas, se desencajan en bestias. Los preferidos eran los perros negros, o coyotines, cacomistles o gatos monteses. Por él supe que a esas bestias les gusta hacer fechorías y después de la muerte entran en casas, mentes y jardines. Su hora predilecta era la media noche, porque entonces podían hacer jugarretas ocultando su verdadera identidad.

    Me decía: Generalmente, cuando la luna llena se asoma entre nubes violetas, es cuando salen las brujas y los murciélagos acechan... Se abren las puertas invisibles, liberando la energía de otros lados. Así fue como entré a este mundo, donde todo lo fabuloso puede hacerse realidad.

    Un día salí de casa buscando nuevas historias. A lo lejos escuché una voz que me decía: ¡Ve a la iglesia cuando caiga la tarde y recobra las historias que las olas del tiempo están a punto de borrar!. Seguí la voz que me guió nuevamente al atrio de la vieja iglesia y fue allí donde conocí a un anciano que me dijo: "Hija mía, no voy a vivir mucho tiempo en esta tierra y te enseñaré a abrir las cerraduras del tiempo, para que, antes que el alma de los muertos desaparezca, te cuenten las historias de mi tierna infancia. Aventuras cuando la abuela nos mantenía en suspenso, cerca de la chimenea, transmitiéndonos todas las leyendas de miedo y sabiduría.

    Hija, yo fui muy aventurero y, en una de esas rutas que no tienen nombre, me topé con un anciano que me contó fragmentos de su vida, y todos las fui almacenando en este viejo morral.

    El anciano reflexionó y dijo: "Ahora mi mente vieja se halla en los cerros; ya busco el nido donde vi mi primera luz. Me despido para retornar al jardín de la esperanza, donde el alma se purifica y algún día mi cuerpo renacerá. Hoy me llaman los cerros y valles de mi tierra caliente, Guerrero. Mientras mi cuerpo se marchita lentamente, el recuerdo final se renueva. Cuando salí de mi tierra, yo era muy pequeñito y escuchaba el silbar del viento, que decía: ‘¡Niño, niño, te vas muy lejos, pero algún día regresarás!’.

    ¿Sabes algo?... La grandeza se mide por la humildad, no por la cantidad de cosas acumuladas. Hoy hago como los elefantes, que salen de niños y de adultos regresan al cementerio. Mi tierra me espera. Sus montes son de tepetatito que se calienta, ansiando tragar mi cuerpo y libar, como las orugas de seda, mi tumba. Las mariposas llevan en sus alas mi voz y el relámpago ya me está guiando al cielo. Voy a hacer lo del ermitaño, que se fue a caminar, excavó la tierra, se quitó ropa y huaraches, y se metió a dormir ahí. ¿Quién iba saber que sería su último sueño? Me gustaría escribir mis historias, pero ya no puedo. Nunca aprendí a escribir. ¿Tú podrías ocupar mi lugar?.

    Recuerdo a ese anciano, sentado en las tardes sobre una banca, rodeado de golondrinas. Ya no escuchaba ni veía con claridad. No obstante, contaba leyendas. Con delicadeza me acerqué, giré varias veces e indagué cómo abrir nuevamente la conversación. De pronto me dijo: Siéntate. ¿Eres tú quien vino a escucharme, verdad? Te llamaron los guardianes del tiempo. Pensé que nunca llegarías.

    Así fue como las páginas de su libro invisible dictaron las imágenes que escucharán. Cuando me senté, brotaron frases añejas de sus labios: "Hace muchos años, conocí a una mujer que en la noche de muertos invocaba calaveras frente al espejo, gemía y su sollozo rasguñaba fragmentos de esta realidad. Su voz me hizo viajar al pasado.

    La noche olía a caña hervida, a mandarinas, desfiladero de alfeñiques, donde cenaba el terrateniente criollo, en la plaza, escuchando la sencilla banda del pueblo. En ese tiempo, las tías regalaban caramelos y galletas a los niños. Los angelitos muertos aparecían entre nubes y seguían a tientas los caminos de cempasúchil para oír, en el puente viejo, las extrañas ocurrencias de los borrachos. En ese entonces las tradiciones eran diferentes, se saludaba a la patrona besándole la mano. El peón comía en la milpa y el ejido era adorado con la espiga del Espíritu Santo. Comer era compartir el sol, el viento y el río; disfrutando el sonido de los amates y el perfume del eucalipto".

    El anciano decía que las leyendas venían con las aves, como el vuelo del colibrí, la cucuchita, la cuacuana y los sanates. Con sus alas movían las páginas de la vida, entre el Cielo y el Infierno; al abrir el pico, lanzaban letras y en primavera fecundaban la tierra, desplegando en los pétalos de la flor los versos. Después de la lluvia, cuando la mazorca crecía y el hombre se recostaba en la labranza, las letanías se erguían como vapor.

    El tiempo trascurría lento y la mirada inocente permanecía cómodamente suspendida en la majestad de los volcanes. Pueblo y gente comiendo en la vasija de platanillo. Niños juguetones de tierra fría, amantes de tierra ardiente, besándose en la sombra, tierras de cosecha en el paraíso, de lomerío y aroma a copal.

    Siempre había fiestas. El Día de Todos los Santos, las personas celebraban la llegada de sus difuntos. Los mayordomos vestían al santo y las jóvenes salían a cumplir con los mandatos de la Iglesia. Se escuchaba a Caruso fusionándose, desde el fonógrafo, con bandas de viento, y las plegarias de las rezadoras, que nunca vestían de colores. Sólo se les veía transitar como cuervos, enlutadas y estiradas con encaje y almidón. Todavía hoy se aparecen atravesando paredes y entonando la jaculatoria, como si siguieran vivas, en marcha fúnebre hacia la iglesia.

    La gente cuenta que una tarde de otoño, mientras cargaban al santo patrón, se destrozó un muro en la calle de la Inocencia y el alarido de un niño rompió la calma, alertando a los vecinos. Del muro de cal y canto cayeron cientos de momias con elegantes trajes al estilo liberal. Cuerpos de polvo envueltos en tela rota, donde pendían medallones con siglas yorkinas y escocesas.

    Mientras el anciano y yo seguíamos evocando historias, discretamente me reveló ser el único que conocía la verdadera identidad de los nahuales, que, convertidos en potros azabache, danzaban con las patas traseras, escupiendo fuego de las rocas, invadiendo el poblado una vez al año para robarse a las mujeres más hermosas.

    El anciano guardaba en su morral un mapa, señalando el sitio del mercado donde se aparecían los fantasmas, usando mascaras para sólo ser vistos una vez al año, en el carnaval o cuando todo el pueblo se vestía de cuervo y jaguar, y danzaba alrededor de la hoguera. El viejo tenía atrapado al viento, al fuego y a todos los personajes maravillosos en su morral. Esa tarde se despidió, olvidando en la banca el mágico y deslavado saco de yute. Inútilmente corrí al buscarlo. Retorné todas las tardes al mismo sitio, pero él nunca regresó. Alguien me dijo que el bosque se lo había tragado, pero una noche se me apareció su mirada y, en un bermejo abismo, me susurró al oído que ya estaba cubierto de tierra en el monte caliente. Dijo: Yo te voy a dar un libro donde están los textos que escribió mi mente, el alma frágil de mi imaginación.

    Esa noche, asaltada por una inmensa curiosidad, abrí el costal y leí el pergamino de leyendas que decía lo siguiente:

    Donde colindan los cañaverales con el fin del mundo había una piedra que no tenía voz, ojos ni boca, pero sudaba raras crónicas. La piedra había sido testigo de anormales sacrificios, como donde corrió sangre fresca, traiciones, alianzas y codicias rapaces.

    La piedra estaba bajo una enorme ceiba que resguardaba a los caminantes del sol de mediodía. Bajo esa sombra acostumbraba a sentarse una anciana para conversar consigo misma. Recordaba su adolescencia en reflexiones sepias que redimían su nostalgia, praderas inundadas de flores, hileras de maizales y una alfombra de nubes perfumadas.

    Esa piedra estaba colocada sobre un monte. Los arrieros decían que, una tarde, el monte respiró, y después de que

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