9 Wigamba: El llamado del vudú
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Una bodega abandonada en las afueras de la ciudad parecía ofrecer un escondite inmejorable para Berenice y sus zombis, pero la llegada de una pandilla de intrusos con malas intenciones termina por aumentar la cantidad de infectados con el virus zombificador, y cuando parece que las cosas no pueden empeorar aparece el entrometido detective que busca a Orlando y a David. Para colmo, la policía se ha enterado de que los comehombres se ocultan en la ciudad y prepara un asalto a la bodega. La situación se ha tornado tan complicada que esta vez amenaza con terminar en un desastre. Antes de leer este libro adquiere “1 Wigamba - El hacedor de zombis” en este mismo sitio.
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Book preview
9 Wigamba - Marcus van Epe
9 Wigamba
El llamado del vudú
Marcus van Epe
Smashwords edition
Copyright: 12 Editorial AC / Alejandro Bernardo Volnié Abuásale - 2012
Cover design: COVALT | www.covalt.com.mx
Cover image: Ron Chapple | Dreamstime.com
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* * *
Contenido
Caso resuelto
Cazador y presa
Dulces sueños
Un sueño feliz
Una nueva cepa
Algo de calma
Un asalto en ciernes
No mates al mensajero
Necesito defenderme
Batalla campal
Caso resuelto
Llevado por el instinto, el investigador privado volvió a emparejar la puerta al final del pasillo en cuanto se hubo cerciorado de que Berenice, el Comadreja y el camión blanco estaban en la bodega. De pronto había caído en cuenta de que abrirla para asomarse había sido tomar un riesgo muy grande. Si lo hubieran descubierto todo se habría complicado, pues se habría visto obligado a cambiar de actitud; aprehenderlos y tomar el comando de la situación para proteger su vida, y entonces atenerse irremediablemente a sus poco fiables explicaciones en vez de averiguar la verdad a través de un paciente ejercicio de observación.
Estaba decidido a llegar al fondo de un asunto que rebasaba por mucho a la misión original; la simple localización de un par de adolescentes. Ya no se trataba de una investigación de rutina. Lo que sucedía caía tan lejos de lo común que era incapaz de fabricar una explicación congruente a partir de lo poco que sabía. Repentinamente, desentrañar el misterio se había vuelto lo único importante en su vida. Quizá se tratara del gran caso que llevaba tantos años esperando, el que haría que todo el mundo se rindiera ante él; una suerte de ajuste de cuentas existencial que tendría su medida de justicia poética.
Al cerrar la puerta se recargó contra la pared y aguzó el oído. Las esporádicas voces que resonaban en la bodega le llegaban como un murmullo, que por momentos era opacado por la intensidad de los latidos de su corazón desbocado. No recordaba haberse sentido tan nervioso desde sus épocas de novato. Quizá fueran sus entrañas avisándole que ésta era la buena, que debía jugar a la perfección para salir triunfante; un buen detective siempre atiende a sus instintos.
Soportó durante unos minutos la ansiedad de volver a asomarse, sabiendo que lo poco que alcanzaba a escuchar no le bastaba para comprender. Entonces cambió de opinión. Inusitadamente decidió desoír la voz que desde muy adentro le gritaba que se detuviera y volvió a entornar la puerta.
Al asomarse apretaba la empuñadura del revólver sintiendo que se escaparía de su mano sudorosa. La rendija alcanzaba para ver muy poco. Debía moverse a un lado y al otro para ir capturando la escena como un escáner. Le llamaban la atención las cajas de madera que seguían destapadas, y por un momento se enfocó en ellas, hasta que descubrió la sangre que manchaba el piso muy cerca. En ese momento recordó las palabras del friki en el edificio de enfrente, ¡ya nos mordieron!
, y supo que no había mentido a pesar del pobre estado mental en que se encontraba.
La súbita presencia de Berenice cerca de las cajas le provocó un leve sobresalto. Entonces comprendió que ella no podía verlo a través de la estrecha abertura. Llevaba un animal en la mano, quizá un conejo, que parecía muerto. ¿Qué diablos pasaba ahí? ¿Acaso se trataba de alguna suerte de rito oscuro?
En ese momento un hombre joven, con la ropa salpicada de sangre, se paró a su lado. Ella le tendió lo que llevaba y él lo recibió sin dudarlo. Enseguida pegó un mordisco entre la pelambre y escupió el mechón que quedó en sus dientes.
El muchacho le parecía familiar, sin embargo no estaba seguro. Debió sacar la fotografía que llevaba en la cartera y acercarla a la rendija para observarla bajo el rayo de luz que se filtraba desde la bodega. Volteó a verlo para cerciorarse de que fuera el mismo; justo en ese momento arrancaba las tripas del conejo y las tragaba apenas masticadas.
Era demasiado. El asco lo había vencido. Supo que estaba a punto de vaciar el estómago y salió deprisa del lugar. De permanecer ahí, los inevitables sonidos del vómito delatarían su presencia prematuramente. Si aún fuera un oficial de la ley habría irrumpido en el lugar sin miramientos para arrestar a todos e interrogarlos más tarde, pero ya no lo era. Ahora dependía de observar más que de preguntar, y lo sabía bien.
El detective iba llegando al muelle, urgido de vaciar los restos del café y los panecillos de esa tarde en la corriente del río, justo cuando Darsen, desesperado porque tampoco comprendía gran cosa de lo que sucedía bajo sus pies, pegó un grito llamando a Berenice.
Ella estaba atareada, poniendo orden en el lugar. Tenía al Rojo en reposo, intentando pronosticar el progreso de la herida en su vientre, que había dejado de sangrar muy pronto. Confiaba en que se recuperaría al cabo de unas cuantas horas, tal como cualquier zombi, sin embargo le preocupaba atinar con el momento correcto para alimentarlo, pues la lesión afectaba justamente su aparato digestivo.
Por otra parte, con la ayuda del Comadreja había atado a los tres pandilleros heridos, que seguramente también se sobrepondrían a sus heridas en el curso de la transformación. Ellos pronto serían zombis y las dentelladas recibidas sólo cicatrices; entonces podría desatarlos, porque habrían quedado bajo su control.
Sin embargo se le auguraba una noche difícil, pues uno de ellos se quejaba gimiendo desmesuradamente y los otros dos no cesaban en sus gritos y amenazas, convencidos de que el resto de su banda volvería para rescatarlos; confiaban en su inmediata liberación pues ignoraban que la docena que se había refugiado en el edificio de enfrente se había apresurado a perder la conciencia para evadirse del recuerdo de la experiencia reciente.
—¿Qué quieres? —preguntó Berenice a Darsen con malos modos a través de la malla de rombos que los separaba.
—¿No lo sabes? —la provocó—. Te dije que no puedo ver nada desde aquí. ¿Qué?, ¿fue Orlando?
El viejo seguía creyendo que el joven zombi a quien ella usaba como guardaespaldas se había quedado vigilando. No tenía caso sacarlo del error.
—Tengo que calmar a esos tres o no pararán de gritar en toda la noche —cambió el tema—. ¿Tienes algo que pueda darles?
—¿Algo? ¿Cómo qué?
—No sé. Entre tantas cosas que tienes ahí dentro debe haber algún calmante, quizá diazepam, para que se duerman en la caja como tú —al decirlo no pudo disimular una sonrisa maligna. Le divertía haber empacado al viejo para llevarlo ahí como si se tratara tan sólo de un objeto utilitario y no de una persona.
Él se quedó mirándola, buscando el modo de sacar provecho de la situación. Pasaron unos segundos en los que sólo intercambiaron miradas, entonces al viejo le llegó la respuesta.
—No puedes darles cualquier cosa, ¿sabes?
—¿Por qué? Sólo un