
Los denominados derechos humanos se han desarrollado de manera vertiginosa desde la posguerra hasta nuestros días, tanto a nivel internacional como en los distintos sistemas regionales y nacionales que componen el orbe. A este exponencial desarrollo va aparejada una multiplicidad de aproximaciones teóricas y prácticas desde diferentes disciplinas, destacándose el Derecho y sus ciencias auxiliares. Así pues, hemos visto cómo los programas de estudio de las diferentes universidades y escuelas que imparten la carrera de Derecho se han adaptado para incluir no sólo materias sino también espacios de discusión y promoción de la cultura de los derechos humanos.
Hoy, en el mercado de la educación jurídica de nuestro país la oferta incluye numerosos cursos, especialidades, diplomados, conferencias, seminarios y demás nomenclatura educacional en materia de derechos humanos; sin embargo, los esquemas de unos y otros siguen siendo muy similares: el auditorio, la exposición del experto o la experta, seguida de una brevísima oportunidad para hacer preguntas y culminando con el aplauso de los participantes, quienes gustosamente procederán a agregarlo a su currículum, olvidándose de la perspectiva de “ser humano” y de la realidad que enfrentan los “vulnerados”.
Este esquema tan difundido del que todos hemos sido tanto promotores como víctimas hoy resulta insuficiente, pues es claro que un concepto de la magnitud de los derechos humanos no puede comprenderse verdaderamente sin el acercamiento a la realidad en la que se gestan: los rostros y los nombres de aquellos que sufren su vulneración.
Por esta razón, la educación en temas de derechos humanos exige y requiere un enfoque más práctico, más humano y