En el centro del Museo del Prado hay una sala de estuco roja grande y casi vacía. Al fondo, dispuestas en forma de un semicírculo que sigue el perfil absidial de ese espacio, hay ocho grandes esculturas de mármol blanco, ocho mujeres sobre peanas que miran al espectador de paso. Casi nadie para allí, van de la zona de pinturas flamencas de la galería central a otras italianas, o a la librería. Dan la sensación, como tantas veces las esculturas del Prado, de estar decorando, de ser aquello «con lo que tropiezas cuando estás mirando un cuadro». Estas ocho estatuas, de un metro y medio aproximadamente y ejecutadas por un artista anónimo hacia el año 140 d. C. siguiendo modelos áticos, son ocho de las nueve musas que aparecieron hacia 1500 en el Teatro de la Academia u Odeón de la Villa Adriana, en Tívoli.
El arquitecto y tratadista del manierismo Pirro Ligorio las vio y nos informa de que estaban en nichos en la parte alta de la fachada del escenario, lo cual nos hace entender que en una fecha tan cercana se conservaba ese frente en pie casi intacto. El siglo xvi, el del descubrimiento de la antigüedad clásica, fue una constante rapiña de edificios que se habían mantenido en la incuria y devorados por esa naturaleza invasora que tanto gustó a los y del el subsuelo romano era una fuente inagotable de recursos para artistas apasionados, toperos desaprensivos y coleccionistas motivados. En ese escenario la Villa Adriana era una inigualable oportunidad tanto en extensión como en calidad. Entre 1500 y hoy de allí se han sacado desde una copia del de Mirón, pasando por la hoy en el Louvre, los retratos de Adriano y su amante Antínoo hasta las musas del Prado, y una gran cantidad de obras que, una vez halladas, perdieron su conexión con la villa palaciega. Recientemente se publicaba el análisis de miles de piezas investigadas con el paso del siglo xx por el profesor K. Fittschen y se identificaban fragmentos de retratos de Comodo, Caracalla y Heliogábalo, lo cual prueba irrefutablemente la ocupación de la villa no solo por emperadores de la dinastía Antonina, a la que perteneció Adriano, sino también de la Severa, como Caracalla y Heliogábalo. Un siglo después de la ejecución de las del Prado los emperadores seguían disfrutando del sueño alejandrino de Adriano.