


Dos décadas habían pasado desde el final de la Guerra Civil. Ya no caían las bombas ni chillaban los fusiles. Sin embargo, el 2 de abril de 1959, durante la inauguración del Valle de los Caídos, Francisco Franco se despachó a gusto contra uno de sus enemigos acérrimos. Rencoroso, ensalzó el «heroísmo y el entusiasmo» que sus tropas habían «derrochado contra las Brigadas Internacionales para hacerlas morder el polvo de la derrota». Aquello fue la guinda que terminó de ensalzar el mito. Uno que benefició a ambos bandos: el que definía a los voluntarios extranjeros como soldados irreductibles capaces de frenar por sí solos al ejército sublevado. La realidad, sin embargo, se acerca más a la que desveló el general republicano Enrique Líster años después: aquellos hombres representaron «un ejemplo maravilloso de solidaridad antifascista» e insuflaron valor al Ejército Popular, pero, en la práctica, su papel no fue tan determinante.
IDEALISTAS, PERO POCO ENTRENADOS
La sublevación de 1936 fue el germen de esta historia. En mitad de una escalada de tensión fascista que, según creían las grandes potencias, acabaría por afectar a toda Europa, la Internacional Comunista (Comintern) y una serie de grupos franceses de la misma ideología iniciaron la movilización extranjera. «Buscamos reclutar, entre los