El 5 de diciembre de 1872, ninguno de los tripulantes del Dei Gratia imaginaba que estaban a punto de entrar en la historia. Ese día, el marino John Johnson, de guardia en el timón, divisó casi al mismo tiempo que el capitán Morehouse otro buque en el horizonte. Su nombre, que podía leerse en el casco, era Mary Celeste. Había aparecido en mitad del Atlántico, a medio camino entre Portugal y las islas Azores, e iba a convertirse en uno de los grandes misterios del mar.
En el Dei Gratia no tardaron en comprender que algo no andaba bien en el Mary Celeste. Aunque en aparente buen estado, salvo por alguna vela rasgada, parecía ir a la deriva. Morehouse, sospechando que se encontraban ante un buque fantasma, ordenó a tres de sus hombres, Deveau, Wright y Johnson, que abordaran la embarcación con el fin de encontrar pistas sobre el paradero de su dotación.
Al poner el pie en ella, Deveau y sus compañeros, tras confirmar que había sido abandonada, inspeccionaron cada rincón de la nave, descubriendo que todo estaba medianamente ordenado y que, aunque el barco tenía agua abundante en su interior, permanecía en unas condiciones lo suficientemente buenas como para que ningún marino avezado hubie ra escapado de él por miedo a un hundimiento. Todo parecía normal, sí, salvo un par de cosas. En primer lugar, las escotillas que conducían a la bodega estaban arrancadas, como si una terrible fuerza las hubiera proyectado hacia arriba para después arrojarlas con violencia sobre la cubierta. Además, detectaron otro hecho