CUANDO REGRESÉ A EGIPTO en junio, después de 15 años, me costó trabajo reconocer el sido. En El Cairo, un andador de 1.5 kilómetros llamado Mamsha Ahl Misr (sendero del pueblo egipcio), recién había sido inaugurado a lo largo del río Nilo y ofrecía vistas espectaculares de la ribera. El creciente vecindario cercano, conocido como el Triángulo de Maspero, estaba en medio de una remodelación drástica. Las zonas más deterioradas habían sido demolidas, y su lugar será ocupado por costosos condominios ribereños, como parte de un plan para demoler 357 zonas residenciales en las 27 gobernaciones en las que se divide Egipto. Cientos de casas en Warraq, una pequeña isla en el Nilo, han sido derribadas para dar paso a hoteles. Las famosas casas flotantes fueron desmanteladas o remolcadas una por una.
Al salir de la ciudad por el Tahia Masr -el puente colgante más ancho del mundo inaugurado en 2019- viajé hacia el norte a través de la acogedora explosión de verdor de las tierras de cultivo, antes de llegar al desierto alrededor de Alejandría. Las carreteras eran tan nuevas que el asfalto estaba pegajoso; las salidas principales hacia poblaciones en construcción en la costa todavía estaban incompletas. Un lujoso de playa al oeste de Alejandría, Nuevo El Alamein, se levantó en la costa del Mediterráneo hace cuatro años. Con un costo proyectado de 60 000 millones de dólares, incluirá tres universidades y un palacio presidencial. Una zona lujosa llamada el Distrito Latino ofertaba “chalés” costeros de cuatro