Amediados del siglo XIX, España experimentó un abundante éxodo del campo a las ciudades huyendo de la pobreza. Los hombres buscaban trabajo en las industrias y las mujeres, mayoritariamente, como sirvientas en casas más pudientes. Tan solo en el año 1857 se contabilizaron en Madrid unas 18 500 criadas, de una población total de 281 170 habitantes, y para 1900, su número en toda España ascendía ya a 264 000.
El problema era, como afirma la criminóloga Marisol Donis en su libro Sirvientas asesinas (Nowtilus, 2011), que estas mujeres apenas sabían desenvolverse en su trabajo: «Las jóvenes que huían de la miseria de sus lugares de origen no estaban preparadas para servir en casa ajena porque, la mayoría, carecían de todo. No sabían poner una mesa, ni encerar suelos, ni limpiar plata, porque vivían en sus pueblos en casas insalubres, hacinadas y en su vida habían visto un mantel, una cubertería o una alfombra».
Para enseñarles el oficio surgieron casas de acogida, algunas regentadas por congregaciones religiosas, adonde se acudía para contratarlas. Sin embargo, los sueldos eran bajos, las jornadas interminables, el trato recibido, no siempre respetuoso, y el acoso sexual por parte de los señores, bastante habitual. Y, por si fuera poco, muchos rateros vieron en ellas la oportunidad que estaban buscando, como describió, en 1886, el artículo: «Los ladrones necesitan, más que ningún otro criminal, de cómplices fieles y decididos y nunca realizan aislados los negocios. Generalmente se valen de las criadas