Los silenciosos soldados soviéticos a caballo de los que habla Primo Levi en La Tregua bien pudieron pasar ante los ojos de Ángela Garriga y Salvador Sánchez aquel gélido 27 de enero de 1945. El matrimonio de exiliados de la Guerra Civil había acabado trabajando contra su voluntad en las cocinas de la IG Farben en Auschwitz III -Monowitz y, aunque su experiencia no resulta comparable al infierno que sufrió el deportado italiano, también ellos recuperaron la plena libertad ese día gracias al Ejército Rojo. Muy lejos de allí, en las Islas del Canal, Francesc Font y decenas de antiguos combatientes del Ejército de la República llevaban ya varios años construyendo búnkers para los alemanes. Ellos solo serían hombres libres tras la capitulación del Reich el 8 de mayo de 1945.
Ángela, Salvador y Francesc: tres gotas en el océano de los millones de europeos obligados a servir con su mano de obra a Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. El moderno sistema de semi-esclavitud puesto en pie por el régimen nazi para sostener su economía de guerra se consideró en el Juicio de Núremberg un crimen contra la Humanidad y uno de sus máximos responsables, Fritz Sauckel, fue sentenciado a muerte. Frente a la barbarie del Holocausto y el horror sin límites de la guerra total, el trabajo forzado fue visto sin embargo durante décadas como una faceta menor de la guerra mundial. Solo desde 1990 despertó el interés por los trabajadores forzados y se estudiaron de manera sistemática sobre todo en Alemania, donde surgieron además numerosas iniciativas dirigidas a honrar la memoria de aquellas víctimas olvidadas del nazismo.
DIFERENCIAS EN EL TRATO
El trabajo forzado en la Europa de Hitler fue un fenómeno complejo y lleno de matices. Así por ejemplo, el trato a los obreros extranjeros variaba mucho según criterios raciales y políticos. Destinados al exterminio, los judíos y los internos en campos de concentración trabajaban hasta la extenuación. A su vez, los trabajadores civiles eslavos de países ocupados eran explotados sin miramientos. Por su parte, los obreros de países de Europa occidental, que Berlín esperaba fuesen sus aliados tras la guerra, recibían un trato relativamente benévolo. Una excepción la representaban los antifascistas, quienes por representar un peligro potencial al dominio alemán fueron perseguidos de forma sistemática, siendo una parte deportados a campos de concentración y el resto convertidos en trabajadores civiles forzados. El grupo más amplio de antifascistas de Europa occidental obligados a servir a la economía alemana fueron los republicanos españoles refugiados en Francia, aquellos mismos a los que la Legión Condor había combatido en la Guerra Civil y que la propaganda nazi presentaba sin distinción como peligrosos bolcheviques. La historia de los 40 000 sometidos a trabajo forzado por los nazis no discurrió en paralelo sino que se entrelazó con la resistencia y la deportación, los dos grandes temas con los que comúnmente asociamos a los exiliados republicanos arrastrados por el torbellino de la Segunda Guerra Mundial. Al menos una quinta parte de los deportados españoles habían sido trabajadores forzados en Francia, y la mayoría de los que se sumaron a la resistencia lo hicieron escapando de los campos de trabajo. Pese a su relevancia para la historia del exilio republicano en Europa, los trabajadores forzados españoles del Tercer Reich siguen siendo muy poco conocidos y tampoco reciben ningún reconocimiento simbólico por parte de la democracia española, pese a que hace ya medio siglo que son considerados oficialmente por Alemania como víctimas de nazismo.
