¡OYE, MI MENTE PIDE PÓDCAST!
U nos meses después del confinamiento empecé a ir a terapia. Siempre había sido el clásico géminis –recurro al horóscopo para adecuar la expectativa científica de este artículo– al que todos ven como un tipo muy cuerdo pero con tendencia a que se me vaya la pinza de puertas mentales adentro. Hasta que el encierro forzoso desequilibró la balanza a favor del zumbado que habita en mí. Que no me cae mal, pero se puso muy pesado, con bucles de pensamientos obsesivos que me provocaban picos de ansiedad muy desagradables.
El ejercicio que más me gustó de los que me propuso el psicólogo, y del que hay versiones variadas, según me comentan mis otros amigos tocados del ala, fue el del autobús: consiste en visualizar eso, un autobús, al que se suben personajes que identificas como las voces o puntos de vista que ‘toman la palabra’ en tus pensamientos. Suelen sentarse por allí un padre o una madre, el niño que fuiste, buenos amigos, peores enemigos o más bestia de Internet y creadora de un contenido incomodísimamente revelador. Estaba en mi autobús porque no rijo, obvio, y también porque llevaba semanas enganchado a su pódcast, en el que aborda temas como el suicidio o los traumas maternofiliales de manera sincericida, no apta para pieles finas.
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