En 2006, Michael Mastromarino, un dentista de Nueva York, fue detenido tras ser acusado de robar tejidos humanos y venderlos para trasplantes e investigaciones médicas.
La sentencia fue una condena de entre quince y treinta años de prisión, en el juicio se demostró que Mastromarino se había hecho millonario tras confabularse con varias funerarias que le proveían de cadáveres destinados a la cremación. Luego, en una habitación secreta y perfectamente equipada extraía el tejido necesario, principalmente tejido óseo, para venderlo ilegalmente a compañías médicas sin el consentimiento de sus familias, lo que también le obligaba a falsificar formularios públicos y privados.
Muchos de esos tejidos estaban contaminados con enfermedades infecciosas como VIH o hepatitis y ocasionaron graves problemas de salud en los pacientes que los recibieron como donantes, ya que no habían sido siquiera analizados antes de ser vendidos.
El caso de Mastromarino nos recuerda poderosamente a los llamados ladrones de cadáveres, tan famosos en la Europa de principios del siglo XIX y que estuvieron indisolublemente ligados a las facultades de anatomía que entonces comenzaban a proliferar.
Fue un siglo en el que la medicina experimentó un avance inusitado, tras varios siglos de oscurantismo donde los impedimentos morales y legales habían ido evitando algo tan básico como el conocimiento científico del cuerpo humano. Basta pensar que, en zonas tan importantes del planeta como la China de Confucio o la Grecia de Pericles, la disección estuvo directamente prohibida, ya que se consideraba una profanación.
El dentista, Michael Mastromarino, fue condenado por robar tejidos humanos y venderlos para trasplantes