Dicen las encuestas que uno de cada tres norteamericanos duda de que los viajes a la Luna fueran reales. Y uno de ellos lo niega en redondo. A juzgar por las opiniones que corren en las redes sociales, es probable que esos resultados no fueran muy distintos en nuestro país. El porqué de esta moda conspiratoria es tema de estudio para psicólogos y sociólogos. Quizá refleja una extrema desconfianza hacia la “autoridad” establecida, la sospecha de que maquiavélicos planes ocultos rigen nuestras vidas o, simplemente, el placer de creerse en posesión de una verdad que los demás ignoran.
En cualquier caso, los argumentos que suelen esgrimirse no resisten el más mínimo examen. Pero eso carece de importancia para los adeptos a un culto, sean escépticos de la llegada a la Luna, creacionistas o convencidos de que la Tierra es plana (o hueca, que también los hay). Lo curioso es que, en los años que siguieron al programa Apolo, hace medio siglo, muy pocas voces se levantaron para expresar dudas. Tan solo una minúscula fracción del público se negó a admitirlo. Más por rechazo a aceptar un avance técnico difícil de comprender