Viajemos por un momento al año 1643. El mundo tiene, por así decirlo, dos capitales: el centro religioso y artístico se encuentra en Roma; el centro político y económico, en Madrid. Pero no será por mucho tiempo. Asoma en el horizonte una nueva potencia que va a condicionar el destino de Europa durante los próximos dos siglos. Un dominio político y militar capaz de resistir a las revoluciones o, mejor dicho, de propagarse con ellas. Y el lento, pero firme, amanecer de un predominio cultural que muy pronto tendrá a todas las cortes europeas hablando francés e importando figurines ataviados con la última moda de París. El imperio de los Austrias, donde nunca se pone el sol, parece aproximarse a su ocaso. Si hay alguien capaz de eclipsar al Rey Planeta, Felipe IV de España, ese es Luis XIV de Francia, un Rey Sol que llega decidido a deslumbrar.
España, sin embargo, va a