A firma Margaret Atwood que la imagen que una sociedad tiene de sus brujas dice mucho de cómo se percibe a la mujer. Las diversas formas en que la feminidad ha sido representada durante siglos, desde la óptica masculina, han estado divididas entre su divinización y su demonización, como ya señalara Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949). No es difícil descubrir que estas representaciones, todavía hoy presentes, funcionan como un mecanismo compensatorio que descubre un anhelo frustrado de aquel a quien, proyectando una idea de feminidad en la realidad, su propia experiencia le da calabazas.
La pregunta retórica que Freud formuló a Marie Bonaparte –«¿Qué quiere una mujer?»– da cuenta de la perplejidad del hombre ante el hecho de que la respuesta no sea el hombre mismo sino, como detectara Lacan, algo oculto que se encuentra al nivel del deseo y que, por tanto, nos devuelve al mito. Pero, para la historiadora y escritora puertorriqueña Iris M. Zavala, el vacío lacaniano que retroalimenta el deseo sigue siendo dependiente del «rasero fálico» (aunque el falo, para Lacan, no sea más que el significante del deseo). El vacío no es ya el del útero errante que repescó la psiquiatría moderna de la descripción de Hipócrates o de la de Sócrates en el , que creían que la [útero] era un animal insatisfecho, sino que, para Zavala, el vacío es la exclusión de la mujer, condenada a ser un complemento del hombre, del ámbito de creación de cultura. Es desde este «no