LA HUELLA CIRCULAR


El tránsito en las ciudades se redujo durante milenios a formas de desplazamiento relativamente inocuas para la salud pública, el bienestar socioeconómico, el medioambiente y el clima, los cuatro aspectos principales por los que debe velar un sistema sostenible. La mayoría de los trayectos se hacían a pie, cuando no había que transportar nada pesado o en mucha cantidad. De necesitarse esto último, se contaba con carros tirados por bueyes, caballos y otros animales de tracción. Si corría prisa y se disponía de medios, se podía montar un corcel. Y en los centros urbanos situados a orillas de un río, un lago o el mar, había, además, embarcaciones para ir de un lugar a otro.
La Revolución Industrial alteró este marco secular. No solo conllevó un cambio radical de paradigma laboral y tecnológico y un enérgico desarrollo económico. Sus máquinas de vapor y las toneladas de carbón quemado en alimentarlas ensuciaron el aire hasta hacerlo irrespirable. Ocurrió, sobre todo, en las ciudades. En Gran Bretaña, la máxima dinamizadora de este punto de inflexión histórico, las plantas fabriles se urbanizaron a partir de la década de 1820.
Además de alterar la fisonomía metropolitana, esta implantación afectó profundamente al tejido social de los núcleos poblacionales. Las fábricas atrajeron a las capitales a oleadas ingentes de campesinos reconvertidos en obreros. La cantidad de gente que fluyó en poco tiempo a las ciudades fue tal que derivó en problemas inusitados en uno de los espacios públicos por antonomasia, las arterias viales.
A todo tren
De ahí que en 1807 comenzara a operar en la carbonífera Gales el primer tranvía, con una ruta estable de coches tirados por caballos. Poco después, en 1811, realizaba su cruce inaugural del Hudson un ferry
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