UNA CARRERA HACIA LA LUNA
En una fría mañana de enero de 1961, John Fitzgerald Kennedy juraba su cargo frente al Capitolio de Washington. El joven presidente heredaba una situación internacional compleja, fruto –según había esgrimido en su campaña– de las dejaciones e inoperancia de la anterior administración de Eisenhower. La Unión Soviética estaba inmersa en una empresa de dominación global que ya había engullido a media Europa. Su poderío militar era comparable, si no superior, al americano, y su arsenal balístico, inmensamente más poderoso, según la visión preponderante en la época (que no era cierta). El temido comunismo había logrado una cabeza de puente en Cuba, y Estados Unidos arrastraba un enjambre de problemas económicos y sociales gestados durante los años cincuenta.
En ningún campo era mayor la sensación de impotencia frente a la URSS que en el de la exploración espacial. Ni Eisenhower ni Kennedy se mostraron exaltados defensores de este ámbito, pero lo cierto es que, en 1957, con el lanzamiento del primer Sputnik, los rusos habían demostrado poseer medios para lanzar cargas pesadas –léase ingenios nucleares– contra el otro extremo del mundo. EE. UU. no disponía de armas semejantes. Y aquello era un motivo de preocupación real, sobre todo en el contexto de una confrontación permanente como la Guerra Fría.
Carrera espacial
EE. UU. había perdido la carrera por lanzar el primer satélite artificial, pero intentaría ganar la siguiente: poner al primer humano en el espacio. Para ello, la NASA inició el Proyecto Mercury, que tal vez a mediados de los años sesenta conseguiría su objetivo.
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