Banderillas negras en infortunado festejo
Habida cuenta de que el total de corridas será de 18, sorprende la manera con la cual la empresa de la Plaza México divide su anual Temporada Grande, desairado serial que en promedio recibe una asistencia menor a la cuarta parte del aforo del coso (42 mil localidades), situación que en 23 años de gestión no preocupó a los Alemán y tampoco a los Baillères en los últimos tres años en ese mal fario que inmoviliza la tradición taurina mexicana. A los primeros 12 festejos los llama “primera parte” y al resto, “segunda parte”.
La tauromaquia líquida, que diría Zygmunt Bauman, o el hecho de confundir lo natural con lo trivial, lo individual con lo vulgar y la autoestima con el entreguismo, se ha encargado, por lo menos durante las recientes cuatro décadas, de amabilizar el drama en los ruedos con la apuesta que empresas, apoderados y ganaderos hacen por la mansedumbre repetidora y predecible mientras el público encuentra una insospechada variedad de opciones para divertirse más que emocionarse.
Si a lo anterior se añaden las desalmadas combinaciones de toros y toreros en los carteles, la suerte del espectáculo en México parece estar echada por el monopolio de Baillères y dos o tres empresas satélites sin ánimo de competir o con propuestas diferentes. La posmodernidad se cruzó con la negligencia.
Ureña, ¡qué torero!
El 8 de diciembre alternaron el francés Sebastián Castella, con 37 años de edad, 19 de alternativa y 40 corridas toreadas en 2019; el con 30 años, 11 de matador y 21 tardes, y el franco–yucateco André Lagravere Peniche , con 20 años, cuatro de novillero y 15 novilladas el año pasado, para estoquear reses de Xajay, propiedad de Javier Sordo, socio de Baillères en la empresa Tauro Plaza México.
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