Los sonidos del patriotismo (II)
En la columna anterior expusimos algunas ideas sobre el poder que tienen los himnos o marchas nacionales, por encima de banderas y escudos, para suscitar sentimientos de cohesión ciudadana y, paradójicamente, para validar también la violencia de Estado. Asimismo, iniciamos el recorrido histórico hablando de los himnos de Japón –el primero del que se tiene noticia–, de Holanda o los Países Bajos, de Inglaterra y de España; este último –la Marcha Real, que fungió además de himno del Virreinato de la Nueva España– como ejemplo primigenio de una canción patriótica sin letra; y mencionamos, igualmente, que en las músicas nacionales yace, tanto una asombrosa galería de plagios, como un rico manantial del que los compositores abrevan sin reticencias.
El siguiente himno fue el de la República Francesa, mismo que a pesar de su convulsa trayectoria marcó un paradigma para el resto de las naciones. Su autor, el militar Rouger de l´Isle (1760-1836) a manera de marcha para su ejército, en abril de 1792. Fue tal el impacto emocional en los combatientes de aquella guerra contra austriacos y alemanes, que al año siguiente un grupo de soldados marselleses lo entonó en París para adherirse a los movimientos armados (ya popularizado cambió su nombre por el que conocemos). En 1795 el gobierno lo adoptó oficialmente y las tropas de Napoleón Bonaparte lo difundieron en Europa. Lo interesante del caso es que su esencia de “música nacional” se transformó en la del canto libertario por antonomasia, aunque puntualicemos que, irónicamente, fue el sinónimo de la “libertad” bajo el yugo francés.
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