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LA JUNGLA DE HORMIGÓN

El pasado octubre, el periódico El País publicaba una entrevista con el arquitecto brasileño Paulo Mendes da Rocha, casi nonagenario, en la que este hablaba sobre sus sesenta años de carrera. Da Rocha es el artífice de edificios como el Museu Brasileiro da Escultura e Ecologia (MuBE), un museo subterráneo de escultura finalizado en 1995 en la ciudad de São Paulo cuya estructura de hormigón de 60 metros de largo se extiende, desafiando la gravedad, sobre toda la superficie de la plaza abierta; o como el Paulistano Athletic Club Gymnasium, un edificio deportivo que consiste en un disco suspendido de hormigón. En el momento en el que se realizó la entrevista, el brasileño ya había sido canonizado como el arquitecto vivo más importante de Brasil, o probablemente de toda Latinoamérica, pero también como el maestro más importante del brutalismo en todo el mundo (irónicamente, el brutalismo es un término del que siempre ha renegado). “Pregúntale a los eruditos a qué se refieren con la palabra brutalismo, la mayoría no lo sabe —explicaba Mendes da Rocha—. El brutalismo no es nada”.

El término “brutalismo” nunca ha sido popular entre los arquitectos, ni ha sido bien definido por los críticos que lo inventaron. A partir de la década de los 40, los arquitectos de Europa y de Estados Unidos comenzaron a alejarse de la alta modernidad para orientarse hacia lo que el crítico suizo Sigfried Giedion y el arquitecto estadounidense Louis Kahn denominaron nueva monumentalidad: una arquitectura robusta que “porta en sí la inmortalidad”, tal y como Kahn explicaba en su ensayo “Monumentalidad” de 1944. Hacia el final de la década, Le Corbusier, el arquitecto francohelvético que fue uno de los iconos de la arquitectura moderna, comenzó a construir estructuras monolíticas de hormigón visto, que en francés se denomina béton brut, uno de los términos que dieron origen a la palabra brutalismo. En 1949, el arquitecto sueco Hans Asplund acuñó el término nuevo brutalismo, que el periodista británico Reyner Banham popularizó en una publicación de 1955 titulada “El nuevo brutalismo”, un ensayo que toma como ejemplo la escuela secundaria Hunstanton, realizada en 1954 por los arquitectos Peter y Alison Smithson. Banham utiliza esta construcción de bloques de ladrillo y acero del condado de Norfolk, Inglaterra, como estudio de caso para explicar este nuevo movimiento. “Es posible ver los materiales con que está construida la escuela y cómo funcionan — escribió Banham—, y todo lo que hay que ver es el juego de espacios”. Los edificios neobrutalistas de Banham, en otras palabras, ampliaron la lógica funcional de la arquitectura moderna, dejando al descubierto superficies sin tratar, juntas, uniones y tuberías, primando la transparencia sobre la proporción y el estilo. Allí donde la arquitectura moderna era serena y educada, con muros y enlucidos de escayola que servían para ocultar la lógica interna del edificio, el brutalismo evolucionó para convertirse en algo audaz y belicoso, con formas pesadas y robustas forjadas con materiales industriales baratos que no enmascaraban nada.

El movimiento moderno surgió a principios del siglo xx en la Bauhaus, la escuela alemana que había ocupado el espacio comprendido por la intersección entre el arte y la tecnología. Era un movimiento arraigado, ligado a otros avances del arte, la música y la literatura: una forma de construcción que pretendía expresar las condiciones de la era de las máquinas de una forma tan elocuente como, por ejemplo, las novelas de Virginia Woolf. Sin embargo, en la década de 1940, se tachaba a esta estética de superficial, insustancial y carente de identidad. En una entrevista de 1959, Peter Smithson describe Villa Savoye, la famosa casa de Le Corbusier construida en las afueras de París en 1929, con sus paredes blancas y ventanas corridas, como “un objeto unitario que parece salido de un torno”, mientras que los edificios brutalistas emergentes estaban compuestos por objetos industriales dispares

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