FORMACIÓN DOCENTE / FILOSOFÍA DE LA EDUCACIÓN PROF. DR. JORGE EDUARDO NORO
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MODERNIDAD, ILUMINISMO Y EDUCACION POSITIVISMO. LA ESCUELA COMO PROYECTO CIVILIZATORIO
PROF. DR. JORGE EDUARDO NORO norojor@cablenet.com.ar
01. HOMBRE Y CONOCIMIENTO. FILOSOFIA Y CIENCIA. EDUCACION Y ESCUELA
El PROBLEMA DEL MÉTODO Y DEL CONOCIMIENTO son problemas centrales en la modernidad y aunque no fueron temas desconocidos en los períodos anteriores, encuentran en este momento un desarrollo específico. La certeza que habían disfrutados los filósofos medievales depositando en DIOS todas las garantías se convierte en un esfuerzo por lograr que el hombre asuma su rol en el mundo en el que ha sido depositado. La única manera de lograr este cometido es asegurar un tipo de conocimiento seguro, indubitable, predictivo que no sólo diera cuenta de todo lo que sucede en el mundo natural y humano, sino que además convirtiera esos mismos conocimientos en leyes que rijan de manera necesaria y obligatoria (ciencia).
Se generalizan los “
DISCURSOS DEL MÉTODO
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más allá de la obra de Descartes
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en donde los filósofos de las diversas orientaciones definen cuál debe ser el camino que ha de seguir la filosofía y el conocimiento para llegar a lograr los resultados deseados. El método es el instrumento del pensamiento y el pensamiento el camino para el dominio de lo real. Y el método no sólo es para la filosofía, sino para la ciencia, la tecnología, la economía, la política, la organización de la sociedad y
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también
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para la educación. COMENIO
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en el mismo siglo está escribiendo
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el discurso del método de la escuela y de la educación formal en su DIDACTICA MAGNA: sus ideas se harán realidad, siglos después, al definir y
“normalizar” (establecer la norma) de la escuela socialmente necesaria.
El verdadero conocimiento es el que se asegura la posesión del objeto. Pero ese conocimiento es mejor si logra encontrar la regularidad existente entre todos los objetos de una misma clase, y a su vez puede expresarlo en una formula que rige de manera obligatoria (ley) dentro de una estructura (ciencia) para poder dar cuenta, modificar o prevenir aspectos puntuales de la realidad. En este contexto el conocimiento se transforma en poder, porque con el conocimiento el hombre ejerce su rol de ser privilegiado de la creación, el único que - aun siendo frágil, débil, imperfecto, mortal
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puede llegar a conocer el infinito. El universo, el cosmos, el sistema solar, el movimiento de los cuerpos, el cuerpo de los organismos vivos, los elementos de la química, los sistemas productivos, los diversos mecanismos de generación de fuerza, los nuevos territorios se convierten en los objetos en los que el hombre se instala con seguridad, tratando de crear un tipo de conocimiento cierto que de la especulación se vaya convirtiendo en la transformación de los entes (tecnología).
La lucha de los saberes científicos contra las imposiciones dogmáticas (de los siglos XV y XVI), se transforma en la ciencia floreciente del siglo XVII y, finalmente, en la ciencia convertida en tecnología en los siglos XVIII y XIX. La revolución industrial es hija de este conocimiento moderno que tiene una expansión desmedida. Los organismos de control
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la iglesia y los estados
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siguen teniendo un papel activo en la regulación de las ideas, con prescripciones y condenas (del pensamiento, de los libros y de
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los autores), pero tanto la filosofía como las ciencias logran un avance indiscutible aun a pesar de tales intervenciones.
02. FE EN EL PROGRESO, OPTIMISMO Y SECULARIZACION
Si la edad media se había caracterizado por considerar a este mundo y a nuestra vida como un paso para la vida definitiva, la visión de la historia era la de una segura confianza en el poder salvador de Dios, pero una desconfianza de las acciones humanas: el fin último (parusía) sería el mas grande, pero el tránsito hacia los últimos tiempos difíciles y dolorosos.
La modernidad se inaugura con una actitud confiada, festiva, optimista frente al mundo y a la vida: es verdad que hay otra vida, pero Dios ha creado este mundo para que vivamos en él y disfrutemos, y no debemos considerar negativo o ajeno nada de lo que poseemos: la naturaleza, nuestro cuerpo, los placeres, la buena vida. Esta mirada alegre se respira en los inicios de la modernidad, ya que particularmente el renacimiento fue período sensiblemente celebratorio.
A medida que se consolida el discurso de la ciencia y el poder de la razón; a medida que esa misma ciencia genera respuesta satisfactorias y pone en marcha la maquinaria de la tecnología que comienza a cambiar el mundo natural; a medida que se descubren nuevas tierras, nuevas riquezas y que la tierra comprende que - aun habiendo dejado de ser el centro
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es el eje de toda la realidad se instala una concepción optimista frente a la historia y a la realidad. El hombre ha logrado descubrir los íntimos poderes para poder dominarlo todo, humanizará todo lo natural y lo convertirá en su casa grande su propio hogar.
Finalmente, en el siglo XVIII, el siglo de la razón y de las luces, la razón construye la noción de progreso: todo puede ser conquistado por el hombre, sometido por el hombre. Y si el hombre opera con las luces de la razón todas las transformaciones que opere serán beneficiosas y seguras. La sociedad ilustrada vivió cada aporte de la cultura como un paso del progreso hacia la construcción de un mundo perfecto. Las definiciones en materia de economía, sociedad, obrar moral, educación, política, organización, conquistas eran vividas como verdaderos pasos de un progreso que no reconocía límites y que se imaginaba indefinido. La civilización tenía como meta destruir la barbarie, las luces de la razón barrer las tinieblas de las creencias irracionales, el mundo europeo a los restantes pueblos que no se amoldaban al único modelo posible.
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De muchas de estas ideas se alimentaron los países que
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en los albores del siglo XIX
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se constituyeron su identidad como nación.
Durante muchos siglos, la vida pública y privada de las poblaciones europeas estuvo regida por la doctrina, la moral y la liturgia cristianas; por otra parte, los Estados eran confesionales y el cristianismo era la religión del Estado. Entre la Iglesia y el Estado, entre la política y la religión había osmosis e interpenetración: la religión estaba presente en todas partes, y la intervención de la sociedad, especialmente de la autoridad pública, en la vida de la Iglesia, así como la intervención del Iglesia en la v
ida social y política, no se visualizaban como “ingerencias” de un poder ajeno. En el Antiguo Régimen
(absolutismo) el Estado es confesional: tiene una religión, exactamente como los individuos. No se concibe que pueda no tenerla: significaría hacer profesión de ateísmo. Ahora bien, también a nivel individual, el ateísmo está prohibido y perseguido. Si el Estado tiene una religión, ésta no puede ser más que una: la del soberano. El territorio lleva consigo mismo la pertenencia religiosa. La elección del príncipe determina la confesión de los súbditos. Recíprocamente, toda infracción a la norma de la
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Una cuidada lectura de los
VIAJES DE GULLIVER
de JONATHAN SWIFT permite comprobar la existencia de la mirada crítica de un europeo que desde sus categorías europeas (¿las únicas posibles?) sale al mundo a descubrir y valorar otras culturas, costumbres, razones, formas de pensamiento. La monstruosidad de las construcciones no
impiden descubrir que el “progreso europeo” no es el único y, en muchos casos, no es el mejor.
Una mirada distinta ofrece DEFOE en su
ROBINSON CRUSOE
, ya que allí el propósito es “europeizar” la isla en la que el
náufrago debe sobrevivir.
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identidad entre la religión del príncipe y la de sus súbditos se percibe como una atentado a la autoridad del monarca y a la unidad del reino.
Este enlace entre la política y la religión, entre el Estado y la Iglesia, duró hasta la Revolución Francesa, con la aprobación por la Asamblea Constituyente (26 de agosto de 1789) del artículo 10 de la
Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano: “Nadie debe
ser perseguido por sus opiniones,
incluso religiosas”. Con este artículo, la ciudadanía se desenganchaba de la confesión religiosa, de tal
manera que para gozar de los derechos civiles y políticos ligados a la ciudadanía ya no era necesario pertenecer a la
religión católica. Ésta se convertía en una “opinión religiosa” entre otras, que no incidía
en la ciudadanía. Por consiguiente, era posible ser ciudadano para todos los efectos sin ser cristiano, incluso declarándose ateo.
Se crea un nuevo orden y las nuevas ideas, inspiradas en la total secularización de las relaciones de la sociedad política y civil con la religión cristiana, penetraron en todos los países europeos, rompiendo definitivamente la unidad y la fusión entre el orden político-civil y el orden religioso. De ahí surgieron luchas y enfrentamientos: los más ásperos se produjeron en torno al régimen familiar; a la escuela y la
educación de los jóvenes; a la propiedad y la gestión de las obras de “beneficencia” (término que
sustituyó la expresión c
ristiana “caridad”); a la laicidad y neutralidad del Estado; a la presencia en
lugares públicos de símbolos religiosos (el crucifijo); al sustentamiento del personal eclesiástico y las obras del culto; a la libertad de conciencia.
Se produce así la secularización del contexto, la secularización del hombre y la naturaleza. El hombre ya no es un ser creado a imagen de Dios -por tanto un ser corporal animado por un espíritu, dotado de inteligencia, conciencia, libertad y responsabilidad moral, destinado a vivir eternamente con Dios, su fin último y su felicidad suprema-, sino el producto de un determinado proceso evolutivo a raíz del cual es un animal superior a los otros, no por naturaleza, sino por la mayor capacidad intelectiva, debida a la mayor perfección cuantitativa y cualitativa de su cerebro.
En cuanto a la naturaleza, para el hombre secularizado no es creada por Dios y ordenada por Él con leyes propias, que el hombre debe respetar y a las cuales debe adecuarse para que esté al servicio de su bien físico y espiritual y no se vuelva en su contra y arruine su cuerpo y su espíritu; es, en cambio, el campo de actividad del hombre, que puede hacer con ella lo más indicado para satisfacer sus propias exigencias y sus propios instintos de gozo, dominio y explotación, por más irracional e insensato -y por consiguiente nocivo para la vida humana- que esto pueda ser. El único principio válido en el tratamiento de la naturaleza es que el hombre es señor absoluto de la misma y por tanto puede hacer todo cuanto es técnicamente posible, sin considerar principio moral alguno. Fruto de esta visión secularizada de la
naturaleza son las “maravillas” que es capaz de hacer.
Después de dos siglos en el que el eje de los debates y de los conflictos había sido la religión y las iglesias, que asociaron a los gobiernos, los ciudadanos y los estados en la lucha por la verdad, se produce una ruptura de este discurso hegemónico y obligado. Hasta los albores del siglo XVI, la simbiosis religión-sociedad era el resultado de una tradición cultural que no podía imaginar o crear otro tipo de sociedad que no fuese cristiana; a partir de la reforma, la religión es una referencia que desborda lo específicamente dogmático y ritual para comprometer las fuerzas en torno a la disputa de los territorios y las fidelidades. El siglo XVIII aparece como un siglo que progresivamente va descubriendo filosóficamente el puesto central del hombre en el cosmos, pero no solamente lo
descubre sino que está dispuesto a dejarlo ejercer ese rol… y a interpret
ar desde el hombre toda la realidad. A su vez, el mundo parece dispuesto a ser transformado: un ámbito de conquista geográfica y de transformación material. A las ideas le siguieron las determinaciones: nuevo fundamento de la moral, de la política, del poder, de la misma religión, de las relaciones sociales, de las ciencias, del conocimiento,
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