Enseñar y aprender filosofía: ¿obligación o aventura compartida? Prof. Dr. Jorge E. Noro
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“ENSEÑAR Y APRENDER FILOSOFIA:
¿OBLIGACION O AVENTURA COMPARTIDA?”.
Prof. Dr. Jorge Eduardo Noro norojor@cablenet.com.ar
ABSTRACT: Enseñar y aprender es una actividad educativa que no está exenta de esfuerzo y dolor, pero nada nos impide intentar transformarlos en una verdadera oportunidad para disfrutar. La enseñanza de la filosofía implica en sí mismo una oportunidad mayor porque se trata de un espacio educativo privilegiado que desencadena un acerbo generoso en riquezas para compartir y la imperiosa necesidad de ejercer el pensamiento propio y de crearlo en los demás. La tarea de enseñar reconoce sus propios límites, pero asume los riesgos de crear los necesarios espacios de autonomía y crecimiento. En tal sentido la enseñanza de la filosofía puede convertirse
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en manos de profesores rigurosos en su formación, amplios en sus miradas y creativos en sus estrategias
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una verdadera aventura compartida lanzada al descubrimiento de los problemas, las obras, los autores de la filosofía en diálogo permanente con las ciencias y las otras disciplinas y, sobre todo, con la realidad.
“Si tienes una inclinación seria por la filosofía,
prepárate para soportar las risas y el desdén de la multitud. Recuerda que, si perseveras, esas mismas personas
te admirarán más adelante”.
(EPICTETO citado por SCHOPENHAUER)
01.
Re-descubrir el placer de enseñar
El enseñar y el aprender
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términos de uso corriente y, aparentemente, con significados obvios
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están atravesados por visiones y prácticas antagónicas: para unos se trata de un esfuerzo artificial y gravoso, y para otros una actividad espontánea y placentera. Lo que podemos afirmar es que la tarea de enseñar no siempre es sencilla, pero puede llegar a ser verdaderamente placentera, aunque no sea una situación naturalmente dada, sino una construcción profesional. Enseñar es lo que una persona hace para ayudar a otra a aprender. Es la reunión o el encuentro, espontáneo o formal, de dos o mas personas cuando la intención de por lo menos una de ellas es que las demás
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como resultado del encuentro - sepan más, hagan más o adquieran una habilidad que desconocían. El trabajo de enseñar suele estar atravesado, también, por la negativa de los interlocutores a aprender o la por las imposibilidades que eventualmente pueden paralizar
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el proceso: si para enseñar es necesario primero disciplinar y luego luchar por mantener la atención y el interés, o si se convierte en un esfuerzo prolongado, repetitivo y paciente, entonces enseñar puede ser una tarea no sólo compleja sino agotadora. Pero el enseñar tiene (o debería tener) rasgos placenteros manifiestos u ocultos, a los que hay que despertar o descubrir. En primer lugar el placer de
ejercer como maestro
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porque de eso se trata -, de transmitir lo que se estudió, pero sobre todo lo que se sabe (lo que ya es propio): de poner en acto saberes que no brotan sólo de un título, de un concurso o de una designación, sino de una apropiación interior; no es un saber ilustrado, sino un saber vitalmente com-probado, que actúa desde nuestra cultura subjetiva. En segundo lugar el
placer de generar la recepción del saber
, del saber entendido, la construcción de los aprendizajes. Es necesario ser un buen transmisor o portador de los conocimientos, aunque es mejor convertirse en un generador de aprendizajes. No se trata de multiplicar imitadores, sino de despertar pensamientos y existencias dotadas de autonomía:
“
me siento bien cuando puedo presentar todo lo que personalmente sé, pero me siento mejor cuando puedo lograr que
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por mi presencia
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mis interlocutores pueden aprender
”
.
Porque interesa también recuperar la capacidad de disfrutar, de gozar, demasiado ausente en las prácticas educativas. Sin desconocer ingenuamente las contingencias y los condicionamientos personales, familiares y laborales
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, debemos obtener en la tarea profesional del enseñar una verdadera
calidad de vida,
humana y profesional, que nos permita a cada docente deleitarnos con lo que hacemos, y encontrar razones y fuerza en las propias convicciones para dar lo mejor de nosotros en las tareas que realizamos. El desempeño laboral es demasiado prolongado para que uno inmole su vida por una causa inútil, teniendo en sus manos la posibilidad de transformar en compromiso las obligaciones, y en ideales las rutinas cotidianas.
02.
Un valor agregado: enseñar filosofía
Estas afirmaciones tienen, por cierto, resonancias filosóficas. El amor por la sabiduría, la búsqueda de los
saberes primeros
recrean ese doble juego de trabajo (asociado al esfuerzo) y deleite, compromiso y goce. Un texto que se abre, un autor que se nos revela, una idea que encuentra la forma definitiva, una búsqueda prolongada que
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No pretendemos
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en este desarrollo
–
pecar de ingenuo o de simplista. Conocemos el estado de la educación en nuestras escuelas, trabajamos en el sistema, soportamos
sus limitaciones. Pero no podemos renunciar a la vocación (inherente a nuestra profesión) de imaginar una realidad educativa distinta al mismo tiempo que luchamos en diversos frentes por transformarla. Estas líneas y esta Jornada son parte de esta lucha.
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finaliza en encuentro, una frase que atesora de manera precisa lo que pensamos, son expresiones de esta realidad. Pero a su vez, la historia misma del pensamiento exhibe el placer de las producciones, del descubrimiento, de los saltos cualitativos en el pensamiento (pienso en Descartes, por ejemplo y su descubrimiento del 10 de noviembre de 1619)
… y el g
ozo frente al pensamiento ajeno, a la producción interior y autónoma de los interlocutores (bastaría mencionar a Sócrates o las páginas finales de
De Magistro
de San Agustín). Por eso, enseñar filosofía es o debería ser una tarea con disfrute asegurado. No se trata de una visión ingenua o superficial de nuestra tarea, sino de una experiencia o de una posibilidad que se puede construir. Cuando abordamos los problemas de la filosofía estamos asomándonos a problemas que le son propios a todo ser humano, que son sustantivos, no adjetivales o extraños. Conocer, obrar, ser, pensar, valorar son acciones profundamente humanas. Estamos enseñando acerca de lo que somos y vivimos. Pero además, cuando podemos cerrar una demostración, cuando reforzamos una idea con un proceso argumentativo, cuando la presentación de un autor va encontrando el recorrido justo, cuando la comparación entre diversos filósofos permite un juego dialéctico impecable, estamos disfrutando del acto de enseñar. Y ese acto se potencia cuando el otro o los otros van ingresando al universo que hasta este momento nos pertenece: se apropian del texto, adhieren a la idea, descubren el autor, ingresan en el laberinto del sistema. Nos lo dicen con la mirada, con sus interrogantes, con la atención o con las anotaciones. Esa ha sido, seguramente, nuestra propia experiencia de descubrimiento y de amor por la filosofía. Y estas vivencias deben
ser contagiosas porque enseñar implica también “contagiar” a los otros del entusiasmo
(enajenación) que nos invade.
Alfabetizar filosóficamente
implica, que cada curso de filosofía esté dispuesto a abrir las puertas de la cultura filosófica para que de verdad puedan ingresar los estudiantes, que provienen de otras culturas, que son extranjeros y que han solicitado autorización para ingresar a nuestro territorio. Tal vez convenga recordar en este sentido, el conocido texto de SAVATER que pone en juego la metáfora del Dragón que cuida el misterioso tesoro y del paladín que lucha por vencer y matar al dragón y por conquistar el preciado botín, que ha sido hecho precisamente para el despilfarro:
“Cada uno de nosotros es el dragón y el tesoro, pero
quizá también el paladín de ferviente espada que ha de liberarnos del hechizo y permitirnos disfrutar a manos llenas la riqueza e
scondida.”
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SAVATER Fernando (1986),
Perdonadme ortodoxos
. Alianza.
Discursos a los estudiantes madrileños sobre qué es filosofía (1975)
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