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ZONA VACÍA

ANTOLOGÍA DE LITERATURA
SOBRE LA MUERTE
VARIOS AUTORES
[2006] Zona Vacía. Antología de literatura sobre la muerte, Guadalajara:
Limbo (colección Mandrágora, núm. 1).

Libro electrónico; 126 pp.; 13.97x 21.59 cms.

Título original:
ZONA VACÍA. ANTOLOGÍA DE LITERATURA SOBRE LA MUERTE

Primera edición:
OCTUBRE 2006, EN LA COLECCIÓN MANDRÁGORA, NÚMERO 01

Diseño y concepto editorial:


RAFAEL VILLEGAS

Editores:
JOSÉ DAVID CALDERÓN, FORTINO DOMÍNGUEZ, CRISTÓBAL DURÁN,
IGNACIO SÁNCHEZ ROLÓN, RAFAEL VILLEGAS, JAVIER ZAMORA

Corrección de textos:
LITTERA ROTUNDA

© LIMBO EDITORIAL, 2006


FRAY ANDRÉS DE URDANETA 1939/20-3
JARDINES DE LA CRUZ, 44950, SJ,
GUADALAJARA, MÉXICO
LIMBOEDITORIAL@GMAIL.COM
WWW.LIMBO.ORG.MX
GANADORES DEL PREMIO CALACA 2005

Poesía

Primer lugar:
JOSÉ ANTONIO NERI TELLO [12]

Menciones honoríficas:
CÉSAR OMAR RAMÍREZ GONZÁLEZ [17]
PAOLA DÍAZ MARTÍNEZ [20]

Cuento

Primer lugar:
ALEJANDRO RASCÓN MONTAÑO [23]

Menciones honoríficas:
LESTER ISRAEL AYALA CASTILLO [32]
LUIS ANTONIO VÁZQUEZ GONZÁLEZ [37]

Finalistas:
CHRISTIAN CÉSAR HERNÁNDEZ SANDOVAL [46]
JUAN CARLOS GONZÁLEZ CRUZ [51]
FABIÁN PÉREZ RAMÍREZ [58]
RODRIGO REYES CARRANZA [63]
FRANCISCO JAVIER SANTILLÁN VARGAS [70]
MITZI FLOR VALLE CORREA [75]
FERNANDO VILLASEÑOR ULLOA [81]
INVITADOS

ROBERTO VISANTZ [88]


BRENDA LEDESMA [94]
RAMÓN VÁZQUEZ JARAMILLO [99]
MARY MAGDALENE [110]
NOEMÍ MEJORADA [113]
ALVA LAI-SHIN CASTELLÓN [117]
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El amor es...
como la muerte
(un texto que se hace pasar por prólogo)
Rafael Villegas
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UNO SE PREGUNTA qué dura menos: el amor o la vida.


Es probable que no existan diferencias, es probable que
amor y vida sean lo mismo. Lo único que puede desafiar
a la vidamor es la muerte. Pero la muerte es algo más
terrible que el sencillo, y casi comprensible, renunciar del
cuerpo humano. La muerte parece ser una voluntad
incomprensible, un cansancio secreto del corazón. El
corazón desiste cuando descubre la verdad: que lo
absurdo de vivir, y lo absurdo de amar, es el halo
milagroso que envuelve al ser mientras se vive y mientras
se ama.
No hay nada más absurdo que estar bien. Ya
sospechamos el asalto, por eso no hay asaltos sorpresivos.
Si el asalto, por alguna razón, no se hace presente,
suponemos (con toda la estúpida seguridad de la fe en
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la incertidumbre) que viene retrasado, que tarde o temprano


llegará. Somos invocadores constantes de la fatalidad,
detestamos las armonías y los círculos perfectos: desinflamos
los círculos y tachamos las armonías. Vivimos en un pozo
de las delicias amatorias y vitales. He aquí un secreto: la
muerte no nos visita, es nuestra vecina en este pozo, ha
sido encarcelada como todos: esa es la razón de que la
muerte también se canse.
La muerte no tiene nada de milagrosa, pues es de
nuestra misma especie: homo dolorosus. A la familia se
le acepta (la mayoría de las veces) aunque no se la
comprenda. De todas las incertidumbres, la muerte es la
que mejor se adapta a nuestro sistema lógico, o debiera
decir a nuestro sistema resignativo, a la fatal familia de
lo que no decidimos. En el pozo, como en cualquier
espacio, se rechaza al extranjero; en el pozo, espacio de
las monstruosidades, se rechaza al extranjero por ser
hermoso. La vidamor es hermosa. Cuando nos topamos
cara a cara con la vidamor, sin embargo, surge la única
certeza humana: que no queremos salir del pozo, porque
es más sencillo y soportable no salir que salir por un
instante y regresar violentamente.
Cuando decimos que no sabemos lo que queremos,
en realidad decimos que no queremos la vidamor iluminando
el pozo.* La vidamor, a pesar de todo, debe existir, no
se trata de eliminarla (no la podemos eliminar), sólo se
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trata de mantenerla bien lejos. El mejor camino para


atrapar la vidamor es dejándola en su propio país: la
tierra de los deseos, la dreamland que adoramos pero
oramos por no visitar nunca más que en nuestros viajes
fantásticos, huidas fantasmales o infidelidades amorosas,
venturosas mentiras para, después, culparnos lo suficiente
para no merecer el derecho de encender ninguna flama,
por pequeña que sea. Dios nos enseñó a soplar sobre
las velas encendidas (milagrosamente), pero nunca nos
enseñó el proceso milagroso para encender una vela. Los
milagros, lo sabemos, no se enseñan pero si se matan.
En efecto, hay milagros que terminan por sí
mismos, pero también hay milagros que son desconectados,
sin consultar su opinión, de la sonda que los mantiene
respirando. Hay milagros que son asesinados. Sin embargo,
es probable que ningún milagro asesinado tenga, realmente,
asesino declarado. Ya lo dice la Muerte: «estas son las
vidas de los hombres, alumbran brevemente y se apagarán
cuando Dios lo quiera». ¿Cuándo Dios quiera? Entonces,
si la vida y el amor son lo mismo, Dios también decide
cuándo soplar sobre la flamita encerada que es el amor.
Hay algo de fatal en todo esto; hay algo de espantoso
en los designios de Dios.
Cuando Job reclama al Cielo su desdicha, Dios
contesta ruidosamente. La respuesta de Dios a Job
consiste, precisamente, en no contestarle. Tal vez Dios
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se alejó del hombre desde aquél día desdichado en el


Edén; es probable que Dios iniciara la construcción de un
nuevo planeta, uno pequeñito, habitado sólo por un
dichoso y perfecto Principito. Tal vez sucedió, sin embargo,
que Dios ya no tenía ingredientes para construir planetas,
se gastó todo su corazón en hacer la Tierra y sus
habitantes. Así que, antes de irse, Dios tomó su pala y
su costal cósmico y cavó profundo sobre la faz de la
Tierra. Dios obtuvo el material para crear el nuevo
planetita. Pero donde se cava siempre quedan pozos. A
Dios no le gustan las irregularidades, así que decidió
parchar la Tierra: colocó la Muerte como curita para las
heridas pozudas.
La Muerte está cansada «de ver el sufrimiento de
los hombres», pero el mayor sufrimiento de los hombres
es la Muerte. Dura tarea para la Muerte: fue pensada
como bendición por un Dios que se alejó, pero los
hombres la convirtieron en maldición. Nadie quiere a la
Muerte, pues nadie aprecia los parches. Ser un parche
es cansado. La Muerte es nuestra hermana, así lo
improvisó Dios. Sin embargo, a nosotros nos gusta
ubicarla más allá, en el espacio que debería corresponder
a la vidamor. No queremos ver al amor como un milagro,
sino como una obligación del destino.
«Todos merecemos ser felices» nos repetimos una
y otra vez. ¿Pero en qué basamos esta afirmación? ¿No
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estaremos lanzando cuerdas vaqueras para atrapar a un


Dios que anda corriendo feliz por ahí? Dudo que Dios
quiera ser atrapado por los deseos y voluntades humanas.
Los habitantes del pozo debiéramos retroceder y, mejor,
hacer habitable el pozo. Si para lograrlo es necesario
recurrir a los milagros y a los parches que Dios inventó
antes de irse, pues que así sea. El amor es como la
muerte: un desterrado del pozo. ¿Pero por qué tratamos
así al amor? ¿Qué mal nos ha hecho? Odiamos la
vidamor porque nos muestra la fealdad del pozo que
habitamos. Tal vez debiéramos dejar de pensar en la
vidamor (luminosa), y darle una oportunidad al amoerte
(claroscuro). En un pozo es más fácil convivir con
claroscuros que con luces cegadoras.
Nada es tan malo, ni nosotros tan culpables.
Cuando Dios se fue nos perdonó por todo, pues no
quería llevarse ni un solo dolor al planeta pequeñito que
construyó para su dichoso y perfecto Principito.

*
Preferimos no elegir ninguna de las ramas del árbol, nos sentimos más seguros
contemplándolas todas a la vez. Lo que olvidamos es que, tarde o temprano, ese árbol
se secará y que, una a una, todas las ramas se quebrarán, cayendo sin remedio. Al final
ya no podremos elegir con qué rama quedarnos, lo cual no quiere decir que nos salvemos
de elegir. El árbol no desaparece, sólo se derrumba. Ahora tendremos que elegir si nos
quedamos o no con el árbol caído. Lo trágico del asunto es que pasamos tanto tiempo
contemplando todas las ramas a la vez, que dejamos de ser una persona, pues
desechamos nuestra libertad para elegir. Nos convertimos en una especie de enredadera
del árbol. Cuando el árbol cae, también cae la enredadera. La elección es inevitable; toda
huida está destinada al fracaso.
GANADORES DEL
PREMIO CALACA 2005

Poesía
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Duerme el sueño
José Antonio Neri Tello
primer lugar
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No sé que decir si en la
la muerte no hay proporciones

K. Patchen

ASÍ LO QUISO el destino


pero vives en la memoria
de quienes ruegan a dios por su alma:
sentado sobre el humo anónimo
comiéndose sus huesos
aserrín del calcio que ahuyentaba el sueño a veredas
de silencio
comiendo piedras y mármol que jamás lo dejaron solo
que no dejaron de tocarle un blues
para recordar que no encontró su nombre
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ni en los hospitales
ni en los desaparecidos
ni en los libros
salió de su bolsa porque tenía las manos
lubricadas
pensando en carreteras de otoño
órganos de papel
y todos los cantos que aprendió de niño
(no hurtarás
no tendrás malos pensamientos
haz la tarea
déjate allí
eso es malo y al perrito le duele la muela)
Pensando en la vanidad del mundo:
«aquellos que tiraron la sal, creían en el mar como un
monstruo
que viene y devora
tiraron la sal diciendo:
soy tierra y el agua no se irá de mi boca»
pensando
que la disputa del SIDA mientras más huesos ingresan
que la creación de un libro muerto que elevará
a un poeta de boca grande y palabras huecas al cielo
que la invasión del coco mientras la mota es mota
y el pan
agua que se escurre por cloacas
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polvo que sale de la bolsa tan sólo por ser pan


que la doméstica tiene la culpa
y el indio
y el niño de la calle
porque las palabras nunca llegaron
porque primero llegó el hambre
y el premio del mes al buen trabajador
y el salario que compró una casa de cristal que no
habita
burlándose hasta que sus ojos salieron por ese dolor
de ser huesos
de girar sobre un mundo que ya no era suyo
esperando a un poeta ahorcado
hecho humo a la vista de todos
enfermo de FAYAD
esa enfermedad que tienen los que no
comen
esperando a Waldo para aprender ajedrez
y convivir con las moscas según el orden de los
astros
esperando la visita de ANGUITA
o las caídas de SABINES
o a una estatua muerta por que su voz
QUEMAURRUTIA
Y SU VOZQUEMAURRUTIA
Y SU BOSQUEMAURRUTIA
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esperando que cualquiera llegue para preguntar


cómo se lanzan líneas mientras la carne se desprende
al viento interno de la tierra
y el gusano escribe la historia que supo por lágrimas
de los huesos
esperando
porque en estas circunstancias es lo mejor que
hacemos
tenía en sus manos una líneas olvidadas:
si niña
te dejo estas palabras para que
no estés sola
ya es tarde
y aún no encuentran mi cuerpo
esperando
porque la muerte es un poema
que se le han caído los segundos
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Réquiem
Cesar Omar Ramírez González

mención honorífica
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ESTA ES MI última carta.


Me quitaré la vida a medianoche,
no quiero que lágrima alguna aflore en tu mejilla;
comprendo que sufrirás y gemirás
como la cebra atacada por el león.
Tengo todo preparado: la cuerda,
el alma plana, la yugular desechada…
Inventarío los objetos personales:
una rata, un alma atormentada
y la divagación rondando las neuronas.
¿Qué quieres que haga? Todo está resuelto,
todo forma parte de la nada, como yo.
Mi terquedad, mi codicia de amargura
es mi primer punto a favor.
¿Qué quieres que haga lentamente?
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Ya no tengo nada, pertenezco a ella.


Me sueño piedra negra sin tallar,
oscura como la golondrina agonizante;
estaré esperando, después de muerto,
en el Cerro de las Piedras Octagonales.
Me acompañará quizá el tiempo relajado
y la salina figura de Gérard de Nerval.

Este es mi réquiem, mi misa de absolución,


rézame mil poesías; que Rimbaud y Verlaine
me sumerjan pasivamente a su malditismo,
que me tomen en brazos y entonen cantares.
Baudelaire me transmite la torpeza de la sabiduría,
la ignominia de los buenos hechos
y me cede una de las flores del mal.
Tendré una temporada en el Infierno
-es más que cierto- y no me arrepiento.
Veré mis órganos enflaquecidos y mortales,
caminaré paradójicamente en la locura;
como niño pediré limosna a los paganos,
mientras las órbitas de los ojos desencajen.
¡Adiós a esta tierra sepultada en la memoria!
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A su llegada
Paola Díaz Martínez
mención honorífica
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ME ENCUENTRE DIGNA, satisfecha


resignada, sin temores
y con belleza espiritual.

Le pido que no se burle


de mi incertidumbre
lo más cierto que he de presenciar.

Que en silencio de llamadas


Anticipadas, indoloras,
para que en vísperas la conciba
con lucidez onírica.

Que en ese momento tome mi mano


mire mis ojos,
y me de calor
el frío de su llegada.

Que no tarde en cerrar


el ciclo de mi existencia terrenal.
GANADORES DEL PREMIO
CALACA 2005

Cuento
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Así fue
Alejandro Rascón Montaño

primer lugar
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ESA NOCHE TE encontré mientras orabas frente a la


cruz. Estabas de rodillas al pie del altar en la iglesia de
la ciudad, ahí donde acostumbrabas orar a tu dios antes
de cada uno de tus duelos. Terminaste de orar y te
levantaste mientras ajustabas bien tus armas: un par de
negros revólveres silenciosos en el silencio de la iglesia.
Ellos habían derramado sangre, no necesitaban hacer
ruido. Caminaste por el pasillo central de la iglesia, entre
enormes pilares de piedra negra que se elevaban hasta
perderse en la oscuridad, donde el eco de tus pasos
también se perdía. De entre las bancas, desgastadas al
punto de madera porosa, surgió la esbelta silueta de Ana:
la mujer que te había tenido la compasión e indulgencia
suficiente para haber estado junto a ti por un mes entero.
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¿La recuerdas, pistolero? Todo un mes. Estabas tan


orgulloso de su permanencia a tu lado.
Te detuvo el paso justo antes de que alcanzaras
las grandes puertas de la iglesia. «Espera, tengo que
hablarte», alcanzó ella a decir antes de que la hicieras a
un lado de un empujón.
Adivinabas sus palabras en ese momento, ¿cierto,
pistolero? Eran palabras escuchadas tantas veces; no
tardaste en reconocer ese tono de culpa que siempre las
había acompañado, ese suave tono que contrastaba con
la dureza del mensaje: «te abandono».
Saliste de la iglesia sin escuchar a la mujer.
Saliste a las calles de la gente, a sus noches, a sus
edificios, a sus juegos. Ana salió detrás de ti, impulsada
por la necedad de llevar a cabo lo que practicó frente al
espejo todo el día. Sin volver la mirada, desenfundaste
uno de tus revólveres. Para mi decepción, no jalaste el
gatillo, sólo presionaste el cañón contra su frente, justo
entre los ojos de la mujer que te veían con la patética
lástima de quien mira a un leproso. Tus dientes apretados
no dejaron salir ni un suspiro, tu mirada de entendimiento
selló los labios de la mujer que estaba a punto de hablar:
más hubiera servido una bala. Guardaste tu revólver y
giraste dándole la espalda mientras avanzabas hacia el
centro de la calle. Caminaste hacia un grupo de gente
que fumaba, esperaba, miraba, esperaba, fumaba.
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Alrededor de ti, la ciudad de Carcosa se extendía;


los siete edificios a tu alrededor que en alguna época
fueron conocidos como los primeros construidos, eran
parte de la antigua gloria de Carcosa: sólo las ruinas de
moles erigidas en alguna era olvidada.
¿Recordaste, al verlos, tus rimas de infancia?,
¿recordaste el canturreo materno acerca del benévolo rey
constructor de edificios? Ahora, esas ruinas se burlaban
de su propio pasado; al igual que el fantasma de los
canturreos y cuentos de niños que caminaba con sus
cadenas por tu mente se burlaba esa noche, tu última
noche, de ti. Con cada paso que dabas por la calle, te
apropiabas más y más de esas ruinas, hacías tuyo ese
sentimiento de orgullo derruido bebiéndotelo junto al trago
amargo de una infancia perdida, de un amor no remunerado.
Te detuviste a unos pasos del grupo de gente que
esperaba, ellos dejaron de fumar al verte; sus cigarros
vueltos chispas en el pavimento. El grupo se hizo a un
lado para abrirle paso a un delgado y alto hombre. Al
verlo, no dudaste ni un segundo. Sentí tu tensión como
un hilo de metal que se enredó en tu espina dorsal. Yo
estaba ahí contigo como en otras tantas veces del mismo
ritual.
Un hombre frente a ti, salido de la multitud,
revólveres a los costados; antes, lo habías visto ganar
incontables veces, era tu adversario. Se separó del
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grupo, plantó su arte frente al tuyo al centro de la calle;


era un adversario sin rostro, con una posible liberación en
sus manos. Él podría haberte curado, él podría haber
hecho que todo se detuviera y que ya no hubiera más
dolor. Él fue otra posibilidad que te resultó fallida.
Otro de los hombres del grupo, que había vuelto
a encender nuevos cigarros, dio un paso adelante y gritó
el conteo. Desenfundaste con la velocidad que te hace mi
mejor emisario, el mundo es lento para ti en esos
momentos.
Ecos anticipados, olor a pólvora y sangre por
venir.
Ana, la mujer, por el rabillo de tu ojo… la viste
correr y gritar al tiempo que apretabas el gatillo. Sus
labios comenzaron a moverse cuando el sonido de tus
armas los hizo callar. Tú sabías lo que ella gritó, aunque
su voz se hubiera ya perdido en el olor a pólvora: gritó
la frase que te hizo de nuevo un abandonado, que
también te hizo mi prospecto.
Tu rival cayó, ignoró tu necesidad de ser deshecho
por el plomo y murió con la cara hecha una pulpa de
hueso, pelo y sangre, con tus balas por ojos. El humo
de las armas se levantó, palpaste tu pecho en donde
creíste haber sido herido, donde debería haber un orificio
calibre .45. Sentías el dolor, la presencia del plomo en
tu carne; sin embargo, no estabas herido. Volviste la
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mirada en todas direcciones buscando a Ana, querías que


te dijera de nuevo las mismas líneas, querías hacerle los
mismos reproches y las mismas preguntas que serían
respondidas con las mismas miradas, las mismas palabras,
la misma condescendencia que tantas otras mujeres te
habían lanzado, incluso minutos después de haberte
entregado su cuerpo, cuando invariablemente se te ocurría
la estúpida idea de decir «te amo». ¿De verdad creías en
el mito de la honestidad y vulnerabilidad después de un
orgasmo?, tu inocencia siempre me intrigó.
Regresaste a la iglesia. Al caminar apretabas tu
pecho, queriendo exprimirle la vida a tu corazón. Agradecías
no estar muerto. Siempre ignoraste que existen cosas
peores que la muerte. Te refugiaste en aquella monumento
a lo divino, lo arcano, lo que algún día volverá a caminar
entre los humanos para traer la buena nueva; por tanto,
no escapaste a mi mirada. Yo soy la buena nueva, y lo
he sido desde que el tiempo es tiempo. Sólo unos días
pasaron para poderme manifestar.
¿No te preguntaste por qué tu piel comenzó a
descomponerse, o por qué tus huesos comenzaron a
decaer? Las fibras que ataban tu cuerpo estaban cansadas.
Yo soy la verdad y la vida, el que crea en mí no
morirá.
No saliste más de la iglesia, caminabas por sus
atrios y pasillos como el último fiel en Carcosa. Pero la
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fe y la fidelidad habían abandonado ya esa ciudad, aún


cuando la gente se esforzara por verlas por ahí, entre los
laberintos de calles que corren al pie de los acantilados
formados por los edificios.
Encerrado, intentabas escapar y alejarte de tu
propio olor: un olor verde, un aroma de hongos que
chamuscaba tus pulmones y te ataban el estómago en
nudos. Rondaste esa iglesia, cansado de subir escaleras
rotas que llevan a torres donde la lluvia se cuela: no
cae, se escurre. Subías al campanario de cuando en
cuando a observar atardeceres: patético. Te posabas ahí
como gárgola esculpida en piel fétida. Como centinela
que se sabía muerto en vida, un cadáver que tenía que
encontrar su sepulcro.
Así que te decidiste a hacer lo que yo sabía que
harías: conozco la manera pragmática en que tu mente
funcionaba. No había otra opción y te pareció que era lo
único que te faltaba; después de todo, era lógico.
Amortajaste tu cuerpo, lo protegiste; vendaste tus tejidos
supurantes, tus órganos expuestos. Una vez escondida tu
decadencia a los ojos de la gente, saliste de nuevo a sus
calles, a sus noches.
Rondaste antiguos panteones, viejos mausoleos;
caminaste entre los edificios, a través de patios y jardines
citadinos escondidos, donde se erigían arcaicas estatuas
de figuras ya olvidadas por los habitantes. Vagaste por
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los distritos más cercanos al centro, al origen de Carcosa.


Entraste en sus camposantos en busca de una cripta que
te recibiera. Fue difícil encontrarla, cada lápida en cada
panteón anunciaba ahorcados, plagas, asesinatos, tristeza:
ninguna decía «muerto en vida». Por fin, poco antes de
la primera claridad del día, encontraste tu lápida sobre un
sepulcro abierto expectante a ser llenado.
¿Qué decía la piedra? ¿»Amor», «romance»,
«soledad esperanzada»?
Observaste que la tierra estaba recién removida y
te arrodillaste frente a aquella boca de lodo y oscuridad.
Ahora, sonrío al recordar que trataste de buscar en tu
mente alguna de las oraciones que murmurabas a tu dios
antes de cada duelo, alguna plegaria que devotamente
canturreabas cuando niño antes de dormir, después de
las rimas y leyendas de tu orgullosa raza decaída. Así te
encontré, hincado y con los ojos llorosos al no encontrar
en ti ninguna de esas plegarias, ninguno de esos recuerdos
atesorados. Me acerqué a ti y puse mi mano en tu
hombro, esta mano que ahora sientes es la mía. Después
de tanto observarte y esperar el momento, por fin te
tengo ahora junto a mí.
¿Buscas amor? Yo lo tengo, por puños. No
podría cumplir mi obligación a las fuerzas que me mandan
si no lo tuviera, si no lo conociera, si no anhelara darlo.
Me postro ahora yo frente a ti y clavo mis secos dedos
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en tu pecho dolorido. Los hundo entre tus tejidos putrefactos


y extraigo de esa cavidad, donde debería estar tu corazón
palpitante, una bala negra. Una bala con inscripciones
que yo grabé en el principio de los tiempos: inscripciones
que en el lenguaje de los hombres se entienden como el
signo del amor. Pero los hombres ya hace muchas eras
que han olvidado cómo leer estas inscripciones, estos
signos.
Ahora que te tengo, no haré mi labor en soledad.
Ahora tengo tu eterna gratitud y compañía. Naciste para
dar muerte y darte a la muerte. Tu piel caerá, amor,
pero está en mí el poder de hacer que conserves algo de
la tibieza de los vivos para abrazarnos junto al lago de
Estigia. Traerás algo de esa tibieza a mi ancestral
entidad. No creo necesaria más explicación. Así fue como
ha pasado todo y como todo será. Así es como ahora te
digo que te levantes y no trates de orar. Los rezos son
para los que ya no viven en Carcosa, pues han olvidado
su nombre. Las plegarias son para aquellos que sí son
escuchados y caminan de día.
32 / ZONA VACÍA

Miré el cielo y caí en coma


Lester Israel Ayala Castillo

mención honorífica
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MIRÉ EL CIELO y caí en coma. Como si las nubes que


formaban una imagen de tu rostro se me hubieran metido
a la cabeza a través de las orejas. Esa imagen inalcanzable.
Lejana. Borrosa. Ella me hizo caer en coma. Caer
directamente al suelo. Caer en la fría, sucia y dura
superficie. Sin freno. Sin nada que amortiguara mi caída.
Como una gota de lluvia se despedaza al tocar el
pavimento. Así, mi cuerpo cayó de lleno. Mi cabeza, al
golpear el suelo, dejó salir su preciada tinta roja. Una
corta promesa de calor para el frío suelo. Que se
desvaneció segundos después de su salida, pues se hizo
también fría. Y ahí me quedé. Tirado. En coma. Con la
mirada fija en el techo. Con la mirada fija en la mancha
que dejó tu mano en él. En el único recuerdo palpable
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que de ti me queda. El viento entró rugiendo. Tiró


papeles. Revolvió el polvo del suelo. Pero no me ayudó
a salir de coma. Sólo me acariciaba al pasar. Robándome
el calor. Robándome la esencia. Robándome la vida.
Siendo como el suelo, que ya había robado el calor de
la mitad de mi cuerpo. Y así pasó una semana. La lluvia
cubrió mi inmóvil cuerpo de lágrimas. La tinta roja de mi
cabeza se convirtió en una mancha roja. Dura. Seca.
Maloliente. Mis dedos se hicieron azules. Mis uñas crecieron
unos centímetros. Pero mi inmóvil condición impidió que
se ensuciaran. Mi cabello se enredó. Pero la mancha de
tu mano en el techo siguió ahí. Inmutable. Negra. Fría.
Pasó un mes. Mi cuello se hizo azul. Los músculos de
mis brazos adelgazaron. Mis pies se hincharon e inflaron
mis zapatos. Los insectos comenzaron a comerse mis
pestañas. Pero la mancha de tu mano en el techo seguía
ahí. Negra. Nítida. Casi perfecta. Un año pasó. Mis
dedos se hicieron morados. Mis piernas adelgazaron.
Trataron de rellenar mis brazos. Mi cabello se convirtió en
una maraña oscura. Quebradiza. Mis pies estallaron. Se
llevaron mis zapatos. Amarillos a veces. Rojos otras.
Hordas de insectos reclamaban cada milímetro nuevo que
salía de mis pestañas. En mi nariz había luchas encarnizadas
por cada nuevo pedazo. Mis orificios nasales eran cementerios
para los caídos en esas batallas. Mis uñas eran tan
largas que servían como asientos para morbosos, historiadores
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y todo aquél que deseaba ser testigo de la guerra de las


pestañas. Mis venas eran una complicada red de tubos
neumáticos. Se usaban para transportar microbios
encapsulados que contenían información estratégica. Aunque
la mitad de ellos eran interceptados. Incluyendo uno que
contenía información acerca de la posibilidad de acelerar
el crecimiento de las pestañas, terminando así la crisis, y
con ella la guerra. El viento trajo semillas que anidaron
en mis muñecas. Usaron mis músculos como tierra. Los
despedazaron con sus raíces. Mi cuerpo era como una
escultura de hielo. Había sido hecha por la frialdad del
suelo. El viento, por su parte, reclamaba reconocimiento
por su participación en la creación de la escultura. El
suelo y el viento jamás volvieron a hablarse. La lluvia se
convirtió en una bendición. Frenaba por completo la
actividad sobre mi inmóvil cuerpo. El inconveniente era
que fortalecía a las plantas, que despedazaban todavía
más mis muñecas. Pero la mancha que en el techo dejó
tu mano seguía ahí. Oscura. Fantasmagórica. Casi sublime.
Un siglo pasó. Las plantas de mis muñecas crecieron
tanto que llenaron por completo las paredes del cuarto.
Mutaron y mataron a todos los insectos. Absorbieron toda
el agua de la lluvia. En ocasiones asustaban al viento. Mi
cuerpo se cubrió completamente de polvo. Pero mi vista
seguía fija en el techo. Ninguna mancha en el techo. De
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súbito, olvidé el motivo de mi coma. Me levanté. Y


recordé que estaba muerto.
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Bimini
Luis Antonio Vázquez González

mención honorífica
38 / ZONA VACÍA

De: deadmanwalking@coldmail.com
A: laeternidaddeloefimero@lmail.com

PONCE DE LEÓN tenía razón. Equivocó sólo el espacio


en dónde buscar el agua de los dioses. Bimini es sólo
una mala traducción, y no está en una isla. Ahora mismo
te preguntarás de qué cosa hablo. Me hubiera gustado
decírtelo mirándote la cara, pero el horror que pudiera
encontrar en ella me hizo dudar, tanto, que he decidido
enviarte este mail. Mi verdadero nombre es Martín Iñiguez;
nací en Palos de Moguer el año del señor de 1523
(creo); me hice a la América en 1540; anduve en todos
los puertos de estas tierras; me casé en Cartagena de
Poniente; tuve tres hijos de Pilar Fierro, los cuales hace
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mucho murieron; en 1559, abordo del Emanuel, naufragué


en las costas del golfo de México, muy cerca de la
desembocadura del río Mississipi.
No sé si tus ojos aún estén atentos a estas
líneas. Es probable que ya hayas cerrado tu correo y
pienses que esta es la manera más absurda y enferma
para romper contigo. Si aún estás leyendo, te pido que
no pienses que te miento, te juro que tal es la verdad
de mi vida. Solidificada y estática. Me rescataron medio
muerto unos indígenas en la costa, cerca del río. Pensé
que ese iba a ser mi fin, pero ellos me tomaron con la
más absoluta delicadeza, me ungieron las heridas y,
cargándome, me llevaron a su aldea. Los recuerdos me
resultan muy ambiguos. Me recuerdo débil, fuerte, asustado,
poderoso: amorfo. Fue como si mi carne se escurriera;
como las gotas de cera que resbalan en el cuerpo de las
velas y que, justo antes de desprenderse, se coagulan.
Cuando recobré la conciencia, algo me quemaba
dentro del pecho, sofocándome y arañándome, como si
un garfio de fuego se me hubiese incrustado en el centro
del vientre. Mi piel era un pergamino. Salivaba mucho,
como un perro rabioso. No podía mantenerme en pie.
Pensé que moriría. Con el tiempo, mis males disminuyeron.
Fue entonces cuando uno de ellos, anciano y desdentado,
se acercó a mi cabeza y, casi en mi oreja, murmuró
algo. Jalándome de un brazo me levantó y me sacó de
40 / ZONA VACÍA

la choza; afuera estaban los demás, que me miraron


absortos. Creí que me miraban así por mi piel, mis ojos
y mi barba. Me paseaba por la aldea, buscando la
manera de saber dónde y con quién estaba. Con el
tiempo, pude hablar el lenguaje de mis rescatadores, que
vivían mucho más al norte de donde me encontraron, en
los márgenes del mismo río.
Cuando yo le preguntaba al anciano que dónde
estaba, su respuesta era bmien n´e n´i: el lugar donde
los dioses se curan. Después sabría el porqué de ese
nombre. Al río lo llamaban g´ebm´o, el inseminador, y al
mar n´i b´abe, el vientre de la diosa. Y para ellos yo era
un hijo de ella, un n´i. Traté de aclararles que yo no era
un n´i. Al principio, no podía concebir que pudieran tomar
como dios a un hombre ensangrentado y casi muerto que
el mar había vomitado después de tragarse su nave; pero
recordé que yo era cristiano, y un muerto y sangrante
hombre era mi dios. Pasaron algunos años y los que me
rescataron murieron. Yo, en cambio, aparte de la barba
crecida, no tenía huellas de esos años; ni enfermedades,
ni dientes caídos, ni el baldío en el que hubiera tenido
que convertirse la tonsura que tú conoces.
Con el tiempo, no quedaba nadie de los que
estaban allí cuando yo llegué, ni siquiera los niños;
excepto el anciano. Entonces me acerqué a él y le dije:
lo recuerdo como si aún estuviera frente a mi. Dime buen
ZONA VACÍA / 41

amigo, ¿a qué se debe que todos entreguen sus huesos


a la diosa tierra, todos excepto tú y yo? Él me respondió:
yo sublime n´i soy el encargado de velar los partos de n´i
b´ de curar a sus hijos, que debilitados y sangrantes por
el parto no pueden ponerse en pie y caminar bajo el
cobijo de su padre n´i ka´ab, el gran dios resplandeciente
que sobre nuestras cabezas refulge. Encargado de velar
que el agua de bmien n´e n´i sea sólo bebida por los
hijos de ella, tuve que beberla, para nunca morir e
impedir que los indignos la busquen; y si la buscan, que
no la encuentren, si la encuentran que no la beban y si
la beben, prender su cuerpo inicuo en una pira que
satisfaga el enojo de n´i ka´ab antes de que éste se
precipite sobre la tierra; tengo que hacerlo aunque nunca
repose en los brazos de la muerte y jamás pueda ver a
mis ancestros. Tú, excelso n´i, no puedes morir porque
eres un n´i, que n´i ka´ab ha mandado a hacer su
trabajo aquí, donde la corrupción todo lo toca, los árboles
se secan o se pudren, la piedra se desgasta y donde los
a´t padecemos, gozamos y, efímeros como la mariposa
del verano, nos vamos a la tierra de la sombras a
reunirnos con nuestros ancestros. Me dijo muchas cosas,
cosas terribles. Esa noche huí.

*******
42 / ZONA VACÍA

Después de muchos meses de caminar, encontré un


pueblo en donde vivían juntos indios y españoles. No
podía platicarles mi aventura, quizás me juzgarían loco y
me encerrarían. Les dije que iba en un pequeño barco
que había salido de Veracruz rumbo a Cuba, al que una
tormenta había sacado de su camino y que terminamos
encallando, que habíamos sobrevivido yo y tres compañeros,
pero que ellos ya habían muerto. Que nuestra desgracia
ocurrió haría cosa de seis o siete años. Uno de ellos
dijo: si mal año ese de 1613, muchos barcos se perdieron.
Mi hermano Pedro Ibáñez iba en la Stella Matutina del
que no se supo nada nunca.
A partir de ese momento me hice llamar Pedro
Ibáñez, naufrago del Stella Matutina. No pude quedarme
en ningún lado, por el miedo de que notaran mi condición,
siempre errante con el miedo de los inquisidores, que
pudieran acusarme de pacto con el diablo. Recorrí la
Nueva España, de cabo a rabo, me quedaba algunos
años en un lugar, haciendo trabajos que otros consideraban
riesgosos, minas, puertos, barcos. Cuando me lesionaban,
a los pocos días mi cuerpo estaba sano. Después, y
conforme fui aprendiendo, hice de platero, carpintero,
escultor, orfebre, forjador, bordador, alfarero. Me llamé
Pedro, Juan, Martín, Felipe, Antonio, Mateo, Santiago.
Huía como si fuera prófugo. La vida eterna me
hizo el eterno fugitivo. En 1797 conocí la historia de
ZONA VACÍA / 43

Ponce de León: en 1511, el rey Fernando autorizó a Juan


Ponce de León explorar la isla de Bimini, donde estaba,
según los indios, la Fuente de la Eterna Juventud. Partió
en 1513 con tres naves del puerto de San Germán en
busca de la mítica Fuente de la Juventud y el domingo
de Pascua descubrió la península que llamó La Florida.
En su segundo viaje a la Florida intentó establecerse en
tierra, pero fue herido por los indígenas, lo que le hizo
regresar a La Habana, donde murió. Buena fortuna la de
Ponce de León, poder morir.
Desde 1925, en que aprendí a leer, ha cambiado
por completo mi forma de percibir la realidad: aprendí
ciencia, supe que el universo es un infinito espacio vacío,
en el que se mueven, separados por distancias estrambóticas,
cientos de miles de millones de conglomerados de estrellas,
que se separaran inexorablemente hasta que lleguen a la
completa inmovilidad y a la muerte por inactividad. Y
supe que en uno de los brazos de uno de estos
conglomerados, existe una estrella, minúscula y mediocre,
nuestra n´i ka´ab. Y que aun más minúsculo es el
mundo. Los hombres somos el polvo de las estrellas
animado y, a veces, pensante. Últimamente, de ha dado
por pensar que el universo no es sino el cerebro de otro
hombre, que las galaxias son sus neuronas y que los
hombres sólo somos ideas y pensamientos, ideas de un
hombre que nos contiene y que, a su vez, vive en un
44 / ZONA VACÍA

universo que es el cerebro de otro hombre, y así hasta


el infinito. Creo que los hombres somos sólo ideas
superficiales, efímeras, pasajeras, contingentes,
intrascendentes, superfluas, innecesarias, precarias, nimias,
ociosas, casuales, frívolas, en una palabra: perecederas.

*******

Sin embargo, lo peor/mejor/maravilloso/aterrador/


enajenante/pasmoso que me ha pasado, has sido tú. En
todos estos años nunca me había enamorado. La convivencia
entre hombre y mujer era para mí sólo un trance
reproductivo, desfogador de la pulsión, liberación de la
serpiente de kundalini, inseminación en el vacío. Después
de Pilar ya no quise tener hijos; pensar que podría verlos
morir de viejos, verlos agrietarse y derrumbarse me
parecía algo enfermo. Hoy me pasa algo que no parece
enfermo sino demencial. No sería capaz de ver cómo te
rasgas, te partes, te hundes y te disuelves en la tierra,
es insoportable. Recordé al a´t de bmien n´e n´i. Los a´t
indignos que beben de esa agua, si no son arrancados
de la tierra, se precipitan inexorablemente al shi´mne´jpa,
el dolor insufrible, la locura. Ese dolor no debe ser otro
que el verte marchitarte e irte, y saber que yo estaré aquí
eones, resintiendo tu ausencia y precipitándome en el
vacío que me dejarías.
ZONA VACÍA / 45

Recordé también que la única manera de salir, de


dejar de sufrir, de cruzar la Estigia para reunirme con mis
ancestros y, alcanzar el Valhalla; es convertir mi carne en
fuego, sea este mi purgatorio. Yo estaré al Otro Lado, si
hay otro lado, y no es la nada lo que nos espera,
aguardándote. Ésta, Sofía, es la razón de mi suicidio y
de su forma, espero que lo entiendas. Estoy allá, no
tardes, estoy cansado.
46 / ZONA VACÍA

El hoyo número 250387


Christian César Hernández Sandoval

finalista
ZONA VACÍA / 47

OSCAR DESPERTÓ ESA madrugada con todos los ánimos


del mundo. Se puso sus mejores trapos, lustró sus
zapatos negros elegantes y, mirando su reflejo en el
espejo del baño, divisó un par de espinillas en su rostro.
Las estrujó con el cuidado de un cirujano y limpió los
rastros con un pedazo de papel sanitario. Pasó rápidamente
el cepillo por su cabeza, realizando meticulosos espirales
hacia arriba. Una plasta de gel, una rociada de spray, y
estaba listo para declararle su amor. «Laura, la bella, la
hermosa, la perfecta» solía decir entre sueños. Y por fin,
luego de tres años de larga espera, le diría lo que sentía
por ella. Cerró la puerta del departamento, procurando no
despertar a sus padres o a sus hermanos. Bajó las
escaleras y se dirigió hacia la calle. Mientras todo esto
48 / ZONA VACÍA

sucedía, la señora de los ojos huecos lo miraba con


cautela. Lo seguía con sigilo y cuidado. La oscuridad de
la noche, en otros tiempos silenciosa y calmada, sonaba
bulliciosa y aturdidora. Montones de personas, amontonadas
en círculos alrededor de la ambulancia número 6336246,
observaban al cuerpo tendido sobre la camilla, que una
vez fue el señor de la tienda... aunque, de hecho, nadie
nunca lo conoció en verdad. Su nombre era tan irrelevante
como su extraña muerte (se había ahogado en el
baño), y los asistentes a su funeral, efectuado horas
después, eran los curiosos que se disponían a hurgar aún
más su rostro pálido a través del ataúd abierto en la
funeraria de la esquina. La señora de los ojos huecos
trabajaba. Y sin otra idea en la mente que las palabras
que le diría a su amada, Oscar cruzó la avenida tres.
Tan absorto en sus pensamientos amorosos venía el
pobre muchacho, que no escuchó la sirena de la ambulancia,
ni los gritos histéricos del conductor, ni mucho menos
sintió a la señora de los ojos huecos cuando lo abrazaba.
Despertó minutos después en un lugar que desconocía.
Era una calle empedrada. Casas decoradas con extraños
objetos rojos y blancos, se extendían a lo largo de la
calle que era completamente circular. Ninguna calle o
avenida cruzaba con aquella en la que se encontraba.
Giró una, dos, tres, cinco, siete veces, antes de darse
cuenta de que una señora, flaca y huesuda por donde la
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viera, lo observaba con ojos preocupados. Oscar se


acercó a ella y, sorprendiéndose de que su voz sonara
tan ronca y aguardentosa, le preguntó dónde estaba. Sus
ojos se dilataron y se humedecieron al escuchar la
respuesta de la señora. Estás muerto, yo te traje. Dijo
ella. Se sentó en el pórtico de una de las casas y
continuó: Ve hacia el centro de la calle, ahí estarás más
cómodo. Luego de dar ciertos gemidos de dolor y
sufrimiento exagerado, se dirigió al centro de la enorme
calle circular. ¿Acaso eres la calaca, o algo así?,
preguntó Oscar. Tú no das mied... Se interrumpió al
observar dentro del agujero, que misteriosamente no había
notado antes. No dejes que te asusten esos gusanos,
muchacho. Ni esos cuervos, ni los buitres, ni ese enorme
perro de tres cabezas, ni el olor a muerto que desprende
el hoyo, advirtió la calaca. Metete allí. Y no te preocupes,
yo te entierro bien. Dio tres zancadas hacia atrás antes
de caer tendido de espaldas y comenzar a llorar un poco
más. Sabía que tenía que llorar, después de todo estaba
muerto, pero lo hacía sin ganas, puras lágrimas de
cocodrilo. Mira, muchacho, no tengas miedo. La muerte
es algo tan natural y estúpido que ni los dioses más
grandes del universo se han dignado a morir. Todos
morimos algún día. Pero no te voy a mentir. Si te metes
en ese hoyo vas a sufrir. Los gusanos se meterán en tus
narices, los cuervos te picarán los ojos, los buitres te
50 / ZONA VACÍA

devorarán las tripas, y el olor a muerto aumentará. Pero


no te preocupes, tú comenzarás a oler igual. Oscar,
mirándola atónito, preguntó: ¿Y no me va a doler?
¡Ah!, por supuesto que te va a doler, ¡estás muerto! La
muerte duele más que veinte vidas llenas de sufrimiento.
Déjame preguntarte algo. ¿Sufriste mientras estabas vivo?
Y luego de explicarle lo de Laura y de cómo su familia
y sus amigos solían molestarlo y burlarse de él, la calaca
se puso pensativa unos segundos y luego prosiguió: Pues
no te fue tan mal. He visto a gente en peores condiciones
que tú, déjame decirte. Una vez vino una niña que fue
abusada por... en fin, eso no es de tu incumbencia.
Ahora ven, hijo mío. La calaca lo abrazó. Su piel seca
y fría se rozó con la de él, pareciéndole más cálida y
acogedora cada vez que daban otro paso hacia el hoyo.
Laura, te amo. Dijo Oscar, mientras la calaca lo arrojaba
con fuerza adentro del hoyo. Y al cabo de unos minutos,
el agujero quedó cubierto.
ZONA VACÍA / 51

Un sueño
Juan Carlos González Cruz

finalista
52 / ZONA VACÍA

LA CARRETA NO puede ir más rápido, no sé si vale la


pena visitar al doctor. Lo que tengo es cosa conocida, y
aunque esté consciente de mi enfermedad, reconozco que
no hay cura posible. Mis molestias aumentan a medida
que me procuro remedios para mi enfermedad. No sé si
alucino por el cansancio que traigo, a cada minuto que
pasa se me confunde la realidad con el sueño, mi
presente con mi pasado, mis aspiraciones con mi desánimo.
Viajar en carreta se vuelve un calvario: el brincoteo me
produce dolores cada vez más fuertes y me dan ganas
de hacer mis necesidades. A cada punzada se me
presenta el recuerdo de Soledad y sus palabras: «en el
hospital vas a estar mejor, te darán algo para mitigar el
dolor y, lo más importante, no vas a pasar hambre». Qué
ZONA VACÍA / 53

buen consuelo, como si no supiera que al hospital sólo


se va a bien morir.
Anoche soñé otra vez con un remedio que ayudaba
mitigar esta diarrea que poco a poco le va sacando a
uno el alma, hasta quedar bien tieso y amarillo: a cada
vecino le repartía un pedacito de vida; todos se ponían
buenos para la fiesta del grito gracias a esas pequeñas
piedritas blancas. Me gusta platicarle a Soledad mi sueño.
Un día me dijo que esas piedritas eran ciertas, que
existían, que no estaban sólo en mi sueño. Alguna
amiga, de esas copetonas con las que trabaja y que
viajan mucho, le había platicado sobre su uso muy
reciente en Francia. No eran alucinaciones nada más. De
seguro yo había escuchado sobre su uso en «la cólera»,
como la llaman los doctores. Eso explicaba que sin
conocer esas piedritas, yo ya soñara con ellas.
Ahora, cada mañana me pregunto como si fuera
la primera vez que lo sueño, si estoy viviendo la realidad
o no. Es difícil saber si Soledad se cree lo de los
sueños, o si sólo me dice que me cree por el amor que
me tiene o, peor aun, por lástima. No tiene ninguna
razón para confiar en mí, un loco que dice haber visto lo
que pasa en el futuro.
Desde que llegué a este pueblo que no es el mío,
hace unos tres meses, he visto morir a la gente que me
recibió: desde el niño de María, Saturnino creo se
54 / ZONA VACÍA

llamaba, hasta Apolonia, la abuela de mi mujer. Apenas


en menos de un día la gente quedaba bien tiesa, por lo
cursiento y las vascas que traían. Y ni con el agua de
arroz, ni con el tesito de hoja de guayabo, ni con el
atolito de masa se paraban. Soñar con esas piedritas no
es malo. En mi sueño esas piedritas blancas han salvado
a mucha gente, lo mismo a viejos, que a niños. En
sueños también me he visto muerto, yendo de la mano
con mis padres. He soñando con unas carretas de fierro
que caminan sin necesidad de animales. También he
visto unas lámparas pequeñitas que no necesitan de
sebo, que iluminan las casas y las calles. He soñado con
agua de colores que la meten unas personas de blanco
en los brazos que dizque para alargar la vida, yo creo
que eran ángeles, nomás les faltaban las alas.
Y Soledad me dice que siga platicando, y cierra
los ojos para imaginar lo que sueño. Le hablo de las
carretas de fierro, de los fogones que no necesitan leña,
de las lámparas sin sebo. Le explico de los libros que vi,
de los que hablaban de la necesidad de limpiar el
cuerpo, la casa y lavar las verduras. Pero lo que más le
gusta es que le cuente cómo logra evitar la enfermedad
el agua de colores esa, y el efecto que tienen las
piedritas blancas en las personas enfermas. Pienso en los
antibióticos, como llaman en mis sueños a esas piedritas,
estos son mi anhelo diario en este mundo. Cada vez que
ZONA VACÍA / 55

muere alguien, casi siempre niños en plena flor de la


edad, siento un cargo de conciencia por no poner
atención o por no preguntar en mis sueños cómo es que
logran hacer esas piedritas y esa agua de colores, o
hacer algo que pudiera alargar la vida de las personas.
Platicábamos a medida que recorríamos el pueblo.
Hay un río que pasa a la orilla del pueblo. El agua es
un poco zarca, los árboles son muchos, en comparación
con el pueblote de mi sueño. El calor es soportable, pero
en mis sueños no se aguanta. Pero en la calle las
personas de mi edad son escasas, he presenciado muchas
muertes, muy dolorosas, muy injustas. Mis sueños me
han enseñado a apreciar la limpieza y el cuidado del
cuerpo, he aprendido que en la realidad es frágil y tan
indefenso. Precisamente, hoy en la madrugada se murió
la niña de Ignacia, la dueña de la tenería, de diarrea y
vómito. En mis sueños un antibiótico la hubiera puesto
buena. Eso es lo que me da más pesar, el no poder
hacer nada, conociendo la solución.
El arriero me levanta la cabeza para ver si todavía
estoy vivo, abro los ojos, y sólo me mira con lástima.
Pobre, creo que tiene miedo a contagiarse, por eso ni
siquiera me ha pedido comida o agua, a pesar de que
ya llevamos tiempo de camino. Ahora que lleguemos a
Guadalajara, nomás lo dejo en la garita de San Pedro y
me regreso. Dicen que allá está bien dura la bola, no
56 / ZONA VACÍA

vaya a ser que me enferme yo también, y entonces que


hace María y mis hijos. Por fin hemos llegado a
Guadalajara, un soldado nos recibe en la garita, nos
avisa sobre la enfermedad y nos pregunta a que venimos
a la ciudad. Nomás vengo a comprar unas vaquitas,
mañana me regreso para La Barca, no me voy a quedar
mucho tiempo por «la cólera», no vaya a ser que se me
pegue. Ya me había dicho el arriero que les dijera eso,
de otra forma, si les hubiera dicho que andaba malo no
me hubieran dejado andar libre, me hubieran llevado al
hospital pero en calidad de preso. Es cierto que es allá
donde voy, pero llevo la recomendación de don Simón
Pérez para que me atendieran más rápido y no me
dejaran morir como a la gente común.
Ya en el hospital aparece una monja enfermera
que me recibe con rezos. Me registra en un libro de
cuero grande, me pasa a una sala donde hay varias
camas, me dice cuál es la mía. Después aparece un
médico seguido de dos ayudantes con ropas llenas de
sangre. Traen una jeringa de fierro, con una aguja muy
alargada, el médico les ordena que afilen la punta de la
aguja que con el uso se ha ido achatando. Sus ropas no
son tan blancas como las de mis sueños, los enfermos
de otras camas no paran de quejarse, están completamente
encima su propia vasca y desechos, no hay quienes se
ocupen de ellos. Comienzo a pensar que eso es lo que
ZONA VACÍA / 57

me va a pasar a mí. Empiezo a gritarles que me dejen


salir, no puedo estar en esas condiciones, en un lugar
donde ni piso hay, donde la sangre hace charcos en el
suelo, donde huele a carne podrida. Este lugar no es,
definitivamente, como en mis sueños, aquí sólo se viene
a mal morir, solo, sin su gente. Después de un día, la
diarrea se ha incrementado y comienzo a sentir acalambrado
todo mi cuerpo, un olor putrefacto y la imagen de un
hombre con las entrañas consumidas por los gusanos me
llevan al desmayo. De pronto despierto, el frío en la
espalda y la sensación de ligereza me hacen pensar que
estoy en un sueño: tal vez puedo abrir los ojos y ver mi
casa, mi gente. Con un esfuerzo sobrehumano me levanto,
grito a la monja y al doctor que están rezándole a un
difunto, pero se hacen como que no me oyen, intento
moverme, de levantar las sábanas para que se den
cuenta de que estoy allí. De pronto, me levantan en una
manta y me llevan al camposanto, es entonces que me
doy cuenta de que todo terminó, de que soy una víctima
más de «la bola», de que no hay vuelta atrás. Ahora veo
que mi sueño sólo fue eso, un sueño.
La vida es sueño... la muerte también lo es.
58 / ZONA VACÍA

Sosiego en la abadía
Fabián Pérez Ramírez

finalista
ZONA VACÍA / 59

ESCUCHABA UN SONIDO de pequeños aleteos, alas de


seda en un susurro del viento; no sentía ni veía nada,
era como soñar. Los párpados… no podía moverlos,
ausentes.
De pronto, no sé cómo, la luz entró en mis ojos.
Miré el cielo con musas esculpidas en sus nubes,
mariposas rojas iluminando mi alrededor; me sentía como
un globo soltado por un niño.
Giré. En realidad no estaba conciente de todo,
hasta ese momento en que miré mi cuerpo yaciendo en
la acera. Veía a la gente acercarse y mirar, algunos
gritaban y otros más husmeaban o se tapaban los ojos.
Con mi vista seguí un lazo de plata brillante que provenía
de mi cuerpo; lo seguí hasta comprobar que estaba atado
60 / ZONA VACÍA

a él. Comencé a agitarme al darme cuenta de lo


sucedido. Comenzaba a irme cada vez más lejos. Sin
saber qué hacer, me sujeté de un semáforo. Y ahí
estaba yo, con las piernas hacia el cielo y aferrándome
a la luz roja, como para tratar de detener la huida de mi
alma; y sí, ahí fue cuando la razón me invadió y
comprobé la situación metafísica en la que me encontraba.
Un niño, abajo, se reía viendo mis peripecias;
comprobé, ahora, que es cierto que los niños ven cosas
que los adultos no quieren ver. De cierta manera, primero
me reí: tan sólo de imaginarme mi propia extrañeza. Un
breve momento que se esfumó, perturbado. Sombras me
rodeaban en círculos, venían en manadas, como oliendo
mi vulnerabilidad, se movían dispersándose en el ambiente,
cual sombras debajo del sol. Al estar al borde de la
impotencia, unas plumas de blanca sedosidad comenzaron
a cubrirme; una luz me iluminó y, de ella, surgió una
mano que, con delicadeza, tocó la mía.
Escuché mi nombre.
De nuevo me perdí por algún tiempo, aunque
ahora con una sensación de felicidad indescriptible. La luz
que me cubría se fue apagando lentamente, y sentí, bajo
mis pies, un suelo de terciopelo.
Me frotaba los ojos para ver con claridad. Frente
a mí, un mar. Estaba yo parado en una playa de arena
azul, ante un mar de nubes que se balanceaban formando
ZONA VACÍA / 61

olas de dulce cantor. Entonces, recordé aquella mano


delicada y aquella voz que armonizaba con el cantar de
estas olas.
Pasó frente a mi una corriente de plumas blancas.
Volteé para contemplar mi alrededor: encontré un
bosque de árboles semejantes a gigantes, cubiertos de
plumas luminosas, que caían con lentitud, danzando con
el viento que emitía aquella cándida voz.
Un susurro. «He mirado toda tu vida. Velando he
estado yo, por tu bienestar y seguridad… sé que has
vivido con dignidad y en paz con todas las cosas… Sin
embargo, aunque aceptaras con resignación el destino de
tu partida, conozco el tormento de tu corazón.»
Todas las palabras fueron dichas de tal manera
que no era necesario comprobarlas: la dueña de esa
melodía me conocía de tiempo ya. Eso era indudable.
Mientras caminaba, podía ver debajo del follaje
blanco, al pie de la danza celestial, una doncella como
ninguna. Podía sentir la brisa del suave aleteo de sus
alas en mi rostro, y aun mirar por la ventana de su alma,
su corazón unido con el mío.
De pronto sentí, junto con su mano, que era
atraído de mi cordón de plata, hacia un lugar de donde
provenían las voces de mis seres amados. «Doliente
calvario, que a tu corazón ha tocado, más no caigas en
la desdicha de sentirte solitario, pues un alma gemela se
62 / ZONA VACÍA

ha atado al latir de tu corazón… encontrarla no has


podido, pues el cielo la ha llamado antes para otro
propósito…»
¿Cuál propósito?
Aferrándome a su presencia deseé conocer la
verdad ya presentida: volver a vivir, sabiendo que después,
en sus brazos, llegaré al júbilo de mis sentimientos.
«Para cuidar desde el cielo… el andar, del dueño
de mi devoción».
ZONA VACÍA / 63

Con la muerte en el rostro


Rodrigo Reyes Carranza

finalista
64 / ZONA VACÍA

ESE DÍA ME levanté igual que siempre: mareado, aturdido...


Puse los pies sobre el piso, chocaron con las botellas de
vino que bebí anoche. 37 pesos por botella.
La cajera del Gigante me había preguntado:
-¿Le gustaría redondear su cuenta para «Vamos México»?-
-¡Que me den antes por el culo!
Comprendió.
Me siento en la cama, llevo las manos a mi
cabeza. Hace un par de años tenía una larga cabellera
que llegaba a mis hombros; en mi cara crecía una
desordenada barba, en mi corazón había rebeldía, ganas
de cambiar esta mierda. Hoy tengo un corte decente, un
afeitado diario y el corazón lo perdí en el talón mensual
de mis cheques.
ZONA VACÍA / 65

Mi casa, desde que mi familia había salido de


Guadalajara, era un triste departamento cerca de la
calzada Independencia donde sólo cabía la cama, un
ropero con mi pretencioso guardarropa y varias pilas de
libros: desde Ibargüengoitia y Azuela, hasta Miller y
Céline.
¿Qué se puede esperar de alguien que vive donde
el baño es más grande que la cocina, donde el olvido
venció a la desesperanza?
Me metí en el agónico caer de agua de la
regadera, puse las manos sobre el sucio azulejo descolorido
y vomité; ya no me lloraban los ojos, era normal; la
pasta amarillenta de vacío y dolor rodeó mis pies para
luego irse por la cloaca de la vida.
Al salir, puse agua para café, un par de huevos
en mantequilla, dos tortillas comenzando a pudrirse
directamente sobre la hornilla. Destapé una cerveza, el
existir mismo. Comenzaba encontrar la verdadera razón
por la que prefería estar borracho todo el tiempo; creo
que era la única manera de alejarme de mi cuerpo, de
la persona que soy, actuar como si no estuviera ahí y
otro se vistiera con mi piel. Una forma continua de
muerte.
Siete treinta de la mañana y un día que promete
lo mismo que los demás: el desasosiego de los que
66 / ZONA VACÍA

buscábamos la redención y terminamos seduciendo a las


secretarias de la oficina en los tiempos literalmente muertos.
Salí al incipiente calor de la ciudad y entré en mi
carro. Comencé el largo recorrido hacia la oficina. Todo
en esta ciudad es ruido, gris donde sea que la mirada se
detenga, un laberinto sin salida, gritos de auxilio convertidos
en claxon, aire que el mundo no quería y mandó aquí,
lo mismo día y noche, vida y muerte.
¿Cómo habíamos llegado a esto? ¿Acaso no nos
pudimos ahorrar tanta porquería? ¿Qué sentido tenía
encerrarnos en espacios flanqueados por edificios de
cristales relucientes, entre largos autobuses que nos llevan
de un lado a otro, sin destino?
Lo peor es que creemos vivir, cuando solamente
reptamos en espacios diseñados por la muerte; hemos
perdido los rostros, los pies y las manos, la mirada... la
ilusión primera. Somos miles y miles de seres anónimos,
sin capacidad de sentir, de reconocernos.
Ante tanta soledad compartida, inventamos soluciones
de corto plazo para no aventarnos del primer puente que
se nos cruce: un dios decadente y asexual, el amor, las
drogas, la pareja, la música, la televisión... a mí sólo me
mantenían despierto el alcohol y las hojas que rayoneaba
durante las noches intentando dar forma a alguna poesía
decente.
ZONA VACÍA / 67

Tantos años de rebeldía no sirvieron más que para


terminar escribiendo los discursos llenos de mentiras, que
uno de tantos políticos leería en sus elegantes desayunos,
reuniones de partido, actos de beneficencia. En mi trabajo
se concentraba toda la desolación del universo.
¿De dónde provenía toda esa tristeza? La vida ni
siquiera lo valía, era demasiado para ella. Todo me salía
mal, estaba tan desesperanzado que sólo necesitaba un
réquiem para terminar de hundirme, y en la radio
programaban a Hyden y Vivaldi.
Llevaba ya cinco minutos sin lograr moverme en la
avenida. A pesar del tráfico diario, no era normal;
seguramente alguien había chocado, nunca falta quien
crea tener el I.Q. suficiente para manejar y resulta estar
por debajo de lo requerido para comprender el sentido de
un carril.
Cuando, por fin, comenzamos a avanzar, pude ver
un auto sobre el camellón: un árbol grande había detenido
su recorrido. La ambulancia ya estaba tras el carro
accidentado y comenzaban las maniobras para sacar al
conductor.
¿Cómo podría alguien tener un accidente ahí?
Sólo era necesario mantener el volante firme y frenar
esporádicamente durante el descenso de la avenida; se
requería un poco de intención para chocar y esa no era
una manera eficiente de suicidarse. Tal vez habría sido lo
68/ ZONA VACÍA

viejo del auto; en eso se parecía al mío: la pintura gris


opacada por el sol y la lluvia era casi idéntica, los
rayones que resultaban por manejar ebrio estaban casi en
los mismos sitios, además del polvo sobre los parabrisas
por falta de lavado.
El modelo y año parecían ser el mismo. En
realidad, la similitud era demasiada, comenzaba a parecerse
a una broma macabra. No suelo tener grandes emociones,
pero mientras avanzaba, cada vez más comencé a
inquietarme; el susto fue mayor al ver que sólo había una
persona dentro: el conductor.
Al llegar al lado del accidente, mi corazón parecía
funcionar por primera vez. Latía fuerte y rápido; mi
cerebro parecía confundido, podía achacarlo a la continua
resaca que sufro por las mañanas, pero era un mareo
que no había sentido nunca.
Al mirar por la ventanilla opuesta al conductor,
pude verme con el cuerpo sobre el volante del auto,
parecía agonizar y respiraba con dificultad. Era idéntico a
mí, sólo que un delgado hilo de sangre recorría su rostro
haciéndolo ver más bello. Cerraba poco a poco los ojos
y cruzamos miradas por dos segundos; no importaba, no
había nada que decir.
Siempre odié los espejos, pero esta vez me
pareció hermoso ver la muerte reflejada en mi rostro. El
último respiro que se transforma en el único. Morir sin
ZONA VACÍA / 69

lamentos, sin arrepentirse, sin pensar en mañana, en el


mundo, en paraísos o en infiernos. Simplemente dejar de
existir.
De cualquier forma, pensaba que había muerto
mucho antes de que esto sucediera: cuando las niñas se
burlaban de mí en la primaria, cuando me regañaba mi
mamá por ensuciar la sala, cada vez que mi padre me
pegaba, cuando mi hermana me insultaba, cada derrota
en la vida, cada ilusión perdida, borracheras agónicas,
cada vez que las prostitutas me decían: termina antes de
que empiecen a presionarme por el celular; cada noche
frente al televisor, a cada paso, cada sorbo, cada respiro,
cada lágrima.
El sinsabor de la vida nos obliga a hacer cientos
de cosas absurdas, morir es una de ellas. De cualquier
forma, aun muerto, mis continuas ganas de llorar no se
detuvieron, nada las calmaría jamás. No hay mundo
suficiente para esconderme, sólo camas vacías y obscenas
manchas de vino en la memoria.
Se me hacía tarde para el trabajo, decidí dejar de
mirarme ahí, tendido sobre el volante, con esa especie de
mueca que parecía de gratitud. Metí primera y levanté la
vista hacia el lejano cielo. El sol estaba frente a mí; por
primera vez en mi vida, no me lastimó los ojos.
70 / ZONA VACÍA

Tres noches de octubre


Francisco Javier Santillán Vargas
finalista
ZONA VACÍA / 71

DICEN QUE LA luna de octubre es la más bonita.


¿Será?
En mi pueblo, que es una pequeña localidad
costeña, a la orilla de la playa, siempre se ha rumorado
que durante la primera noche de luna llena en octubre,
el mar devuelve a sus muertos. No se qué quiera decir
la gente con eso, pero voy a narrarles lo que se cree
sucedió alguna noche de luna llena en octubre, pues
encontré un escrito que a la letra dice:
«Es muy noche ya y me encuentro a la orilla del
mar, sentado en un risco enorme, contra el cual revientan
con violencia las gigantescas olas provocando un ruido
tenebroso y ensordecedor. En estos momentos, creo yo,
la luna se encuentra en lo más alto de la bóveda celeste,
72 / ZONA VACÍA

las olas comienzan a tomar más fuerza, el viento a soplar


sin piedad y la marea ha subido hasta casi desaparecer
la arena de la playa. Ahora parece que el mar se va a
desbordar, todo es caos. Pasan unos momentos y su
furia comienza a desaparecer, el agua a retroceder y el
viento vuelve al sosiego. En este instante, la luz de la
luna ilumina perfectamente hasta donde la vista alcanza,
por lo que puedo distinguir sobre la arena un sinnúmero
de bultos que comienzan a formarse de ella. No puedo
coordinar mis movimientos ni mis pensamientos, me encuentro
en una especie de trance, escribo casi por instinto y no
alcanzo a comprender qué sucede a mi alrededor. Los
bultos aquellos comienzan a erigirse y a tomar forma
humana.
No hay duda, aquella leyenda que se cuenta en
el pueblo es cierta, el mar ha devuelto a sus muertos.
Ahora recuerdo de qué trata la leyenda completa, y sólo
de traerla a mi memoria me enfrío. Los comentarios del
pueblo hablan de la desaparición de un habitante a la
tercera noche de la luna llena de octubre; nunca se le
vuelve a ver, por eso nadie se asoma ni a la ventana en
esa fecha.
Pues bien, todas aquellas figuras humanas, hechas
de arena, comienzan a desfilar a lo largo de la playa,
marchan en dos columnas, distribuidos uniformemente.
Ahora, los que van a la cabeza de sendas columnas,
ZONA VACÍA / 73

llegan hasta el extremo norte de la playa. Cada hilera se


vuelve de frente hacia la otra, adoptando una posición de
guardia y permaneciendo en esa postura. El tiempo
transcurre pero no sé cuanto ha pasado y no sucede
nada nuevo. Han transcurrido algunas horas, creo, hasta
que la luna ha descendido ocultándose detrás del cerro
donde termina la bahía. En este preciso momento, el
viento comienza a soplar con furia, y las olas del mar
han borrado todo vestigio de aquellas figuras.
Acabo de hacerme un firme propósito, no he de
contar nada de lo sucedido; mañana, a la segunda
noche, voy a volver.
Hoy es la segunda noche de luna llena. El
dantesco espectáculo se repite. En esta ocasión ya no
siento miedo, ahora la sensación es de curiosidad. Paso
a paso se refrenda cada acontecimiento, excepto el final,
pues ahora no son las olas las que destruyen las figuras,
es un estruendoso rayo que acaba de caer, que al
cimbrar la tierra ha hecho que las figuras se desmoronen.
Hoy es la tercera noche, debo tomar todas mis
precauciones, pues es tiempo de que un habitante
desaparezca. Así, he decidido armarme con un machete,
y vuelvo a acompañarme de mis notas y un puño de
hojas de papel, además de algunos lápices para dibujar,
pues deseo plasmar aquellos momentos sobre algo más
que sólo la mente. Presenciando estas escenas, un
74 / ZONA VACÍA

escalofrío me recorre todo el cuerpo, de tal manera que


no puedo dibujar. Mis movimientos son torpes y sólo
atino, con dificultad, a escribir de forma casi inconsciente,
al igual que hace dos noches.
De nuevo, el viento sopla con fuerza, el agua
invade la playa, las figuras se forman y desfilan con una
precisión castrense, pero en esta ocasión comienzan a
invocar a algún ser supremo. No entiendo sus palabras,
no sé si es por la lejanía, por el viento, o por que
definitivamente hablan en otra lengua, el caso es que me
estoy acercando. Mi temor desapareció y comienzo a
caminar por en medio de las dos filas. Es una valla casi
interminable y ahora que casi he llegado a la cabeza, un
extraño sentimiento me hace revirar hacia el cerro que se
encuentra delante de mí y veo que la luna termina de
ocultarse. El viento ha comenzado a soplar con más furia
que ninguno de los otros días. Los cuerpos de arena
comienzan a deshacerse, se esparcen; pero ahora encuentro
mi más grande asombro, yo también comienzo a
desmoronarme hasta desvanecerme. He perdido casi todas
las extremidades, sólo conservo mi brazo y mano izquierdos,
ya no puedo oír, he caído al suelo y…»
La historia anterior la encontré, durante una mañana
de octubre, sobre un montón de arena, escrita con letra
casi ilegible en varios trozos de papel desgarrados.
ZONA VACÍA / 75

La Purísima
Mitzi Flor Valle Correa
finalista
76 / ZONA VACÍA

CORRÍAN LOS AÑOS de la bonanza minera de Bolaños.


El tránsito de enormes cargas de monedas de plata era
notable por los estrechos caminos, que íban rumbo a la
capital del virreinato.
Las caravanas eran custodiadas por hombres
armados. Una noche del mes de octubre, las diligencias
circulaban cerca de un lugar llamado Cerritos. Fueron
sorprendidas por una gavilla de asaltantes, quienes robaron
un cuantioso botín. Durante el robo, sucumbieron varios
hombres, entre ellos Hilario Luna, dueño de la hacienda
La Purísima. Fue despojado de sus finas vestiduras y de
un medallón de oro con incrustaciones de esmeraldas,
único en su tipo... No se supo más.
ZONA VACÍA / 77

Manuela notaba ojeroso, desde hace algunos


días, a Matías, su marido. Demacrado y meditabundo,
poco dormía y apenas probaba alimento. Aun así, Manuela
celebró en la Purísima el día de muertos, en honor a su
hermano Hilario, asesinado cuatro años atrás.
Desde que despuntaba el alba del día primero de
noviembre, las mujeres se ocupaban en la cocina, doraban
chiles en manteca, molían el nixtamal y tostaban las
semillas de calabaza para el pepián; todo en grandes
cacerolas de barro que humeaban sobre el fogón. Hasta
el patio llegaban aquellos magníficos olores. Sin embargo,
para Matías este festejo nada tenía de importante, pero
como su mujer lo organizaba, tenía que permitirlo.
Se retiró a su cuarto tratando de conciliar el
sueño, pero todo fue inútil. Cada vez que se recostaba,
venía a su mente aquella imagen, ¿había sido un sueño
o una visión? No encontraba respuesta cierta, pues
aquella vez estaba tan borracho que cualquier cosa, aun
la más inverosímil, pudo haber pasado por su mente.

Eran casi las tres de la mañana cuando llegó a su casa


aquel día. Abrió la puerta. La lámpara estaba encendida
y cuando se disponía acostarse, salió de entre las
sombras una figura femenina, vestida toda de negro, con
78 / ZONA VACÍA

altos tacones, un sombrero amplio. La mujer comenzó a


caminar por la alcoba, abriendo cajones, y deslizando su
guante por los muebles. Matías estaba impresionado, y
no podía pronunciar palabras, sólo la miraba. Por fin, ella
se detuvo ante la ventana y dibujó sobre el cristal
empañado un número tres. Sin decir nada se dirigió a la
puerta y desapareció. Matías se desmayó de la impresión.
La música turbó sus pensamientos, habían llegado
el párroco con infinidad de fieles, gente de los ranchos
cercanos como San Lucas, Los Campos y del cerro del
Venado. El altar estaba en el patio central de La
Purísima: ricamente adornado con flores silvestres y manteles
bordados en punto de cruz; sobre las mesas estaban
colocadas ya las cazuelas de pipían, las ollas de tamales
y las de champurrado; los peones traían cada quien lo
que podían para colocarlo en el altar en honor a sus
difuntos y, en la parte más alta, se encontraba la pintura
de don Hilario.
Reunidos todos, comenzaron la celebración con
una misa, para continuar con los cantos del alabado,
concluyendo con la cena. Pocos notaron la ausencia de
Matías, como en otras ocasiones no se presentaba en los
festejos parroquiales, no era usual que preguntaran por
él.
Mientras tanto, en su habitación, Matías trataba de
dominar su miedo, pero seguía pensando en el tres
ZONA VACÍA / 79

dibujado sobre el cristal, ¿qué significaba?, ¿quién era


aquella mujer que lo había visitado? Desesperado,
deambulaba por el cuarto. Habían pasado varias horas,
Matías estaba turbado, decidió salir un rato a la celebración.
Al darse la vuelta, se dio cuenta de la presencia de
aquella dama, que estaba sobre su cama. La impresión
fue tal, que sintió que desfallecía; la mujer se levantó y
caminó hacia la lámpara, dejando ver su figura espectral.
Matías sintió que se caía: ¿Quién sois? ¿A qué habéis
venido? -le preguntaba con insistencia, y por primera
vez, escuchó aquella voz de ultratumba: Se hace tarde
señor -dijo señalando el reloj junto a la puerta, casi
daban las tres de la mañana- han pasado los tres días
que os di.
Ahora lo sabía: aquella mujer era la muerte, y
había venido por él. Un escalofrío recorrió todo su
cuerpo. En eso, escuchó una carreta y el tropel de los
caballos que la jalaban. En el patio donde estaba la
gente se levantó un remolino, los cirios del altar se
apagaron, y todos sentían miedo. Los rezos no se
hicieron esperar, las mujeres gritaban que era la muerte,
que venía por alguien. El clérigo trataba de calmar a
todos los presentes, pero él mismo sentía temor por lo
que estaba ocurriendo. Se escucharon unos gritos tan
horrendos que a todos se les heló la sangre…
80 / ZONA VACÍA

Pasado un rato dejaron de escuchar aquellos


ruidos. Se hizo un gran silencio, la carreta y los caballos
ya no se oían, algunas mujeres prendieron nuevamente
los cirios. Nunca antes en La Purísima había ocurrido un
acontecimiento semejante. Poco a poco, la calma volvía.
Se empezó a especular que el difunto debía algo y muy
grave, sino por qué se mereció tal castigo.
Manuela, preocupada por su marido, corrió a su
lado, para saber cómo estaba. Al entrar en la alcoba, vio
el cuerpo inerte de Matías sobre el piso, lanzó un grito
de dolor. Mayor fue su angustia al ver lo que difunto
tenía en sus manos: el medallón que Hilario llevaba el día
lo mataron...
ZONA VACÍA / 81

La máscara de la muerte
Fernando Villaseñor Ulloa

finalista
82 / ZONA VACÍA

LA MÁSCARA CONTINUABA en el piso como mirando


hacia el cielo, exactamente en la posición que la había
dejado hace dos semanas. Tal vez lo único distinto era
la ligera capa de polvo que la cubría. Para estar seguro
de que ya no había peligro, utilicé una rama que encontré
en el exterior y la moví desde lejos.
Nunca he creído en adivinos ni en hechicerías,
pero esa máscara ha cambiado todos mis esquemas. Me
la vendió un señor con tipo indígena, que salió al paso
en uno de tantos puestos de chácharas que existen en el
centro de la ciudad; me la ofreció por unos cuantos
pesos y, una vez le hube pagado, me advirtió que ese
artefacto que compraba había sido utilizado, hacía muchos
años, en un pueblo en la sierra por el brujo de la
ZONA VACÍA / 83

localidad para hacer algunos conjuros. No le di mayor


importancia y seguí mi camino.
La máscara es de madera de colorín, pintada de
fondo negro, con enormes ojos de pupilas rojas, colmillos
saltones y una gigantesca lengua también roja. Tenía
tallada una serpiente que abarcaba de una mejilla a otra
pasando por la barba, los agujeros para mirar y respirar
tenían dimensiones perfectas y estaban bien disimulados.
Es un artefacto hermoso y bien hecho, que según quien
me la vendió, es una representación real de cómo luce
la muerte cuando va en busca de alguien.
Al llegar a casa, deposité mi adquisición en la
mesa de la cocina, me precipite al baño y, al regresar,
alrededor de la mesa encontré varias cucarachas muertas,
secas, como si hubieran estado ahí hace mucho tiempo.
Me pareció extraño y pensé que tal vez era el efecto de
alguna fumigación pasada y que habían llegado hasta ese
lugar producto del viento. Abrí la puerta que da al patio
y el perro comenzó a ladrar. Le serví su alimento y, aun
así, siguió gruñendo. Volví a cerrar la puerta porque me
sentía un poco cansado y no quería soportar al can.
Me dispuse a encontrarle un acomodo a mi nueva
adquisición en la pared de la sala. Busqué entre mis
pertenencias algo con qué colgarla, pero sólo pude
encontrar un pedazo de listón rojo, que usé para atarla
y, cuando estaba a punto de depositarla en su nuevo
84 / ZONA VACÍA

espacio, sentí curiosidad de ponérmela. Así lo hice y ante


mis ojos acudieron imágenes horrendas.
Entrañas de animales eran arrancadas sin otro
artefacto que mis manos, la sangre escurría entre mis
dedos mientras la mirada alucinada de otros hombres
seguían mis movimientos. Arranqué aquel trozo de madera
de mi cara y, delante de mí, seguía mi casa como
siempre, sin la menor alteración. Recordé que no había
tomado alimento en todo el día y que tal vez eso era la
causa de la pequeña alucinación. Con la máscara en
mano regresé a la cocina, el perro había dejado de
ladrar, el ambiente se sentía más tranquilo.
Saqué comida fría del refrigerador y comencé a
alimentarme. En mi cabeza comenzaron a sonar tambores,
pensé que serían, una vez más, las consecuencias de mi
mala alimentación, así que no hice caso, y me dispuse
a abrir la puerta del patio para brindarle un poco de
atención al perro. No vi por ningún lado al can. Lo llamé
y, extrañamente, no daba muestras de seguir en su
lugar. Inspeccioné el jardín y tuve un macabro descubrimiento,
el «Guti» –así se llamaba mi perro- yacía junto a uno de
los árboles, sus vísceras descansaban a unos dos metros
de él. Quien haya hecho esto –pensé- es alguien
perverso y lo pagará.
Regresé corriendo a la seguridad de la cocina,
cerré la puerta y, tras un ataque de asco, ingresé al
ZONA VACÍA / 85

baño. Mi sorpresa fue aún mayor, la toallas estaban


manchadas de sangre y el lavabo escurría por todos
lados líquido hemático; el jabón, antes blanco, adquirió un
tono rozado y yacía en la basura.
La máscara continuaba en mi mano izquierda y,
tras un breve instante, recordé lo que había visto a través
de sus ojos. El miedo, la curiosidad y el sonido de los
tambores hacían que mi cuerpo temblara. Decidí calármela
una vez más y la experiencia resultó peor: pude ver a
una mujer joven pidiendo por su vida, mientras con un
cuchillo la partía en pedazos y le encendía fuego. Arrojé
la máscara al piso, los tambores dejaron de escucharse,
pero, a cambio el crepitar de las llamas llevaba mi
atención hacia el patio, donde los árboles, derrumbados a
machetazos, formaban una pira en la cual un cadáver
crujía. Salí corriendo y, al buscar asirme de la puerta de
la casa, bomberos y policías me marcaron el alto. Me
encontraba desnudo, bañado en sangre y fuera de mis
casillas.
Me enteré después que el cadáver era de una
vendedora que había ido a ofrecerme no sé qué mercancía,
que según varios testigos la invité a pasar y después
pudieron verla en las revistas sensacionalistas convertida
en carbón.
Ahora que regreso a casa escoltado por investigadores
que desean conocer la escena del crimen, vuelvo a ver
86 / ZONA VACÍA

la cara de la muerte, y nadie quiere creer que la


verdadera culpable yace en el piso, mirando con inocencia
al cielo como si nada hubiera pasado.
INVITADOS
88 / ZONA VACÍA

Concierto para dos violines


en Re mayor
Roberto Visantz
ZONA VACÍA / 89

En homenaje a Raúl Hernández Novás

¿VENDRÁ A DESPERTAR al niño muerto... El hombre se


aleja lentamente dejando una puerta abierta. Arrastra los
pies. Quisiera no hacerlo pero algo que no entiende por
completo le pesa. La voz de Billy le retumba en la
coronilla. Se vuelve eco constante amplificado. Es el
susurro perdido de sus palabras. ¿Por qué le había
preguntado eso? ¿Por qué a él? Camina pesado fuera
del edificio. Del hedor de las paredes pintarrajeadas de
rojo y las escaleras marchitas, con nombres rotos y
verbos pisoteados. Tenía que encontrarlo, verle la cara.
Aunque sabía que era imposible, que Billy se había
90 / ZONA VACÍA

perdido en el viaje tranquilo de los locos. Que había


muerto en silencio dejando pistas y palabras sueltas.
El aire frío de la medianoche. El rocío hecho
plasma con el smog. El cigarro cuelga muerto de sus
labios perfectamente horizontales. Cerillo. Empieza la vida
del humo, se consume en el fuego del instante y cruje
en el silencio de la noche. El bar ostenta un letrero
llamativo «Morbobar». Una cerveza oscura. Ámbar. Se
aleja el mesero, un muchacho flacucho de unos 20 años.
No hay mucha gente. Es miércoles. Un día en que uno
prefiere descansar la cartera. Bebe de la cerveza y mira
alrededor buscando algo que no sabe. Billy lo había
llevado una vez allí. Reconoce la rocola y las marcas de
los puntapiés de aquella noche. El mesero. Si. Sin la
cara hinchada ya no se reconocía. Pero hacía mucho
tiempo de ello. Nadie lo reconocía ahora entre las mesas.
-Señor tiene que pagarme esta cerveza para
poder servirle otra-. Y se percata de que los meseros sí
tienen memoria. Reconocen al que no les deja propina y,
encima, le ponen una madriza. Pero la cara de hipócrita,
de lambiscón, de gato de pelaje afilado y esas manos
insistentes que desean darse existencia, siempre son las
mismas. Le paga con uno de cien. No quería bronca.
Billy se hubiera levantado a darle un escarmiento al
mocoso. A llenarle de agujas los párpados y prenderle
fuego hasta en los huevos. Sonríe de pensar en ello. De
ZONA VACÍA / 91

imaginar la cara de alegría de los parroquianos aburridos.


La cara llena de la fogosidad que dá el dolor ajeno. Pero
Billy no estaba. Se había perdido en el frigorífico del
silencio. En el tumulto de colchones y canciones. Polvo.
Otra cerveza. Bebe tranquilo. Intenta olvidar las
palabras que zumban sigilosas en sus oídos. La mano.
Nervuda, amarillenta por el cigarro. Aprieta el puño y la
ve hincharse, llenarse de vida por un instante. La siente
fuerte. Dura. La levanta tapando la luz que le llega desde
el foquillo de la esquina. La deja caer sobre la mesa y
sonríe. Billy le hubiera azuzado. Le habría dicho que
salieran a buscar a alguien a quien voltearle la nariz. La
noche era siempre aburrida para él. Necesitaba excitarse,
sentir algo de calor en su cuerpo y las voces, siempre
las voces. Pero Billy ya no estaba allí, había corrido tras
la escarcha florida y sólo quedaba su eco. ¿Vendrá a
despertar al niño muerto... Cada vez más quedo en su
cabeza. Otra cerveza. El mesero ya no desconfía. Total,
se acostumbran a tratar con peores, piensa.
Camino a su casa el cielo se desangra. Las nubes
van apartándose lentamente. Recorre las calles sin prisa.
La mirada baja y el recuerdo de una noche ya lejana.
Billy decía que no había nada mejor que tocar el violín al
amanecer. Acariciaba las cuerdas imprimiéndoles una vida
nueva. Levantaba el arco y lo deslizaba haciendo un
vibratto eterno. Me duelen los surcos de los dedos y los
92 / ZONA VACÍA

nudillos de la mano, decía y guardaba el violín en el


estuche, con parsimonia, como si se tratase de un niño
muerto que, en brazos, llevara a un ataúd de terciopelo
tinto. Sube las escaleras, sin nombres ni rayones en las
paredes. Abre la puerta de su departamento.
Dentro la noche no ha escapado. Las cortinas
gruesas resguardan las ventanas de latón. Sobre la mesa
las hojas. Agarra una. Otra. Lee y las deja caer en el
piso. ¿Vendrá a despertar al niño muerto... ¿Por qué le
había escrito eso? Billy lo sabía, había dejado pistas y
silencios tras las paredes, para que él caminara sobre
sus pasos marchitos. Se sienta en el sofá. Mira alrededor.
Los cuadros, los libros, los instrumentos. Todo allí formando
el collage de su vida. Billy se hubiera reído de verlo allí,
sentado esperando algo en silencio. Desentrañando mensajes
en la oscuridad. ¿Por qué le había escrito eso? Escribe
en la misma hoja. Aguarda un instante, levanta la vista
del papel y recorre mentalmente los lomos de los libros
dormidos. Porque sí. Dobla el papel y lo desliza sobre el
escritorio de madera.
Se recuesta sobre el sofá y cierra los ojos. La
cabeza le da vueltas. La cerveza, el mesero de cara
hinchada, la rocola deshecha; todo confluye. Abre los
ojos y mira alrededor. Nada. Piensa en Billy, en su caída
oscura entre jeringas y espadas de fuego. Piensa en
Billy. ¿Por qué lo hiciste? Le pregunta. Pero sabe que
ZONA VACÍA / 93

Billy está muerto. Ceniza del espejo. Y recuerda al niño,


al de la puerta abierta, al muerto, y a Billy sonriente junto
a él, con la cuerda del violín llena de sangre. ¿Llegué a
despertarlo... se pregunta. Pero Billy no había dejado
más pistas, había dejado sólo silencios y él, bajando las
escaleras con calma, dejando la puerta abierta, viendo los
letreros en rojo, los obscenos nombres de mujeres. Y
Billy ya no estaba allí, se había marchado a la estepa del
fuego. Cierra los ojos. ¿Vendrá a despertar al niño
muerto... Pero ya no intenta responder. Se pierde en la
calma oscura del sueño, en el calor de la noche ficticia
donde el violín desmembrado no cuelga de su pared.
94 / ZONA VACÍA

La prueba
Brenda Ledesma
ZONA VACÍA / 95

EL ESPACIO CONTENIDO en un marco de 8 x 10


pulgadas no es suficiente para explicar a las personas
que aparecen dentro. Si se tratara de una prueba criminal,
apenas cabría preguntarse acerca de qué se trata la
escena. Un personaje, antes inmóvil y atascado, trata de
despegarse de la hoja y atravesar el vidrio para ver su
propia imagen. Nadie sabe si es porque le preocupa
ignorar lo sucedido o por vanidad; de lo que único que
estamos seguros es de que cuando le tomaron la instantánea
no tuvo tiempo de pensar la manera como sería juzgado.
En un recorrido por el pasillo de paredes blancas,
alguien dijo que se trataba de tres asesinos; sin embargo,
en vez de fichas y cartas, sobre el mantel que aparece
entre ellos se tienden toallitas para posar el té. No se
96 / ZONA VACÍA

apuestan bajo la lámpara amarilla ni las galletas glaseadas


que dejan su rastro en los bigotes del hombre más viejo.
Más que la escena secreta y sombría de una banda en
reunión, parece una sencilla y ordinaria sesión familiar.
Después haber escuchado los pasos y las voces,
el hombre despertó de la larga vida inmóvil que había
sido fijada a dos tonos por una máquina polvorienta.
Lentamente, mientras se despegaba, encontraba la forma
de las figuras grisáceas que se aglomeraban a su
alrededor. Escupió los pixeles de harina y deseó ser
borrado o roto. Atrapado en ese único segundo era
incapaz de saber lo que había pasado antes y después
de cuando fue captado.
En el mismo cuadro aparecían un muchacho joven
y una mujer cubierta por la puerta del refrigerador. Tres
asesinos, ¿cómo asegurarse? Bien podrían ser sus propios
hijos o sus compañeros de cuarto. Buscando algún signo,
pronto se daba cuenta de que no existía el mínimo indicio
que le permitiera identificarlos como los ejecutores de un
golpe, un homicidio o un asalto; peor aún, no podría
asegurar su relación con ellos.
Detrás de él, en el último plano, se encontraba la chica.
Las imágenes de sus pies y su cabello no parecían las
de una joven codiciada, que entre el maestro y el alumno
–ahora socios-, suscita los más terribles dramas pasionales.
Para empezar, llevaba pantuflas, y la tela de los pocos
ZONA VACÍA / 97

centímetros que alcanzaban a verse de su trasero era de


un pijama floreado extraído de una sábana bajera. En los
tobillos era notorio que se trataba de alguien de poca
edad; sin embargo, cualquier engendro podía salir de la
luz helada y vaporizada que se encontraba detrás de la
puerta.
Él mismo se encontraba ridículo sentado frente a
una taza con líquido semipintado. El lugar del asesino es
el bar o la pocilga donde alientos alcohólicos llegan a
cantarle y se sientan en sus piernas. La mesa ni siquiera
estaba desgastada, no había una sola marca de navaja
que denotara la desesperación o el nerviosismo del día –
hipotético- en que estuvieron a punto de ser descubiertos.
No hay arrugas ni suspicacia en su cara -se
supone que a él le hubiera tocado jugar el papel del
cerebrito-; por el contrario, su gesto es de tensión, pero
causada por la sorpresa de recibir un flashazo entrometido.
Lo único que le gusta de sí mismo es el reflejo de sus
patillas plateadas, hubieran combinado bien con la chamarra
de piel que se recargaba en la silla siguiente. No puede
ser del muchacho… ojalá que no sea del muchacho. Eso,
un brazo extendido y su espalda desparramada por el
asiento, hubieran sido suficientes para hacerlo feliz los
primeros cinco días que estuviera encerrado en el marco.
Sigue pensando… no hubo pose, también podía haber
usado una gabardina mojada.
98 / ZONA VACÍA

Definitivamente no es del joven, aunque nadie


pueda asegurar lo contrario. Si él fuera su aprendiz, le
gustaría que hiciera algo más audaz que esperar paciente
los panecitos del horno de cocina. La chamarra no le
queda. No se mueve, no se activa. Se ve borroso de tan
cercano que estuvo a la lente; pero de todos modos sus
rasgos no son los de alguien que se interese en conseguir
fortunas valiosas.
El hombre deja de preocuparse por eso. Se da
cuenta desde su posición es posible deducir que poco
faltó para que estuvieran colocados de esquina a esquina
del cuarto. Ahora lo que le importa es medir el espacio.
Comienza a creer que su tiempo ahí quizás se prolongue
más allá de lo apenas pensado.

Dan vuelta los ojos y busca más marcas. Piensa en no


ser nadie, y sólo la versión en papel de un personaje.
Referente muerto, in-significante, referente de nada, patética
trascendencia, su situación de empapelado es tan crítica
y violenta como el contraste de la imagen en que se
encuentra atrapado. La cinta no avanza. Durante años y
años se negó a las fotografías. ¿Y ahora qué hace? Mira
alrededor: uno, dos, tres, cuatro, cinco… 3’145,728
pixeles.
ZONA VACÍA / 99

Apalabrado
Ramón Vázquez Jaramillo
100 / ZONA VACÍA

EL COMANDANTE ROSENDO Chacón presintió que la


noche iba pa’largo. Se paró bajo el marco de la puerta.
Dio una última chupada a su cigarro, tragó el humo y
entró. Nada estaba en su sitio, como si un pequeño
ciclón hubiera arrasado el departamento. El lugar era una
carnicería. El cuerpo de Lola Hinojosa estaba tajado casi
en su totalidad. Iba a ser una tarea difícil para el forense
contar las heridas. La occisa tenía una expresión particular.
Extraña.
- Se dieron gusto con la españolita, ¿no cree mi
comandante?
- Así es Bolaños. ¡Los muy hijos de puta se
ensañaron!
ZONA VACÍA / 101

- Venganza o simple asesinato, ¿qué piensa usted,


mi comandante?
- ¿Usted bromea Bolaños? Esto es obra del
chingado Cartel.
El comandante conocía a la mujer. La conocía
bastante bien. Reconoció el pequeño lunar en forma de
diamante al inicio del seno izquierdo. La estuvo observando
por un momento, ni la muerte había podido arrebatarle su
belleza. Una belleza bien aquilatada con los años. Por
unos instantes el comandante se escapó del cuarto.
Pensó en la primera vez que vio a Lola Hinojosa.

Casi dos años habían pasado desde que recibió aquella


llamada en su oficina. Se presentó como corresponsal del
diario El amanecer ibérico. Tenía un acento que le
recordó a Sarita Montiel. La mujer le pidió al comandante
una entrevista, argumentando que su fama había atravezado
el océano. Él se sintió halagado. Miró de reojo sin ocultar
el orgullo, la medalla que el gobierno español le había
otorgado la semana pasada. Dos toneladas de coca y
siete hombres, fue un golpe bajo al Cartel del Atlántico y
un buen levantón para el comandante Rosendo Chacón.
Hablaron sobre el tema unos minutos. El también la
102 / ZONA VACÍA

conocía por sus artículos sobre narcotráfico. El comandante


aceptó la entrevista y le dio una cita.
Fue Lola Hinojosa quien sacó a la luz pública la
existencia del Cartel del Atlántico. Gracias a sus contactos
con la Antinarcóticos Española, la información llegó a sus
manos. Desde hacía unos años el mercado ibérico,
estaba en la mira de los grandes carteles del narco, que
veían a España como la entrada a Europa. Pero hasta
ese momento nada, ni nadie había comprobado que el
comercio ya estaba echado a andar. Se creía que la
droga que llegaba a España era de Asia o África vía el
estrecho de Gibraltar. Hasta que por mera coincidencia en
el «María Bonita», un carguero que llegaba de Veracruz,
se descubrieron tres toneladas y media de coca, oculta
en la panza de un centenar de réplicas de Tláloc y la
Xochipili, y otras deidades aztecas. Fue a mediados de
los ochentas, cuando por primera vez se escuchó hablar
del Cartel del Atlántico y del comercio triangular Colombia-
México-España. Y ahora, casi diez años después, Lola
Hinojosa preparaba un libro sobre el Cartel y su alto
mando.
Al primer intercambio de impresiones el comandante
se dio cuenta que Lola Hinojosa era alguien que conocía
su profesión. De cazador te convertía en la presa a las
primeras preguntas. Llevaba la entrevista como una sesión
de hipnosis: lento pero avanzando, te hacía entrar rápido
ZONA VACÍA / 103

en confianza, con pequeñas preguntas obtenía grandes


respuestas. El comandante Chacón la encontró atractiva.
Diferente, quizás moderna. Le dio cuarenta y cinco años,
máximo cuarenta y ocho, pero bien cuidados. Por momentos
se concentró más en su físico que en la discusión. Dos
horas después y un desfile de tazas de café, concluyó la
entrevista. Lola Hinojosa no pasó por alto la personalidad
del director de antinarcóticos. El comandante le había
llenado el ojo.
El comandante Rosendo Chacón era un hombre
recio y de pocas palabras. No lejos de sesenta años.
Discreto. Hosco. Evitaba cuando podía las cenas de gala
y toda la parafernalia oficial. Forjado al método tradicional,
hacía valer sus órdenes al pie de la letra. Su vida familiar
era particular. Había enviudado joven y nunca volvió a
pisar un registro civil, mucho menos un altar. Con la
ayuda de su hermana educó a sus tres hijos, hasta
convertirlos en «hombres de bien», como él decía. Desde
hacía un año vivía solo. Esperaba con serenidad el
momento de su jubilación para regresar al pueblo de su
infancia. Ya tenía apalabrado un rancho, donde pasaría
tranquilamente su vejez cultivando maíz y criando vacas.
Pasaron algunos meses desde aquel día de la
entrevista, para que el comandante Rosendo Chacón se
encontrara de nuevo con Lola Hinojosa. Esta vez fue la
casualidad que los juntó. Ella estaba en la prisión para
104 / ZONA VACÍA

entrevistar a unos de los narcos de Cartel del Atlántico,


y el comandante se encontraba en el lugar por trabajo.
- Veo que sigue interesada en Cartel- le dijo el
comandante.
- Digamos, que informando a la gente, es mi
participación en esta guerra contra el narco.
-¿Y logra algo de esta gente? Por que a nosotros,
no se imagina usted, las que nos hacen pasar para
sacarles información.
- Tengo mis métodos, supongo que diferentes a
los suyos, pero me resultan.
- ¿Y tiene para rato aquí? ¿No le apetece un
pozole con unas flautas? Sé de un lugar que no se
arrepentirá.
- Tengo una hora y treinta minutos de autorización
con nuestro «amigo». Y por qué no, acepto su invitación.
- Pero antes déjeme darle un consejo compañera
Hinojosa. No pregunte demasiado, pues entre más sepa,
más riesgos corre. Con esta gente no se juega. Este no
es un lugar para una mujer como usted. Bien lo dijo esta
es una guerra, y en las guerras no existen diferencias de
sexo.
- Gracias por el consejo comandante Chacón, pero
es parte de mi trabajo.
ZONA VACÍA / 105

La lluvia devolvió al comandante a la escena del crimen.


Llovía lento pero constante. Sin interrupción. Pareciera
que el cielo llorara por la muerta. El comandante Chacón
se acercó a la ventana y miró hacia afuera. Sus manos
siempre guardadas en los bolsillos de su gabardina. Las
luces de la ciudad invadían la oscuridad. Centró su
mirada en un punto lejano, tratando de encontrar el final
o el principio de la noche, tratando de encontrar respuestas.
- Mi comandante, no encontraron la arma de la
que se sirvieron -señaló Bolaños.
- No me venga con chingaderas Bolaños. ¿No
quería también que nos dejaran el teléfono y la dirección
donde localizar al hijo de puta que hizo esto? Lo que
quiero son huellas, indicios, rastros. ¿Me entendió? Siempre
dejan algo. ¡Busque!
- Como usted ordene mi comandante.

Después del pozole y las flautas, siguieron más invitaciones


de parte del comandante a Lola Hinojosa. Del teatro a la
misa dominical, de los toros a las luchas libres. El
comandante se fue a tientas con la corresponsal. No
quería pisar en falso y romperse la jeta. A su edad los
huesos tardaban más en soldar al igual que el corazón.
106 / ZONA VACÍA

Lola Hinojosa llegó a alterar la rutina, a romper los


esquemas que marcaban la vida del comandante. Una
pareja improbable, eso eran. Tan posiblemente opuesto
como el continente que vio nacer a cada uno. Él ya no
recordaba lo que era estar enamorado. Ella tenía tendencia
a ser enamoradiza. Para el comandante Chacón no había
habido más mujer en su vida que su difunta esposa.
Descargaba su hombría religiosamente y bajo la más
estricta discreción, cada viernes primero del mes, con
alguna de las muchachas de doña Ramona. Lola había
estado casada dos veces, y ya no recordaba los hombres
que habían pasado por su vida.
La relación avanzaba, Lola seguía recaudando
investigación sobre el Cartel, estaba cada vez más cerca
de terminar su libro. Eso incomodaba al comandante
Chacón, quería que Lola, dejara en paz el asunto. Pero
ella había comenzado y no quería dejarlo. Él, más que
nadie, sabía que ella se estaba jugando el pellejo a
diario. Estaba entrando a las puertas del infierno y las
llamas la podían alcanzar. El comandante sabía que el
«accidente» del auto se podía repetir y esta vez podía
ser fatal para ella. Él lo tomó como lo que era, una
advertencia, pero ella, no le dio importancia. Y la «visita»
al departamento de Lola, no fue coincidencia como pensó
Lola. No, el comandante sabía que las fauces del lobo se
comenzaban a cerrar. Fue por eso que le puso a Ulloa
ZONA VACÍA / 107

como escolta, pero ella no lo aceptó. «Creo que tengo la


edad suficiente para cuidarme sola», le dijo.
El comandante habló de su rancho como el mejor
de los recursos, se lo ofreció: «Manda todo a la chingada
y yo muevo mis influencias para adelantar mi jubilación.
Olvidémonos de esta maldita guerra y de su gente.
Pongamos punto y aparte». Él insistía; ella no escuchaba.
Él ordenaba; ella no obedecía. Fue el resbalón que el
comandante temía. Lola Hinojosa dio por terminado el
cuento entre ellos dos. Se acabó. Fin de la historia. Ella
se sumergió más en su investigación, y él regresó a sus
ocupaciones y a su hábito de los viernes.

Y ahí estaba, intacto, el lunar que tanto le atrajo al


comandante. Sobre su pecho izquierdo aquella imperfección
de la piel en forma de diamante había sobrevivido a su
dueña. El comandante Chacón prendió otro cigarro. Miraba
ausente el cuerpo sin vida. No comprendía cómo Lola
Hinojosa, la corresponsal del El amanecer ibérico, había
terminado así. Sí acaso lo hubiera escuchado. Si acaso.
Afuera la lluvia tomaba fuerza.
-¡Se le ve cansado comandante! Si quiere yo me
hago cargo. Vaya a descansar- dijo Bolaños.
108 / ZONA VACÍA

La relación entre el comandante Rosendo Chacón,


director de la antinarcóticos, y Lola Hinojosa, corresponsal
de El amanecer ibérico era un secreto a voces. Como la
corrupción en el país, todos conocían su existencia pero
nadie hablaba de ella, ni para bien ni para mal. El
comandante no escuchó lo que dijo Bolaños. Seguía
ausente.
- Déjeme hacer mi comandante, yo me encargo de
todo.
- Mmmmm -apenas articuló.
- Hágame confianza jefe, yo me ocupo de la
Señora Lola.
- Cuide que la traten como si fuera su madre,
¿me entendió Bolaños?
- Se lo aseguro comandante, como si fuera mi
madre.
El comandante no respondió. Aún estuvo unos
instantes mirando a la víctima. Apagó su cigarro con el
pie, metió de nuevo sus manos a los bolsillos de la
gabardina. Salió del lugar sin decir nada a nadie, sin
volver su vista atrás. Se subió a su carro y se dejó llevar
por la inercia. Fue un trayecto ciego y sordo. Vacío.
Veinte minutos después llegó a su domicilio, triste y
cansado. Derruido.
El comandante Chacón entró a su casa. Sin
quitarse nada fue directo al baño. Se miró al espejo. No
ZONA VACÍA / 109

le gustó la imagen que se reflejaba en él. Era otro


hombre. Desconocido. Distinto al del día de ayer. Nunca
lo había visto en su vida. Tomó directo del tubo del
dentífrico e hizo un par de gárgaras. Escupió al espejo.
- ¡Ya te jodiste, hijo de puta! -gritó a su reflejo.
Apagó la luz y salió del baño. Se dejó caer en el
sofá. Con el pie alcanzó el interruptor de la lámpara y la
apagó. En la penumbra palpó algo en el bolsillo interior
de su gabardina. Metió su mano y cogió un objeto. Lo
tuvo aprisionado por unos minutos. Lo sacó del bolsillo.
Sintió el frío del metal quemar sus dedos. Con índice
acarició el filo de la navaja. Se cortó levemente. La dejó
de golpe. En la oscuridad total, el comandante Rosendo
Chacón pensó en Lola, y en su mirada de incomprensión.
- Te dije que lo dejaras todo… ya me pisabas la
cola… y mi rancho ya está apalabrado.
110 / ZONA VACÍA

La garra macabra
Mary Magdalene
ZONA VACÍA / 111

LA NOCHE ERA fría y oscura. Un silencio sepulcral


envolvía la ciudad que se mantenía despierta, a la espera
de la medianoche. Doce campanadas sonaron, advirtiendo
a los habitantes que sus sueños serían intranquilos. Dos
bellas mujeres veían la televisión mientras preparaban
mole y arroz, por lo que no prestaron atención a la
llamada siniestra de las campanas.
Sus miradas estaban clavadas en C.S.I. Las Vegas,
y se sorprendieron cuando escucharon un sonido espeluznante
en su puerta. Parecía que alguien -o algo- rascaba la
madera. Se miraron una a la otra con ojos de espanto,
el corazón latiendo con fuerza y la manos sudorosas.
«¿Escuchaste eso?» y de nuevo el sonido, esta vez más
claro. «Sí, sí escuché ¿qué es?», preguntó una de ellas,
112 / ZONA VACÍA

mientras bajaba el volumen de la televisión para cerciorarse


de que el sonido no provenía de ahí.
De nuevo el sonido, pero esta vez subió por la
pared hasta la azotea. Las dos bellas mujeres se acercaron
lentamente a la puerta. Una de ellas aseguró la cerradura
mientras acercaba su oído para escuchar mejor. La otra
se acercó a la pared, aterrada, segura de que la muerte
había llegado por ellas.
La piel se les erizó cuando el aterrador sonido se
escuchó de nuevo. No podían explicarlo. El pasillo estaba
sumido en una oscuridad profunda, negro como la misma
noche que las envolvía. Sólo se veía una línea de luz
que provenía de la casa de enfrente. La visión que tenían
a través del resquicio de la puerta no era muy amplia;
sin embargo, podían estar seguras de que no había nadie
ahí. Al menos no una persona.
«No abras la puerta», dijo una de ellas, «puede
ser un ladrón o un violador». La otra mujer tragó saliva
y dijo asustada: «no, creo que es un monstruo…».

MORALEJA: «no hay que confundir los sopes con las


garnachas».
ZONA VACÍA / 113

La mujer permitió...
Noemí Mejorada
114 / ZONA VACÍA

LA MUJER PERMITIÓ… «yo puedo», se dijo a sí misma,


y se lanzó de espaldas de aquel barranco. Mientras caía
pensó: «no siento miedo, sólo al golpe en el corazón…
todo fuera como caer y morir. Después de la muerte está
el vacío… pálido como la luz de la luna, acompañado de
la oscuridad de todas mis noches. Me la guardo en la
bolsa, mi luna, y me dejo caer… el peso extra hará más
veloz la caída y más llevadera mi estancia en aquel
lugar».
Por las noches sale acompañada de ella, la saca
de vez en cuando para iluminar los pasos que a tientas
da; pero en medio de la confusión la ceguera invade el
corazón de cualquiera.
ZONA VACÍA / 115

La mujer permitió… «seguro será cuestión de


tiempo», se dijo, y se lanzó de espaldas desde el
acantilado más alto. Tomó su corazón y lo guardó en la
bolsa, pensó que así no correría peligro. Mientras caía
pensó: «no hay hueco que deje escapar a mi corazón,
si lo protejo, si me lo guardo… todo se reduce a caer y
morir, pero siempre al lado de mi corazón». Por ello es
que lo lleva siempre consigo, y cuando lo renta (sólo en
ocasiones imprescindibles), procura llevar siempre el papel
firmado, el contrato por medio del cual se acordó el
precio y el tiempo… en caso de un desperfecto, una
denuncia lo arregla todo.
La mujer arriesgó, con un suspiro se arrancó el
corazón y lo entregó sin pedir nada a cambio. Se vio
expuesta en una cama, desnuda, reducida a cero. Con
una mano sostenía la mitad de un corazón agonizante,
con la otra trataba de alcanzar los pedazos rojos,
ensangrentados de la mitad de corazón que habían
esparcido por toda la habitación. Mientras se vestía
pensó: «el rojo líquido de mis últimas noches me ha
atragantado hoy… mañana buscaré el piso más alto del
edificio más alto y me tiraré de frente, esta vez de
frente».
De pie, frente al vendaval, con los bolsillos vacíos
y los ojos llenos de lágrimas, sentía el vértigo común que
acompaña a las mujeres que pretenden huir. Mientras se
116 / ZONA VACÍA

tambaleaba pensó que era más fácil si se lanzaba de


espaldas. La espalda era segura, sin mirar abajo. De
espaldas podía aún distinguir la figura, aplazar la última
huída. En ausencia de un corazón que guardar, tomó la
última ilusión y se lanzó con los brazos abiertos. Abajo,
la espera el golpe, certero, infinito, un golpe atroz que no
mata, que se repetirá mientras la caída sea cobarde y
esperanzadora, mientras que encuentre pretextos que guardar
en las bolsas, hasta que le ponga la cara al frío concreto
de que está hecha la muerte del alma.
En confidencia con el que arranca los corazones
pidió una última oportunidad, explicó que es insoportable
vivir así, reveló el secreto más importante de su ser: el
componente esencial de que está hecha su voluntad es
volátil, basta un segundo de confianza para hacerlo
estallar. El arrancacorazones respondió: «no lo sé», y de
inmediato sintió cómo cada célula de su cuerpo experimentaba
la explosión más conmovedora. Estaba lista para una
más, sólo debía buscar un nuevo barranco, un nuevo
acantilado. Debía situarse cerca para asegurar su pronta
llegada en situación de emergencia.
ZONA VACÍA / 117

El funeral
Alva Lai-Shin Castellón
118 / ZONA VACÍA

NO SOMOS LOS mismos, hemos cambiado


considerablemente desde el día en que nos conocimos.
Aquel día, y por cinco años, sólo fuiste tú. Inmensamente
tú. Completamente tú, al menos eso creí. Sabes, creí
mucho y supe poco. Fue menos lo real que la fantasía,
este un fue un hermoso juego; y, pese a la realidad,
ahora sé que lo hermoso no radica en la felicidad sino
en el placer que provoque. Definitivamente, el placer no
radicaba en el amor. De haber sido así, me parece que
nos hubiéramos separado hace mucho tiempo.
Porque el amor, tal como lo conocí contigo y
siempre a tu lado, se terminó; aun así, nos quedamos,
yo por más tiempo que tú. Al final nos quedamos.
Nos hubiéramos ahorrado la muerte, el funeral y el
entierro: muerte por inanición de futuro, velados por los
propios muertos en que nos convertimos.
ZONA VACÍA / 119

En este ataúd no sólo van tus manos y tu figura


perpetua; incluyo, aunque con eso pierda lo que queda,
mis propias manos, mi corazón, mis ilusiones y todas las
historias que me conté mientras dormías. Es verdad, todo
el tiempo te pienso y, más allá de mentalizar, te vivo en
la más placentera de las agonías. La muerte es constante,
es sólo que terminar de morir implica cerrar el ataúd y
por fin dejarte ir. Lo vivo, lo callo y lo mato con todas
las posibilidades de regocijo: lo revivo; mejor dicho, lo
resucito. La mayor parte del tiempo no estoy seguro de
lo veraz de mis imágenes. Sé que existes, que estuviste
aquí (muy cerca de mí), sé que te fuiste y que has
regresado en incontables ocasiones. Así que no lo entiendo,
un buen día no regresaste más, pareciera que te cansaste
de jugar al «hombre vivo-hombre muerto».
No lo sé, sólo no volviste, y me atrevo a decir
que aparentas haberte ido, pero lo digo en voz baja por
temer a que se me escuche esperándote por las noches.
Antes, y este pasado es cercano, había mañanas en las
que te acercabas silencioso, aunque no lo suficiente como
para no ser escuchado. Esto lo sé porque te espero, al
igual que tú un poco apenada y me cercioro de que
nadie observe que me encuentro detrás de la ventana.
Supongo que era ya muy evidente, me refiero a los
encuentros, a esos golpes de esquina que comenzaban a
ser devastadores; así que optamos por la discreción. Tú
jamás pensar en mí en público y yo jamás acercarme
abruptamente a la ventana en público. Afortunadamente, y
esa suerte mal encarada es un atrevimiento, las mañanas
son privadas: nadie nos mira; por lo tanto, tú fingías
120 / ZONA VACÍA

haber equivocado la calle, y yo, sin en el más mínimo


intento de resistencia, me disponía a tomar mi lugar tras
la ventana. Ubicación en el juego. Es una pena, era un
gran juego. En algún momento pensé que duraría para
siempre (este es uno de esos momentos en los que
daría lo que fuera porque durara para siempre).
Es una lástima que tengas que irte, que el dolor
dejara de ser placentero y tuviera que dejar de jugar.
Lástima por mí que aposté casi todo, todo por la ilusión
de un hogar (mi propia familia), todo por tener el digno
rol de amante enamorado, todo por la oportunidad de
retarme en la bondad inexistente, todo por demostrar que
podía escapar del desamor que caracteriza a mi sangre.
Deseaba ser capaz de amar. El problema no empezó
cuando decidiste partir; no, el dolor apareció cuando
jamás regresaste. Yo ya lo escuché: ahora… aquí… por
fin… creo que ya no regresaste. Un juego hermoso:
repleto de mis lágrimas que purificaban el ambiente que
sólo mis lágrimas contaminaban cuando se mezclaban con
las tuyas que no comprendías: ¿cómo podíamos seguir
jugando? Para ser un eterno fugitivo, debo confesar que
te desenvolvías ejemplarmente. La última vez en que
apareciste deshecho, húmedo de lágrimas contaminadas
por el arrepentimiento (también purificador) y la desazón
de haberme perdido, te luciste. Perfecto, lloroso, con el
dolor detrás del cuerpo: entre la verdad y el miedo.
Siempre el miedo, el tuyo que gritaba y el mío que
mordía la almohada. Esa sensación de vértigo y vacío
propia de los que comienzan a estar nerviosos en una
partida de poker.
ZONA VACÍA / 121

Yo, dulcemente, me esforcé (juro por todas las


reglas de este juego que me esforcé) en creer que todas
las monedas, millares de ellas, que lancé a las fuentes
de los deseos, deseando que por fin regresaras, habían
surtido efecto. Era mi regalo, un bono adicional de un
mes por ser una fiel participante. Y lo disfruté infinitamente:
te amé como nunca, te deseé como nunca, te odié como
nunca, te temí como nunca, te extrañé como nunca; y al
final, hasta hoy, te lloré como nunca: de verdad. Es
más, hasta te mentí como nunca. Porque me parece
estar conciente de que no te dije que ya no era amor,
que sabía que ya nunca más sería amor. Olvidé decirte,
porque el armazón tras el que me escondo no me lo
permite, que me lastimaste y que me equivoqué. Siento
mucho haber prolongado el juego y haber obstaculizado,
en incontables ocasiones, la salida de emergencia. Perdón
por haber ignorado todas las banderas de retirada que
me enviabas, por querer salvar lo insalvable. Lo cierto es
que no podía hacerlo, aún hoy no sé si puedo. Si te vas
o te quedas ha dejado de ser importante, lo terrible es
que todo se ha roto. Yo me rompí acompañando. Este
puente es imposible, incompresible dirían algunos; ya que
es difícil que su sostén radique en un polo de sí. Y lo
peor es que no tiene caso sostener un puente por el que
nadie pasa, decorado para el regreso de quien jamás
regresará.
122 / ZONA VACÍA

Nunca fue tan doloroso soltarse y guardar, nunca


fue tan doloroso dejarse abatir por los días: el día del
escorpión, el día de la confianza, el día del humo y el
día del miedo. Uno a uno describieron su caída, habría
que haber visto (muy de cerca para no dudar) que
todos estos días se podrían resumir en uno: el día de la
soledad. No hay más que la desazón de haberte perdido;
y peor, haber estado junto a ti cuando sucedió. La caída,
esta caída, es más que todos los golpes mínimos: somos
todas las caídas y toda la sangre derramada por permanecer.
Quedarse muy quieto mientras todo se derrumba, quizá
con la esperanza de que la indiferencia lo disuelva y no
suceda. Que no pase, que no pase. Que sea mentira
como todo, que esto haya sido un sueño y pronto
estemos aislados, sólo tú y yo. Pero lo único verdadero
fue el vértigo que no me nombraba, el miedo a la caída
y al olvido: a verme en el espejo sin tu mirada atravesando
mi espacio.
¿Cuándo fue la última vez que nos dimos la
oportunidad de vernos?, ¿cuándo te despediste de mí?:
no, no lo haz hecho. No importó que mi ausencia te
persiguiera, la fuerza del conjuro se desvaneció y la
maldición no cobró efecto. Ni todas las noches en que
deseé que me escucharas funcionaron. Finalmente no
estás. Y la muerte que te acecha soy yo; sin embargo,
la sangre que se dispersa es la mía. Roja, roja, roja.
ZONA VACÍA / 123

Guardo tu presencia y tus recuerdos; para ser más


exacta, debería decir que guardo todo lo mío que sostiene
nuestro vacío. No son más que las imágenes que edité
para no perderme, pensé que, en algún momento, sería
un mapa que me guiaría a tus brazos otra vez. La
muerte que dio vida, la muerte que dio amor. La sangre
que nos unió, el futuro que nunca tuvimos, los días que
nos ampararon, el porvenir que nunca llegó. Mis sueños
van al ataúd del tiempo, simbólico funeral de nuestros
pasos: el entierro de mis ilusiones, la tierra del eterno
retorno.
Negación absoluta de los colores, deslumbre
instantáneo de la luz convertida en ráfagas de fantasmas.
Muerto en vida, vida ausente de mi muerte. Fotogramas
de tu imagen que desfilan en mis mañanas, todas mis
mañanas eres tú. Una tras otras, persecución que transmuta
en movimiento. Taquicardia de demora, música ambiental
en la sala de espera. Aire que viaja en el quirófano que
nos vio morir, desangre de mi sangre, perdida de la
esencia que me vitalizó durante años. La emoción de
verte llegar, la tristeza de verte partir. Eres la ausencia
que me invade cuando cierro el ataúd, cuando la muerte
no es la tuya sino la mía. El ataúd lo lleno yo, ahí van
mis ganas indestructibles de rescatar lo vivido. Esta
muerte es la mía, es la quema del archivo que resguarda
el acervo de las notas que enumeran: 5, 26, 21, 25. Ya
124 / ZONA VACÍA

decía hace tiempo que era aritmética sencilla; en realidad,


es la representación numérica de una bruja acechante
que se negó a quedarse conmigo. Aprendí a perder… me
enseñó a vivir, a amar y, pese a este dolor, a dejar ir.
Las lágrimas no son por las mentiras, sino porque se
terminaron. El final del juego es la clave, es la directriz
que guía el no regreso.
El mapa descrito se difuminó entre la humedad de
la huída. El mensajero de la muerte me trajo la noticia.
Ya no hay ángeles que amparen la caída, sólo están los
escorpiones envueltos en su naturaleza. El día del olvido
no existe, es sólo la edición de los recuerdos. Los
intentos por calmar las ansias y pretender seguir es lo
real. Este juego terminó. Se apagó el motor que me
mantenía esperando, se acabó porque lo entierro. El fin
no es para ti; tú hace mucho que sigues sin mí. Poco
tienes que ver en este funeral. Recomiendo que te
retires, verse morir en el hogar desde fuera debe ser
terrible. Huye, sálvate, que el derrumbe no te alcance; no
sabemos, y no queremos saber, si el espiral de los
meses te haya ayudado a olvidar. Tampoco deseo conocer
en dónde recaen tus ilusiones, si las tienes o no. Soy el
verdugo enamorado que te da muerte, soy el torturador
que te embalsama entre sábanas rotas, me represento
angustiada y esperanzada de que lo que expire me
rescate.
ZONA VACÍA / 125

Maldición para mí, maldición que me separa de


las noches completas en que lidiabas mi sueño. Quisiera
dormir con las piernas cruzadas entre las tuyas, quisiera
sentirte latir y amarme. Quisiera haber sido suficiente y
única a ti. Las puertas se cierran detrás del golpe del
ataúd, las luces se apagan para dejarnos en la oscuridad
y permitirnos dormir. Juntos nuestros amores se quedaran
resguardados bajo la tierra. El miedo actual no es aceptar
que ya no estarás, el miedo ahora es resistir el deseo de
cerrar el ataúd desde dentro y junto a ti.
El libro electrónico Zona Vacía
fue hecho por Limbo Editorial
en la ciudad de Guadalajara, México,
en octubre de 2006.
En su composición se utilizaron
las fuentes Vrinda y BankGothic Md BT.

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