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Y a entrada la mañana, con suaves azules esplendorosos, marchando el tren por tierras murcianas
como ensamblado por los extensos macizos de los naranjos se detiene unos instantes ante una
pequeña estación: Archena. El pueblo no está cerca. Se encuentra a lo lejos, arrellanado entre las
frondas de las huertas, inmediato a las orillas del Segura. Si el viajero quiere conocer el lugar, si para su
recuerdo tiene atractivos singulares, y conoce que es el pueblo natal de los Medinas, es posible que le
sugiera versos y representaciones pictóricas muy ambientadas. Algo interesante puede hallarse aún en sus
calles estrechas, soleadas y llenas de un penetrante vaho vegetal. Una de ellas está rotulada con un
nombre muy expresivo: Inocencio Medina Vera. Y allí, en el pequeño cementerio, está, su sepultura. En
otra calle alejada, una puerta amplia y, por lo general, cerrada, es el paso a un pequeño museo; el jarrero,


 

 
las tinajas panzudas, una reja con arabescos de forja, unas arcas profundas exornadas con planchas de
hierro, unos cobertores y un silencio de muerte o de olvido. Fue el retiro espiritual de Vicente Medina, el
triste ausente, el universal poeta que al cabo de muchos años se hizo la ilusión de afianzarse en Archena
y. desengañado o pesaroso, volvió a cruzar el mar para morir en Rosario de Santa Fe.
Inocencio Medina Vera tuvo singulares afinidades con
su primo en cuanto a las interpretaciones huertanas. Expresó
en sus lienzos una delicada distinción, trazando con los
pinceles unos poemas sencillos y tiernos. En aquel pueblo
tan arropado en la vega, tan expresivo, puede el divagador
hallar sugestiones hacia el pasado y hasta encontrar figuras
semejantes a las que están en los cuadros y recordar estrofas|
que allí tienen resonancias de realidad. Es fácil hallarse con
el labriego que vuelve del mercado, liando el cigarro y mon-
tado sobre el burro, entre las banastas vacías. De esa cantera
salieron las creaciones tan repercutidas en la memoria y en el
corazón.
Era habitual por aquellas calles la presencia de don
Miguel Medina, ilustre archenero, padre de Inocencio y
maestro de sus primeras letras, lamentando siempre la
desaplicación del discípulo. Prontamente se aficiona al
dibujo y declara su vocación para el futuro. Sus primeras
manchas de color están inspiradas en aquellos huertanos de
las postrimerías del XIX. Siente una gran pasión por los
asuntos localistas, y después de los veinte años, casi a la
mitad de lo menguado de su vida, llega a Murcia cuando se
está trabajando en la ornamentación del teatro Romea,
haciéndolo resurgir del segundo siniestro que lo destruyó en
su totalidad. Allí conoce al maestro de sus comienzos y ha

de serle muy útil su protección y sus


consejos. La ye trabajar y aprecia pronto
sus buenas disposiciones, no dudando de
encargarle un motivo alegórico en uno de
los ángulos del cielo raso. Inocencio,
llevado de su inclinación por lo regional,
pinta unas huertanas alcanzando los frutos
de unos árboles y uniendo por fondo las
lejanías de la ciudad. Animado don Carlos
Latorre por estas buenas muestras de
pintura, le confía las interpretaciones de
varios retratos de la galería de autores y
actores ilustres que decoran el friso del
techo. Ayuda a su maestro en la delicada
adición que es necesaria para acoplar el telón principal a las dimensiones de la embocadura y esto se hace
con total habilidad y respeto sobre una gran pintura original de Emilio Sala, obsequio del ilustre
matrimonio Guerrero-Mendoza, y traza unas bellas composiciones para decorar el suntuoso vestíbulo. El
éxito de estos trabajos le proporciona alientos para emprender su marcha a Madrid. Luego alterna con los


 
artistas más destacados de la época,
pintores, dibujantes y caricaturistas.
Demuestra una flexibilidad de tem-
peramento que le acomoda con
diversas orientaciones. Para
colaborar en ciertas revistas se
inicia en los temas de humor y en
las costumbres madrileñas. Llama la
atención por su constante afán y la
rapidez en adaptarse. Establece
camaradería con Sancha, Xaudaró y
Taboada, quien ilustró una
caricatura de Santana Bonilla con
esta cuarteta: “Maneja los lápices—
como los pinceles—y pinta y
dibuja— como el mismo Apeles.”
Es una época de su vida que
transcurre en plena actividad. Se da
pronto a conocer por sus colabo-
raciones en “Blanco y Negro”, “La
Esfera” y otra revistas. Pinta
paisajes, cuadros de costumbres,
marinas y asuntos taurinos, lo que le
aproxima a una gran amistad con
Juan Belmonte. Trata tan diversos
motivos con acierto extraordinario y
gran dominio de la técnica. Obtiene
medallas de oro y de plata en
exposiciones nacionales y consigue
primera medalla en una exposición
celebrada en París. Uno de sus
cuadros de ambiente local —"Un
bautizo en la huerta de Murcia"— lo
adquiere la Infanta Isabel.

A la derecha, emotiva fotografía


publicada por la revista «Blanco y
Negro» el día 21 de Abril de 1906, con
motivo de los preparativos de la
EXPOSICIÓN NACIONAL DE BELLAS ARTES
de dicho año.
Nuestro ilustre pintor en su estudio
de la calle Goya de Madrid, ultimando su
gran obra ‘Un bautizo en la huerta de
Murcia’, donde posa como modelo su
esposa, la también archenera,
Josefa Garrido Martínez.
A la parte de atrás de este cuadro
vemos otro lienzo de considerables
dimensiones titulado ‘A casa que llueve’.


 

 

 

 

 
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En la primera década del siglo su pincel no conoce la tregua. Cuanto más alejado se halla de su
tierra natal más fuertemente se siente enlazado a ella, llevando sus costumbres a los lienzos como si
quisiera penetrar con coda su fantasía meridional e infundir vida a los tipos populares que lo fueron todo
en sus años de vacilaciones e iniciación.

Aprovechando el rápido prestigio de su nombre marchó


a la Argentina y se especializó en retratos femeninos,
empleando para los adornos de los vestidos y algunos fondos
o penumbras una modalidad original, mezclando los colores
con disoluciones de plata o de oro. Esto daba a sus retratos
una señalada distinción, y durante unos años fue el pintor
preferido por las elegantes damas bonaerenses.

A la izquierda, magnífico óleo titulado


‘Retrato de una archenera desconocida’,
obra pintada por Inocencio Medina Vera
en Argentina y que perteneció
a la Colección de Pinturas y Dibujos
de Vicente Medina.
Dicha obra, junto a otras de nuestro pintor,
fueron vendidas por el hijo del poeta
en el año 2006 a un conocido galerista murciano.
Su precio de venta era de 22.000 euros.

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Requerido por su primo Vicente marchó a Rosario de Santa Fe. Allí se encuentra con unas
improvisadas barracas donde Vicente Medina seguía escribiendo sus “Aires Murcianos”. Medina Vera le
ayuda haciendo las ilustraciones de sus libros, y otra vez se deja influir por las evocaciones de su huerta,
impregnándose por la fantasía de un ambiente murciano entre aquella familia que se ataviaba con armillas
y refajos y viendo a su primo, las mas de las veces, tocado con la montera de terciopelo, vistiendo los
zaragüelles y echándose sobre los hombros una roja manta algezareña. Medina Vera pinta aquellas
cañadas y los tinajeros y unos carros de labor muy parecidos a los de Archena.

Gouache costumbrista murciano que ilustra la poesía ‘Alábega fina’en la obra de Vicente Medina
«ABONICO», Ed. Rosario de Santa Fe de 1926. Dicha pintura es propiedad de la
familia de Santiago Guillén “Charavata”.

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Bonito gouache que ilustra la poesía ‘Florecica de almendro’ en la obra de Vicente Medina
«ABONICO», Ed. Rosario de Santa Fe de 1926.
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Es obra de aquel tiempo
el cuadro “Fuensantica”, tan
divulgado, estimándosele en
muy alto valor, y que quedó en
Rosarlo, siendo imposible
traerlo a nuestro museo
provincial, donde sólo se
dispone de un cuadro de este
pintor, cedido en depósito por
un organismo oficial.
Medina Vera, puede
decirse que enfermó de
nostalgia y determinó volver a
su tierra. Al pasar por Madrid
exhibe las obras que trae de
América, casi todas con
asuntos murcianos. Esto
extraña a los críticos, que
esperaban ver sus impresiones
de la Argentina. El pintor
declara que no sintió afición
por pintar rancheros y gauchos,
porque aquello no le decía nada
y cada vez se sentía más
enamorado de Murcia. Llega a
Archena aquejado de una gran
debilidad física y se siente
reconcentrado, triste, como
abstraído hacia un pasado
melancólico. En una epidemia
le acomete una afección
pulmonar y se extingue su vida
a los pocos meses de haber
cumplido cuarenta y dos años.

En la exposición de
colaboradores de “Blanco y Negro” y A B C, celebrada en el mes de octubre de 1955, con motivo del
cincuentenario de este periódico, organizada por "Prensa Española", que también
fue presentada en París, figuraban escogidas obras de sus meritísimos y lejanos artistas. Entre ellos,
como no era de dudar, se encontraban aportaciones de este gran pintor murciano, destacándose tan origi-
nal y fresco como si fueran creaciones por las que no pasara el tiempo. Esto ha servido de motivo para
una sentimental recordación. Su abreviada vida no está en consonancia con lo mucho que dejó. Se dijo de
él que había pasado como un cohete luminoso, refiriéndose a la fugacidad de su existencia. Su extensa
obra está muy repartida y sigue siendo muy apreciada su fama. No debe considerársele como malogrado
porque consiguió cuantos objetivos se propuso y siguió un derrotero seguro y firme, aunque fuese breve.
Acaso sea estimada esta circunstancia para valorar la intuición de ser perentorio, porque temiera conocer
la angustia de los que declinan.
A. B.

NOTA.- Los textos en cursiva y las ilustraciones con sus pies son anotaciones y recopilaciones, respectivamente, de ‘mi pueblecico’.

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Y no es sólo en este aspecto de carácter
doméstico en el que la mujer actúa. Consejera
leal, más hábil e intuitiva que el hombre, es la
que le orienta y predispone el ánimo para las
empresas de más alto bordo. En los litigios a
que constantemente se ve el huertano
impulsado, en los pleitos de agua y lindero, en
las gestiones y actuaciones políticas, el criterio
de ella influye, cuando no es ella personalmente
la que actúa, con la misma decisión, valentía y
eficiencia. De aquí que ni esta nueva modalidad
de la actuación femenina, que se reputa hoy
como una feliz conquista de la política, sea cosa
ignorada para la huertana de Murcia.
Ha perdido, porqué hasta los más ocultos
lugarejos del mundo llega el imperio de la
moda, el clásico pintoresquismo del indumento.
Ya, rara vez, se la ve con el refajo bordado, el
pañuelo de talle, el delantal de lentejuelas, la
mantilla de cintón y el moño de picaporte. Pero
queda incólume, en lo hondo de su
temperamento, el sedimento me-dular de su
estirpe. Ella es la Fuensantica que pintó Medina
Vera, cándida, dulce, honesta y llena de
piedad—sacrificio y amor en madrigal de
humanas ternuras—. La doncella modosa y
tierna que nos pintara Azorín; aquella a la que
su mejor cantor —Frutos Baeza—decía:
"Eres la Huerta hecha carne,
su esencia misma y su gala,
la evocación de su encanto
y el cáliz de sus fragancias.”
Ella es la mujer perfecta que describiera
Fray Luis: saludable, limpia, recatada y
laboriosa... Y apasionada, con una fina y honda
vena de ardor inextinta en el alma para el culto
de sus íntimos amores. Porque sobre todos los
rasgos anotados, el que define a la mujer
huertana es el de su feminidad, qué infunde a su
fortaleza y energía un tono excelso de
maternales abnegaciones.
Por eso, cuando aires venidos de fuera nos
trajeron aquella novedad de que la mujer era
igual al hombre, ella se quedó estupefacta, y yo
escuché de sus labios este definidor y rotundo
comentario, mientras acariciaba las rubias
mejillas del hijo:
—Pero ¡Virgen de la Fuensanta!, ¿cómo
vamos a ser las mujeres iguales a los
hombres...? ¿Es que te va a querer tu padre
como te quiero yo?
Raimundo de los Reyes.
"LA MUJER EN LA HUERTA DE MURCIA"
Blanco y Negro 31-3-1935, pág. 89-91.

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