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El vagabundo

Llegó uno de los días más fríos del invierno.


La nieve convertía en ciénagas los caminos y los hacía intransitables, tanto que
aventurarse en la intemperie sólo podía ser cuestión de vida o muerte, o, una gran
imprudencia.
Pero ni siquiera la copiosa nevada impidió que el vagabundo llegara al parque que
se ubicaba en el cruce de las calles. A esa hora no circulaban coches en ninguna dirección;
el semáforo pasaba de un color a otro ante la apagada mirada del guardia, aterido de frío.
Una tormenta de nieve se había desatado mientras la ciudad dormía y, varias horas
después, el viento aún soplaba despiadado, cortante como una cuchilla afilada. El lugar
ofrecía la imagen de una postal navideña. Un manto blanco cubría los tejados, los árboles
y las cercas que se vislumbraban en la distancia.

Aquél fue sólo el primero de muchos días.


Cuando el repiqueteo de las campanas señalaba las cinco de la tarde, las cigüeñas
levantaban el vuelo sobre la iglesia y él cruzaba la verja de hierro que daba entrada al
parque. Recorría el camino de tierra que serpenteaba trazando senderos y recovecos entre
los árboles de ramas desnudas. Lo hacía con gesto adusto, concentrado, con las manos en
los bolsillos. Caminaba hasta alcanzar la estatua de mármol, situada junto al bosquecillo
de álamos, donde permanecía de pie, imperturbable y en silencio, observando la escultura
con la adoración con que se mira a una mujer de fascinante belleza.

Nadie conocía la identidad del extraño.


Todos lo miraban a hurtadillas y especulaban.
Había quienes decían que, de lejos, tenía la apariencia de un mendigo, un
vagabundo, un desahuciado o bien un alma errante, pues vestía unos pantalones
deshilachados en los bordes, con un roto sobre la rodilla derecha que dejaba ver una
pierna, desnuda y cubierta de vello oscuro; calzaba unas viejas botas militares de punteras
arañadas, un desgastado y anticuado abrigo de pana gris y un gorro de lana negra, que le

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cubría los espesos y oscuros cabellos.
Los que se habían cruzado con él decían que, de cerca, mostraba el templado
semblante de un poeta, un bohemio o un artista callejero. El suyo era un rostro atractivo y
de marcados rasgos que parecían esculpidos en granito. La luz del atardecer resaltaba las
cejas rectas, los ojos de color gris acerado, la línea regular de la nariz y de los pómulos
altos, así como la mandíbula, fuerte y cuadrada, cubierta por una incipiente barba.

Entre ventiscas y nevadas fueron pasando los días y, por fin, llegó aquél en que la
nieve se derritió. En su despedida formó regueros de agua que embarraron el camino y
los senderos, pero, fiel, el vagabundo continuó acudiendo al parque. Mientras, la estatua
de mármol blanco, de apariencia inalcanzable y tan gélida como el clima, empezó a
cubrirse de hiedra y hojas secas.
El azul grisáceo del cielo fue dando paso al azul celeste.
Tímidamente primero, con ímpetu después, entre el blanco y el gris del paisaje, una
amplia paleta de colores pintaron el enclave. Los primeros brotes reverdecieron en los
árboles de ramas desnudas, los capullos de la nueva estación florecieron y, en la distancia,
se oyó el cantar de las calandrias anunciando su inminente llegada.

Pero así como el mundo despertó de su letargo, tras el largo y austero invierno, el
hombre envejeció de la noche a la mañana. Desapareció la robustez y el vigor de su
cuerpo pero, igual que había hecho hasta entonces, continuó acudiendo al parque día tras
día. Al traspasar la entrada, lo hacía con la espalda encorvada. Cada tarde la forma
cóncava de su columna se veía más pronunciada que la anterior, las piernas le temblaban
a cada paso que daba y, con frecuencia, sus pies, entorpecidos, tropezaban en las
piedrecillas del camino.

Llegó la tarde en que apareció apoyándose en un bastón, doblándose por la cintura,


con la cabeza hundida entre los hombros. Los otrora cabellos negros pendían en mechones
sueltos y de un blanco prístino. Apenas lograba levantar los pies del suelo, los arrastraba
dejando a su paso marcas sobre la tierra fresca.
Al llegar junto a la estatua levantó los ojos y se percató que ni un centímetro de

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mármol quedaba al descubierto, pues la hiedra y las rosas silvestres que habían brotado
alrededor del pedestal, la cubrían de pies a cabeza. Un sollozo bronco, como el de un
animal herido de muerte, brotó de su garganta. Con las manos desnudas apartó las
ramitas y espinas que le impedían observar la faz de la estatua; se arañó los dedos hasta
hacerlos sangrar, pero nada lo detuvo.
Arrugas, que días antes no estaban en su rostro, se veían en las comisuras de los
ojos grises. Casi ciegos, luchaban por enfocar una visión que lo abandonaba a un mundo
de tinieblas. Angustiado ante la imposibilidad de ver el rostro amado, dejó que las
lágrimas brotaran y se deslizaran por sus mejillas en un caudal incontenible. Mientras, sus
manos, de piel marchita y ajada, hurgaron entre la maleza hasta notar el tacto de esos
rasgos tan amados. Y, a pesar de las espinas que lo arañaban, sus labios buscaron los
pétreos de la estatua.
Después de aquel día, nadie volvió a verlo. Dicen que se fue esa tarde, acompañado
del cantar de las calandrias, cuando los últimos rayos de sol moteaban sombras entre los
árboles en flor. Vieron al anciano cruzar la puerta de hierro oxidado y no volver jamás.

La estatua llegó bajo el cielo gris de un amanecer.


Un camión la condujo a través del parque. Tres hombres, ataviados con monos de
trabajo y con rostros aún somnolientos, la bajaron con cuidado para colocarla sobre un
pedestal, a un lado del bosquecillo de álamos. Junto a los árboles de corteza gris, el
mármol blanco no destacaba demasiado y la estatua pasó desapercibida para los ojos
menos atentos.
Era la imagen de una mujer de mirada lánguida que se perdía en el horizonte.
Vestía con una túnica holgada que se sujetaba sobre un hombro. Los cabellos caían sobre
un lado, recogidos en la nuca, pero algunos mechones enmarcaban el rostro de mármol.
Tenía las manos cruzadas en lo que parecía ser un gesto inquieto o apesadumbrado, pero
sin ninguna duda, su semblante transmitía nostalgia.

A medida que la gente fue reparando en su presencia, nacieron las historias entorno
a ella. A causa de su vestimenta, algunos la describían como una doncella de la
antigüedad clásica; para otros era una diosa caída en desgracia del Olimpo; y para algunas

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personas era sólo una enamorada que aguardaba por un amor perdido.

Él acudió a verla en la que fue la primera de muchas tardes, cuando apenas llevaba
unas horas colocada sobre el pedestal de granito. Qué veía en ella, nadie podía aseverarlo,
pero lloviera, tronara o nevara, cada tarde se acercaba al parque y permanecía junto a ella,
hora tras hora, y la observaba extasiado.

Era sólo un cuerpo esculpido en piedra, pero el amor que emanaba de los ojos del
vagabundo la traspasaba igual que si aún palpitara con la vida. Privada de la capacidad de
hablar, no podía responder, pero sí oía las palabras de amor que él le susurraba.
Observándolos, los corazones más románticos tejieron una historia de amor alrededor del
vagabundo y la estatua. Incluso el bosquecillo de álamos se convirtió en el marco de aquel
amor imposible, insuflado por miradas tímidas y palabras a media voz.
Con las primeras nevadas, una pátina de hielo fue cubriendo a la estatua y
rompiendo el único contacto con que contaban los anhelantes enamorados. Tuvieron que
transcurrir semanas y meses hasta que llegó el día en que pudo olerse en el aire el resurgir
de la vida. El aroma de las flores, el de la tierra húmeda y la resina de los árboles
impregnaban todo con la esencia de la primavera.
Y algo sucedió...
Una grieta se abrió en la escarcha que aprisionaba a la doncella de piedra hasta que,
centímetro a centímetro, fue resquebrajándose y liberándola. En su lugar, hojas de hiedra
y rosas silvestres que, como por arte de magia, brotaron sobre el cuerpo de piedra blanca,
lo cubrieron por completo. A través del muro que la vegetación, las flores y espinas
formaban y ocultaban aún podía oír la voz del vagabundo, las palabras de amor que le
susurraba y... el llanto que las teñía al final.
Quiso tocarlo, abrazarlo, decirle que también ella estaba sola en un mundo extraño,
pero no podía.
Era incapaz, no era nada más que una estatua de mármol. Bella, distante e
inalcanzable pero, al fin y al cabo, una mujer de piedra que también palpitaba por dentro.
¿Pero cómo llegar a él, cómo traspasar las barreras que los separaban? Sentía la
desesperación con que trataba de liberarla de la maleza, oía la respiración entrecortada al

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contener el aliento, el miedo que emanaba de su voz. Quiso decirle que no lo hiciera, pues
al hacerlo le arrancaba las alas de su libertad. No pudo.
La oscuridad la rodeó.

Cuando abrió los ojos, vio la espalda del anciano en la distancia. Ya cruzaba las
puertas de hierro oxidado sin volverse ni dedicarle una última mirada. ¡No te vayas!,
quiso gritarle, pero la voz no le pertenecía aún. La vista regresaba a ella poco a poco, en
oleadas, turbia como una lente desenfocada; las palabras se agolpaban en su garganta sin
poder pronunciarlas. No tuvo tiempo de reunirlas, ordenarlas y lanzarlas al cielo para que
él, su vagabundo enamorado, las recogiera. ¡No me dejes!, le suplicaba en silencio.
Lloraba, sin percatarse de que lo hacía. La sensación de las lágrimas sobre su piel de
alabastro era nueva, extraña. Mientras atardecía y el sol se hundía en el horizonte, dejaba
en sombras el bosque de álamos, los bancos a un lado del camino y los senderos que se
bifurcaban entre los arbustos en flor. Volverá, se dijo.
Mañana, como cada tarde, volverá a mí.
Pero él no volvió.

A la tarde siguiente, ella aguardó sentada sobre el banco de madera, a sólo unos
metros del lugar donde se habían encontrado día tras día el vagabundo y la estatua.
Recibía miradas cautas y curiosas de las personas que paseaban entre los árboles. La
miraban con la curiosidad con que se hace a una recién llegada. La gente también miraba
hacia el hueco vacío donde el día antes se alzaba la bella estatua de mármol. Los buscaban,
a ella y al vagabundo que la observaba con tanta adoración. Pero ese día ni uno ni otro
estaban y, nuevamente, volvieron a especular y a tejer historias sobre amantes
reencontrados tras una larga ausencia cuando, en realidad, no hubo tal reencuentro.
Ella continuaba allí, al pie del bosque, día tras día. Sentada, con las manos cruzadas
sobre el regazo, jugueteaba con la tela del liviano vestido blanco que llevaba. Vaporoso,
delicado y femenino la envolvía como si de una princesa se tratara. Pero él, su caballero
andante, no llegaba. La esperanza se apagaba mientras los frutos maduraban en los
árboles, el sol ardía con mayor intensidad, los dorados y anaranjados de la estación estival
bañaban el parque y, más allá, la ciudad. Las risas de los niños se oían por todas partes, el

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chapoteo en la alberca y el bullicio alegre de decenas de personas.
Y la tristeza inundaba el corazón de la muchacha.

Una mañana, un joven de cabellos rubios y ojos celestes pasó caminando delante de
ella. La miró de soslayo, dudando si continuar su camino o acercarse. Tras el momento
inicial de indecisión, se aproximó y tomó asiento en el banco. Respetando su silencio no
pronunció palabra, pero se recostó con gesto relajado contra el respaldo mientras
observaba con pereza la alegría que vibraba en el ambiente.
Los árboles a sus espaldas proyectaban una apacible sombra sobre sus cabezas;
desde las ramas llegaba el alegre trinar de los pájaros mientras una liviana brisa veraniega
les acariciaba el rostro. Compartieron las horas en amistosa compañía, lanzándose mutuas
miradas encubiertas. Al atardecer el joven se puso en pie, estiró los brazos sobre la cabeza
desentumeciendo los músculos y se alejó. Pero al pasar delante de ella, igual que horas
antes, le susurró: “Escucha el canto de los pájaros, te conducirá hasta él”.
Esas palabras no le decían nada, salvo que podía hallar a su enamorado. ¿Pero
dónde?
Día tras día buscó al joven de cabellos dorados. En cualquier rincón del parque en
que lo avistara, allí iba ella. A él parecía gustarle pasear, lo hacía a diario, con paso seguro
de sí mismo, confiado y feliz. Observaba embelesado el cambio de tonalidad en los árboles
que mudaban de colores como un reptil de piel. Algo brillaba en sus ojos. ¿Impaciencia tal
vez?
Le suplicó en repetidas ocasiones que le explicara el significado de esas enigmáticas
palabras que no le decían nada, pero él sólo las repetía, día tras día, aumentando su
inquietud.
¿Cómo podían los pájaros guiar sus pasos?

Una mañana el trinar matutino adquirió un deje melancólico. El parque estaba


menos concurrido que las semanas previas. Los tonos ocres y rojizos ya teñían los árboles
y los frutos maduraban en las ramas. El viento ya no estaba cargado de aromas florales y
frutales, sino de olores a tierra, resina y madera. Algo había cambiado y ni siquiera el
joven de cabellos dorados se dejó ver. Durante un instante creyó verlo junto a una

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muchacha de larga cabellera rojiza y ojos verdes, pero un momento los vio recostados
contra un álamo, al siguiente habían desaparecido.
Las notas tristes del canto de las aves que levantaban el vuelo sobre el bosquecillo,
emigrando a tierras más cálidas, la hechizaron. Parecían quedar suspendidas sobre las
copas puntiagudas de los árboles y algo, tal vez la soledad que la embargaba de nuevo, la
impulsó a caminar. Sus pies la condujeron hasta los álamos donde un día se alzara como
una estatua de mármol, al lugar donde el vagabundo acudía día tras día a observarla y
acompañarla. ¿Dónde estaría él?¿Por qué no había regresado? De nuevo las palabras del
joven de ojos celestes volvieron a su cabeza, pero la respuesta la eludía.
Levantó la mirada al cielo donde las bandadas de pájaros parecían motas que el aire
arrastraba. El trinar se entremezcló con el viento y otro sonido que no pudo reconocer.
Se abrió paso entre los álamos siguiendo el rumor hasta alcanzar una pequeña
fuente de rocas, de la que el agua brotaba como si surgiera de la misma tierra. Una pareja
de pájaros de vistoso plumaje paseaban sobre ésta: uno era una ave de plumas rojizas, el
otro de era mezcla de blanco, dorado y ocre. Lo curioso fue que, durante un instante, le
pareció notar que ese pájaro multicolor la miraba y casi juraría que sus ojos eran tan azules
como el cielo del verano. Juntos, las dos aves, alzaron el vuelo y se perdieron entre las
nubes.
Y entonces lo vio.

Dando sombra y cobijo al pequeño afluente de agua, crecía un árbol robusto y de


corteza oscura. Las ramas estaban cargadas de hojas verdes que, a simple vista, parecían
de tacto aterciopelado. No tenía flores ni frutos otoñales pero sobre las ramas el piar de
decenas de pájaros, ocultos entre las hojas, resonaba por encima del fluir del agua.
Se acercó, atraída por el trinar de las aves, posó su mano, pequeña y de piel pálida,
sobre la rugosa corteza y, al hacerlo, de no saber que era imposible, juraría que el árbol
había contenido el aliento. El intenso aroma de la resina y la hojarasca se le subió a la
cabeza como una droga y, con suavidad, colocó la mejilla sobre él. El viento se filtraba
entre las hojas entonando melodías mientras la muchacha rodeaba con los brazos el
tronco.
A tan pequeña distancia distinguió el rostro del vagabundo, tallado sobre la rugosa

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corteza del árbol. En el momento en que sus ojos se cruzaron con los de él algo vibró en el
aire. Los pájaros alzaron el vuelo, decenas de alas se batieron. Poco a poco el rostro fue
delineándose y haciéndose más visible hasta que incluso las ramas parecieron mudar de
forma y abrazarla.
Una maraña de cabellos oscuros y enredados sombrearon un rostro pétreo que
traslucía tanta sorpresa como el de ella. La barba era más espesa que la última vez que la
viera, pero sus cabellos volvían a mostrar una tonalidad negra. Entre los mechones que
colgaban sobre los hombros y entre el vello facial creyó vislumbrar hojas adheridas,
tréboles y pétalos de flores. La ropa estaba hecha jirones, mostrando parte de su anatomía;
incluso iba descalzo. Pero desaliñado y con gesto incrédulo en su rostro, para ella era el
hombre más apuesto de todos.
El viento se tornó frío y las primeras gotas de lluvia cayeron sobre el bosquecillo,
pero nada importaba ahora que la doncella había encontrado a su vagabundo.
Entre susurros y promesas de amor trataban de dar voz a todo cuanto habían
guardado esos meses en sus corazones. Se sonrieron, notando la complicidad de dos almas
que se reencuentran sabiendo que, esa vez, nada los separaría.
El sonido lejano de voces, más allá de los álamos, les advirtió que pronto dejarían
de estar solos.
Y, cuando minutos más tarde hizo su aparición un grupo de niños, buscando cobijo
contra la lluvia, sólo encontraron una fuente de piedra. Todos los pájaros habían volado
muy lejos, todos menos dos que recién alzaban el vuelo.
Uno era pequeño y de plumas blancas, el otro grande y de plumaje oscuro, una
mezcla de gris y negro, pero una mancha blanca destacaba en el vientre. Y, juntos, entre el
batir de alas y alegre trinar, desaparecieron entre los copas de los árboles, perdiéndose en
la inmensidad del cielo azul.
Abajo, los primeros copos de nieve cayeron sobre el bosque.

El vagabundo©Mariam Agudo

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