Queridos
hermanos:
hoy
la
liturgia
de
la
Iglesia
es
muy
sobria
y
nos
invita
a
mirar
fijamente
a
la
cruz.
Cuando
miramos
a
la
cruz,
¿qué
es
lo
que
vemos?
Vemos
en
primer
lugar
un
instrumento
de
tortura,
que
nos
recuerda
la
capacidad
del
hombre
para
hacer
daño
a
otros
hombres.
Guerras,
armamento,
envidias
y
violencias,
críticas,
traiciones,
abandonos,
racismos
y
discriminaciones,
injusticias…
Desgraciadamente,
el
hombre
no
ha
dejado
de
inventar
maneras
cada
vez
más
sofisticadas
de
hacer
daño
al
prójimo
y
a
si
mismo.
La
cruz
pone
delante
de
nosotros
de
un
modo
crudo
el
poder
del
mal
y
del
sufrimiento,
del
que
difícilmente
podemos
escapar
a
lo
largo
de
la
vida.
No
por
conocido,
el
mal
deja
de
sorprendernos.
¿Cómo
es
posible
hacer
sufrir
a
una
persona
inocente?
¿Cómo
es
posible
que
una
enfermedad
o
un
accidente
se
lleve
la
vida
de
un
niño,
de
un
joven,
de
nuestros
padres
o
amigos?
¿Cómo
es
posible
que
un
terremoto
o
un
desastre
natural
rompa
la
vida
de
cientos
de
personas?
¿Cómo
es
posible
que
exista
gente
que
se
dedica
día
tras
día
a
extender
el
mal
traficando
con
drogas,
explotando
a
personas,
provocando
daño?
¿Cómo
explicar
el
misterio
de
las
vidas
sesgadas,
de
la
soledad,
del
sufrimiento,
de
la
crueldad,
de
la
venganza,
de
la
indiferencia,
de
la
pobreza?
Ante
del
mal,
nos
asomamos
al
abismo
profundo
del
sinsentido
y
del
absurdo,
nos
rebelamos
contra
Dios
y
nos
hacemos
conscientes
del
mal
que
también
está
presente
en
nuestra
vida.
Si
el
mal
y
la
cruz
fuese
la
última
palabra,
la
vida
no
tendría
ningún
sentido.
Los
hombres
seríamos
una
marioneta
a
merced
del
destino
cruel
que,
antes
o
después,
nos
aplastaría.
Pero,
a
través
de
la
fe,
es
posible
dar
un
sentido
a
la
cruz.
Si
miramos
a
Jesús,
descubrimos
que
es
posible
sufrir
por
amor.
Él
cargó
con
la
cruz,
se
levantó
tres
veces,
no
rechistó
cuando
le
maltrataban,
aceptó
morir
como
un
bandido…
por
amor
a
nosotros.
Para
demostrarnos
que
es
posible
dar
un
sentido
al
dolor
y
al
sufrimiento.
Sobrellevar
una
enfermedad,
asumir
las
limitaciones
de
la
edad
o
del
propio
carácter…
es
posible
por
amor.
Perdonar
después
de
una
traición,
volver
a
amar
después
de
una
ingratitud…
es
posible
por
amor.
Recuperar
la
alegría
y
la
esperanza
después
de
perder
a
un
ser
querido…
es
posible
por
amor.
Porque
el
amor
es
la
pequeña
llama
que
nos
permite
ver
de
modo
distinto
en
medio
de
la
oscuridad.
Además,
incluso
en
la
noche
más
oscura
y
detrás
de
las
nubes
más
negras…
brillan
las
estrellas
del
amor.
Fijémonos
en
el
gesto
de
amor
del
Cireneo,
que
ayuda
a
Jesús
a
cargar
con
la
cruz.
Fijémonos
en
la
Verónica,
que
con
su
gesto
de
ternura
limpia
el
rostro
de
Jesús.
Fijémonos
en
María
y
san
Juan,
que
permanecen
al
pie
de
la
cruz,
acompañando
en
silencio
a
Jesús.
Fijémonos
en
el
buen
ladrón,
que
es
capaz
de
sentir
compasión
por
Jesús,
o
en
el
centurión,
que
reconoce
que
Jesús
es
el
Hijo
de
Dios.
Es
verdad;
en
medio
de
la
noche
siempre
brillan
las
estrellas,
y
también
en
la
noche
de
nuestra
cruz
y
nuestro
dolor
hay
estrellas
de
amor,
hay
Cireneos
y
Verónicas
que
nos
ayudan
a
mantener
la
esperanza.
En
Roma,
en
la
basílica
de
san
Clemente,
muy
cerca
del
Coliseo,
hay
un
magnífico
ábside
románico,
del
siglo
XIII,
en
el
que
se
representa
la
cruz
como
árbol
de
la
vida.
Es
un
mosaico
hermosísimo:
del
tronco
de
la
cruz
brotan
ramas
y
sarmientos
que
se
extienden
por
todas
partes,
y
en
cuyo
interior
el
artista
representó
escenas
de
la
vida
cotidiana,
animales
exóticos,
santos,
paisajes
naturales
de
gran
belleza…
Es
curioso.
¿Cómo
el
artista
pudo
descubrir
la
belleza
en
este
instrumento
de
tortura,
en
este
momento
de
muerte?
La
tradición
de
la
Iglesia
siempre
ha
considerado
la
cruz
como
árbol
de
la
vida,
el
árbol
del
que
cuelga
Jesús,
el
fruto
de
la
salvación.
Por
medio
de
su
amor
extremo,
de
su
humildad,
de
su
mansedumbre,
de
su
obediencia
a
la
voluntad
del
Padre,
Jesús
nos
libera
de
la
muerte
y
del
pecado
y
nos
trae
la
vida.
Lo
ha
dicho
claramente
la
1ª
lectura,
del
profeta
Isaías:
“Él
cargó
con
nuestras
dolencias,
soportó
nuestros
sufrimientos,
fue
traspasado
por
nuestras
rebeldías,
sus
heridas
nos
han
curado”.
En
muchas
ocasiones,
en
la
noche
más
cruda,
en
el
sufrimiento
más
atroz,
incluso
nosotros
hemos
descubierto
cómo
la
cruz
puede
ser
árbol
de
vida.
Hemos
aprendido
tantas
lecciones,
hemos
madurado
como
personas,
nos
hemos
hecho
más
libres,
fuertes
y
auténticos,
precisamente
en
esos
momentos
de
poda
dolorosa,
de
pérdida,
de
oscuridad.
También
para
nosotros,
por
tanto,
la
cruz
ha
sido
árbol
de
vida.
Pero
este
fruto
y
esta
salvación
que
se
nos
ofrece,
debemos
acogerlo
y
hacerlo
real
en
nuestra
vida.
Mirando
la
cruz,
sentimos
la
invitación
a
morir
a
nuestro
hombre
viejo,
a
tantas
actitudes
egoístas
o
equivocadas.
A
aceptar
que
debemos
cargar
con
nuestra
cruz
con
paciencia
y
amor.
El
oro
sólo
puede
ser
purificado
de
sus
impurezas
cuando
se
somete
a
altas
temperaturas.
La
cruz
nos
invita
a
morir
para
poder
ser
más
verdaderos.
A
aceptar
las
podas,
las
renuncias
necesarias.
Tenemos
el
consuelo
de
que,
como
ha
dicho
la
2ª
lectura,
Jesús
se
compadece
de
nuestras
debilidades.
Él
conoce
bien
lo
que
es
el
dolor.
Él
sabe
lo
que
es
la
soledad,
la
traición,
el
sufrimiento.
Él
fue
sometido
a
las
mismas
pruebas
a
las
que
somos
sometidos
nosotros.
Por
eso,
nos
anima
la
esperanza
de
que
no
estamos
solos,
y
que
en
las
noches
oscuras
de
nuestra
vida
y
de
nuestro
mundo,
siempre
brilla
la
estrella
del
amor
de
Dios
manifestado
en
Jesús.