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Misiá Elena Errázuriz

La última cacique
Hija y nieta de presidentes de la República, casada con un diplomático, vivió años en
París, aunque se negaba a hablar en francés, y en su mesa prefería el charquicán y la
cazuela. De su fundo San Pascual nació el barrio El Golf, y ella fue su primera habitante.
Pero apenas podía, abandonaba la mansión de estilo inglés y partía a El Huique, su
hacienda en Colchagua. Cuidarla como la cuidó fue su gran obsesión, su único exceso.
"¿A esta casa viene usted? Aquí vive una iñora con mucha plata", le decía el taxista a su
pasajera, una señora bajita y maciza, de cara redonda, moño canoso y ropa oscura.
Desde el asiento de atrás, ella lo miraba sin decir palabra. El conductor tuvo la amabilidad
de detenerse frente a la entrada de servicio. Elena Errázuriz Echeñique de Sánchez le dio
las gracias y entró a su casa del fundo San Pascual, en las afueras de Santiago, por la
puerta de la cocina.
No fue la única vez que la confundieron. Le pasaba seguido en La Vega, adonde partía
ella misma, acompañada de algunas empleadas, a comprar la verdura para la casa. Sus
caseros ya la conocían, claro. Y hasta le hacían bromas. "Errázuriz Echeñique está bien,
pero con el Sánchez la anduvo embarrando", le dijeron alguna vez. Ella lo contaba como
chiste.
Misiá Elena no necesitaba demostrarle nada a nadie. El dinero y la influencia le venían de
familia. Su abuelo fue el presidente Federico Errázuriz Zañartu, y en 1899, a los 21 años,
ella se casó con Renato Sánchez García de la Huerta en la capilla de La Moneda, bajo el
mandato de su padre, Federico Errázuriz Echaurren.
Toda su fortuna le llegó como herencia. Fue dueña de una hacienda en Colchagua, dos
fundos en los alrededores de Santiago e innumerables otras propiedades. También
poseía acciones de algunas empresas, pero ella nunca manejó directamente sus
negocios. Tenía administradores para hacer ese trabajo, y suficiente dinero para pagarles.
Pese a esto, y en una época en que la ostentación teñía los hábitos de la clase alta, misiá
Elena defendió tercamente la austeridad tan propia de los ricos de antaño. Como ellos, se
sentía orgullosa no de su dinero, sino de su linaje. Por eso viajó hasta el valle de Baztán,
en Navarra (España), a buscar sus raíces, y por eso se esmeró tanto en cuidar de su
hacienda, San José del Carmen de El Huique.
Aunque la propiedad llegó a la familia como herencia de los Echeñique, misiá Elena la
presentaba siempre como "la casa del presidente Errázuriz". Solía mostrar a los visitantes
la derruida construcción donde alguna vez sesionaron los parlamentarios, que viajaban
desde Santiago para instalarse por una o dos semanas en El Huique. Y mientras otras
familias terratenientes echaban abajo sin remordimiento antiguas construcciones para
levantar otras más acordes con las nuevas modas, misiá Elena insistía en conservar
intacto lo suyo, con una tozudez campechana que ni sus viajes a Europa pudieron domar.
Muda en Francia
Errázuriz Echaurren murió en 1901, cuando aún era presidente. La madre de Elena,
Gertrudis Echeñique, vivió con los Sánchez Errázuriz a partir de entonces. Su mansión
estaba en la Alameda de las Delicias, frente a La Moneda. Fue expropiada, como todas
las del sector, durante el gobierno de Alessandri, cuando se construyó el barrio cívico.
Parte del paseo Bulnes y del edificio de las Fuerzas Armadas ocupan hoy su lugar.
En 1910, cuando sus cuatro hijos ya habían nacido, los Sánchez Errázuriz decidieron
partir a París. Allí vivieron durante más de quince años en la misma casa, frente a los
Campos Elíseos. Parte de ese tiempo, Renato Sánchez estuvo destinado como
embajador en Bélgica. Los veranos los pasaban en Hendaya, un balneario francés en el
Atlántico, cercano a la frontera con España.
Elena Errázuriz nunca quiso comprar la mansión donde vivió. "Siempre asumió que esa
etapa era transitoria, y se negó a echar raíces en otro lugar que no fuera Chile", afirma
Luis Hernán Granier, uno de sus tres bisnietos y el único varón, ahora candidato a
diputado por la zona de Colchagua. Añade que, durante sus años en París, la esposa del
embajador evitaba hablar en francés. Suficiente conversación tenía con su madre.
Su actitud la distanció de la experiencia que vivían sus hijos. Renato y Federico se
educaron en un internado parisino, y más tarde estudiaron en un instituto, en las afueras
de la ciudad, lo que ahora sería agronomía. Ellos y sus hermanas, Gabriela y Teresa, se
sintieron siempre más europeos que sudamericanos, a diferencia de la madre y la abuela,
que insistían en reproducir en París el charquicán que comían en Chile. Los franceses no
podían creer que esa especie de caucho importado por doña Gertrudis, y al que llamaba
cochayuyo, realmente se comiera.
Con todo lo que extrañaba a su país, Gertrudis Echeñique nunca se atrevió a hacer el
largo viaje en barco que la llevaría de vuelta. Los Sánchez Errázuriz se embarcaron una
vez que ella murió, en 1928.
Corazón partido
En los años treinta, Santiago no pasaba del canal San Carlos. Justo allí comenzaba el
fundo San Pascual, propiedad de Elena Errázuriz. Eran terrenos de escaso valor
comercial, secos y pedregosos.
Cuando la mansión de la Alameda fue expropiada, Elena Errázuriz decidió no solo
trasladarse a San Pascual, sino además llevarse con ella a toda la gente elegante de
Santiago. Su marido, Renato Sánchez, murió en 1935, así es que fue el esposo de su hija
Gabriela, el conde Constantino de Russian Myhr, quien loteó los terrenos.
"Respire aire puro" o "Venga al mejor barrio jardín", proponían los avisos en la revista Zig-
Zag. La gracia era que el comprador solo necesitaba construir su casa. El barrio ya estaba
diseñado, con amplias avenidas, jardines y plazas, que fueron encargados al paisajista
austriaco Oscar Prager, el mismo del parque Balmaceda.
Misiá Elena puso a las calles los nombres de sus parientes: Presidente Errázuriz,
Gertrudis Echeñique, Renato Sánchez y Sánchez Fontecilla (su suegro), y hasta se
acordó de Hendaya y de Polonia, el país de origen de su yerno conde.
Pese a la belleza de su mansión, diseñada por Alberto Cruz Eyzaguirre, al igual que las
casas de sus hijos, misiá Elena no soportaba mucho tiempo en la capital. Apenas los días
empezaban a alargarse, la señora, sus damas de compañía y sus invitados tomaban el
tren a Colchagua. Allí los recibían una banda de música y los coches entoldados de El
Huique.
En la casa patronal, esperaban los cuatros administradores y los veinticinco sirvientes
directos de misiá Elena. Más de alguno de los cuatrocientos inquilinos de la hacienda se
asomaban a mirar a los recién llegados. Los trabajadores y sus familias sumaban unas
dos mil personas, aparte de los jornaleros que arribaban en la época de la cosecha. No
había otra manera de recoger el trigo y las legumbres en las casi diez mil hectáreas de la
hacienda.
Misiá Elena era la reina de estos dominios, la única mujer entre los escasos caciques que
se repartían el valle. En un mundo de hombres, ella asumía un papel silencioso, pero
asumía. Elena Errázuriz siempre estaba al tanto de lo que pasaba en la hacienda y fuera
de ella. Nunca tomaba decisiones apresuradas y muy rara vez se enojaba. Hablaba lo
justo, sonreía muy poco y, sin importar quién estuviera enfrente de ella, mantenía la
distancia.
Nadie vio nunca alguna demostración de cariño un abrazo, un beso de misiá Elena hacia
sus más cercanos. Como las mujeres de su época y su clase social, delegó el cuidado de
sus hijos en sirvientas de confianza, y mantuvo con ellos siempre una relación respetuosa,
aunque fría. Con sus amistades era todavía más reservada. Sin embargo, nadie podía
quejarse. Cumplía con todas las normas de buena crianza.
"Siempre había gente que quería hablar con ella. Muchos necesitaban pedirle favores, y
acudían a doña Elena porque sabían que podía darles una respuesta rápida. Pero otra
gente se acercaba solo por estar ahí, por formar parte de su mundo", opina el padre Luis
Ramírez, quien llegó a Palmilla en 1953, en su primera destinación como párroco. Tenía
27 años. Misiá Elena, como muchos hacendados, temía que fuera uno de esos "curas
rojos" que soliviantaban a los campesinos contra sus patrones. "Me acogió, aunque con la
duda propia de ese tiempo", recuerda el padre Luis.
En esa época de cambios políticos y económicos, Elena Errázuriz quería mantener a El
Huique a salvo. La hacienda nunca tuvo electricidad, y en la casa patronal ella no permitía
radio ni teléfono. Solo hubo un citófono que funcionaba entre las dependencias de servicio
y las habitaciones de la familia.
Sus invitados debían ceñirse a las costumbres de la hacienda. Nada de fiestas, música
estridente ni trasnoches. Pero, a pesar de sus esfuerzos, los hábitos cambiaron. Los hijos,
que prácticamente vivían en Europa y nunca pasaban más de quince días en la hacienda,
llevaban amistades más ruidosas para no aburrirse en el campo. Por eso ella anunciaba
en El Huique, a quien quisiera oírla: "Cuando yo me muera, esto va a desaparecer".
Luis Hernán Granier afirma que hay cartas de Elena Errázuriz, enviadas a sus hijos en
Europa, en que les ruega conservar El Huique, por su valor histórico. Los documentos son
de 1965, poco antes de que ella muriera.
Sergio Contreras recuerda que la señora nunca dejó de viajar a El Huique. A los 89 años,
en el verano de 1966, recorrió como siempre los dieciocho patios de la casa patronal.
Murió en mayo de ese año, después de un par de semanas en cama, aquejada de
insuficiencia cardiaca y respiratoria. Pocos meses después, la reforma agraria acabó con
la hacienda. Elena Errázuriz no alcanzó ni a sufrirlo. Sus empleados más cercanos habían
cerrado el círculo alrededor de ella, para que no se enterara de nada.
Una joya del pasado
La hacienda El Huique estuvo en poder de la misma familia desde 1756. Cuando Elena
Errázuriz murió, la heredaron sus hijos sobrevivientes, Teresa, Renato y Federico. La
reforma agraria dejó en sus manos cuarenta hectáreas, que incluyen el sector de la casa
patronal. Ellos decidieron donar el inmueble al Ejército en 1975. Hace cinco años fue
abierta al público como museo.
Con razón es un monumento nacional. No existe en Chile una vivienda de este tipo tan
bien conservada y alhajada, con muebles de época y hasta la vajilla original de la casa.
Elena Errázuriz no agregó nada a la construcción. La casa fue levantada entre 1829 y
1852. El aporte de misiá Elena fue, precisamente, conservar la estructura de la vivienda y
sus detalles.
Sergio Contreras, quien cuida el museo de El Huique como empleado del Ejército y cuyo
abuelo fue el mayordomo en la época de doña Elena, recuerda que la señora tenía una
rutina casi invariable. Cada día, después de disponer el almuerzo, sacaba clavos y
herramientas y reparaba, habitación por habitación, los tapices de los muebles, el papel
mural, las patas cojas y cualquier problema menor.
En el museo todavía se encuentran las repisas instaladas por la dueña para exhibir sus
colecciones de opalinas y objetos típicos de la zona, identificados con anotaciones de la
propia Elena Errázuriz, en papeles ya amarillentos. Allí está el bonete huicano, un
sombrero típico de la zona. De la dueña fue también la idea de traer desde España el
escudo de la familia, que luce a la entrada de la casa, y comprar la reja que cruzaron los
hermanos Carrera cuando salieron de la cárcel de Mendoza. El Ejército ha agregado
fotografías de la familia y se ha preocupado de restaurar, en la medida de lo posible, los
daños causados por la crecida del río Tinguiririca en 1986.
El museo, que abarca 15 patios y 36 habitaciones, se ubica a 56 kilómetros de San
Fernando, en la comuna de Palmilla (VI Región). Abre de miércoles a domingos, de 11 a
17.30. La entrada cuesta mil pesos para los adultos y quinientos para niños y adultos
mayores. Los grupos deben reservar visita al 72-933083. El recorrido dura una hora. Los
domingos hay misa en la capilla de la hacienda, a las 11.30.

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