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Vida de Juan ELVIRA LINDO; El País, 12/12/2010

A mi izquierda, un crío de unos diez años, menudo, serio, el mayor de una familia ya numerosa
que está situada unos asientos más atrás. Le pregunto si le pido algo de beber, le ofrezco un
clínex porque no para de sorberse los mocos, pero no quiere nada. No insisto. Si a pesar de su
origen mexicano se ha educado en Estados Unidos ya habrá aprendido que con los desconocidos
no se habla. Al poco, se queda dormido, y olvidado ya de sus reservas, se me recuesta en el brazo
como si fuera el brazo de su madre. A mi derecha, un hombre de edad indefinible; su rostro
posee la textura acartonada de quien se ha pasado la vida trabajando a la intemperie y
seguramente parece mayor de lo que es. Mientras el niño duerme, los adultos comemos un pollo
con sabor a pescado. Él, con determinación, educado para acabar lo que tiene en el plato. Yo, con
escrúpulo. Estamos entregados a una película insustancial, Come, reza, ama, que irrita por sus
pretensiones de parábola espiritual. Una mujer bella y exitosa (Julia Roberts), harta de una vida
vacía, o sea, llena de cosas -dinero, éxito, y casoplón-, decide viajar al otro lado del mundo para
descubrir lo que al parecer no encuentra en su ciudad: comida, paz y un tío bueno. Pero, por
encima de todo, lo que ella trata es de encontrarse a sí misma. Esa búsqueda, a juzgar por los
destinos, Italia, India, Bali, sale por un ojo de la cara. No importa. La búsqueda de uno mismo se
ha convertido en el reto de gente adinerada que durante un tiempo se viste de hippie, se rodea de
pobres, visita a un chamán, y prueba el bocado más suculento, la vida de los humildes, para luego
volverse a casa fortalecido y aliviado de reencontrarse con lo que posee. No tengo nada en contra
de las películas sobre ricos, pero no me cabe duda de que aquel amor y lujo de los viejos
musicales que alegraron la miseria de los años treinta y cuarenta eran más inocentes que esta
especie de espiritualidad de alto standing. Ahora mismo, me quitaría los auriculares y le preguntaría
a este hombre de aspecto noble y humilde: "¿Cree usted que hace falta irse a Bali a meditar
cuando se tiene todo?". Como si me hubiera leído el pensamiento va respondiéndome en el
último tramo de nuestro viaje a mi pregunta. Nuestra conversación comienza porque Juan, así se
llama, me pide que le rellene los papeles de inmigración. Me entero de algunos datos sucintos de
su vida: mexicano, 53 años, casado, padre de tres hijos. Esos datos se llenan de contenido y color
con nuestra conversación. Juan viaja a Homes, localidad al norte de Nueva York. No lleva
equipaje porque quiere volverse a su pueblo en dos días; el viaje tiene como único fin firmar los
papeles que le conceden la ciudadanía americana. Juan trabaja la mitad del año en Homes como
jardinero. Vive en una habitación pero no necesita más. No gasta y casi no habla, porque su
inglés es muy torpe. El dinero que gana lo manda a casa. Cuando se acaba la temporada de
trabajo vuelve con la familia. Viven fundamentalmente del campo y de un peculiar desayuno que
preparan todas las mañanas en el corral, "leche calentita", consistente en alcohol, chocolate,
azúcar y leche que cae directamente en el vaso desde la ubre de la vaca. El alcohol ayuda a matar
cualquier posible bacteria y entona a las más de trescientas personas que van pasando, sin tregua,
de camino al trabajo. Desde que recibió la noticia de la ciudadanía Juan está lleno de dudas: por
un lado, piensa que sus hijos tienen más futuro en Estados Unidos; por otro, vive mejor en su
pueblo, donde el frío no le corta la cara y puede hablar con sus paisanos. En Homes, Juan se
encuentra demasiado consigo mismo; en su tierra, se encuentra con los demás, una aspiración de
las personas humildes. Juan mira con preocupación la declaración de aduanas y me pide que
escriba que lleva dos quesos. Yo le aconsejo que no los declare, pero él insiste, póngalo, póngalo:
no quiero meterme en líos por una mentira. El sabor del queso de sus vacas le hará sentirse más
cerca de casa. Cada cual tiene en la vida su magdalena. Cuando aterrizamos, el niño despierta y se
separa de mí avergonzado. Por su parte, Juan se empeña en bajarme el equipaje del maletero. En
sus manos rudas, como esculpidas en una madera aún no sometida a la lija, parece no pesar nada.
Solo el Cristo que lleva colgado del pecho da un bote con el esfuerzo. Mientras nos encaminamos
hacia el control policial siento que todas las preguntas están respondidas. Voy al lado de un
hombre que come. No puede no comer aquel que trabaja de sol a sol. Es un hombre que reza o
habla con un Dios al que imagino que pide cosas concretas o al que invoca en horas de soledad.
¿Y ama? No puede no amar alguien que se aleja de los suyos para proporcionarles un futuro
mejor, alguien que pasa seis meses al año encontrándose cada mañana a sí mismo, solo a sí
mismo, que es lo peor que le puede pasar a alguien que no ha sido atrapado por las garras del
narcisismo. El narcisismo. Estaría tentada a decir que es "el mal de nuestro tiempo", pero acabo
de leer que en Estados Unidos acaban de eliminarlo como trastorno mental. Es tan común que
ha dejado de ser una rareza. Le veo pasar el control y respiro aliviada. No le han incautado los
quesos.

Un día normal (2002). Historia de Juan. Cantante: Juanes

Ésta es la historia de Juan


El niño que nadie amó,
que por las calles creció
buscando el amor bajo el sol.
Su madre lo abandonó.
Su padre lo maltrató.
su casa fue un callejón.
Su cama, un cartón; su amigo, dios.
Juan preguntó por amor
y el mundo se lo negó.
Juan preguntó por honor
y el mundo le dio deshonor.
Juan preguntó por perdón
y el mundo lo lastimó.
Juan preguntó y preguntó
y el mundo jamás lo escuchó.
El sólo quiso jugar,
El sólo quiso soñar,
El sólo quiso amar,
pero el mundo lo olvidó.
El sólo quiso volar,
El sólo quiso cantar,
Él sólo quiso amar,
pero el mundo lo olvidó.
Tan fuerte fue su dolor
que un día se lo llevó.
Tan fuerte fue su dolor
que su corazón se apagó.
Tan fuerte fue su temor
que un día solo lloró.
Tan fuerte fue su temor
que un día su luz se apagó.
Él sólo quiso jugar,
Él sólo quiso soñar,
Él sólo quiso amar,
pero el mundo lo olvidó.

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