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Agatha Christie
A Ormond Beadle
PASAJEROS DEL AVIÓN PROMETHEUS
Asientos
James Ryder
Bolsillos: pañuelo de hilo marcado con una «J». Billetera de piel de
cerdo, siete billetes de una libra esterlina, tres tarjetas de visita.
Carta de su socio, George Ebermann, en que confía en que «el
préstamo se haya negociado con éxito. De otro modo estamos en la
ruina». Carta firmada por Maudie citándole en el Trocadero para la
noche siguiente (papel barato y mala letra). Pitillera de plata. Librillo
de cerillas. Estilográfica. Manojo de llaves. Moneda fraccionaria
francesa e inglesa.
Maletín: un fajo de papeles referentes a negocios de cementos. Un
ejemplar de Bootless Cup (prohibido aquí). Un botiquín de urgencia.
Doctor Bryant
Bolsillos: dos pañuelos de hilo. Billetera con 20 libras y 500 francos.
Moneda fraccionaria francesa y inglesa. Agenda. Pitillera. Encendedor.
Estilográfica. Manojo de llaves.
Flauta en estuche.
En mano: Memorias de Benvenuto Cellini y Las enfermedades del
oído.
Norman Gale
Bolsillos: pañuelo de seda. Monedero con una libra y 600 francos.
Moneda fraccionaria. Tarjetas de visita de dos industriales franceses
fabricantes de instrumentos para dentistas. Caja de cerillas Bryan &
May vacía. Encendedor de plata. Pipa de escaramujo. Tabaquera de
plástico. Llave.
Maletín: chaqueta de hilo blanco. Dos espejitos de dentista. Rollos de
algodón. La Vie Parisienne. The Strand Magazine. The Autocar.
Armand Dupont
Bolsillos: billetera con 1.000 francos y 10 libras esterlinas. Gafas con
estuche. Moneda fraccionaria francesa. Pañuelo de algodón. Paquete
de cigarrillos. Librillo de cerillas. Tarjetas de visita en una cajita.
Mondadientes.
Maletín: manuscrito del informe dirigido a la Royal Asiatic Society.
Dos publicaciones alemanas de arqueología. Dos hojas de papel con
toscos dibujos de cerámica. Tubos largos ornamentales (calificados
de pipas kurdas). Cestita de paja. Nueve fotografías, todas de piezas
de cerámica.
Jean Dupont
Bolsillos: billetera con 5 libras esterlinas y 300 francos. Pitillera.
Boquilla (marfil). Encendedor. Estilográfica. Dos lápices. Libreta llena
de notas. Carta en inglés de L. Marriner invitándole a comer en un
restaurante, junto a Tottenham Court Road. Moneda fraccionaria
francesa.
Daniel Clancy
Bolsillos: pañuelo (manchado de tinta). Estilográfica (rota). Billetera
con 4 libras y 100 francos. Tres recortes de periódico con relatos de
delitos recientes (un envenenamiento con arsénico y dos desfalcos).
Dos cartas de corredores de fincas con pormenores sobre casas de
campo. Agenda. Cuatro lápices. Cortaplumas. Tres recibos y cuatro
facturas no pagadas. Carta de Gordon con membrete del barco S.S.
Minotaur. Crucigrama a medio descifrar recortado del Times.
Cuaderno con notas de intrigas. Moneda fraccionaria italiana,
francesa, suiza e inglesa. Cuenta del hotel de Nápoles, pagada.
Manojo de llaves.
Bolsillo del abrigo: notas manuscritas de Asesinato en el Vesubio.
Guía de ferrocarriles continentales. Pelota de golf. Un par de
calcetines. Cepillo de dientes. Cuenta de hotel de París, pagada.
Señorita Kerr
Bolso de mano: lápiz de labios. Dos boquillas, una de marfil y otra de
jade. Polvera. Pitillera. Librillo de cerillas. Pañuelo. Dos libras
esterlinas. Moneda fraccionaria. Una carta de crédito. Llaves.
Maletín: botellitas, cepillos, peines, etc. Bártulos de manicura.
Neceser con cepillo para los dientes, esponja, polvos dentífricos,
jabón. Dos tijeras. Cinco cartas de la familia y de amigos de
Inglaterra. Dos novelas. Fotografías de dos perros de aguas.
En mano: Revistas Vogue y Good Housekeeping.
Señorita Grey
Bolso de mano: lápiz de labios, polvera. Llave y llavero. Lápiz.
Pitillera. Boquilla. Librillo de cerillas. Dos pañuelos. Cuenta del hotel
de Le Pinet, pagada. Calderilla francesa e inglesa caducada. Libro de
frases francesas. Billetera: 100 francos y 10 céntimos. Una ficha del
casino por valor de 5 francos.
En el bolsillo de la gabardina: seis postales de París, dos pañuelos y
una bufanda de seda. Una carta firmada «Gladys». Un tubo de
aspirinas.
Lady Horbury
Bolso de mano: dos lápices de labios, polvera. Pañuelo. Tres billetes
de 1.000 francos. Seis libras esterlinas. Moneda fraccionaria francesa.
Un anillo con un solitario. Cinco postales francesas. Dos boquillas. Un
encendedor con su estuche.
Maletín: equipo completo de cosméticos y de manicura (en oro).
Botellita etiquetada en tinta, con perborato bórico en polvo.
Cuando Poirot dio por terminada la lectura, Japp señaló con el dedo el
último párrafo.
—El agente que dictó la relación demostró ser muy listo. Le pareció
que aquello no armonizaba con los demás objetos. ¡Perborato bórico,
válgame Dios! ¡El polvo blanco de la botellita era cocaína!
Poirot entreabrió los ojos y asintió lentamente.
—Quizá eso no tenga mucha importancia para este caso —señaló
Japp—. Pero no me negarán ustedes que una cocainómana no es
precisamente un modelo de virtud. Me parece a mí que esa dama no
repararía en nada para satisfacer sus deseos. Con todo, dudo de que
tuviera el valor necesario para llevar a cabo un acto como el que
comentamos y, francamente, no veo cómo hubiera podido realizarlo.
Eso parece un rompecabezas.
Poirot reunió las hojas dispersas y las leyó de nuevo. Luego las dejó
con un suspiro.
—A la vista de esta relación, se señala claramente el autor del
crimen. Y no obstante, no veo el por qué ni el cómo.
Japp se le quedó mirando.
—¿Pretende decirnos que con solo leer esta lista se ha formado ya
una idea de quién cometió el crimen?
—Eso creo.
Japp le arrebató las cuartillas para leerlas de cabo a rabo,
pasándoselas a Fournier en cuanto las hubo leído. Luego las dejó
sobre la mesa para observar a Poirot.
—¿Pretende usted burlarse de mí, monsieur Poirot?
—No, no. Quelle idee!
—¿Qué le parece eso a usted, Fournier?
El francés se encogió de hombros.
—Tal vez parezca tonto, pero no veo que esa lista nos permita
adelantar.
—Por sí sola, no —reconoció Poirot—. Pero ¿y si la relacionamos con
ciertas circunstancias del caso? En fin, tal vez me halle en un error,
un gran error.
—Bueno, exponga su idea —pidió Japp—. Tengo mucho interés en
oírla.
Poirot meneó la cabeza.
—No. Como usted dice, no es más que una idea, una simple idea.
Esperaba encontrar una cosa determinada en esa lista. Eh bien, la he
encontrado. Ahí está, pero parece señalar en la dirección errónea. La
pista correcta, pero en la persona equivocada. Esto quiere decir que
tenemos mucho trabajo por delante, y la verdad es que lo veo todo
muy oscuro. No veo bien mi camino. Solo ciertos hechos permanecen
en pie y armonizan entre sí. ¿No les parece a ustedes? No, ya veo
que no son de mi opinión. Vamos, pues, y sigamos cada cual con
nuestras respectivas ideas. No es que yo esté seguro de la mía, pero
tengo mis sospechas.
—Creo que está usted hablando para sí mismo —comentó Japp
levantándose—. En fin, otro día será. Yo trabajaré en Londres. Usted,
Fournier, vuelva a París. Y usted, monsieur Poirot, ¿qué piensa hacer?
—Yo aún deseo acompañar a monsieur Fournier a París, ahora más
que nunca, precisamente.
—¿Más que nunca? Me gustaría saber qué antojo se le ha metido en
la cabeza.
—¿Antojo? Ce n'est pas joli, ça!
Fournier le estrechó la mano ceremoniosamente.
—Buenas noches y muy agradecido por su deliciosa hospitalidad.
¿Nos veremos mañana por la mañana en Croydon pues?
—Eso es. Á demain.
—Y espero que no nos maten en route.
Los dos inspectores salieron juntos.
Poirot permaneció un rato inmóvil como si soñara. Luego se levantó,
arregló todo lo que estaba en desorden, vació los ceniceros, colocó
las sillas en su lugar y, acercándose a una mesa arrinconada, cogió
un ejemplar de la revista Sketch, cuyas hojas pasó hasta encontrar lo
que buscaba.
«Dos adoradores del sol». Este era el título. «La condesa de Horbury
y el señor Raymond Barraclough en Le Pinet». Contempló aquellas
dos sonrientes figuras en traje de baño, cogidas del brazo, y pensó:
«Me pregunto si podría conseguir algo con esas líneas. Quizá sí.»
9
ELISE GRANDIER
Al día siguiente el tiempo fue tan bueno, que Poirot se vio obligado a
confesarse que su estómago gozaba de una excelente tranquilidad.
Volaban a París en el vuelo de las ocho cuarenta y cinco.
En el compartimiento iban siete u ocho personas, además de Poirot y
Fournier, y el francés aprovechó el viaje para hacer algunos
experimentos. Sacó de su bolsillo un pedazo de bambú y tres veces
se lo llevó a los labios apuntando en determinada dirección. Una de
las veces lo hizo revolviéndose en su asiento; otra, volviendo el
rostro ligeramente a un lado y, otra, al salir del lavabo. Y en todas las
ocasiones se topó con la mirada de asombro de algún que otro
viajero. La última vez, todos los ojos parecían estar fijos en él.
Fournier se dejó caer en su asiento, desalentado, y la burlona mueca
de Poirot no contribuyó a animarlo.
—Puede usted reírse, amigo mío, pero convendrá que teníamos que
realizar el experimento.
—Evidemment! Admiro su impasibilidad. No hay nada como una
demostración ocular. Ha representado usted el papel del asesino con
la cerbatana y el resultado está bien claro. ¡Todos le han visto!
—No todos.
—En cierto modo, no. Cada vez ha dejado de verle alguien, pero eso
no basta para que un asesinato sea un éxito. Uno tiene que estar
muy seguro de que nadie le vea.
—Y eso es imposible en circunstancias normales —convino Fournier—.
Me aferró a la idea de que debió producirse el momento psicológico
cuando la atención de todos estaba fija en alguna otra parte.
—Nuestro amigo, el inspector Japp, va a practicar minuciosas
indagaciones respecto a ese particular.
—¿No es usted de mi opinión, monsieur Poirot?
Poirot vaciló antes de contestar con calma:
—Convengo en que hubo... en que debió haber una razón psicológica
para que nadie viera al asesino. Pero mis conjeturas corren por
cauces distintos de los suyos. En este caso, los hechos meramente
oculares pueden engañarnos. Cierre los ojos, amigo mío, en vez de
abrirlos tanto. Utilice los ojos de la mente y no los del cuerpo. Son las
pequeñas células grises las que han de funcionar. Déjeles hacer su
trabajo para que puedan mostrarle lo que pasó de verdad.
Fournier lo miró con curiosidad.
—No le sigo, monsieur Poirot.
—Porque deduce usted de lo que ha visto. Nada desorienta tanto
como la observación directa.
Fournier meneó la cabeza y agitó las manos.
—Dejémoslo. No acabo de comprenderlo.
—Nuestro amigo Giraud le aconsejaría que no hiciese caso de mis
fantasías. «Usted, muévase», le diría. «Sentarse en una butaca a
pensar es cosa de hombres anticuados y escépticos.» Pero yo le digo
que un joven sabueso se arroja con tal ímpetu sobre lo que huele,
que a veces pasa de largo. Deje para él que siga las pistas falsas.
Vamos, es un buen consejo el que le estoy dando.
Recostándose en su asiento, Poirot cerró los ojos, y cualquiera
hubiese dicho que estaba pensando, pero lo cierto es que cinco
minutos más tarde dormía como un tronco.
Al llegar a París, se dirigieron sin pérdida de tiempo al número 3 de la
rue Joliette.
La rue Joliette está en el lado sur del Sena. En nada se diferenciaba el
número 3 de las demás casas. Un portero viejo salió a recibirles y
saludó a Fournier de mal talante.
—¡Ya volvemos a tener aquí a la policía! No hacen más que molestar.
Acabarán por dar mala fama a la casa.
Se metió en la portería refunfuñando.
—Subamos al despacho de Giselle —propuso Fournier—. Está en el
primer piso.
Sacó una llave de su bolsillo mientras contaba que la policía tuvo la
precaución de sellar la puerta en tanto no se conociesen los
resultados de la encuesta judicial de Londres.
—Aunque no creo que encontremos nada que pueda ayudarnos.
Arrancó los sellos, abrió la puerta y entraron en la estancia. El
despacho de madame Giselle era una habitación reducida y mal
ventilada. En un rincón había una caja de caudales vieja. El mobiliario
se reducía a una mesa de escritorio y algunas sillas de raída tapicería.
La única ventana estaba tan llena de polvo que probablemente nunca
había sido abierta.
Fournier paseó su mirada en derredor, encogiéndose de hombros.
—¿Ve usted? Nada. Absolutamente nada.
Poirot fue a situarse detrás de la mesa, se sentó en la silla y observó
a Fournier. Pasó la mano suavemente por la superficie de la mesa y
luego por debajo.
—Aquí hay un timbre.
—Sí, para llamar al portero.
—¡Ah! Una sabia precaución. Los clientes de madame debían ser
conflictivos en ciertas ocasiones.
Abrió varios cajones. Contenían únicamente material de oficina: un
calendario, plumas, lápices, pero ni un papel ni nada que fuese muy
personal.
Poirot se limitó a examinar su interior con curiosidad.
—No quiero ofenderlo, amigo mío, haciendo un registro minucioso. Si
hubiera algo de importancia, estoy seguro de que lo hubiese
encontrado usted. —Miró la caja de caudales y añadió—: No parece
un modelo muy eficaz.
—Es muy antigua —convino Fournier.
—¿Estaba vacía?
—Sí. Esa maldita criada lo destruyó todo.
—¡Ah, sí, la criada! La criada de confianza. Habrá que verla. Esta
habitación, como me ha advertido usted, no nos dice mucho. Eso es
muy significativo, ¿no le parece?
—¿Qué quiere decir con eso, monsieur Poirot?
—Que no se ve en este despacho ningún toque personal. Me parece
interesante.
—Era una señora muy poco sentimental —contestó Fournier
secamente.
Poirot se levantó.
—Vamos a ver a esa criada, a esa criada tan digna de confianza.
Elise Grandier era una mujer bajita y fornida, de mediana edad,
rostro sonrosado y ojos pequeños que saltaban del rostro de Fournier
al de su acompañante.
—Siéntese, mademoiselle Grandier —ofreció Fournier.
—Gracias, monsieur.
Se sentó muy recatada.
—Monsieur Poirot y yo acabamos de llegar de Londres. Ayer se
celebró la encuesta judicial, es decir, se inició el sumario relativo a la
muerte de su señora. Ya no existe la menor duda. La señora murió
envenenada.
La francesa se mostró boquiabierta.
—Es horrible lo que me dice, monsieur. ¿Mi señora envenenada?
¡Quién hubiera podido imaginar tal cosa!
—Usted puede ayudarnos a poner las cosas en claro, mademoiselle.
—Desde luego, monsieur, que haré cuanto esté en mi mano para
ayudar a la policía. Pero no sé nada, absolutamente nada.
—¿Sabía que madame tenía enemigos? —preguntó Fournier
secamente.
—Eso no es cierto. ¿Por qué debería tener enemigos madame?
—¡Vamos, vamos, mademoiselle Grandier! El negocio de prestamista
conlleva ciertos aspectos desagradables.
—Cierto que a veces los clientes de madame no eran muy razonables
—convino Elise.
—Escandalizaban, ¿verdad? ¿La amenazaban?
La criada meneó la cabeza.
—No, no, está usted en un error. No eran ellos los que amenazaban.
Lloraban, se quejaban, protestaban que no podían pagar, eso sí que
lo hacían —admitió con desprecio.
—Y algunas veces, mademoiselle —advirtió Poirot—, tal vez no
pudieran pagar de verdad.
Elise Grandier se encogió de hombros.
—Tal vez. ¡Allá ellos! Pero al final pagaban.
En sus palabras había un tono de satisfacción.
—Madame Giselle era una mujer muy dura —señaló Fournier.
—Madame tenía sus razones.
—¿No siente usted lástima de las víctimas?
—Víctimas, víctimas —respondió Elise con impaciencia—. Ustedes no
comprenden. ¿Qué necesidad hay de contraer deudas, de vivir por
encima de los ingresos de cada uno, de pedir dinero prestado y luego
quedarse con él como si se tratara de un obsequio? Eso no está bien.
Mi señora era siempre buena y justa. Prestaba y esperaba que le
pagasen. Eso no está mal. Ella nunca contraía deudas. Pagaba
religiosamente lo que debía. Nunca dejó de pagar una factura.
Cuando dice usted que era dura, se equivoca. Mi señora era buena.
Nunca se fueron las hermanitas de los pobres sin una limosna. Daba
dinero a las instituciones de caridad. Cuando la mujer de Georges, el
portero, se puso enferma, mi señora le pagó la estancia en una
clínica del campo.
Se detuvo, encendida de cólera. Y repitió:
—Ustedes no comprenden. No comprenden a madame.
Fournier esperó un momento a que se fuera calmando.
—Ha comentado usted que los clientes de madame acababan
pagando. ¿Sabe de qué medios se valía su señora para obligarlos a
hacerlo?
Ella se encogió de hombros.
—Yo no sé nada, monsieur, absolutamente nada.
—Algo tenía que saber para quemar todos los papeles de madame.
—No hice más que obedecer las órdenes que me había dado. Siempre
me decía que, si le ocurriese algún accidente o se ponía enferma y
moría lejos de casa, yo debía destruir todos los papeles de sus
negocios.
—¿Los papeles que guardaba en la caja de caudales? —preguntó
Poirot.
—Eso mismo, los papeles de negocios.
—¿Y los guardaba en la caja?
Aquella insistencia hizo que se agolpase la sangre en las mejillas de
Elise.
—Yo obedecí las instrucciones de madame.
—Ya lo sé —admitió Poirot sonriendo—. Pero los papeles no estaban
en la caja. ¿No es cierto lo que digo? La caja es demasiado vieja y
cualquiera hubiese podido abrirla. Los papeles estaban guardados en
otra parte. ¿Tal vez en el dormitorio de madame?
Ella reflexionó un momento antes de contestar.
—Sí, es cierto. Madame siempre intentaba hacer creer a sus clientes
que guardaba los papeles en la caja de caudales, pero en realidad el
arca estaba vacía. Todo lo guardaba en su dormitorio.
—¿Quiere enseñarnos dónde está?
Elise se levantó y los dos hombres la siguieron. El dormitorio era una
sala espaciosa, aunque tan llena de muebles que apenas podía uno
moverse libremente. En un rincón había un cofre muy antiguo, cuya
tapa levantó Elise para sacar un vestido de alpaca pasado de moda y
unas enaguas de seda. En el interior del vestido había un bolsillo.
—Aquí estaban los papeles, monsieur. Los guardaba en un sobre
cerrado.
—No me habló usted de eso cuando le pregunté hace tres días —
observó Fournier con acritud.
—Perdone usted, monsieur. Usted me preguntó dónde estaban los
papeles que se guardaban en la caja. Le contesté que los había
quemado. Y es cierto. Parecía que no tenía importancia el lugar donde
se guardaban los papeles.
—Cierto —admitió Fournier—. Comprenderá usted, mademoiselle, que
esos papeles no debían haberse quemado.
—Obedecí las órdenes de madame —replicó Elise obstinadamente.
—Ya sé que obró usted con buena intención —reconoció Fournier,
suavizando el tono—. Ahora ponga atención a lo que le digo,
mademoiselle: su señora fue asesinada. Es posible que fuese
asesinada por personas de quienes poseyera algún secreto que
pudiera perjudicarlas. Ese secreto estaba en los papeles que usted
quemó. Voy a preguntarle una cosa, pero no quiero que conteste sin
reflexionar. Es posible, a mi modo de ver es probable y comprensible,
que usted examinase esos papeles antes de arrojarlos a las llamas.
En este caso, nadie la culpará por ello. Y en cambio, su información
puede ser de gran provecho para la policía y para descubrir al autor
del crimen. Por tanto, mademoiselle, no tema contestar con toda
sinceridad. ¿Leyó usted los papeles antes de quemarlos?
—No, monsieur. No leí nada en absoluto. Quemé el sobre sin abrirlo.
10
LA LIBRETA NEGRA
Frente a la puerta del señor Clancy, subieron a un taxi que los llevó al
Monseigneur, donde se reunieron con Norman Gale.
Poirot encargó un consommé y un chaud-froid de pollo.
—¿Y bien? —preguntó Norman—, ¿cómo les ha ido?
—La señorita Grey ha representado a la perfecta secretaria.
—No creo haberlo hecho muy bien —protestó Jane—. Se fijó en mis
garabatos cuando pasó por detrás de mí. Ese hombre debe ser muy
observador.
—¡Ah! ¿Lo ha notado usted? Nuestro buen amigo el señor Clancy no
es tan distraído como podría uno imaginarse.
—¿Deseaba usted realmente tener estas señas? —preguntó ella.
—Creo que pueden ser útiles, sí.
—Pero si la policía...
—¡Oh! ¡La policía! Yo no preguntaré lo que la policía habrá
preguntado. Y tengo mis dudas de que haya hecho alguna pregunta.
Ya saben que la cerbatana hallada en el avión fue adquirida en París
por un norteamericano.
—¿En París? ¿Por un norteamericano? ¡Pero si no había ningún
norteamericano en el avión!
Poirot le sonrió con benevolencia.
—Precisamente. Ahora aparece un norteamericano para complicar las
cosas. Voila tout.
—Pero ¿la compró un hombre? —preguntó Norman.
Poirot lo miró con extraña expresión.
—Sí —contestó—, la compró un hombre.
Norman se mostró sorprendido.
—De todos modos —señaló Jane—, no fue el señor Clancy. Este ya
tenía una y no necesitaba otra para nada.
Poirot asintió.
—Así es como hay que proceder. Se sospecha de todos por turno y
luego se tacha su nombre de la lista.
—¿Cuántos nombres ha tachado usted? —preguntó Jane.
—No tantos como podría figurarse, mademoiselle —contestó Poirot
guiñando un ojo—. Eso depende del motivo, ¿sabe usted?
—¿Se han encontrado...? —Norman Gale se contuvo, y añadió a
modo de excusa—: No quiero inmiscuirme en secretos oficiales, pero
¿no hay datos de los negocios de esa mujer?
Poirot meneó la cabeza.
—Todos los documentos han sido quemados.
—Es una lástima.
—Evidemment! Pero parece que madame Giselle mezclaba un poco
de chantaje con su profesión de prestamista, y esto amplía el campo
de las conjeturas. Supongamos, por ejemplo, que madame Giselle
tuviese pruebas de cierto acto criminal, pongamos por ejemplo, de un
intento de asesinato.
—¿Hay algún motivo para suponer semejante cosa?
—Ya lo creo —contestó Poirot con calma—. Es una de las pocas
pruebas documentales que tenemos en este caso.
Tras observar detenidamente la expresión de interés de la pareja,
lanzó un suspiro.
—Bueno, eso es todo. Hablemos de otra cosa, por ejemplo, del efecto
que ha producido en la vida de ustedes dos esta tragedia.
—Es horrible decirlo, pero yo he salido muy beneficiada —contestó
Jane. Contó su aumento de sueldo.
—Como usted dice, mademoiselle, ha salido beneficiada, pero
probablemente ese beneficio será transitorio. Esa admiración que
despierta su relato no durará más que una semana. Téngalo
presente.
—Es cierto —exclamó Jane riendo.
—Me temo que, en mi caso, el efecto durará más de una semana —
observó Norman.
Explicó su situación. Poirot le escuchaba compasivo.
—Como usted dice —advirtió pensativo—, eso durará más de siete
días. Puede durar semanas y meses. Los golpes de efecto duran
poco, pero el miedo persiste durante largo tiempo.
—¿Le parece a usted que debo abandonar mi consultorio?
—¿Tiene usted otro plan?
—Sí, liquidarlo todo. Largarme al Canadá o a cualquier parte y
empezar de nuevo.
—Eso sería una lástima —señaló Jane con firmeza.
Norman la miró. Con sumo tacto, Poirot se enfrascó con el pollo.
—No es que yo desee hacerlo —protestó Norman.
—Si yo descubro quién mató a Madame Giselle, usted no tendrá que
irse —le aseguró Poirot, animándole.
—¿Cree usted que lo conseguirá? —preguntó Jane.
Poirot le dirigió una mirada de reproche.
—Si se estudia un problema con orden y método, no debe haber
dificultad alguna para resolverlo, ninguna en absoluto —afirmó Poirot
severamente.
—Ya comprendo —aseguró Jane sin comprender nada.
—Pero yo llegaré a la solución de este problema con más rapidez si
me ayudan —aseguró Poirot.
—¿Qué clase de ayuda?
Poirot guardó silencio unos instantes.
—La ayuda del señor Gale. Y, tal vez después, la ayuda de usted.
—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó Norman.
—No le gustará —le advirtió.
—¿De qué se trata? —insistió el muchacho, impaciente.
Delicadamente, para no ofender la sensibilidad de un inglés, Poirot se
entretuvo con un mondadientes.
—Francamente, lo que necesito es un chantajista.
—¡Un chantajista! —exclamó Norman, mirando a Poirot como quien
no da crédito a sus oídos.
Poirot asintió.
—Eso precisamente: un chantajista.
—¿Y para qué?
—Parbleu! Para chantajear a alguien.
—Sí, pero quiero decir ¿a quién? ¿Por qué?
—¿Por qué? Eso es cosa mía. En cuanto a quién... —hizo una pausa y
luego prosiguió hablando como quien propone un negocio normal—:
Le explicaré en pocas palabras cuál es mi plan. Escribirá usted una
carta a la condesa de Horbury. Es decir, la escribiré yo, y usted la
copiará. Debe hacer constar que es «personal». En la carta le pedirá
una entrevista. Le recordará usted el viaje que hizo a Inglaterra en
cierta ocasión. Se referirá también a ciertos negocios realizados con
madame Giselle, negocios que han pasado a sus manos.
—Y luego, ¿qué?
—Luego le concederá a usted una entrevista. Irá usted a verla y le
dirá ciertas cosas. Ya le daré las debidas instrucciones. Le exigirá...
déjeme pensar... diez mil libras.
—¡Está usted loco!
—En absoluto —rechazó Poirot—. Seré todo lo raro que usted quiera,
pero no loco.
—Y, si lady Horbury avisa a la policía, me meterán en la cárcel.
—No llamará a la policía.
—Usted no lo sabe.
—Mon cher, hablando en plata, yo lo sé todo.
—No obstante, no me gusta.
—No hace falta que se quede usted con las diez mil libras, si es que
eso lo que ha de pesar en su conciencia —señaló Poirot con un guiño.
—Sí, pero usted comprenderá, monsieur Poirot, que es una misión
que puede arruinar mi vida.
—Ta... ta... ta... la dama no avisará a la policía, se lo aseguro yo.
—Puede decírselo a su marido.
—No se lo dirá.
—Esto no me gusta.
—¿Le gusta perder su clientela y estropear su carrera?
—No, pero...
Poirot le sonrió amablemente.
—Siente usted una repugnancia natural, ¿verdad? Era de esperar.
Usted es todo un caballero, pero le aseguro que lady Horbury no
merece ser objeto de tan delicados sentimientos. Para decirlo más
claramente, es una buena arpía.
—De todos modos, no puede ser una asesina.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Porque nosotros la habríamos visto. Jane y yo estábamos
justo al otro lado del pasillo.
—Es usted un hombre lleno de prejuicios. Pero yo deseo resolver el
asunto y, para eso, tengo que saber.
—No me gusta la idea de chantajear a una mujer.
—¡Ah, mon Dieu, hay que ver lo que conllevan ciertas palabras! No
habrá chantaje. Solo tendrá usted que producir un determinado
efecto. Luego, cuando usted haya preparado el terreno, me
presentaré yo.
—Si por su culpa me meten en la cárcel...
—Que no, que no. Me conocen muy bien en Scotland Yard. Si
sucediera algo, yo me haría responsable. Pero no pasará nada, sino lo
que le he dicho.
Norman se rindió lanzando un suspiro de resignación.
—Está bien. Lo haré, pero no me gusta ni pizca.
—Bueno. Le diré lo que tiene que escribir. Coja un lápiz.
Le dictó la carta despacio.
—Voila. Luego le daré instrucciones sobre lo que debe decir. Dígame,
mademoiselle, ¿va usted alguna vez al teatro?
—Sí, con frecuencia —contestó Jane.
—Bien. ¿Ha visto, por ejemplo, una comedia titulada En lo más
profundo?
—Sí, la vi hace cosa de un mes. Está bastante bien.
—Es una comedia norteamericana, ¿verdad?
—Sí.
—¿Recuerda usted el papel de Harry, representado por el señor
Raymond Barraclough?
—Sí. Lo hacía muy bien.
—Le es simpático ese actor, ¿no es cierto?
—Es arrebatador.
—¡Ah! Il est sex appeal?
—Por completo —confirmó Jane riendo.
—¿No es más que eso, o es también un buen actor de teatro?
—¡Oh! Me gusta mucho su manera de trabajar.
—Tendré que ir a verle —señaló Poirot.
Jane le miró sorprendida. ¡Qué hombrecillo tan raro era aquel belga,
saltando de un asunto a otro como un pajarito de rama en rama!
Tal vez él leía sus pensamientos, porque le sonrió, diciendo:
—¿No está de acuerdo conmigo, mademoiselle? ¿No aprueba mis
métodos?
—Da usted muchos saltos.
—No es eso. Sigo mi camino con orden y método, paso a paso. No
hay que lanzarse nunca de un salto a una conclusión. Hay que ir
eliminando.
—¿Eliminando? ¿Eso es lo que usted hace? —preguntó Jane.
Pensativa, prosiguió—: Ya veo. Ha eliminado usted al señor Clancy.
—Tal vez —respondió Poirot.
—Y nos ha eliminado a nosotros, y ahora acaso se propone eliminar a
lady Horbury. ¡Oh!
Calló, como si se le ocurriera una idea terrible.
—¿Qué le pasa, mademoiselle?
—Eso que ha dicho usted de un intento de asesinato. ¿Es una prueba?
—Es usted muy perspicaz, mademoiselle. Sí, forma parte de la pista
que persigo. Hablo del intento de asesinato y observo al señor
Clancy, la observo a usted, observo al señor Gale, y en ninguno de
los tres descubro el menor cambio, ni un leve pestañeo. Y permita
que le diga que no se me puede engañar en eso. Un asesino puede
estar preparado para afrontar cualquier ataque previsto. Pero esta
anotación en un librito no podía ser conocida por ninguno de ustedes.
De modo que, ya ve usted, estoy satisfecho.
—Pero es usted una persona horrible, monsieur Poirot
—exclamó Jane—. No comprendo por qué tiene que decir estas cosas.
—Muy sencillo. Porque necesito averiguar cosas.
—Supongo que tendrá usted unos medios muy ingeniosos para
averiguarlas.
—No hay más que una manera.
—¿Y cuál es?
—Dejar que la gente se las diga a uno.
Jane se echó a reír..
—¿Y si se las quieren callar?
—A todo el mundo le gusta hablar de sí mismo.
—Supongo que sí —convino Jane.
—Así es como ha hecho fortuna más de un curandero. Invitan al
paciente a que se siente y les cuente cosas. Que si se cayó del
cochecito a los dos años, que si su madre, comiendo fruta, se manchó
el vestido un día, que si al año y medio tiraba a su padre de las
barbas. Y luego el curandero le dice que ya no sufrirá más de
insomnio y pide dos guineas, y el paciente se va muy contento,
contentísimo, y quizá duerma bien aquella noche.
—¡Qué ridículo!
—No, no es tan ridículo como usted se figura. Se basa en una
necesidad fundamental de la naturaleza humana, en la necesidad de
hablar, de revelarse uno a los demás. A usted misma, mademoiselle,
¿no le gusta recordar su infancia, recordar a sus padres?
—Eso no tiene el menor sentido en mi caso. Crecí en un orfanato.
—¡Ah! Eso es diferente. No es agradable.
—¡Oh! No era uno de esos orfanatos tétricos que sacan a los niños a
pasear con ropitas del mismo color y hechura. Era uno muy alegre y
divertido.
—¿Era en Inglaterra?
—No, en Irlanda, cerca de Dublín.
—Así pues, es usted irlandesa. Por eso tiene ese pelo rojo y esos ojos
gris azulado, con esa mirada...
—Como si se los hubieran pintado con los dedos tiznados —acabó
Norman alegremente.
—Comment? ¿Qué ha dicho usted?
—Es un dicho sobre los ojos irlandeses. Dicen que se los han pintado
con los dedos tiznados.
—¿De veras? No es muy elegante, pero lo expresa muy bien —Se
inclinó hacia Jane—. El efecto es muy hermoso, mademoiselle.
Jane se rió al levantarse.
—Usted me lleva de cabeza, monsieur Poirot. Buenas noches y
gracias por la cena. Y tendrá que invitarme otra vez, si Norman va a
la cárcel por chantajista.
El rostro de Norman se ensombreció al oír aquello.
El detective se despidió de los dos jóvenes, deseándoles buenas
noches.
Al llegar a casa, abrió un cajón y de él sacó una lista que contenía
once nombres.
Trazó una cruz ante cuatro de aquellos nombres. Luego meneó la
cabeza titubeando.
—Me parece que ya lo sé —murmuró para sí—. Pero quiero estar muy
seguro. Il faut continuer.
17
EN WANDSWORTH
Condesa de Horbury.
Ref: muerte de madame Giselle.
Apreciada señora:
Obran en mi poder ciertos documentos que conservaba la
difunta. Si a usted o al señor Raymond Barraclough les
interesa el tema, tendré el honor de hacerles una visita para
llegar a un acuerdo.
Dígame si prefiere que arregle este asunto con su marido.
Su affmo.
JOHN ROBINSON
Al día siguiente, Poirot dejó París. Jane se quedó allí con una lista de
encargos que cumplir, la mayor parte de los cuales no tenían para
ella el menor sentido, aunque procuró hacerlos lo mejor que pudo.
Vio a Jean Dupont dos veces. Él le habló de la expedición en que ella
debía tomar parte y Jane no osó desengañarle sin hablar antes con
Poirot, de modo que siguió la charla lo mejor que supo, hasta poder
cambiar de tema. Cinco días después, un telegrama la reclamó a
Inglaterra.
Norman fue a esperarla a la estación Victoria y hablaron de los
recientes sucesos.
Se había dado escasa importancia al suicidio. En los periódicos
apareció una breve noticia dando cuenta del suicidio de una tal
señora Richards, canadiense, en el expreso París-Boulogne. Y nada
más. No se había mencionado ninguna relación con el asesinato en el
avión.
Tanto Norman como Jane tenían el ánimo predispuesto al optimismo.
Confiaban ciegamente en que todas sus inquietudes habrían
terminado muy pronto. Aunque Norman no era tan entusiasta como
Jane.
—Si sospechan que ella mató a su madre, ahora, tras el suicidio,
probablemente no se molestarán en proseguir con el caso, y si no se
cierra oficialmente, no sé qué va a ser de unos pobres diablos como
nosotros. Para la opinión pública, seguiremos envueltos en sospechas
como hasta ahora.
Y eso mismo le dijo a Poirot cuando lo encontró en Piccadilly unos
días después.
Poirot sonrió.
—Es usted como todos. Me toman por un viejo chocho, incapaz de
realizar nada de provecho. Oiga: ¿Por qué no viene a cenar esta
noche conmigo? Vendrá Japp y también nuestro amigo el señor
Clancy. Voy a hablar de cosas que pueden interesarle.
La cena transcurrió agradablemente. Japp estaba de buen humor y
adoptó un aire protector. Norman se mostraba interesado. El señor
Clancy estaba tan excitado como cuando identificó el dardo fatal.
Nadie hubiera dicho que Poirot trataba abiertamente de impresionar
al escritor.
Después de la cena, tomado el café, Poirot se aclaró la garganta con
cierto embarazo, aunque tampoco restase importancia al momento.
—Amigos míos —empezó diciendo—, el señor Clancy me ha
expresado su interés por conocer lo que él llamaría mis métodos,
Watson. C'est ça, n'est-ce-pas? Propongo, si no tiene que resultarles
pesado... —hizo una pausa significativa, pero Norman y Japp se
apresuraron a decir que no, que sería muy interesante—, darles un
resumen de los métodos que he seguido en mis investigaciones en
este caso.
Guardó silencio para consultar sus notas. Japp murmuró al oído de
Norman:
—Se traga sus propias fantasías, ¿verdad? Pues no es vanidoso ni
nada, este hombrecillo.
Poirot le dirigió una mirada de reproche al tiempo que se aclaraba la
garganta:
—¡Ejem!
Tres rostros se volvieron cortésmente hacia él.
—Empezaré por el principio, amigos míos. Me situaré en el avión
Prometheus el día del fatídico viaje París-Croydon. Les expondré las
impresiones que recibí aquel día y las ideas que me sugirieron,
pasando luego a explicarles si se confirmaron o no en virtud de
futuras observaciones.
»Poco antes de llegar a Croydon, el camarero se acercó al doctor
Bryant, y este le siguió para examinar el cadáver. Yo les acompañé,
presintiendo que tal vez aquello pudiera interesarme personalmente.
Quizá tenga yo un punto de vista excesivamente profesional, cuando
se trata de asesinatos. Esos casos los divido en dos clases: los que
me interesan y los que no. Y aunque estos últimos son infinitamente
más numerosos, siempre que me hallo ante la víctima de un crimen
me siento como un perro olfateando el aire.
»El doctor Bryant confirmó el temor del camarero respecto a la
defunción de la viajera. Claro que, respecto a la causa de la muerte,
no podía emitir su juicio sin examinar atentamente el cadáver. Y
entonces fue cuando monsieur Jean Dupont sugirió que la muerte
pudo producirse por un shock causado por la picadura de una avispa
y, en apoyo de su hipótesis, nos mostró el insecto que acababa de
matar.
»Era una conjetura que, por no carecer de fundamento, parecía muy
aceptable. Podía verse la señal en el cuello de la difunta, señal muy
semejante a la que deja el aguijón de una avispa y, además, estaba
el hecho innegable de la presencia del insecto en el avión.
»Pero yo tuve la fortuna de descubrir en el suelo lo que a primera
vista hubiera podido tomarse por otra avispa muerta, pero que en
realidad era un dardo con un copito de seda amarilla y negra.
»Fue entonces cuando se acercó el señor Clancy y afirmó que aquello
era un dardo como los que algunas tribus lanzan con cerbatana.
Luego, como ustedes ya saben, se descubrió este artilugio.
»Cuando llegamos a Croydon, las ideas bullían en mi cerebro. Una
vez que me vi en tierra, mi cerebro empezó a funcionar con su
acostumbrada claridad.
—Siga, monsieur Poirot —sonrió Japp—. Prescinda de cualquier falsa
modestia.
Poirot reanudó su discurso tras dirigirle una mirada.
—Una idea predominaba en mi cabeza (como a todos los demás), y
era la audacia de un crimen cometido de aquel modo, y el hecho
sorprendente de que nadie lo hubiera advertido.
»Otros dos puntos me interesaban además. Uno era la oportuna
presencia de la avispa. El otro, el hallazgo de la cerbatana. Como
tuve ocasión de hacer observar a mi amigo Japp, ¿por qué diablos no
se desprendió de ella el asesino arrojándola por el hueco de la
ventilación? El dardo por sí solo hubiera sido difícil de identificar, pero
una cerbatana, que además conservaba aún vestigios de su etiqueta,
ya era otra cosa.
»¿Cuál era la explicación? Obviamente que el asesino deseaba que se
encontrase la cerbatana.
»Pero ¿por qué? Solo hay una respuesta lógica. Si se encontraba un
dardo envenenado y una cerbatana, se supondría que el asesinato
había sido cometido con un dardo disparado con ese chisme. Por
consiguiente, el crimen no se había cometido de aquel modo.
»Por otra parte, como había de demostrar el análisis, la muerte la
causó el veneno del dardo. Esto abrió mis ojos y me dio que pensar.
¿Cuál era la manera más segura de clavar un dardo en la yugular? Y
la respuesta no ofrece dudas: con la mano.
»Inmediatamente se vio la necesidad de que se encontrara la
cerbatana. Ésta sugería inevitablemente la idea de distancia. Si mis
deducciones no eran erróneas, la persona que mató a Giselle se le
acercó muy decidida y se inclinó sobre ella para matarla.
»¿Alguien pudo hacer algo así? Sí, dos personas. Los dos camareros
pudieron acercarse a madame Giselle e inclinarse sobre ella sin que
nadie notara nada anormal.
»¿Pudo hacer eso alguien más?
»Les diré que pudo hacerlo el señor Clancy. Era el único viajero que
había pasado por detrás del asiento de madame Giselle, y recuerdo
que fue el primero en llamar la atención sobre lo de la cerbatana y el
dardo envenenado.
El señor Clancy se levantó de un brinco.
—¡Protesto! —exclamó—. ¡Protesto! ¡Esto es una infamia!
—Siéntese —le ordenó Poirot—. Aún no he terminado. Quiero
exponerles paso a paso cómo llegué a mis conclusiones.
»Yo tenía ya tres presuntos autores del crimen: Mitchell, Davis y el
señor Clancy. Ninguno de los tres me parecía un asesino, pero
quedaba mucho camino por delante.
»Recapacité luego sobre las posibilidades que ofrecía la avispa. ¡Qué
interesante era esa avispa! En primer lugar, nadie se había fijado en
ella hasta que se sirvió el café. Esta circunstancia era ya muy curiosa.
En mi opinión, el asesino se propuso dar al mundo dos soluciones
distintas de la tragedia. Según la primera y más sencilla, madame
Giselle sufrió una picadura de avispa y sucumbió a un infarto. El éxito
de esta solución dependía de que el asesino pudiera recoger el dardo.
Japp convino conmigo en que esto podía hacerse fácilmente, en tanto
nadie sospechara que sucedía algo irregular. Además, yo no tenía la
menor duda de que habían cambiado el color original de la seda para
simular la apariencia de una avispa.
»El asesino, pues, se acercó a su víctima, le clavó el dardo ¡y dejó en
libertad la avispa! El veneno es tan activo que produce la muerte al
instante. Si Giselle gritara, con el ruido del motor nadie la oiría. Pero,
para el caso de que alguien la oyese, ya estaba zumbando la avispa
por el avión para justificar el grito. El insecto, se diría, había picado a
la pobre mujer.
»Ese era, como digo, el plan número uno. Pero suponiendo, como
realmente ocurrió, que se descubriera el dardo envenenado antes de
que el criminal pudiera recogerlo, la situación del asesino sería muy
comprometida. La muerte natural sería inaceptable. En vez de arrojar
la cerbatana por el hueco de la ventilación, habría que esconderla
donde se la pudiera encontrar cuando se registrase el avión y,
enseguida, surgiría la idea de que aquella era el arma del crimen. La
atmósfera adecuada para un disparo a distancia estaba creada y,
cuando se encontrara la cerbatana, se encaminarían las sospechas en
una determinada dirección.
»Ya tengo, pues, mi teoría del crimen, y mis sospechas contra tres
personas, que pueden extenderse a una cuarta:
»Monsieur Jean Dupont, que atribuyó la muerte a una picadura de
avispa, era quien se sentaba más cerca de Giselle y podía levantarse
sin que nadie se fijase. Pero, por otra parte, no me atrevía a admitir
que se hubiera arriesgado tanto. Concentré mis pensamientos en el
problema de la avispa. Si el asesino llevaba encima una avispa para
soltarla en el momento psicológico, debió traerla encerrada en una
cajita o algo por el estilo.
»De aquí mi interés por saber lo que llevaban los pasajeros en sus
bolsillos y en su equipaje.
»Y he aquí que llegué a un resultado totalmente inesperado. Encontré
lo que buscaba, pero no en la persona que esperaba. En el bolsillo del
señor Norman Gale había una cajita de cerillas vacía. Pero, según
todos declaraban, el señor Gale no se había acercado a la cola del
avión. Solo fue al servicio y volvió luego a su sitio.
»Y, a pesar de todo, aunque parezca imposible, había una manera
por la que el señor Gale hubiera podido cometer el crimen, como
mostraba el contenido de su maletín.
—¿Mi maletín? —preguntó Norman Gale entre alegre y sorprendido—.
Ni yo mismo recuerdo las cosas que llevaba.
Poirot le dirigió una amable sonrisa.
—Espere un poco. Ya hablaremos de eso. Ahora estoy exponiendo
mis primeras impresiones. Como iba diciendo, cuatro eran las
personas que podían haber cometido el crimen desde el punto de
vista de las posibilidades: los dos camareros, Clancy y Gale. Luego
estudié el caso desde otro ángulo: el del motivo. Si el motivo
coincidía con la posibilidad, tendría al asesino. ¡Pero, ay, no llegué a
un resultado satisfactorio! Mi amigo Japp me acusó de complicar las
cosas, pero les confieso que en la investigación del motivo procedí de
la manera más sencilla del mundo. ¿A quién aprovecharía la
desaparición de madame Giselle? Desde luego a su hija, ya que ella
heredaría una fortuna. Había otras personas que estaban en poder de
madame Giselle, o así lo parecía, por lo que sabíamos. Fue un trabajo
de eliminación. Solo uno de los pasajeros del avión se hallaba
complicado en los negocios de Giselle, y ese pasajero era lady
Horbury.
»Lady Horbury tenía evidentes motivos para desear la muerte de
Giselle. La noche anterior la había visitado en París. Se hallaba en
una situación apurada y tenía un amigo, un joven actor, que podía
muy bien ser el norteamericano que compró una cerbatana y sobornó
al empleado de la compañía aérea para obligar a Giselle a tomar el
vuelo de las doce.
»El problema se desdoblaba en dos. No veía yo la posibilidad de que
lady Horbury hubiese cometido el crimen, ni el motivo que pudieran
tener los camareros, ni el señor Clancy y el señor Gale para
cometerlo.
»Pero siempre, en el fondo de mi mente, bullía el problema que me
ofrecía la hija y heredera, aún desconocida, de Giselle. ¿Estaba
casado alguno de mis cuatro sospechosos y, en ese caso, podía ser su
esposa Anne Morisot? Si su padre era inglés, ella debió criarse en
Inglaterra. Pronto descarté a la mujer de Mitchell, que era un tipo
clásico de Dorset. Davis tenía relaciones con una muchacha cuyos
padres viven. El señor Clancy era soltero. El señor Gale estaba
evidentemente enamorado de la señorita Jane Grey.
»Debo decir que examiné cuidadosamente los antecedentes de la
señorita Grey, sabiendo por ella, por lo que dijo en el transcurso de
unas charlas, que se crió en un orfanato cerca de Dublín. Pero pronto
me convencí de que la señorita Grey no era la hija de Giselle.
»Confeccioné un cuadro con los resultados obtenidos. Los camareros
ni ganaban ni perdían con la muerte de madame Giselle, dejando
aparte el evidente shock que sufrió Mitchell. El señor Clancy planeaba
una novela inspirada en ese asunto, y esperaba ganar algún dinero
con ella. El señor Gale perdía la clientela. Poco adelantaba con esto
en mis investigaciones.
»Y, no obstante, estaba convencido de que el señor Gale era el
asesino, por la caja de cerillas vacía y por el contenido de su maletín.
Aparentemente, en vez de ganar algo con la muerte de Giselle, había
salido perdiendo, pero las apariencias pueden engañar.
»Decidí cultivar su amistad. Sé por experiencia que cualquiera que
hable mucho tiende a delatarse antes o después. Todos acaban por
hablar de sí mismos.
»Procuré ganarme la confianza del señor Gale. Fingí fiarme de él y
hasta solicité su ayuda para hacer un falso chantaje a lady Horbury. Y
entonces fue cuando cometió su primera equivocación.
»Le propuse que se caracterizase un poco y se dispuso a representar
su papel como un ridículo mamarracho. Aquello fue una farsa. Nadie,
estoy seguro, hubiera representado el papel tan mal como él se
proponía hacerlo. ¿Qué razón tenía para aquello? Pues que,
sabiéndose culpable, temía manifestarse como un buen actor. Pero
cuando yo enmendé su exagerado disfraz, quedó de manifiesto su
habilidad artística. Representó su papel a las mil maravillas y lady
Horbury no le reconoció. Entonces me convencí de que podía haberse
presentado en París como un norteamericano y de que en el
Prometheus podía haber representado también su papel.
»Y empezó a preocuparme seriamente mademoiselle Grey. O estaba
complicada en el asunto o era inocente y, en este caso, se convertiría
en víctima, ya que un buen día podía despertar como esposa de un
asesino. Para impedir un matrimonio lamentable, me llevé a
mademoiselle conmigo a París en calidad de secretaria.
»Y, mientras estábamos allí, se presentó la desconocida heredera a
reclamar la fortuna. Me intrigó en ella una semejanza que no podía
concretar. Hasta que al fin la identifiqué, aunque demasiado tarde.
»El hecho de que se encontrara en el avión y de que hubiera mentido
al respecto, desbarataba todas mis teorías. Ella era, sin ningún
género de dudas, la culpable que buscábamos.
»Pero si era culpable, tenía un cómplice en el hombre que compró la
cerbatana y sobornó a Jules Perrot.
»¿Quién era ese hombre? ¿Su marido?
»Y, de pronto, se me ofreció la verdadera solución, es decir, la
verdadera si se podía comprobar un punto.
»Para que mis deducciones fuesen correctas, Anne Morisot no debía
haber volado en aquel avión. Telefoneé a lady Horbury y me contestó
satisfactoriamente. Su doncella, Madeleine, viajó en el avión por un
capricho de última hora de su señora.
Poirot hizo una pausa. El señor Clancy observó:
—¡Hum! Veo que aún no queda muy probada mi inocencia.
—¿Cuándo dejó de sospechar de mí? —preguntó Norman.
—Nunca. Usted es el asesino. Espere y se lo explicaré todo. Japp y yo
hemos trabajado mucho esta semana. Es cierto que usted se hizo
dentista para complacer a su tío, John Gale. Adoptó usted su nombre
cuando se estableció como socio de él, pero era usted hijo de su
hermana, no de su hermano. Su nombre verdadero es Richards.
Como Richards conoció usted a Anne Morisot el invierno pasado en
Niza, cuando estaba allí con su señora. Lo que ella nos contó de su
infancia es cierto, pero la segunda parte de la historia la inventó
usted. No es cierto que ella ignorase el nombre de soltera de su
madre. Giselle estuvo en Montecarlo y allí alguien mencionó su
nombre auténtico. Usted pensó que allí podía haber una gran fortuna
a ganar, y eso atrajo a su temperamento de jugador. Por Anne
Morisot supo la relación que existía entre lady Horbury y Giselle.
»Usted concibió enseguida el plan del crimen. Giselle tenía que morir
de modo que todas las sospechas recayesen en lady Horbury. Maduró
su plan y este fructificó. Sobornó al empleado de la compañía aérea
para que Giselle viajase en el mismo avión que lady Horbury. Anne
Morisot le había dicho a usted que ella haría el viaje en tren y no
esperaba verla en el avión. Esto trastornó seriamente sus planes. Si
se descubría que la hija y heredera de Giselle había volado en aquel
avión, las sospechas recaerían en ella. Su idea original era que
reclamase la herencia protegida por una coartada perfecta, ya que no
se hallaría en el avión cuando se cometiese el crimen, y entonces
usted podría casarse con ella. La muchacha estaba loca por usted,
pero a usted lo que le interesaba era el dinero.
»Una nueva complicación vino a sumarse a sus planes. En Le Pinet
vio usted a Jane Grey y se enamoró apasionadamente de ella, y su
gran pasión le llevó a un juego aún más peligroso.
»Quería usted el dinero y a la mujer que amaba. Cometiendo un
asesinato por dinero no renunciaba usted a recoger el fruto de su
crimen. Atemorizó a Anne Morisot, diciéndole que si se presentaba
enseguida a revelar su identidad se haría sospechosa. Así pues, le
aconsejó que pidiese unos días de permiso y se la llevó a Rotterdam,
donde se casaron.
»A su debido tiempo la instruyó minuciosamente sobre la manera de
reclamar la herencia. No había que mencionar su empleo de doncella
de lady Horbury y debía dejar muy claro que ella y su marido no se
hallaban presentes en el lugar del crimen. Desgraciadamente para
usted, la fecha señalada para que Anne Morisot fuese a París a
reclamar su herencia coincidió con mi llegada a aquella ciudad,
adonde me acompañó la señorita Grey. Eso no encajaba con su
guión. La señorita Grey y yo podíamos reconocer en Anne Morisot a la
doncella de lady Horbury.
»Procuró usted verla a tiempo, pero fracasó y, cuando llegó usted a
París, ella ya había hablado con el abogado. Al reunirse con usted en
el hotel, ella le dijo que acababa de encontrarse conmigo. Las cosas
se ponían sombrías y resolvió usted actuar sin tardanza.
»Era su intención que su flamante esposa no sobreviviera mucho
tiempo a su condición de rica. Después de la ceremonia del
matrimonio, firmaron sendos testamentos dejándose mutuamente
cuanto tenían. Negocio redondo para usted.
«Supongo que intentaba usted llevar a cabo sus planes sin prisas. Se
hubiera ido al Canadá, con el pretexto de haber perdido a su
clientela. Allí habría vuelto a llevar el nombre de Richards y su señora
se hubiera reunido con usted. De todos modos, no creo que la señora
Richards hubiera tardado en morir, dejando una fortuna a un
desconsolado viudo. ¡Entonces hubiera regresado usted a Inglaterra
como Norman Gale, tras haberse enriquecido especulando con mucha
suerte en el Canadá! Pero, en vista de las circunstancias, creyó usted
que no había tiempo que perder.
Poirot se detuvo para tomar aliento y Norman Gale, echando atrás la
cabeza, prorrumpió en un carcajada.
—¡Es usted muy listo imaginando lo que se proponen hacer los
demás! ¿Por qué no se pone a escribir como el señor Clancy? —Y
cambiando de tono, exclamó indignado—: Nunca había oído tal sarta
de disparates. ¡No es demostrable, monsieur Poirot, todo eso que ha
imaginado!
Poirot se mantuvo inalterable.
—Tal vez no. Pero tengo algunas pruebas.
—¿De veras? —repitió Norman, en tono de mofa—. ¿Acaso puede
probar que fui yo quien mató a la vieja Giselle, siendo así que todos
los que iban en el avión saben bien que nunca me acerqué a ella?
—Le diré exactamente cómo cometió usted el crimen —le contestó
Poirot—. ¿Qué me dice usted de lo que contenía su maletín? ¿No
estaba de viaje de recreo? ¿Para qué quería la chaqueta blanca de
dentista? Eso es lo que me pregunté. Y he aquí la respuesta: por lo
mucho que se parecía a una chaqueta de camarero.
»Verá usted lo que hizo. Cuando el café fue servido y los dos
camareros pasaron al otro compartimiento, entró usted en el lavabo,
se puso la chaqueta blanca, se hinchó los carrillos con algodón, salió,
cogió una cucharilla de café del armario, que quedaba al otro lado,
corrió a lo largo del pasillo como corren los camareros, cuchara en
mano, hasta la mesa de Giselle. Le clavó el dardo en el cuello, abrió
la fosforera y soltó la avispa. Inmediatamente volvió al lavabo, se
cambió la chaqueta y volvió tranquilamente a ocupar su asiento. Todo
en un par de minutos.
»Nadie se fija en un camarero. La única persona que hubiera podido
reconocerlo era Jane Grey. Pero ya conoce usted a las mujeres. En
cuanto una mujer se ve sola, especialmente cuando viaja en
compañía de un hombre agradable, aprovecha la ocasión para
mirarse al espejo y empolvarse un poco.
—Realmente —se burló Gale— sería una reconstrucción admirable si
fuese cierta. ¿Y nada más?
—Bastante más —afirmó Poirot—. Como he dicho, en las charlas uno
tiende a hablar de sí mismo. Usted fue lo bastante imprudente para
comunicarme que, durante algún tiempo, estuvo en una granja de
Sudáfrica. Lo que no dijo usted entonces, pero que yo he averiguado,
es que se trataba de una granja de reptiles.
Por primera vez se reflejó el miedo en la cara de Norman Gale.
Intentó hablar, pero no encontró palabras.
—Estuvo usted allí bajo el nombre de Richards —continuó Poirot—. Y
allí han reconocido un retrato suyo transmitido por telefacsímil. Esa
misma fotografía ha sido identificada en Rotterdam como la del
Richards que se casó con Anne Morisot.
De nuevo intentó hablar Norman inútilmente. Se produjo en él un
cambio completo. El joven guapo y vigoroso parecía una rata que
busca un agujero por donde escapar y no lo encuentra.
—Sus planes se venían abajo rápidamente. La superiora del Institut
de Marie precipitó las cosas telegrafiando a Anne Morisot. Ocultar
este telegrama hubiera infundido sospechas. Advirtió usted a su
mujer que, si no suprimía ciertos hechos, uno de los dos se haría
sospechoso de asesinato, ya que, desgraciadamente, ambos
estuvieron en el avión al ocurrir el crimen. Cuando, al verla después,
se enteró usted de que yo había asistido a la entrevista, apresuró
usted las cosas. Temía usted que yo arrancase a Anne la verdad. Tal
vez ella misma sospechaba de usted. Le hizo abandonar
precipitadamente el hotel. Le administró a la fuerza cianuro en el tren
y le dejó el frasco en la mano.
—¡Qué condenada sarta de mentiras...!
—¡Ah, no! Había una contusión en su cuello.
—Repito que todo es mentira.
—Hasta dejó sus huellas dactilares en el frasquito.
—Miente. Llevaba...
—¡Ah! ¿Llevaba guantes? Creo, monsieur, que esta confesión nos
basta.
—¡Es usted un maldito charlatán!
Lívido de rabia, con el rostro desencajado, Gale se lanzó contra
Poirot. Pero Japp fue más rápido que él e, incorporándose de un
brinco, lo sujetó con sus manos de hierro mientras decía:
—James Richards, alias Norman Gale, tengo una orden judicial para
detenerle bajo la acusación de asesinato. Es mi deber advertirle que
cuanto diga servirá de prueba en su contra.
El detenido se echó a temblar con violentas sacudidas y parecía a
punto de desmoronarse. Una pareja de policías de paisano aguardaba
junto a la puerta. A una orden, se llevaron a Norman Gale.
Cuando se vio solo con Poirot, el señor Clancy lanzó un profundo
suspiro de felicidad.
—¡Monsieur Poirot! —exclamó—. Acabo de pasar por la emoción más
grande que he experimentado en mi vida. Ha estado usted
maravilloso.
Poirot sonrió con aire de modestia.
—No, no. Japp es más digno de admiración que yo. Él ha obrado
milagros para identificar a Gale como Richards. La policía de Canadá
le busca. Una muchacha con la que estaba liado allí, murió. Al
parecer, suicidio; pero luego se han descubierto hechos que parecen
indicar que fue asesinada.
—¡Es terrible! —exclamó el señor Clancy.
—Es un asesino —confirmó Poirot—. Y como muchos criminales,
atractivo para las mujeres.
El señor Clancy carraspeó.
—Esa pobre muchachita, Jane Grey...
Poirot asintió con tristeza.
—Sí, la vida puede ser muy dura. Aunque es una muchacha valiente y
se sobrepondrá al golpe.
Maquinalmente se puso a ordenar una pila de revistas que Norman
Gale había derribado con su brinco. Algo llamó su atención: la imagen
de Venetia Kerr en una carrera de caballos, charlando con lord
Horbury y un amigo.
Alargó la revista al señor Clancy.
—¿Ve usted esto? Antes de un año leeremos una noticia: «Se ha
concertado la boda, que tendrá lugar en breve plazo, entre lord
Horbury y lady Venetia Kerr». ¿Y sabe quién la habrá logrado?
¡Hércules Poirot! Y aún conseguiré otra.
—¿Entre lady Horbury y el señor Barraclough?
—¡Ah, no! Ese par no me interesa en absoluto. No, me refiero a la de
monsieur Jean Dupont y la señorita Jane Grey. Ya lo verá usted.
Un mes después, Jane fue a ver a Poirot.
—Debería odiarle, monsieur Poirot.
—Ódieme un poco, si quiere. Pero estoy persuadido de que es usted
de las personas que prefieren saber la verdad, por cruel que sea, a
vivir en un falso paraíso, aunque tampoco hubiera vivido en él mucho
tiempo. Librarse de las mujeres es un vicio que va en aumento.
—¡Con lo atractivo que era! —exclamó Jane, y añadió—: Jamás
volveré a enamorarme.
—Claro —aceptó Poirot—. El amor ya ha muerto para usted.
Jane asintió.
—Pero lo que ahora debo hacer es trabajar, ocuparme en algo
interesante que absorba mi pensamiento.
—Le aconsejaría que se fuese a Irán con los Dupont. Tendría una
ocupación interesante, si quiere.
—Pero... pero yo creía que eso era solo una broma.
—Al contrario. Se me ha despertado tal interés por la arqueología y la
cerámica prehistórica que les he mandado el donativo prometido. Y
esta mañana he tenido noticias de que confiaban en que usted se
uniera a la expedición. ¿Tiene usted nociones de dibujo?
—Sí, en la escuela dibujaba bastante bien.
—Magnífico. Se divertirá usted de lo lindo.
—Pero ¿de veras desean que vaya yo?
—Cuentan con usted.
—Sería maravilloso poderse alejar una temporada —Los colores
afluyeron de pronto a su rostro—. Monsieur Poirot... —lo miró con
cierto recelo—... ¿no dirá eso solo para mostrarse amable?
—¿Amable? —repitió Poirot, fingiendo horrorizarse ante la idea—.
Puedo asegurarle, mademoiselle, que, cuando se trata de dinero, solo
soy un hombre de negocios.
Parecía tan ofendido que Jane rápidamente se apresuró a disculparse.
—Quizá —aceptó ella— no sería mala idea que visitase algún museo,
para familiarizarme con la cerámica prehistórica.
—Muy buena idea.
Ya en la puerta, decidió volver junto a Poirot para decirle:
—Tal vez no haya sido amable con todos en este caso, pero ha sido
usted muy bueno conmigo.
Y tras darle un beso en la frente, se alejó.
—Ça, c'est tres gentil! —exclamó Hércules Poirot.