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De aquella época universitaria, puedo recordar que era un chico confuso.

Mi primer año lejos de mi familia, de mis amigos, viviendo solo en la


residencia. Estaba allí gracias a una beca deportiva, pues comencé mi carrera
en la natación de adolescente y, gracias a mis habilidades y rapidez en el agua,
pronto recibí toda clase de subvenciones. Pese a tener más fácil el aprobar,
me tomé muy en serio mis estudios de Informática, pues ignoraba lo que la
natación me depararía: una lesión, pocas oportunidades, el hacerme adulto.
La mayor parte del tiempo la tenía que dedicar al entrenamiento con otros
becados. Aun así, fui sacando bastante bien las asignaturas de aquel primer
curso.
Hice amigos, por supuesto; incluso obtuve popularidad (especialmente
entre las chicas) al ganar varios certámenes de natación, lo cual prolongaría
mi beca, algo que ayudó a mis padres, ya que, de otra forma, no se hubieran
podido permitir enviarme a una universidad tan lejana. Yo solía trabajar
durante los veranos desde los dieciséis años, aunque mis padres siempre me
obligaban a guardarlo para mis gastos, sacarme el carné de conducir o gastarlo
en irme de viaje con mis amigos. Toda su vida trabajaron duro para ayudarme
a mí y a mi hermano pequeño. Especialmente, se esforzaron por permitirme
competir en lo que más me gustaba: nadar. En lo único en lo que yo me sentía
especial.
Mi afición era tocar la guitarra española y sabía componer un poco de
forma autodidacta. Cantaba bastante bien, modestia aparte, pese a que ello tan
sólo era eso, un simple hobby que, además, gustaba mucho a las chicas.
De mí decían que era muy guapo y atlético, aunque yo no lo pretendiera.
Muchas mujeres me iban detrás, pero yo pasaba de todas. Por aquel entonces,
aún no me daba demasiada cuenta de mi creciente confusión. Lo achacaba
todo a que era más maduro que otros chicos de mi edad y que mis metas en la
vida eran otras más importantes que las de echar un polvo con chicas guapas.
En mi adolescencia nunca tuve relaciones amorosas, más allá de un beso en la
discoteca de la playa. Cuando una chica se me insinuaba, no me acostaba con
ella, puesto que no sentía ningún impulso especial, aunque a mis amigos les
contaba mentiras sobre el tema para que no me consideraran raro.
En la recta final del primer año de universidad, conocí a la que sería
durante unos meses mi novia: Sabrina. También competía en natación, así
que teníamos algo en común. Supongo que, de algún modo, comencé a
sentirme presionado por mis nuevas amistades, porque afirmaban que el que
un chico «tan atractivo» no saliera con una chica guapa, simpática, deportista y
lista, no era normal. Y yo deseaba ser «normal», como cualquier hombre de mi
edad. Al estar con ella me reía, hablábamos de nuestros sueños de ir a unos
Juegos Olímpicos o a un mundial. La primera vez que me acosté con ella le
sorprendió que todavía fuera virgen, e intenté hacerla feliz. El problema fue
que no disfruté del sexo, y lo que realmente me preocupaba desde hacía años
vino a mi mente. ¿Y si yo no era «normal»? Las mujeres no me excitaban y,
aunque tenía una magnífica empatía con ellas, no las veía como algo deseable.
Quería a Sabrina, pero no como se merecía que la amaran.
Llegó el verano; trabajé en la gasolinera de mi tío para ayudar a mis padres
y ahorrar para mis gastos durante el curso siguiente. Estaban muy contentos
por mi relación con Sabrina y deseaban conocerla. Eso me agobió bastante
y apelé a que no podía venir a pasar una semana al pueblo (y a ella le dije
que no tenía sitio en casa para que viniera), porque de Valencia a Cádiz el
desplazamiento era muy pesado. No es que no deseara verla, pues éramos
muy amigos y, oficialmente, ella era mi novia, pero temía volver a las clases
porque no sabía cómo afrontar mi confusión.
Cuando ese momento llegó, al fin comprendí. La confusión desapareció
para dar paso a la dolorosa claridad, a la certeza de mi verdadero ser interior.
Hacía días que había llegado a la universidad antes del comienzo de las clases,
pues debía aclarar temas de papeleo, pagos y burocracia en la secretaría de la
residencia.
Fue la primera vez que le vi: de espaldas, apoyado en la mesa de la
administración, rellenando sus papeles. Mi vida cambió en ese preciso
momento, pues comprendí lo que mi corazón no dejaría de sentir jamás por
él. Fue extraño, fue nuevo, fue perturbador, pero también lo aclaró todo.
No era demasiado alto, aunque sí esbelto. La forma de su cuello, de sus
hombros, de su estrecha cintura y caderas, el trasero respingón en el cual no
pude evitar fijarme, el cabello oscuro, ondulado y brillante que le tapaba la
cara de forma tímida. Entonces, vi sus ojos tras las gafas de pasta. Eran tristes
y lánguidos, azul oscuro, pero me parecieron los más hermosos, divinos y
maravillosos del mundo.
Él se fue y yo me quedé petrificado. Ni siquiera reparó en mí, en el rubor
que coloreaba mis mejillas, en el temblor de mis labios ansiosos, en mis ojos,
que le adoraron. Tampoco escuchó el latir alocado de mi pobre corazón.
El amor a primera vista siempre me pareció, hasta entonces, una estupidez,
pues yo era de todo menos enamoradizo hasta ese preciso momento en el que
la luz y la claridad me inundaron, hasta el instante en el que me di cuenta de
que aquel chico sería el único amor verdadero de toda mi vida.
No sé ni cómo, pero conseguí averiguar con quién compartía habitación,
así que, ni corto ni perezoso, fui a por el tipo y conseguí cambiarme por él.
Me costó mi habitación individual y casi todo el dinero ganado en verano.
Lo que fuera con tal de tener cerca al chico desconocido. El tío no hizo
preguntas. Creo que me vio tan desesperado y dispuesto a dar cualquier cosa
que se aprovechó de mí. Ni me importó, y eso que iba a pasarme todo el curso
sin blanca.
Nervioso como nunca en mi vida, ansioso e incrédulo incluso por lo que
estaba haciendo, me fui derecho a la nueva habitación. Le debí pedir a todos
los dioses del universo que el chico estuviera en ella, y me escucharon. Al
entrar, intenté ser natural.
—Hola, me llamo Marc. ¿Y tú? —Alargué la mano para presentarme. Él
sonrió tímidamente. Lo supe de veras: no deseaba nada más que hacerle reír,
porque se ponía guapísimo. Alargó su mano hacia mí para presentarse y al
tocarla un escalofrío me recorrió por completo.
—Hola. Yo soy Samuel, encantado. C-Creía que mi compañero era otro.
—Su voz era suave, aunque masculina. Me encantó. Imaginé lo que sería
escucharla en mi oído y eso me disparó las hormonas. Cada vez tenía más
calor.
—Ya, el tío me pidió el cambio por no sé qué —mentí descaradamente—.
De todos modos, seguro que has salido ganando. —Comencé a quitarme la
ropa delante de él, un poco nervioso. Realmente le tenía allí, era verdad que
había hecho una locura.
—Veo que tocas la guitarra —se interesó al verla.
—Me gusta componer por hobby, pero mi verdadera pasión es la natación.
Tengo una beca. —Fui desprendiéndome de las molestas prendas hasta
quedarme en boxers.
—Yo sé componer. Me enseñó mi madre de niño y luego entré en el
conservatorio, pero ella murió hace casi un año.
—L-Lo siento. —Escuchar ese sufrimiento y ver la expresión melancólica
en su rostro me partió el corazón. Deseé estrecharlo entre mis brazos y
sentir su cuerpo pegado al mío, deslizar mis labios trémulos hasta aquella
boca entristecida y besarla para que sonriera. Mi entrepierna se excitó, así que
me inventé una excusa rápida para desaparecer de su vista antes de que me
empalmase demasiado—. Voy a la ducha, hace calor. —Me cerré por dentro y
estuve un rato observando mi abultado pene. Ya había manchado el boxer por
la excitación. Me lo quité para comenzar a masturbarme. Enseguida aparté las
manos; no debía hacer aquello pensando en él nada más conocerle.
Rápidamente me duché con agua fría y estuve bastante rato. Al salir, algo
más relajado y consciente de que debía controlar mis emociones, intenté ser
amable con Samuel. Él, por aquel entonces, se comportaba de forma tímida,
siempre cabizbajo, poco hablador. Supe que me costaría conseguir que se
abriera a mí, porque estaba claro que algo oscurecía su interior. Sus sonrisas
no expresaban felicidad, sonreía porque debía, no porque quisiera.
Aquella primera noche compartiendo mi vida con él, apenas si dormí. Yo
tenía novia, una carrera como nadador por delante y no debía decepcionar a
mis padres. Sin embargo, escuchar su respiración acompasada y saberle tan
cerca de mí me hizo comprender que yo estaba allí porque me gustaba tanto
que el corazón me dolía, y que mi meta sería hacerle sonreír sinceramente.
Nada más.
De este modo, comenzó la historia que tuve con el amor de mi vida. Así
empecé a desear escuchar el susurro de sus besos en mi oído.


Toda mi vida estuve solo. Tengo un padre, tuve una madre. El primero
siempre fue extremadamente recto, exigente y, sobre todo, intransigente. La
segunda me abandonó a los diecinueve años. Puede que ya fuera un hombre,
que no es lo mismo que se vaya cuando eres niño; sin embargo, durante la
mayor parte de mi vida ella estuvo alejada de mí. Era compositora, directora
de orquesta y tocaba el violín de forma extraordinaria. Estaba de gira casi todo
el año, aunque yo creo que se avergonzaba de mi padre y por eso se alejaba,
dejándome a mí atrás. Por lo tanto, la mano dura de ese hombre fue la que
me crió, la que me hizo ser tímido, triste y lleno de dolor, solamente aliviado
cuando mi tía nos visitaba y me colmaba de cariño.
Mi madre me enseñó a componer y me instó a aprender en el conservatorio,
así que lo hice, porque la adoraba y deseaba complacerla. Mi padre estuvo en
desacuerdo, aunque como amaba a mi madre sinceramente, le permitió ese
capricho conmigo. Estuve en el conservatorio mucho tiempo, pero en cuanto
mi madre se fue para siempre, mi padre me obligó a salir de allí. A mí me dio
todo igual, pues estaba deprimido.
La convivencia de aquel año sin mi madre fue terrible. No sólo ambos
nos culpábamos de que ella ya no estuviera ni fuese a volver, que nos hubiera
abandonado, sino que, además, creíamos que el error había sido del otro.
Pero como no estábamos capacitados para hablar entre nosotros, la relación
fue cada vez más tensa. Finalmente, él decidió enviarme a estudiar a una
universidad que estaba convenientemente muy lejos, así que tendría que vivir
solo en una residencia. Pero la palabra «solo» no me asustó, porque me di
cuenta de que eso era lo que había estado toda mi vida. Hasta que conocí a
Marc. Y entonces, en contra de mi voluntad, dejé de estarlo.
Mi padre era un rico empresario y su mandato fue que estudiara
administración de empresas. Yo simplemente acaté las órdenes, pues no tenía
metas en la vida. La música me recordaba dolorosamente a mi madre, así que
decidí dejarla atrás. Llegué a la residencia universitaria sabiendo que debía
compartir habitación. Me ilusionó pensar que podría hacer un amigo (un
poco a la fuerza), aunque me dio un miedo atroz relacionarme con alguien
desconocido.
Aquel día, mi vida cambió completamente. Tenía entendido que mi
compañero de cuarto era un tal Eduardo, pero el chico que apareció ante
mí se presentó como Marc: un ángel salvador. Cuánta verdad había en ello,
aunque yo todavía no lo supiera.
Su sonrisa alegre, sus ojos danzarines y verdes, el pelo que resplandecía,
castaño muy claro, a la luz de sol. Creo que me deslumbró; es como lo
recuerdo.
Nunca imaginé que, de un instante para otro, alguien como él me
hiciera sentir esa sensación tan cálida, pero que me dio tanto miedo. Yo era
homosexual. Si mi padre lo hubiese sabido, entonces creo que me habría
matado, aunque nunca sentí atracción especial por un chico en particular.
Para qué, si no habría podido estar con ninguno. Me veía en esa época feo,
simple, inservible. No me daba cuenta de que podía hacer que otros chicos se
sintieran atraídos por mí, especialmente él. Aun así, su alma maravillosa me
llegó como una ola y no pude evitar anhelarle.
—Hola —me dijo con la mano levantada. Luego la alargó hacia mí y,
nervioso, tuve que estrecharla entre la mía. Él desprendía mucho calor. No
pude evitar sonreírle sinceramente—. Me llamo Marc. ¿Y tú? —Tenía un
gracioso acento andaluz que al principio no supe distinguir. Más adelante, me
dijo que era de un pueblo de Cádiz.
—Hola. Yo soy Samuel, encantado. C-Creía que mi compañero era otro
—balbucí como un idiota.
—Ya, el tío me pidió el cambio por no sé qué. —Comenzó a desnudarse
delante de mí; no me podía creer que fuera tan natural sin conocerme de
nada—. De todos modos, seguro que has salido ganando. —Por supuesto
que había ganado, porque realmente Marc estaba buenísimo: alto, atlético,
moreno de piel, depilado, con un culo de infarto y una sonrisa preciosa.
—Veo que tocas la guitarra. —Intenté cambiar de tema, porque he de
reconocer que verlo así me estaba volviendo loco.
—Me gusta componer por hobby, pero mi verdadera pasión es la natación.
Tengo una beca. —Se quedó en ropa interior y mi entrepierna se dedicó
a levantarse sola. No estaba acostumbrado a ver hombres como él a medio
metro de mí.
—Yo sé componer. Me enseñó mi madre de niño y luego entré en el
conservatorio, pero ella murió hace casi un año.
—L-Lo siento. —Pareció francamente preocupado. No debí contarle
nada de eso así, de repente.
—Voy a la ducha, hace calor. —Mientras escuchaba el sonido del agua
correr, me imaginé las gotas recorrerle el cuerpo. Incuso pensé en hacerme una
paja antes de que saliera, porque de veras que lo necesitaba. Evidentemente,
no lo hice.
Así comenzó el día en el que él me acompañó durante la época más
desesperante y, a la vez, feliz de mi vida. Por aquel entonces lo ignoraba, pero
todo lo que él decía y hacía, era para conseguir que sonriera sinceramente ante
la vida. Se convirtió en mi mejor amigo, en mi amor platónico.
Así comenzó nuestra historia, así empezó a desear escuchar el susurro de
mis besos cuando le sonreía, sin que yo lo supiera.


Hacía tan solo una escasa semana que las clases habían dado comienzo
y lo cierto era que a Samuel no le entusiasmaban en absoluto. Si estudiaba
Dirección de Empresas, era porque su padre no le había dado otra opción,
pero con tal de alejarse de este, en aquellos momentos le importó bien poco.
No creyó que le fuera a suponer aburrimiento tal. Además, su predisposición
a la soledad no es que le deparase demasiadas muestras de amistad; en general,
los demás estudiantes de las clases a las que asistía ya habían formado grupos
y no estaban dispuestos a dejar entrar a un nuevo miembro en su círculo. Lo
prefería, nunca en su vida se le dieron bien las relaciones personales.
Así que se dirigió solitariamente a la primera clase de la mañana, después
de que Marc le despertara casi tirándolo de la cama. Ese idiota siempre se
las ingeniaba para parecer inocente ante las bromas, como si se conocieran
de toda la vida. Pese a ello, no podía evitar levantar el muro de indiferencia
aparente para que él no penetrara más. Lo que menos deseaba era hacerle sufrir
y mucho menos que se diera cuenta de lo que sentía por él. Vivir en un cuarto
tan pequeño, con un tío tan bueno, podía resultar un tanto desesperante. Esas
piernas largas, musculosas y bien torneadas, el abdomen marcando «tableta de
chocolate» y lo abultado de sus calzoncillos. A veces deseaba castrarse para no
excitarse de manera tan física, porque las pasaba canutas. Si él se daba cuenta
de la excitación de su entrepierna, iba a ser difícil de explicar. Pero decir que
le ponía como una moto, era poco.
Entró en clase todavía con pensamientos casi adolescentes, aunque ya no
lo fuera con veinte años, pero es que Marc era mucho hombre para no pensar
en él y en todo lo que se podía hacer en la cama con alguien así. Casi sin darse
cuenta, tropezó con una de las sillas y cayó prácticamente de bruces. Para
evitar el impacto, se agarró de lo primero que pudo: el cabello de la chica que
estaba sentada al lado. Esta chilló dolorida:
—¡¿De qué vas, papafrita?! —gritó, pero al ver a Samuel en el suelo,
gimiendo dolorido, entendió que había sido un accidente. Lastimada, se frotó
la cabeza mientras se mordía el labio—. ¿Estás bien? —le preguntó a Samuel.
Este la miró con dolor en la expresión, aunque intentando levantarse. Al
apoyar la palma de la mano derecha, sintió una tremenda punzada.
—Perdona, es que me caía y… Joder.
—¿Te duele la muñeca? —Ella se acuclilló a su lado, todavía con la
mano en la cabellera. Otros estudiantes ayudaron a Samuel a sentarse y le
preguntaron por su estado.
—Gracias —dijo con timidez—. Estoy bien, sólo me he hecho daño en la
muñeca. —Ella alargó la mano para cogerle de esta y examinarla.
—¿Te dolió mucho? —Su acento era curioso. Samuel supuso que de
Canarias.
—Sí, la verdad es que sí. Perdona lo del pelo, fue sin…
—Sí, sí, lo sé. Tranquilo, mi niño.
Ella sonrió abiertamente. No le pareció muy guapa, supuso que por
ser chica, aunque desde luego era simpática y dulce. Sus cabellos castaños
estaban un poco despeinados a causa del accidente y el frotamiento, y sus ojos
marrones y grandes le miraban preocupados. Con cuidado, la chica le movió
la mano hacia atrás.
—¡¡Ay!! La madre que… —Sonrió al ver cómo le sacaba la lengua.
—Es una venganza por tu estirón. Bueno, guapo, mi chico estudia
Medicina, así que te voy a ofrecer a él como conejillo de indias.
—Es justo después de lo que te he hecho en el pelo. —Se levantaron y la
chica cogió sus cosas—. Pero perderás la clase.
—Mira, mi niño, eres una excusa para librarme de este rollazo. El año que
viene cambio de carrera definitivamente.
—Sólo llevas una semana.
—Fue suficiente el primer día. Eso me pasa por no sacar nota en
selectividad. A ver si el año que viene hay más suerte y entro en Magisterio,
adoro los críos.
—La verdad es que yo también odio esta carrera, pero paga mi padre, así
que…
—¿Cómo te llamas? —Caminaron en dirección a la salida de la facultad—.
Yo soy Sara. —Se dieron los dos besos de rigor.
—Samuel.
—Mi chico está en la especialidad de traumatismos, así que tranquilo, que
se portará bien. Seguro que te torciste un poco la muñeca. Vivimos cerca,
ahora tendría que estar en casa. ¿Vamos?
—Claro. ¿Te duele la cabeza? No sabes cuánto lo siento.
—Nada, tengo la mollera dura.
Estuvieron hablando un rato sobre de dónde venían y qué esperaban sacar
de su experiencia en la universidad, lejos de casa.
—Vine desde Las Palmas de Gran Canaria porque David, mi novio, es
de aquí, de Valencia. Nos conocimos por Internet hace dos años. En mi casa
fue un escándalo, pero bueno, a estas alturas mis padres ya le conocen, ha
dormido en casa y saben que es un buen tío. ¿Y tú? ¿Tienes novia? —Samuel
se puso colorado.
—No —dijo tajante—. No soy muy popular.
—Bah, pero si eres monísimo, Samuel. —Le empujó rudamente para ser
una chica, sin dejar de reírse.
Ella notó el cambio del tono de la piel de Samuel: de blanquecino a
púrpura en cuestión de segundos. Al principio creyó que era por lo que le
había dicho, pero se dio cuenta de que este miraba hacia el fondo del pasillo.
Vio caminar hacia ellos, con paso apresurado, a un chico realmente guapo.
—¡¡Samuel!! ¿Qué haces aquí? ¿No tenías clase?
—¿Y tú?
—Había quedado con un compañero que estudia en esta facultad. Ah,
hola. —Marc sonrió a la chica de ojos grandes que le miraba de arriba abajo
sin pudor alguno.
—Ella es Sara, una compañera de clase. Y este es Marc, mi compañero de
cuarto en la residencia. —Ni corta ni perezosa, le arreó dos sendos besos en
las mejillas.
—Encantada.
—Igualmente.
Que ella cogiera de la mano a Samuel no le hizo ni pizca de gracia a Marc,
que sintió una oleada de celos subiéndole por la garganta.
—Perdona, tenemos que irnos. —Sara los interrumpió tirando del chico
moreno, que sonrió a Marc, confuso.
—¿Dónde van? —inquirió Marc sin entender.
—Luego te lo cuento —dijo Samuel.
Sara echó a correr al trote arrastrándole y dejando atrás al confundido
nadador.
Este observó a la pareja, confuso, celoso, angustiado. Era natural que
Samuel se echara «novia» tan rápido con lo bueno que estaba, aunque se
empeñara en taparlo con ropas anchas.
—Joder —masculló cabreado de pronto—. ¡Joder! —repitió ofuscado,
dándose la vuelta en dirección a su facultad.
Había ido a ver a Samuel, pero ya no importaba. No odiaba a Sara;
simplemente, es que no quería que «su chico» estuviera con nadie más
que con él. Y no poder hacer que esto último sucediera, le ponía frenético.
Sólo llevaban conviviendo una semana y ya le sentía como parte de su vida.
Intentaba hacerle bromas, vapulearlo un poco en plan machos con tal de
tocarlo, fastidiarlo, hacerle reír en definitiva, pero Samuel era duro de roer.

Aquella misma mañana, al despertarse, le había visto medio desnudo


sobre la cama: la forma masculina de sus piernas, el vello suave que las cubría
y que salía de la cintura de los boxers hasta el ombligo perfecto. Sintió la
necesidad de buscar el bulto en su ropa interior, pero una de las piernas
tapaba lo deseado, así que tuvo que contentarse con la forma redondeada y
sexy de sus nalgas y con el vello que, imaginó, debía cubrir una parte de estas.
Se puso muy cachondo.
Lo abultado de su verga le hizo desistir del escrutinio deliberado, como
el de un ladrón que acecha lo que más desea robar y se excita sólo de pensar
que puede poseerlo. La diferencia era que Samuel no era una joya que pudiera
tener, ni siquiera robándola.
Sintió rabia, así que decidió despertarlo a trompicones. Le agarró, colcha
incluida, para levantarle.
—¡¡Idiota!! —escuchó que le gritaba—. ¡¡Imbécil, bájame!!
—Es que ibas a llegar tarde, pisha.
Él le miró despeinado, con sus preciosos ojos azules chispeantes. El mero
hecho de haber conseguido que reaccionara, aunque fuera por el enfado, le
encantó. Fue como un triunfo.
—¡Que me bajes o te meto!
—¿Qué me piensas meter y por dónde?
—¡¡MARC!! —insistió desasiéndose y cayendo sobre el colchón, hecho
un revoltijo—. ¡Idiota! —Con colcha incluida y a trompicones, se fue directo
al baño, cerrando de un portazo.
Esa mañana había sido feliz. Nadó muchísimo mejor que de costumbre e
incluso las pruebas médicas parecieron salir perfectas. Todo genial, hasta que
tuvo que ver que Samuel se iba con aquella chica.
¡¡Menuda mierda!!

Samuel y Sara, ajenos a la desazón de Marc, ya estaban en el bloque de


edificios donde vivía ella con su novio.
—Siento haber sido brusca con tu amigo, pero teníamos prisa.
—No es mi amigo —se puso a la defensiva y ella lo notó de inmediato.
—Pero compartes habitación con él, digo yo que…
—Marc no es más que mi compañero de cuarto.
—Pues parecían ustedes amigos. —Él hizo un gesto con los hombros en
señal de «me da igual», aunque, en realidad, no era cierto. Sara suspiró; aquel
chico era raro—. Ya, perdona.
Recordó la reacción de Samuel al ver que el tal Marc se les acercaba. Y
ella, que tenía un tercer ojo en la frente, podía ver cómo eran las personas
nada más conocerlas. Así que una ligera sospecha comenzó a rondar entre
sus ideas, sobre lo que debía pasarle a Samuel con Marc y por qué afirmaba
con tanta rotundidad que no eran amigos. Sin embargo, era muy precipitado
hacer que confesase, ya que apenas estaban empezando a congeniar.
—Sara, ¿qué estás tramando? —Un chico jovial de ojos claros, alto y
guapo, salió de la cocina para saludar.
—¿Yo?
—Esa es tu expresión de «tramo algo maligno». —La besó con fuerza en
los labios, con amor. Samuel no pudo evitar sonreír ante aquella muestra
de cariño sincero—. Tú debes ser Samuel, encantado. —Él fue a tenderle la
mano, pero una punzada de dolor le hizo desistir.
—La tienes hinchada —dijo David, observador.
—Es que he caído aparatosamente.
—Creo que te la has torcido un poco. —Mientras se dirigía hacia la sala,
David le hizo algunas preguntas—: ¿Llevas medallas, anillos o piercings?
Porque debes quitártelos.
—Eh, no. ¿Para qué?
—Nos vamos a que te hagan una radiografía de la muñeca. La veo muy
hinchada. ¿Crees que puedes estar embarazado? —dijo con total seriedad.
Samuel se echó a reír espontáneamente. Ese chico le caía bien y ella
también. Qué raro, estaba a gusto con ellos.
—Creo que no. Soy virgen, casto y puro.
—¿Qué? ¿Virgen? No puede ser cierto. —Sara se le agarró del brazo
sano—. Un chico tan mono. ¡Qué desperdicio!
—Che, que estoy delante, un poco de respeto —comentó David.
—Ay, mi amor, que no soy ciega. Yo te dejo mirar a otras.
—¡Pero tú ya le estás metiendo mano! —aparentó estar celoso.
—Creo que voy a pedir que me trasladen a tu residencia universitaria,
Samuel. Para ver al rubio cachas y guapo. —Se lamió los labios mientras
David se hacía el ofendido, pero Sara lo que quería era ver una reacción en
Samuel, y la tuvo—. ¿Qué te parece, Samuel?
—Eh, no c-creo que…
—¿Es que tu compañero tiene novia?
—No, que yo sepa. Pero tú tienes novio y… —balbució confuso con el
ceño algo fruncido, además de aparentemente molesto.
—¡Es broma, Samuel! Yo ya tengo a mi macizo particular, que también
es rubio y pelo pincho. —Cambió de brazo para pasarse al de David, que le
guiñó un ojo a Samuel.
—No digas nada, pero creo que la tengo en el bote. Esta noche hay tema.
Samuel volvió a reírse inesperadamente. Estar con ellos resultaba agradable,
porque después de la revisión en el hospital y el vendaje de la muñeca, sintió
tristeza al despedirse.
—Llévala en cabestrillo por ahora. Tienes un esguince que persistirá por
lo menos una semana. Ponte la crema que te he dado y cambia el vendaje.
—¿Cuándo me lo revisarás? —dijo anhelante de volver a verle.
—Mira, te doy mi número de móvil. Llámame en un par de días y luego
nos tomamos un café juntos.
—¡Claro!
—Este es el mío. —Sara se lo escribió en un papel—. Aunque nos veremos
en clase mañana.
—Seguro que ya no será tan soporífera —apuntó David—. Os aburriréis
juntos.
—¡Hasta pronto!
Samuel los dejó atrás, entre contento y entristecido. En la hora de la
comida sacó el móvil y apuntó en la vacía agenda los nuevos números. Era
reacio a mantener amistades y, sin embargo, sintió empatía por aquella pareja.
Era ya hora de tener amigos.


A Samuel le picaba la muñeca debido a los apretados vendajes y a que el


efecto del relajante muscular comenzaba a desvanecerse. Le dolía muchísimo,
y si a eso se le añadía que estaba empezando a sentirse deprimido otra vez,
peor aún.
—Tonterías. No necesito medicarme, está todo en mi cabeza —musitó
para sí mientras se dirigía a la habitación.
Tenía mucho que hacer con el material de las clases, no quedaba tiempo
que perder. Cuando entró, Marc estaba semirecostado en su cama tocando un
poco la guitarra. En cuanto este le vio con el brazo en cabestrillo casi tiró el
instrumento, como si de un trasto viejo se tratara, antes de abalanzarse sobre
Samuel.
—¡¿Pero hombre, qué te ha pasado?!
—Nada, que me he torcido la muñeca.
—¿Estás bien?
—Pues me duele, la verdad. ¡Y me pica! —se quejó molesto.
—Si quieres, te rasco —ofreció solícitamente.
—No digas bobadas. ¿Ves que las dos manos estén vendadas? —contestó
con rudeza.
—Perdona, hombre. —Marc se sentó de nuevo, abatido; no quería otra
cosa que ayudarle. De pronto, sonó el móvil de Samuel y ambos se quedaron
sorprendidos.
—¿Sí? ¡Ah, Sara! —La aleta de la nariz y el labio superior de Marc se
levantaron en un rictus de desdén—. Estoy bien, sí. Sí, dile a David que hizo
un buen trabajo con mi muñeca. Bueno, sí, ahora en frío me molesta más,
claro. Sí, claro. Me lo tomaré después de cenar. Vale, gracias a los dos. Hasta
mañana.
—¿Era la chiquilla de esta tarde?
—Sí —respondió escuetamente.
—Era muy mona.
—Ya. —No le hizo nada de gracia semejante comentario.
—Y es…
—¿Por qué no dejas de molestar? ¡Me duele la muñeca y me encuentro
mal! Corta ya tu insistente parloteo andaluz —terminó sarcásticamente.
Marc frunció el ceño y, tras coger la llave, se marchó sin decir nada. No
dio ni siquiera un portazo. Samuel se quedó con la cabeza gacha, sintiéndose
mal.

Marc bajó a la cafetería para cenar en el bufet libre. Apenas comió, se


le había quitado el hambre. El móvil sonó de improviso, haciéndole dar un
respingo. ¡A lo mejor era Samuel para pedirle perdón!
—¿Diga?
—¡Hola, cari! ¿Qué haces? —Era Sabrina.
—Eh… Estoy cenando, na más. —Una punzada de decepción fue lo que
sintió. En realidad, Samuel no tenía su número.
—¡Estupendo! Voy para allá, ando cerca.
—¡¡No!! Es que ya terminaba y me duele la cabeza un poco —puso de
excusa.
—Vaya. Pues tómate algo, a ver si vas a estar incubando un virus.
—Claro, eso haré.
—¿Quedamos mañana?
—No puedo, tengo el día completo. Ya nos vemos en el entrenamiento.
—Pero yo mañana no tengo, cari —se quejó su novia.
—Lo siento. —Movió el pie nervioso; no tenía ganas de hablar con ella—.
Bueno, me voy a tomar alguna aspirina y a descansar. Tengo que entregar un
trabajo la semana que viene y voy un poco retrasado. Un beso.
—¡Te quiero! Pórtate bien.
—Sí, adiós. —Colgó cuanto antes, suspirando entre aliviado y culpable.
No quería hacerla sufrir, tenía que cortar con ella, pero ¿cómo y cuándo? Lo
de Samuel era imposible y él tampoco quería complicarse la vida saliendo
con tíos. No era bueno para su carrera de nadador, ni que sus compañeros se
enteraran.
Abatido, se dirigió a la habitación; al entrar, Samuel le miró con una
sonrisa tímida.
—Perdona por lo de antes.
—No te preocupes, hombre. Sé lo que es estar jodío con la mano chunga.
Yo me la rompí hace años. —Se lo acababa de inventar.
—¿Y te picaba?
—A todas horas. Así que mi madre me rascaba con la aguja de hacer punto.
Te he traído esto —cambió de tema.
—No tengo hambre —comentó el chico al ver el envase de macarrones
con tomate.
—¡Me importa un carajo! —comenzó a reírse—. Si no te cuido yo, ¿quién
lo hará?
Un escalofrío de extraño placer recorrió a Samuel de pies a cabeza. Dejarse
cuidar y mimar por Marc. Qué tortura tan difícil de rechazar.
—Está bien, me lo comeré. Voy a ducharme.
—¿Te ayudo?
—¿A qué?
—A ducharte.
Samuel se mordió el labio, entre deseoso de decirle que sí o mandarle a la
porra. Sin más y dándose la vuelta, cogió la muda y el pijama.
—¡Idiota! —le dijo antes de entrar y cerrar la puerta.
Marc suspiró. No podía evitar soltarle esas burradas, porque eran sinceras,
aunque él sólo pensase que estaba bromeando.
No sin dificultad, Samuel se duchó. Tuvo que quitarse la venda, lo cual
fue un alivio porque estaba tan apretada que era un incordio. Se imaginó
que Marc le ayudaba, como él propuso de broma, enjabonándole con sus
manos después. Apoyó el hombro contra las baldosas frías mientras el agua
caliente caía sobre él. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al imaginar al
chico de sus sueños frotándose desnudo contra él. Comenzó a masturbarse
enérgicamente, apretando el culo, escondiéndose en la esquina de la ducha
contra la pared. No pudo evitar pensar que Marc le recorría con sus manos
mojadas; podía notar su pecho en la espalda, el calor y la humedad de su
lengua en el cuello. Su sexo duro y grande apretándose, su voz susurrando
«quiero cuidarte, quiero follarte».
El orgasmo le sobrevino rápidamente, pues no se masturbaba desde hacía
bastante y era la primera vez que pensaba en alguien en concreto al hacerlo.
Mientras cogía aire, porque se había olvidado de respirar en el momento
álgido, el semen se derramó en varias ráfagas contra las baldosas. Se sintió
mal inmediatamente y no pudo evitar lamentarse bajo el agua, deprimido,
culpable.

Marc estaba en el ordenador cuando Samuel salió del cuarto de baño.


—Me estaba preocupando —le dijo.
—Suelo darme duchas largas. —El chico rubio observó de reojo cómo su
compañero intentaba sin éxito colocarse bien la venda.
—¿Me dejas que te ayude un poco?
—Vale.
Antes que nada, Marc buscó en su mochila un tubo de crema para las
lesiones.
—A ver, dame el brazo.
Samuel mantuvo la cabeza gacha mientras Marc se le quedaba mirándolo,
embobado. El pelo oscuro le caía, goteante aún, sobre la cara desnuda. Además,
los carrillos del chico eran brasas. Se los imaginó calentitos y suaves. ¡Qué
ganas tenía de besarle las mejillas e ir hasta sus labios húmedos y sensuales!
Bajar hasta la nuez para lamerla, recorrer la clavícula, deslizarse entre sus
pezones, llegar al ombligo y comerse su p…
—¿Marc? ¡Me haces daño!
—Lo siento, killo. —Dejó de frotarle la muñeca, se había emocionado—.
Todavía la tienes abultada.
—¿Abultada? —Samuel se asustó, sintiéndose tan culpable por la
masturbación que pensaba que él se había dado cuenta.
—La muñeca. La tienes muy hinchada.
—Ah —suspiró aliviado.
Marc prosiguió con las caricias, esta vez con delicadeza. La sensación que
ambos sintieron fue electrizante, aunque cada cual en la intimidad de sus
pensamientos. Para Samuel, la suavidad y el calor de aquellas manos resultaban
embriagadores, una sensación de bienestar profundo. Por su lado, el nadador
era tremendamente feliz por poder tocarle así, con ternura, mimándole.
—Bueno, será mejor que te ponga la venda. —Tuvo que obligarse a sí
mismo a parar, porque su frustración comenzó a ir en aumento de forma
alarmante—. ¿Así de apretada?
—Está bien. David se pasó al ponérmela.
—¿David?
—Sí, el novio de Sara, la chica de antes. Me tropecé y, al caerme, la agarré
del pelo. Así que como David estudia para médico, me llevó a que él me
curara. —Marc sólo escuchó «el novio de Sara, la chica de antes». Algo en su
interior se alivió profundamente y empezó a reírse como un idiota—. ¿De
qué te ríes, desgraciado? —Le aporreó con la mano sana.
—¡De ná! —Marc le agarró por la cintura para sentarle en la cama.
—¡Eh! Vale ya, no soy un muñeco de trapo. ¡Vete a la mierda! —Marc le
agarró por el cuello con el brazo a la par que le plantaba un sonoro beso en
una mejilla. Tal y como el nadador pensaba, estaba caliente y suave, y olía a
post afeitado. Samuel adquirió un color púrpura, no sabía si de puro cabreo,
o de vergüenza—. Pero maricón, ¡¿qué haces?!
—La vida es bella y ahora, a cenar, killo.
El chico moreno todavía podía sentir la sensación mareante de sus labios
húmedos en la cara. Aquello no quería decir que Marc se sintiera atraído por
él; simplemente, que le consideraba su amigo.
—Marc.
—¿Qué?
—Todavía no tengo tu móvil, ¿me lo das?
Marc sonrió, asintiendo. Conocía poco a «su chico»; sin embargo, aquello
era una señal de que estaba haciendo progresos.

En la intimidad de la noche, Samuel miró la pantalla de su móvil,


observando los pocos números que tenía. Al lado había puesto unos iconos
y, en el de Marc, un corazón. Era estúpido completamente, más propio de
una cría adolescente que de un hombre de veinte años. Aun así, no lo pudo
evitar. Cuando le necesitara, le llamaría o le mandaría un SMS, y él acudiría
a cuidarle.


Ya había pasado un mes desde el comienzo de las clases. A Samuel ya casi


no le molestaba la muñeca; sin embargo, se notaba extraño, más melancólico
de lo habitual. Suponía las razones de su pésimo estado de ánimo, pero no
las quería reconocer del todo. No era lo que se decía muy feliz y, además,
la última discusión telefónica con su padre versó sobre su madre, lo cual le
empeoró más.
—¡Samuel! —La dulce voz de Sara le sacó de su ensimismamiento—.
¿Qué haces ahí con esa cara de circunstancias? Come un poco, se te va a
enfriar la tortilla. —Ambos se hallaban en la cantina de la facultad, con la
comida todavía sin terminar.
—No tengo hambre.
—¿Qué te preocupa? Ya sabes que me lo puedes contar.
Samuel emitió un suspiro. Por un lado le habría gustado que ella supiera
de su condición homosexual, aunque por otro le costaba horrores arrancar
pese a que la verdadera razón de su apatía era otra muy distinta.
—Hoy es el primer aniversario de la muerte de mi madre.
La chica se quedó muda. No sabía que su madre estuviera muerta.
—Oh, lo lamento muchísimo —dijo ella.
—No quería preocuparte.
—Tranquilo, mi niño. —Alargó la mano para tocarle el brazo.
—Quería haber ido a visitar su nicho, pero a mi padre no le ha dado la
gana que fuera.
—¿Por qué?
—Porque es un cabrón —soltó. Su cara era de puro odio.
—Piensa que la intención es lo que cuenta. Y que querías a tu madre. Ya
está.
—Ojalá fuera tan fácil para mí pensar así. Últimamente todo lo que pasa
por mi cabeza es de lo peor que hay.
—¡No me asustes, troncopita! —Zarandeó al chico, enfadada.
—Oye, Sara…
—Dime.
Estuvo a punto de confesarle su condición gay; sin embargo, la aparición
de David le echó para atrás. Aunque se llevaba estupendamente con ambos,
no era lo mismo confesarle a una chica su homosexualidad que a un chico.
Los hombres solían ser más reacios, en general, a tener amistad con gays o a
aceptarlos normalmente.
—¡Hola, guapa! —Besó en la coronilla a su novia—. Tengo un rato libre,
¿me acompañas a casa?
—¿Para qué? —preguntó ella suspicazmente y con los ojos entornados.
—Ay. Mmm, pues… no sé. ¿Sexo? —dijo vacilante, a la espera de que ella
le tirara a la cabeza la tortilla que se estaba comiendo.
—Los tíos siempre pensando en el sexo. —Miró a Samuel con expresión
de hastío.
—Es que es inevitable —replicó él—. Pobrecillo, mira qué cara pone.
David la miró con ojos de perro abandonado.
—¡Bueno, vale! —Sara cogió sus cosas—. Me has tocado la fibra sensible
y caritativa.
—Ya te tocaré otra fibra sensible que yo me sé, preciosa, guapa, esa que
tanto te pone que te toque.
Ella rio a carcajadas, rodeando a David por la cintura.
—Lo siento, Samuel.
—Marchad tranquilamente, estoy mucho mejor —mintió.
—Adiós. Me la llevo —dijo David mientras se iban.
—Ciao, tortolitos.
Suspiró con cierta envidia. Él también quería estar así con un chico: cogerse
de la cintura, pensar en que habría sexo a menudo. Y claro, era inevitable
imaginarse todo eso con Marc. Además, olía siempre tan bien y su tacto era
tan caliente y cercano que se moría de ganas de que le tocara íntimamente.
Se levantó aturdido de la silla, con un pesar muy hondo dentro de él.
Como si un nudo le apretara apremiando por salir fuera, parecido al que
sintió al morir su madre, pero no derramó ni una sola lágrima. Porque, como
su padre le inculcó desde muy niño, «los hombres no estaban hechos para
llorar».

Marc caminó con premura hacia la cantina de la facultad de Samuel, ya


que normalmente siempre estaba allí comiendo con su amiga Sara. Con
los días, había terminado por acoplarse a ellos descaradamente. Antes solía
comer con Sabrina, pero ahora necesitaba pasar el mayor tiempo posible cerca
de él. Estaba enamorado, ya se había dado cuenta hacía tiempo; como un
burro, hasta las trancas, de pies a cabeza. Conocía las manías de Samuel, sus
malos humos, a veces sus desplantes, y todo le parecían virtudes. Y qué decir
de cuando estaba medianamente simpático. Eso era comparado a tener un
orgasmo en toda regla.
Por supuesto, tenía que evitar tocarle más de la cuenta, aunque a veces se
le iban las manos y no podía evitar zarandearle, tirársele encima de «broma» o
fastidiarle hasta que rabiara. Lo único que quería era verle reaccionar de algún
modo. El que estuviera tan apático últimamente, le preocupaba.
Cuando entró en la cantina vio de lejos a Sabrina, así que, como un resorte,
se dio la vuelta con el corazón a cien por hora.
—Mierda —masculló.
Hacía ya días que la evitaba a toda costa. Encima, tenía como tres mensajes
suyos en el buzón de voz y unos cuantos sms. Justo cuando cogió el móvil
para llamar a Samuel y decirle que no iría a la comida, vio un mensaje de texto
de este:
«stoy n l parke d siempre.vn xfavor,m siento mal».
Un sudor frío le bajó por la espalda. Era la primera vez que Samuel le
enviaba un mensaje.
—¡Ya voy, cariño!
Escuchó de fondo la voz de su novia reclamándole y, lógicamente, le entró
por un oído y le salió por el otro. No quería tratarla así, ella no se lo merecía.
Sin embargo, en aquellos momentos lo único que le importaba era ayudar al
chico del que estaba tan enamorado y sin el que no podía vivir.

Samuel estaba escondido bajo un frondoso árbol. Los rayos del sol no eran
para él. Iba más con su personalidad y pésimo estado de ánimo.
—¡¡Samuel!! —La voz de Marc sonó en sus oídos mucho más pronto de
lo que creyó. Se había atrevido a mandarle el SMS con mano temblorosa,
aunque sin demasiadas esperanzas de que acudiera.
Marc se detuvo frente a él y respiró entrecortadamente mientras se apoyaba
en sus propios muslos.
—Me he matado a correr, para que veas —jadeó sonriente.
—Tampoco hacía falta.
—¡Qué desagradecido eres siempre! ¡No me quieres!
La frase quedó en el aire. Marc tragó saliva, arrepentido, y Samuel se
ruborizó. «Claro que yo…», pensó Samuel, confundido.
—Bueno, ¡dime! ¿Qué le pasa a mi quejica favorito? —Se estiró cuan
largo era sobre la suave hierva. El sol del otoño todavía calentaba lo suficiente
a esas horas como para quedarse medio dormido—. ¿Qué te sucede, Samuel?
Llevas unos días muy raro, más de lo normal y todo.
—Hoy es el aniversario de la muerte de mi madre. Estoy hecho polvo. —
Por fin lo había hecho, se había abierto ante él.
—Lo s-siento mucho —balbució.
Fue a levantarse para consolarle, pero una sombra sobre su cuerpo tapó
el sol.
—¡Por fin te encuentro, cari! —Samuel observó la bonita figura de la chica
rubia que hablaba a Marc en un tono tan meloso—. Ni que te estuvieras
escondiendo de mí.
Marc parecía muy contrariado y a Samuel le entró una angustia desconocida
hasta entonces.
—¡Sabrina! ¿No tenías clase?
—Sí, pero se ha suspendido. —Lo siguiente que los ojos de Samuel
observaron desconcertados, fue el beso en la boca que ella le dio. Algo
se le rompió por dentro de forma muy dolorosa; era como si se tragase
muchos cristales y los sintiese deslizarse por todo su estómago, rasgándole
por dentro—. ¿No me presentas a tu amigo? —La chica guapa le miró con
candor, simpática.
—E-Este es Samuel, mi compañero de habitación. Y esta es S-Sabrina, mi
novia —la voz de Marc se quebró un poco hacia el final. Estaba angustiado.
—Encantada de conocerte, Marc me ha hablado muchísimo de ti.
Samuel casi no pudo ni levantarse, pero lo hizo porque no quería parecer
maleducado. Le dio dos besos, como era costumbre. Ella olía a ese dulce de
algodón que vendían en las ferias. Su tez era suave, con curvas marcadas,
labios rosados y ojos de un azul precioso, no como el suyo, que era oscuro
y feo. El cabello, de un rubio natural muy suave y liso, contrastaba con el
suyo, tan oscuro y enroscado. Se sintió realmente feo y patético. Samuel no
pudo resistir más el ridículo que estaba haciendo ante la belleza y simpatía
inalcanzable de aquella mujer.
—Encantado —jadeó, intentando mantener el control.
—Perdónanos, guapo. Es que tengo que hablar con mi chico.
—Por supuesto.
Marc le echó una mirada antes de apartarse unos pasos de él. Samuel sintió
cómo las piernas le temblaban al verlos abrazados bajo el sol radiante. Los
cabellos claros de ambos brillaban, hermosos, perfectos, unidos en armonía.
Samuel se sintió rechazado. Sobraba allí. ¿Tan difícil era para Marc haberle
confiado lo más natural del mundo? Tener una novia.

Samuel corrió a trompicones hasta la habitación de la residencia. Se


había dado cuenta, dolorosamente, de que estaba muy colgado de Marc. Sin
esperanza de ninguna clase, ni siquiera de ser su mejor amigo, como había
empezado a creer y sentir.
Rebuscó entre sus cosas la foto de su madre para besarla y llorarla en
silencio.
—Mamá, tú siempre fuiste consciente del monstruo que había en mí, pero
yo jamás me atreví a confirmártelo por miedo a que me rechazaras. Y te fuiste
sin esperarme, dejándome atrás. Ni siquiera fui capaz de llorar por ti, pero
ponto me iré contigo, espérame. —Guardó la foto y buscó desesperadamente
el cúter rojo que tenía por alguna parte.
Samuel se hallaba en un estado de ánimo realmente penoso, en el que
había perdido todo sentido de la realidad.
—No valgo nada, no valgo nada —pronunció la frase repetidas veces
mientras se arremangaba el jersey.
En el suelo, junto a la cartera tirada, vio el móvil. Pensó en escribirle a Marc,
pedirle ayuda, no cometer una estupidez, arrepentirse antes de empezar. Pero
Marc estaría con Sabrina, besándose y abrazándose bajo el sol radiante, y no
quería molestarlos bajo ningún concepto.
No pasaba nada, todo estaba bien, podía superarlo solo.
Sintió las lágrimas en la garganta, a punto de llegar a sus ojos y derramarse
libres por las mejillas pálidas.
Y, sin embargo, recordó:
«—Pero papá… Snif. —Un bofetón cruzó la cara del niño duramente.
—¡Los hombres no lloran! Recuérdalo siempre.
La criatura, de no más de cinco añitos, se sujetó los mocos que le caían
de la nariz y retuvo estoicamente los sollozos. Los niños del parque le habían
roto sus muñecos.
—Sí, papá.
—Las que lloran son las mujeres, ¿quieres ser como la blanda de tu madre?
Siempre llorando, siempre deprimida por todo.
—No, papá.
—Pues entonces ya lo sabes, los hombres no lloran, Samuel. NUNCA.»
Y todas las veces que lloró de niño, un bofetón de su padre le enseñó que
estaba mal. Ese hombre ni siquiera lloró por la muerte de su mujer, estaba
seco por dentro. Así que no podía llorar. ¡¡No podía!!
Con mano temblorosa aún, pero sin vacilar, Samuel se cortó la muñeca
izquierda, dejando que la sangre roja y espesa fuera manando sobre su
pantalón y la moqueta.
Samuel no derramó una sola lágrima, como su padre le inculcó. Por el
contrario, su muñeca lo hizo por él.
Lloró sangre.


—¿Cuándo podré ir a tu habitación? —preguntó Sabrina.


Marc miró nervioso hacia el árbol donde había dejado sentado a Samuel.
No estaba. Observó alrededor sin dar con él.
—¡¡Marc!! —Su novia le reclamó de nuevo, cogiéndole de la barbilla.
—Es que Samuel está siempre allí.
—No entiendo por qué te cambiaron de habitación. Tenías una para ti
solo.
—Cosas de la residencia, qué quieres que te diga. —Le estaba poniendo
nervioso tanta pregunta.
—Pues habla con Samuel de esto. Si es tan buena gente como dices, nos
dejará a solas un rato. ¡En mi casa es imposible!
—Bueno, ya hablaré con él, tranquila. Me voy, tengo que ir a clase.
Caminó hacia el árbol para coger sus cosas. A saber a dónde se había
largado aquel memo. Sospechaba que estaba algo disgustado porque no le
había dicho que tenía novia. Era algo muy básico y natural contarles a los
amigos esas cosas.
—Te acompaño. —Ella cogió su mano dulcemente y fue incapaz de
hacerle el feo de apartarla, aunque ganas no le faltaron—. Oye, Samuel parece
tímido.
—Lo es.
—Y no te enfades ¿eh?, pero es súper mono. A un par de amigas mías les
encantaría. ¡Qué ojos tan bonitos tiene y el pelo tan brillante! ¿Tiene chica?
—Sí —mintió sin más.
—¿De la uni?
—No.
—Vaya.
—Oye, me he olvidado los apuntes en la residencia, me voy corriendo o
no llegaré.
Le arreó un beso en la mejilla y salió corriendo a toda velocidad, sin dejar
siquiera que ella abriera la boca. Sabrina observó a su chico correr, alejándose
de ella cada vez más. Se había dado cuenta de que él ya no era el mismo.
Estaba incluso menos cariñoso de lo normal y no es que lo fuera mucho.
¿Habría otra chica? Imposible. Marc no era de esos.

Marc llamó a Samuel al móvil sin obtener respuesta. Qué mal lo pasó
cuando Sabrina apareció delante de ellos inoportunamente. Estaba a puntito
de estrecharle entre los brazos para consolarlo. ¡Qué impotencia! Y luego
esas preguntas de Sabrina sobre si tenía novia o no. La conocía muy bien,
siempre estaba haciendo de celestina, y a dos compañeros del club ya los había
emparejado con amigas suyas. No estaba dispuesto a que hiciera lo mismo
con Samuel. ¡Y decir que era mono! Claro que estaba enfadado.
Era mejor volver a la habitación, porque estaba claro que a clase no tenía
ganas de ir con los nervios que le atenazaban. ¿Qué explicación convincente
le daría a Samuel? Lo que no se esperaba era que, cuando llegase a la estancia,
tendría que ser Samuel el que le diera una explicación a él.
Entró en la habitación de la residencia y cerró la puerta tras de sí con
cuidado. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Samuel le miró con los
ojos nublados. Con los labios pálidos, sonrió lánguidamente. En el suelo
estaba la cartera, el móvil con varias llamadas perdidas, el cúter y un oscuro
manchurrón de sangre expandiéndose por la moqueta. No se podía creer lo
que estaba presenciando. Caminó unos pasos y cayó de rodillas delante del
chico.
—Marc, ayúdame. Me he c-cortado sin querer —dijo Samuel con voz
débil.
¿Que se había cortado sin querer? ¿En qué cabeza cabría una mentira
semejante? ¡Se había intentado suicidar!
Marc tenía que hacer algo. No podía quedarse en shock por más tiempo, así
que, tras quitarse la camisa, rodeó la herida de la muñeca con ella.
—¡¡VAMOS AL HOSPITAL AHORA MISMO, IDIOTA!! ¡¡DAME EL
BRAZO!!
—Ha sido sin querer, te lo juro. De verdad, yo…
—¡Que sí, que te creo, pero camina! —mintió, obligándole a levantarse y
avanzando a trompicones.
No es que hubiese perdido mucha sangre todavía, pero era evidente que no
estaba bien. Sobre todo de la cabeza, por haber hecho semejante barbaridad.
La gente los miró con la cara pálida.
—¡Joder, llamen a una ambulancia! Ha tenido un accidente y está
sangrando mucho.
Un compañero de la residencia con el que solían hablar bastante se acercó
a ellos y llamó al hospital.
—¿Qué le ha pasado?
Samuel fue a abrir la boca, pero Marc le cortó, contestando él:
—Estábamos haciendo una cosa y se ha clavado el cúter en el brazo. Qué
susto me he llevado. ¡Serás cabrón, Samuel! ¡Mira que te dije que no cogieras
el puto cúter así!
Samuel tembló, no sabía si de debilidad, remordimiento o agradecimiento.
Estaba seguro de que Marc sabía que lo que había visto era un intento de
suicidio y, aun así, estaba fingiendo que le creía, y ante todo el mundo.

La ambulancia no tardó demasiado y se los llevó al hospital. Marc llamó a


Sara para comunicarle que su amigo se hallaba en el hospital y fuera de peligro.
Media hora después, apareció con David. Ambos parecían muy preocupados.
—¿Qué pasó? —preguntó Sara.
El nadador los miró, suspirando. ¿Debía decirles la verdad? Era necesario,
Samuel no tenía más amigos que ellos.
—He de hablar muy seriamente con ustedes. —El trío se sentó en una sala
de espera poco concurrida—. A ver… Samuel ha intentado suicidarse.
Sara gimió llevándose la mano a la boca.
—¿Cómo? —preguntó ella.
—Cortándose las venas de la muñeca.
—¡Hoy no estaba bien, no debimos dejarle solo!
—Sara, no es culpa de nadie —la consoló su novio—. Samuel debe
arrastrar algún problema mental para hacer lo que ha hecho.
—Él me ha insistido en que se ha cortado sin querer y yo le he contestado
que le creo, y así seguirá siendo hasta que decida contarme la verdad. Ustedes
parecen muy amigos suyos, me gustaría que…
—Tranquilo, le ayudaremos.
—Marc —Sara se acercó hasta él—, ¿estás llorando?
Marc llevaba las gafas de sol que había tenido puestas todo el rato, pues
no había querido que Samuel viera sus ojos enrojecidos. Al final, se las quitó.
—Intento siempre hacerlo sonreír, pero soy un inútil. Mira lo que ha
pasado. —Las lágrimas le rodaron por las mejillas. Ella le tendió un pañuelo
de papel.
—¿No has oído a David? No es culpa tuya, mi niño, ni de nadie de los que
estamos aquí.
—Ya, pero… —Se sonó las mucosidades con fuerza y limpió las lágrimas.
De pronto, apareció la médica.
—¿Hay algún familiar de Samuel?
—No, somos todos amigos suyos. Su padre vive muy lejos.
—Bueno, ya le hemos puesto los puntos y las vendas. El psicólogo está
hablando con él. Se podrá ir a casa esta noche, pero tendréis que vigilarlo
porque a veces los suicidas lo intentan de nuevo a las pocas horas.
—Yo soy su compañero de cuarto, le vigilaré.
—Intentad que os vea contentos, no enfadados con él.
—Sí. —Marc tragó saliva con dificultad.
—¡Se me ocurre una cosa, Marc! Esta noche vamos los cuatro juntos a
cenar. Los recogemos aquí, ¿qué les parece? —dijo Sara mirando a los dos
chicos.
—¡Es una gran idea! Aunque no va a querer.
—Lo secuestraremos. Y se me ha ocurrido otra cosa. A Samuel los
caramelos le encantan.
Marc la miró extrañado.
—¿Los caramelos?
—Sí, los caramelos le vuelven loco. Siempre me los está quitando o
comprándose cantidad. Es un tragón.
Marc rio sinceramente. Era verdad, siempre estaba royendo algún
caramelo.
—Ya se me ocurrirá algo con eso —añadió.
—Entonces, esta noche nos vamos a cenar.
—Vale.
Samuel se miró la muñeca vendada. No tenía fuerzas. Le habían hecho una
pequeña transfusión de sangre y un psicólogo habló con él sobre el intento de
suicidio. Le dijo la verdad, menos la parte relacionada con Marc.
Pensó en él, en el miedo que tuvo al verlo entrar; por eso le dijo una
mentira. Marc fingió creerle, haciendo pensar a todo el mundo que había sido
un accidente y acompañándole hasta el hospital, visiblemente preocupado.
Estaba muy arrepentido de lo que había hecho.
Cuando Samuel salió varias horas después, allí estaba Marc, con una bolsa
llena de ropa. Se sintió incapaz de mirarlo a la cara.
—¿Cómo estás?
—Mejor.
—Te he traído ropa limpia. Vamos al baño a cambiarte.
—Creía que estarías en el entrenamiento.
—Killo, me importa un bledo el entrenamiento. —Samuel se puso rojo y
no dijo nada—. Te espero aquí, ¿vale? —dijo cuando llegaron a los aseos del
hospital. Él asintió, cabizbajo. Ya dentro del compartimiento, Samuel intentó
cambiarse, pero le dolía mucho la muñeca, así que pidió ayuda.
—Es que me duele mucho el brazo. ¿Puedes?
—Claro, hombre. —Ambos se metieron en el estrecho habitáculo. Marc,
con cuidado, le bajó la cremallera de los pantalones a Samuel. Cayeron estos
al suelo y pudo ver la forma de sus pantorrillas. Le encantaron, con el vello
suave cubriéndolas—. Levanta e-el pie. —Samuel lo hizo, muy avergonzado,
mirando a Marc, que estaba acuclillado justo a la altura de su miembro—.
Estás manchado de sangre seca en el muslo. Espera aquí. —El rubio salió un
momento a mojar papel higiénico en las pilas de lavarse las manos.
Marc se echó agua en la cara y suspiró. Había estado a la altura de su sexo,
abultado este bajo los apretados boxers, oliendo el aroma sexual y deseando
llevar la boca allí y morderle sensualmente la polla.
—Basta, idiota —siseó.
Se dio la vuelta y volvió a entrar. Limpió el muslo de Samuel sin decir
nada, intentando no fijarse en el abultado paquete. El moreno, por su parte,
estaba empalmándose, así que apartó a Marc de sí.
—Ya me ducharé en la habitación.
—Vale. Levanta la pierna.
Introdujo esta por el pantalón y luego la otra. Lo siguiente fue el jersey
negro de cuello alto. Con cuidado de no dañarlo, fue despojándole de él
hasta dejarlo desnudo de cintura para arriba. Lo que Marc vio le cortó la
respiración: un torso esbelto y perfecto. Tetillas redondas, duras por el frío,
cintura estrecha, clavículas marcadas, ombligo con pelillos suaves. Un paraíso
en el cual reposar la cabeza y dejarse llevar por el sueño tras hacer el amor un
poquito más abajo.
—Tengo frío.
—Sí, claro. Perdona. —Con cuidado, le enfundó en otra camiseta—. Y
ahora, vamos, que Sara y David nos estarán esperando fuera.
—¿Los llamaste? —Su tono de preocupación y remordimiento partió el
corazón a Marc.
—Son tus mejores amigos, tenían que saber lo del accidente.
A Samuel le alivió que no les hubiese contado la verdad.

Ya en el exterior, esperaron a que el coche los recogiera.


—Llegan tarde. —Samuel tiritó.
—Perdona, con las prisas se me olvidó coger la chaqueta. Toma la mía.
Marc fue a quitarse la suya, pero al ver que seguía llevando la camiseta
negra de tirantes debajo, el moreno se negó a ponérsela.
—¡No! Si te pones enfermo, puedes echar a perder la temporada de
competiciones.
—Pero estás temblando.
—Bastante haces estando aquí conmigo, sin ir a los entrenamientos, ni
quedar con tu novia, ni… —Marc le atrajo hacia él en un impulso.
—¿Qué haces?
—Al menos, deja que te tape un poco con mi cuerpo, que para eso soy más
grande que tú.
—V-Vale.
Samuel fue incapaz de negarse, estaba en la gloria en aquellos momentos.
Lo que sentía por dentro era muy emocionante. Marc le abrazaba contra él,
dándole su calor. Estaba tan enamorado que nada más le importó en aquel
instante.
—No te dije que tenía novia porque no se me ocurrió. Creo que estás un
poco enfadado conmigo por eso.
—Un poco —murmuró.
—Bueno, pues eso.
Ninguno de los dos dijo nada en mucho rato, por lo que se limitaron a
disfrutar del contacto.
—Sí que tardan —comentó Samuel con voz temblorosa.
—¿Sigues teniendo mucho frío? —Le rodeó con más intensidad.
—Sí. —En verdad, temblaba porque él lo estrechaba contra sí.
—No sé cómo darte más calor.
Samuel pensó en unas cuantas maneras de lo más comprometidas y sonrió,
mirándole. A Marc le dio un vuelco al corazón.
—No te preocupes, así estoy muy bien.
Marc sonrió asimismo, animado. Sintió el impulso irrefrenable de
estampar sus labios contra los de él, pero el bocinazo de un coche le pegó un
susto de muerte. Fue como si, de un bofetón, hubiera salido de un mundo en
el que sólo existían ellos dos.
—¡Eh, tortolitos! ¡Subid, que hace frío! —David los llamó a gritos mientras
Sara se partía de risa.
—Cómo los odio —les hizo saber Marc.
—Perdón, es el tráfico.
—Si fuera por eso —musitó Marc para sí.
—¡Samuel! ¿Cómo estás? —Sara giró el cuerpo hacia los asientos traseros.
—Muerto de frío. —De nuevo, Marc le arrastró hacia él, pues
cómodamente se había instalado en una esquina.
—Entre mi calor corporal y la calefacción, ya verás qué pronto se te pasa.
—V-Vale. —El chico se dejó llevar.

Durante el trayecto, Samuel y Marc se sintieron flotando en esa nube que


surge cuando tienes a la persona amada simplemente a tu lado y la tocas en
silencio, en la oscuridad. El tráfico para ellos no era más que luces y sonidos
apagados; la música suave de la radio, una melodía lejana. Marc estaba
emocionado por tener a Samuel entre los brazos, por oler sus cabellos, por
sentir su calor contra él.
Por suerte, ni Sara ni David, que algo se olían, dijeron una palabra.
Nadie estropeó esa extraña velada en el coche. Samuel notaba bombear su
corazón muy acelerado al principio, hasta volver a la normalidad. Marc no
se movió un ápice. Simplemente le sostuvo, le dio su apoyo, amistad y calor.
La sensación de amor le embargaba en aquellos momentos, cercano y casi
verdadero. Imaginó, cerrando los ojos, que Marc era su chico, que le cuidaba.
—Parejita —la voz suave de Marc hizo que Sara le mirase—, me parece
que tendremos que ir a cenar otro día. Se ha quedado dormido como un
lirón.
—Vale. —David tomó otro rumbo y tardaron poco en llegar a la residencia.
Sacaron a Samuel, que iba medio dormido, y entre los tres le metieron en
su cama.
—Gracias a los dos.
—Mañana hablamos. Buenas noches.
—Buenas noches. —Se fueron con sigilo y Marc se dedicó a hacer
desparecer todo lo que fuera peligroso: cúteres, pastillas, cosas cortantes,
tijeras, cuchillos, etc. Hasta una simple cuchara de plástico le pareció un arma
en potencia. Después, cerró con llave la estancia. Sobre el suelo de moqueta,
sucia de sangre ya seca, puso una alfombra.
Mientras rebuscaba por los cajones de Samuel, encontró la foto de su
madre. Él era su vivo retrato. Volvió a dejarla en su sitio.
—Cariño. —De rodillas a pies de la cama de Samuel, Marc le observó
silenciosamente—. Te haré feliz, te haré reír, te lo juro. Algún día lo
conseguiré, aunque tenga que vender mi alma al diablo y pase la eternidad
en el infierno.
Con suma delicadeza, le besó en la comisura de los labios. Fue fugaz, pero
suficiente como para hacer que Marc prorrumpiera en sollozos. Fue hasta
su cama para ahogarlos con cuidado, para que él no despertara. Las lágrimas,
mucosidades y saliva se mezclaron con las sábanas, hasta que finalmente pudo
calmarse.
Después, cogió los caramelos y los esparció por la colcha de su compañero.
Por el suelo, la mesilla, dentro de los zapatos, en el armario, por los cajones.
Gastó sus pocos ahorros (había que recordar que pagó muy caro el cambio de
habitación) en unos cuantos kilos de golosinas. Luego se sentó en su cama y
vio las horas pasar en el reloj de mesa, escuchando la tranquila respiración de
Samuel. No podía dormir, por si acaso él se despertaba e intentaba una nueva
locura.
Sin embargo, se durmió involuntariamente; tantas emociones le tenían
agotado. Nada sucedió durante la noche, nada hasta el amanecer, cuando
los rayos del sol hicieron que Samuel se despertara. Estaba en su cama y,
con dificultad, miró hacia el lecho de Marc, rompiéndosele el corazón al
observarle dormitar con la ropa puesta y sobre la colcha sin retirar.
Después, salió de la cama y, al ponerse las zapatillas, notó que había algo
dentro. De estas cayeron unos cuantos caramelos que le dejaron perplejo.
Acabó por descubrir que estaban por todas partes: en el suelo, la colcha, la
mesa, dentro de los cajones, en el cuarto de baño, dentro del armario, encima
del ordenador. Había cientos de golosinas.
Una intensa emoción de agradecimiento le embargó. Si el día antes había
sido el hombre más desdichado sobre la Tierra, en esos instantes se sentía el
más feliz y emocionado. Le encantaban los caramelos.
Miró a Marc. Estuvo tentado de ir hasta él, despertarle para abrazarlo y
comérselo a besos.
—Te quiero —susurró apoyándose en el armario, con las golosinas en las
manos y apretadas contra el pecho—. Te quiero por ser así, por tratarme así.
Te quiero. —Una lágrima se deslizó libre por la mejilla, pero no de tristeza.
Era la primera vez que lloraba desde niño y algo dentro de él se liberó. Tal
vez si hubiese llorado el día antes, no habría intentado suicidarse. Aun así, la
limpió rápidamente; no le gustaba llorar por nada del mundo. Se dejó caer al
suelo, apoyado en la madera, y en esa posición permaneció unos instantes,
sintiendo los caramelos en el rostro, oliendo su aroma afrutado.
—Te quiero —repitió casi en silencio.
Había pasado ya una semana desde que Samuel intentó suicidarse y, desde
luego, ni este ni Marc hablaron sobre ello. La versión oficial decía que fue un
accidente y muchos compañeros de residencia que presenciaron lo sucedido
le preguntaron al chico cómo estaba la herida. No pensó que le importara a
tanta gente, así que eso animó a Samuel.
En cuanto a los caramelos, consiguió, con todo sigilo, recogerlos antes de
que su compañero abriera los ojos por la mañana. Los guardó en una caja bajo
su cama y no dijo ni pío sobre ello. Fue como si nada de todo aquello hubiese
sucedido jamás. Marc no se pronunció al respecto; ni siquiera le preguntó por
las golosinas, ni pareció esperar ningún tipo de agradecimiento, lo cual alivió
a Samuel.
El médico ya había quitado los puntos a su muñeca y el psiquiatra le recetó
medicación nueva que prometió tomar a rajatabla. Lo haría por Marc, porque
no se merecía volver a pasar por aquella angustia.
Samuel tenía una cita con su amiga Sara en la biblioteca, porque pronto
iban a tener un parcial y debían hincar un poco los codos. Se adentró en el
edificio y subió a la sala de estudio en la segunda planta. La chica ya estaba
apostada en una mesa, bastante metida en un libro y tomando apuntes.
—Hola —dijo en un tono casi inaudible.
Ella le guiñó el ojo y siguió a lo suyo muy concentrada. Durante un buen
rato se mantuvieron en silencio, hasta que Samuel se sacó dos caramelos de la
chaqueta y le tendió uno a Sara. Ella le miró sonriente.
—Gracias. Qué generoso estás con los caramelos últimamente, con lo
egoísta que eres siempre, que nunca le das a nadie.
—No te pases o me lo devuelves. —Samuel frunció el ceño y le hizo un
gesto con la mano para que ella le diera la golosina, por lo que la chica se la
metió en la boca rápidamente—. Es que ahora tengo muchos.
—¿Y eso?
—P-Pues, nada… —Bajó la vista hasta los apuntes y no volvieron a abrir
la boca en bastante rato, hasta que Samuel rompió el silencio de nuevo—: ¿Le
dijiste a Marc que me gustaban los caramelos?
—Sí. ¿Por?
—Es que a la mañana siguiente del accidente —titubeó al pronunciar la
consabida palabra—, me desperté y Marc me había dejado desperdigados por
todas partes un montón de caramelos. Aún sigo encontrando algunos cuando
limpio. —Sonrió un poco, sonrojado.
Sara se quedó algo descolocada:
—¿Desperdigados?
—Sí. Por encima de la colcha, en los cajones, dentro de los zapatos o
por el armario. En mi vaso de lavarme los dientes, o incluso a veces me los
encuentro todavía dentro de los bolsillos de algún pantalón o chaqueta. El
cabrón me alegra el día.
—Sí, le comenté que te pirraban los caramelos y dijo algo de darte una
sorpresa. ¡¡Ese chico es fantástico!!
—Lo sé —susurró Samuel, apenado.
Sara se daba cuenta del barullo de sentimientos que su amigo tenía cada
vez que hablaba de su compañero de cuarto. Sin embargo, ella no era nadie
para lanzar conjeturas, y menos para decirle a Samuel que pensaba que era
homosexual y le atraía Marc. No es que fuera evidente, es que lo notaba; era
sensible a los sentimientos ajenos. David opinaba igual que ella.
—¿Y qué le dijiste?
—¿De qué?
—De los caramelos que te ha regalado. Qué buen chico, siempre quiere
animarte.
—Nada. Los recogí, los guardé y ya está.
—¿No le diste las gracias?
—¡¿Qué dices?! ¿Cómo le voy a dar las gracias?
—Hombre, el tío te lleva al hospital y te acompaña todo el día, te regala
caramelos a tutiplén, ¡¿y no le das las gracias?! —Alzó la voz y todos la miraron
de forma reprobatoria.
—B-Bueno, yo… —Samuel, más rojo que la grana, la miró avergonzado—.
Es que me da cosa.
—¿Te da cosa, papafrita?
—Es que me dio mucha vergüenza.
—Pues bien que te estás zampando los caramelos —siseó.
—Tienes toda la razón. Supongo que debería devolverle el regalo al menos.
—Con que le des las gracias, creo que para él será suficiente.
—Bueno, no sé si estoy preparado para hacerlo de palabra.
Sara suspiró.
—Son las seis y quedé con David. Luego vamos a cenar. ¿Te vienes?
—No. Voy a comprarle algo a Marc antes de que cierre el centro comercial.
—OK. Pues nos vemos el lunes en clase. ¿Vale, mi niño?
—Pasa buen finde.
La chica se marchó definitivamente y Samuel tras ella, aunque ya en otra
dirección.

Se acercó a uno de los centros comerciales más grandes de la ciudad. Tenía


en su interior una enorme pista de hielo que ya comenzaba a estar concurrida
en pleno noviembre y muchos restaurantes y tiendas de toda clase. Ropa,
calzados, electrodomésticos, libros y un largo etcétera.
Pasó por delante de un establecimiento musical y la nostalgia al ver los
violines le inundó. Su violín se había quedado atrás, como toda su vida
anterior. Pensó en comprarle algo relacionado con las guitarras a su amigo,
pero fue poner un pie en el interior y un sudor frío le recorrió la espalda.
Corrió en dirección contraria. Era demasiado peligroso para su salud mental
volver a relacionarse con la música. Todo estaba demasiado ligado a su madre.
Finalmente pensó que como Marc estaba estudiando Informática, le podía
venir bien un ordenador portátil. Porque, desde luego, el que tenían en la
habitación hacía unos ruidos sospechosos. Además, sabía que el rubio no se
podía permitir uno, ya que siempre estaba escaso de fondos.
Ni corto ni perezoso, y tremendamente ilusionado, Samuel sacó la tarjeta
de crédito que su padre le dio para comprar lo que necesitara. La usó con el
mejor portátil que encontró, más algunos accesorios. ¡Qué contento se iba a
poner Marc!

Ya eran casi las nueve y media cuando apareció por la habitación. Al entrar,
Marc casi se le echó encima.
—¡Te he estado llamando al móvil! —El nadador parecía asustado, tanto
que a Samuel se le borró la sonrisa de la cara.
—Estaba en el centro comercial. Con el ruido, no lo escuché.
—¿Y no podías habérmelo dicho?
—No pensé que fueras a preocuparte así.
Marc suspiró, intentando serenarse un poco. Desde la semana anterior no
dormía en condiciones, obsesionado con que su chico volviera a cometer una
locura.
—Es que como a estas horas estás siempre aquí, empecé a preocuparme.
Llamé a Sara y me dijo que te dejó hace rato y que no sabía nada más de ti.
Samuel se sintió fatal. Había olvidado que Marc sabía muy bien que lo
sucedido no fue sin querer.
—Fui a comprar una cosa.
—¿Eso qué es? ¿Un portátil? —Marc abrió mucho los ojos, fascinado—.
¿De dónde has sacado la pasta?
—Mi padre me dio una tarjeta de crédito por si necesitaba material o
surgía alguna cosa. Para que no le molestara pidiéndoselo.
—Qué suerte, cabrón. Mis padres me mandan el dinero a cuentagotas. Y
porque tengo una beca, que si no… ¡Qué pobre soy! —se lamentó.
—Bueno, es un regalo para ti.
Marc le miró, incrédulo.
—¿El qué? ¿Qué me has comprado? —Miró detrás de la caja del portátil y
vio la bolsa. Siguió sin comprender.
—El portátil, es un regalo para ti. —Esta vez Marc comenzó a desternillarse
de risa, tanto que se le saltaron las lágrimas—. ¿De qué te ríes? —inquirió
desconcertado.
—Qué cashondo te has vuelto, cabrón… —continuó partiéndose.
Samuel se enfadó. No se esperaba una reacción así, creyó que Marc le
daría las gracias. Así que tiró la mochila al suelo, ofuscado.
—¡Deja de reírte ya! ¡¡Joder, idiota!!
Su amigo se quedó en silencio de pronto, asustado.
—¿Lo decías en serio?
—¡No! ¡¡Gilipollas!! —Estaba teniendo una reacción violenta debido a los
altibajos que sufría. La medicación aún tardaría en hacer el efecto oportuno.
—¡Ey! Vale, vale, no pasa nada. Es que no me esperaba algo así. —Marc
intentó agarrarlo del jersey hasta espachurrarlo contra la pared.
—¡Suéltame!
—No quiero. Dime, ¿en serio me lo regalas?
—Era mentira. Es para mí.
—Mala suerte, ahora ya es mío y sólo mío. —Marc le sonrió de oreja a
oreja mientras le estrujaba contra él con fuerza.
—¡Suéltame!
—No, deja que te pague en carne el regalo. Qué cashondo me pones,
Samuelcito.
Los poderosos brazos de nadador de Marc le tenían bien agarrado y
Samuel sintió cómo una oleada de placer le embargaba, sobre todo al sentir el
cuerpo de Marc contra sí, turgente, y su cálida respiración cerca del oído. Se
moría de ganas por seguirle la broma, dejándose llevar aunque sólo fuera un
instante, un segundo.
Por su parte, Marc sentía en su interior tanta euforia al recibir semejante
regalo de su chico que no pudo evitar meterle mano. Si Samuel se dejara
hacer, le iba a pagar realmente en carne lo del portátil. Una noche follando
como sólo dos tíos saben, sin parar. Pero unos golpes fuertes en la puerta los
sacaron a ambos de sus ensoñaciones, rojos y acalorados.
Marc se tambaleó hasta la puerta, medio aturdido y enfadado por la
interrupción. Al abrirla, el calentón se le pasó radicalmente y se puso lívido.
—Sabrina.
—¡Hola, cari! —Con su habitual efusividad, la chica le besó en la boca
mientras le abrazaba por el cuello. Samuel apartó la vista, asqueado, pero
intentando disimular.
—Hola —ella saludó a Samuel, que le sonrió haciendo de tripas corazón.
—¿Qué es todo esto? —preguntó al ver las cajas en el suelo.
—Samuel me ha regalado un portátil. —Ella le miró algo seria, como si
aquello fuera una amenaza.
—¡Idiota! No es para ti, es mío.
—Oh, vaya… —Marc hizo un aspaviento—. ¿Qué querías, Sabri?
—Ver a mi chico. ¿Vamos a cenar y a dar una vuelta?
—Ya he cenado y estoy agotado de los entrenamientos —mintió.
—Hoy no habían.
—He ido por mi cuenta —falseó de nuevo.
—Bueno. ¿Puedo quedarme un rato al menos?
—Claro. Voy al baño un momento.
Sin más, Marc entró en el lavabo para echarse agua en la cara. Qué situación
más embarazosa. Ya llevaba una semana en tensión por lo de Samuel. Encima,
el hecho de no recibir ni un simple agradecimiento por su parte, tras lo de los
caramelos, le había dejado aplatanado del todo. ¿Por qué él no dijo nada? Los
había recogido y ya está. Como si nada hubiese pasado. También había que
entender que Samuel no era una niña de siete años que adoraba los caramelos,
sino un tío de veinte bastante retraído.
Y, para colmo, Samuel cada vez le ponía más. Su olor, su voz, su presencia
física. Qué tortura compartir habitación con él. Se moría de ganas de follárselo
una y otra vez, pero, sobre todo, de hacerle disfrutar tanto que no pudieran
despegarse el uno del otro nunca más.

Por su parte, Samuel recogió en silencio todos los bártulos del suelo.
Sabrina le observó en silencio un momento. Definitivamente, era guapísimo;
haría buena pareja con algunas amigas.
—Samuel, ¿puedo pedirte un favor?
—Por supuesto.
—Verás, ¿podrías irte un ratito? Una hora, no más, para que Marc y yo
estemos solos.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo a Samuel, de pies a cabeza, dejando a su
paso una sensación en la boca del estómago de lo más desagradable.
—Sí —susurró mientras cogía las llaves para irse.
—No quiero molestarte.
—No te preocupes, es normal. Estaré como mínimo una hora fuera.
Justo cuando se disponía a salir, Marc apareció mirándole desconcertado.
Sabrina sonreía contentísima.
—¿Adónde vas?
Samuel estaba tan ofuscado que estuvo a punto de gritarle que a él qué le
importaba. Pese a ello, supo contenerse.
—Con Sara y David. Me han invitado a cenar —mintió.
—¿A qué hora volverás? —indagó angustiado. Fuera estaba comenzando
a chispear.
—Te haré una llamada perdida al móvil. Como mínimo una hora,
supongo que más.
—V-Vale.
—Ciao. —A continuación, marchó dejando atrás aquella habitación.
Samuel bajó hasta la entrada de la residencia y se apoyó en una columna
del patio exterior. Observó la zona: era de noche y llovía ligeramente. Lástima,
no había cogido el paraguas y ya era demasiado tarde. Caminó bajo la lluvia
sin protección, sin rumbo fijo, sin importarle nada. Lo único que sabía era
que Marc y Sabrina se quedarían solos y harían el amor. Ella recorrería su
piel, sus músculos, su sexo erecto. Besaría los rincones secretos de Marc,
lamería sus testículos, su vello. Él la poseería con fuerza y ambos se correrían
varias veces. En la habitación quedaría el olor a sexo desenfrenado y los ecos
de los gritos de placer. Todo eso que nunca podría disfrutar con Marc y que
le atormentaba cada vez más.
Sacó el móvil, algo indeciso porque no deseaba perturbar el momento
de nadie, y llamó a Sara. Ella lo cogió enseguida. De fondo se escuchaba el
sonido de un lugar concurrido, probablemente el restaurante.
—Dime, mi niño. —Como Samuel no dijo nada, ella se sobresaltó—.
¿Samuel? Me estás asustando.
—Perdona.
—¿Qué pasa?
—Necesito hablar con alguien.
—Te escucho.
—No quiero molestaros.
—¡No molestas!
—Necesito sacar fuera todo lo que me callo siempre por miedo a hacer
daño a los demás, por miedo a sentirme rechazado.
—No vamos a rechazarte. ¿Dónde estás?
—En cualquier parte de ningún lugar —musitó sentado en un banco del
parque adyacente a la residencia, bajo la lluvia cada vez más intensa.
—¡Samuel! —Esta vez fue David el que le habló, chillando casi. Samuel
pegó un respingo—. Dime inmediatamente dónde cojones estás. ¡No quiero
tener que volver a pasar por un intento de suicidio tuyo nunca más!
Así que ellos lo sabían.
—A la entrada de la residencia, donde la estatua del caballo.
—Más te vale estar ahí cuando vayamos a por ti, o te juro que me las
pagarás.
—Te lo prometo, David. Y perdonadme.
—Estás perdonado. Vamos, Sara. —Le pasó el teléfono a ella.
—Estamos ahí en quince minutos.
—Vale.
La comunicación se cortó, pero Samuel siguió sentado bajo la lluvia hasta
que sus amigos llegaron a rescatarle. Estaba preparado para contarles la verdad.

Tal y como había prometido Samuel, sus amigos lo recogieron sin que se
hubiese dado a la fuga. Sara se pasó a los asientos traseros del auto para hablar
con su amigo, mientras David buscaba un lugar por allí donde aparcar. El
conductor se quedó callado y dejó que hablara su chica, porque a él todavía
no se le había pasado el cabreo.
—Bueno, Samuel, aquí estamos. Somos todo oídos.
—Perdonadme por haberos hecho sufrir la semana pasada con, con… —
no le salían las palabras.
—Intento de suicido —la voz de David sonó seca.
—¡¡David, por favor!!
—Vale, lo siento.
—No le hagas caso, mi niño.
—Es natural que estés enfadado conmigo, David. Fui un egoísta, pero
padezco problemas psicológicos.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que debía tomar una medicación y no lo hacía. Mi padre no hacía
más que controlármela y, al verme liberado de él, pues hice lo que quise. O
sea, una estupidez. —Samuel bajó la cabeza, avergonzado.
—¿Y ahora la tomas? —El chico asintió en silencio—. ¿Te sientes mejor?
—Un poco. Me di cuenta de que hice sufrir a Marc, muchísimo. Y ahora
a vosotros. No tenía ni idea de que lo sabíais.
—Nos lo dijo Marc.
—Es muy bueno. Incluso hoy sigue haciendo como que fue un accidente.
Y todo el mundo en la residencia se lo traga. ¿No es el chico más genial que
hay? —A Samuel le temblaban las manos, así que Sara las asió fuerte entre la
suyas.
—Sí, es un chico excelente —replicó.
—Yo le quiero. —Samuel hundía cada vez más la cabeza entre los hombros.
La chica se quedó algo sorprendida, no de la revelación, sino porque él lo
confesara.
—¿En qué sentido?
—En el mismo en que tú quieres a David.
—Ya veo —susurró ella—. Entonces, le debes querer una barbaridad.
El pobre chico asintió con la cabeza varias veces antes de proseguir:
—Es una tortura vivir con él y, al mismo tiempo, no podría separarme.
La mano grande y cálida de David le tocó la nuca, haciéndole dar un
respingo.
—Si eres gay, a nosotros particularmente no nos importa, ¿vale? —dijo
él—. Si eso era lo que te preocupaba, puedes estar seguro de que seremos
igualmente tus amigos y que mantendremos la discreción hasta que decidas
liberarte de la carga.
—Exacto —corroboró Sara—. No nos importa si te ponen los tíos o las
tías, sólo queremos que seas feliz y que nos pidas ayuda cuando la necesites,
o cuando te apetezca charlar.
Samuel no se acababa de creer que ellos le trataran con tanta naturalidad
tras saber que era homosexual. Había imaginado el momento en diversas
ocasiones: a veces, ellos le repudiaban; otras, le aceptaban. Sin embargo,
nunca fue tan fácil. Un gran peso se le quitó de encima.
—Gracias, de verdad. —Sonrió aliviado.
—En cuanto a lo de Marc, lo siento —comentó su amiga—. Encima está
buenísimo, debes ir caliente todo el día.
David se echó a reír.
—Joder, Sara, no lo martirices.
Samuel también se echó a reír.
—La verdad es que Marc no para de tirárseme encima, voy fatal.
—¿Que se te tira encima?
—Bueno, bromas suyas. Me noquea, podríamos decir. No sé, tonterías de
colegas. La verdad es que opondría más resistencia, pero no puedo.
—A mí Sara también me noquea y me pone cachondo que no veas.
—¡David! —se quejó ella divertida, arreándole un mamporro en el brazo.
—Vivir con él es pura tortura, pero le quiero y lo necesito a mi lado.
—¿Has estado con más chicos?
—No. Soy consciente desde crío de que me atraen, pero la única que lo
sabía era mi madre. Mi padre es un homófobo intransigente que odia a los
gays y las lesbianas, a los extranjeros, a las personas de piel oscura. En fin, un
dechado de virtudes —dijo con puro desprecio.
—Oye, estás empapado, idiota —observó Sara—. ¿Qué coño hacías aquí
fuera tú solo bajo la lluvia?
—Pues la novia de Marc...
—¿La rubita? —musitó David.
—¿Y tú cómo sabes que es rubia? —Sara se había molestado.
—Mujer, la chica está buena y mucha gente sabe que es la novia de Marc.
¡Además, acabas de decir que Marc está muy bueno y yo no me he quejado!
—Bueno, ya hablaremos luego —le indicó, en tono amenazante—.
Samuel, pues lo siento.
—Es natural que tenga chica, con lo fantástico que es...
—Lo cachas que está —rio ella.
—Lleva todo el cuerpo depilado.
—¿Todo, todo?
—Bueno, no lo sé. No le he visto más que el paquete, por desgracia —
lamentó mordiéndose el labio inferior—. Pero los calzoncillos le quedan de
muerte.
—«Chicas», me vais a hacer vomitar.
—¡David!
Se echaron a reír de nuevo. Samuel no podía evitar quererlos, eran
personas de lo mejor.
—El caso es que Sabrina, su novia, me pidió discretamente que me fuera
a dar una vuelta.
—¡Eres tonto!
—¿Y qué quieres que haga, Sara? Querrían estar juntos para, ya sabes: eso
—decirlo no le gustaba nada.
—Para follar.
—Ños, David —resopló Sara—. Dilo con más delicadeza.
—Es lo que es.
—David tiene razón. Es lo que es y es lo natural —suspiró Samuel—. La
chica tiene toda la suerte del mundo y yo soy gilipollas. Pero estoy enamorado
de Marc y, si hace falta, me sacrifico. Además, después de lo que le hice pasar
la semana pasada, sinceramente, le debo mucho.
De pronto, el móvil de Sara comenzó a sonar.
—Perdona, mi niño —miró la pantalla y arqueó una ceja. Estaba
sorprendida—. ¿Sí? Sí, hola. Sí, está con nosotros cenando. Bueno, hemos
terminado y ya lo llevábamos a casa. Nos hemos mojado un poco hasta el
coche. Hasta luego. —Colgó mirando a Samuel.
—¿Era Marc?
—Claro.
—No se fía de mí.
—Estaba nervioso.
—¿En serio?
—Y que lo digas. De un modo u otro, a ese tío le importas muchísimo. Así
que sólo puedo decirte que no pierdas la amistad que te une a él, por mucho
que le quieras.
—Llegará un momento en el que no lo soportaré más.
—Entonces debes decidir —comentó David—. Te llevo a la residencia.
—Me agobia ir a esa habitación, ahora que sé que ella y él...
—No lo pienses tanto. Más vale que le importes a ese tío a que pase
de ti. Tal vez no tengas su amor como te gustaría, pero es tu amigo y se
preocupa. Es mejor eso que nada. —Sara le abrazó con cariño—. Y nosotros
te ayudaremos en lo que haga falta. Por favor, cuando te sientas mal, cuando
estés solo, cuando necesites amor, llámanos y aquí estaremos.
—Gracias chicos, de verdad. Es la primera vez en mi vida que puedo ser
yo, sin esconderme, sin tener miedo al rechazo. Es la primera vez que tengo
amigos de verdad —sonrió aliviado.
—No se merecen.
David arrancó el coche en dirección a la residencia, a la que llegaron en
apenas tres minutos. Fuera seguía lloviendo. Samuel se bajó, sonriente.
—Gracias por todo.

El coche desapareció tras una esquina mientras Samuel sentía su pecho


arder y su estómago contraerse de nuevo en angustia. Una mano le tocó el
hombro, lo que hizo que diera un respingo.
—Marc.
—Vas muy mojado, te vas a resfriar. —Parecía muy triste, lo cual no era
para nada natural—. Vamos a la habitación.
—¿Qué haces aquí en la puerta a estas horas?
—Me despedí de Sabrina —mintió, ya que ella se fue poco después que
Samuel. La realidad era que llevaba allí esperándole bastante rato, muy
nervioso.
—Bueno, vamos. Necesito darme una ducha.
—Y que lo digas. Sí que teníais el coche lejos.
—Muy lejos, problemas de aparcamiento.
Ambos se mantuvieron callados un buen rato, hasta llegar a la habitación.
Se fijó en que la cama de Marc seguía hecha. Bueno, supuso que él la habría
arreglado, o puede que no lo hicieran allí, puede que...
Samuel agitó la cabeza para quitarse aquellos pensamientos estúpidos.
—¿Mañana usaremos el portátil?
—Es tuyo. Por todo lo que has hecho por mí.
Marc había recuperado la sonrisa de siempre. Tener a «su chico» sano y
salvo era suficiente para ser feliz.
—¿Va en serio?
—¿Tú cuándo me has visto hacer bromas?
—Nunca, que recuerde.
—Pues eso —fue la escueta respuesta—. Voy a dormir, hasta mañana.
—Claro, yo también. Estoy agotado.
Para Marc sólo fue un comentario sin importancia, pero para Samuel
supuso una patada en el estómago. Su absurda imaginación le llevó de nuevo
a pensar en Sabrina y Marc, follando. Eso le puso malo y fue directo al baño
a vomitar lo poco que tenía en el estómago.
—¡Samuel! —Marc le apartó el cabello de la cara, sujetándoselo mientras
arrojaba la bilis—. Tranquilo.
—Vale, gracias. —Se limpió la boca con papel higiénico y tiró de la
cadena—. Me sentó mal la cena —mintió, pues ni siquiera había cenado, ni
ganas que tenía.
Aunque ya se había erguido, Marc siguió apartándole los cabellos para
que se limpiara bien en la pila. Los sintió suaves como la seda, ondulados,
brillantes, y olían bien. Una sensación de apremio en el estómago le incitó a
abrazar a Samuel contra sí y hundir el rostro en su pelo negro. Este le apartó
antes de que se dejara llevar.
—Ve a la cama. Si quieres te preparo una manzanilla, no tardaré nada.
—No, gracias —fue la escueta respuesta.
A Marc la desazón le estaba amargando. Siempre que intentaba ser tierno,
él levantaba el muro que los separaba.
—Buenas noches.
El nadador deshizo el lecho y, tras meterse en él, se puso de espaldas a
Samuel. Le imaginó desnudándose y luchó con todas sus fuerzas por no darse
la vuelta. Muchas noches soñaba con la vez en que habían estado juntos en
aquel cuarto de aseo en el hospital y luego fantaseaba con ello. Sólo lo había
hecho una vez; sin embargo, deseaba volver a masturbarse pensando en aquella
escena. En esa ocasión, iba tan cargado que tuvo un orgasmo enseguida.
Fue meneársela un poco, imaginar que en el aseo, mientras le cambiaba los
pantalones, lo que en realidad hacía era bajarle los boxers y chupársela hasta
hacer correrse de gusto a Samuel en su boca, que tuvo un orgasmo rápido.
Había sido la primera vez que había sentido algo tan placentero que no le dio
vergüenza, aunque se sentía un poco mal al ver a Samuel, ignorante de todo
aquello. Sabía que se masturbaría de nuevo y la siguiente vez imaginaría que
a «su chico» le encantaba todo lo que pensaba hacerle. Ya estaba empalmado,
con ganas de ir hasta la cama de Samuel y comérselo. ¿Cómo sería una primera
vez con un chico? No podía ser como con Sabrina, que lo único que quería
era terminar cuanto antes. No, con un chico debía ser de lo más excitante y
cachondo. Con Samuel, además, iría unido al amor.
«Te quiero, Samuel», pensó Marc, casi lo susurró, moviendo los labios sin
emitir sonidos. «Te deseo cada vez más».
Aquella noche, Sabrina había querido acostarse con él. Por supuesto, no
tenía ya estómago para hacerlo. Recordó brevemente lo sucedido:
«—¿Qué quieres, Sabrina? —Ella estaba besándole el cuello.
—Que nos acostemos. Desde que hemos vuelto a la universidad, no...
—No me apetece. Estoy cansado de los entrenamientos, ya te lo he dicho.
—¡Mira, Marc, no soy idiota! ¿Crees que no me he dado cuenta de que
me evitas?
—¿Por qué dices eso?
—Oh, vaya. Pues, ¡porque me evitas de verdad! —ella estaba disgustada,
lo cual le hacía sentirse peor.
—Es que estoy muy concentrado en cosas.
—¿Qué cosas son más importantes que yo?
—No quiero tener ahora esta conversación.
—¿Y cuándo pretendes que la tengamos? Las cosas claras, Marc.
—Hablaremos mañana.
—¡Mañana me voy un mes al Campeonato Nacional! Ya sabes, he sido
seleccionada y tenemos que concentrarnos.
—Oh, lo había...
—Lo habías olvidado. Claro, no sé de qué me sorprendo. Desde que has
vuelto estás muy raro, Marc. —Se puso a llorar, angustiada.
—Perdóname.
—Cuando vuelva, hablaremos.
—Tienes razón. Mucha suerte en el campeonato. —Marc la besó, trémulo,
en los labios.
—Adiós, cariño.»
Sabrina se fue, bastante confusa. Y a él no le quedó muy claro si habían roto,
si seguían juntos o si se habían dado un tiempo. Pero algo sí supo, y es que se
sintió liberado de amar a Samuel en secreto sin que nadie le interrumpiese o
hiciera sentirse mal por ello.
Y así fue como había ido la noche. La respiración de Samuel era
acompasada, aunque en realidad tampoco estaba dormido. De pronto, su voz
suave susurró algo que dejó al nadador anonadado:
—Gracias por los caramelos.
Fue simple y escueto. Marc sonrió sin contestar, pese a que haber recibido
ese «gracias» le hizo muchísima más ilusión que el ordenador portátil. Samuel
también sonrió, ya que su amigo no dijo nada. Para él fue lo mejor.

«Tú sabes que yo sé que tú lo sabes».


Marc observó el agua calma, el fondo azul, los focos reflectados en el
líquido suave y su figura algo distorsionada. Allí se hallaba él, de pie, sólo
vestido con el pequeño bañador negro, a punto de arrojarse a la piscina. Lo
hizo, notando que el agua recorría todas las fibras de su cuerpo y le hacía
sentir relajado, bien. Cuando permitía que la sedosa frescura del líquido le
envolviese, era como dejar todos los problemas atrás.
Poco a poco nadó hasta el fondo, en donde se sentó cruzado de piernas.
Cerró los ojos. Sus cabellos rubios se mecían lentamente como seda. Pensó
y pensó en por qué estaba allí, intentando relajarse. Lo hizo hasta que le faltó
el oxígeno, casi al límite.
De una bocanada devolvió a su cuerpo lo que tanto necesitaba y el pelo
le quedó apelmazado sobre la piel del rostro. Nadó lentamente hacia uno de
los laterales. Las instalaciones estaban prácticamente en penumbra. Debía ser
casi medianoche. Sus amigos del club le instaron a ir con ellos de marcha,
aprovechando que su novia no estaba. Primero le preguntó esperanzado
a Samuel si le apetecía acompañarlos, pero la negativa no se hizo esperar,
áspera y cortante. La ilusión de salir con él algún día volvió al pozo de los
imposibles. Prefirió hacer lo de siempre: irse a nadar un poco, relajarse en la
piscina. Tenía llaves, así que podía hacerlo fuera de horas, pues contaba con
el premiso de la universidad.
Tras apoyarse en el borde, se quedó pensativo con la barbilla sobre los
antebrazos, mirando a la oscuridad. No era en absoluto feliz y el método de
relajación cada vez perdía más su eficacia.
—Es por tu culpa, Samuel. —Hundió la cabeza en el hueco de los
brazos—. En realidad, yo soy el único culpable por enamorarme de ti cuando
no debí hacerlo.
Salió del agua impulsándose, notando el cuerpo pesadísimo. Corrió hasta
las duchas, tiritando, pues estaba desconectada la climatización. Enseguida
abrió la llave del agua para dejar paso a una sensación cálida y agradable.
Permaneció bastante así, enjuagándose sin motivo alguno más que el de
la relajación. Sus pensamientos volvían a Samuel una y otra vez, y en lo
insoportable que se estaba haciendo, cada vez más, tenerlo tan cerca y no
poder tocarlo.
Poco a poco se dejó arrastrar por la desidia hasta sentarse en el suelo de
la ducha, apoyando la espalda contra la pared. El agua continuaba cayendo
templada sobre su cuerpo tembloroso. Se quitó el bañador para poder dejarse
llevar del todo, separando los muslos, dirigiendo las manos a la entrepierna
húmeda y caliente.
—Samuel —musitó, sintiendo una descarga en el bajo vientre al pronunciar
aquel nombre de forma tan anhelante.
La imaginación fluyó, poderosa, y se dejó llevar por ella sin importarle
nada más. Estaba demasiado excitado como para detenerse. Sacudió con
energía su pene hinchado mientras la imaginación le lubricaba.

Mientras Samuel dormía, se metía desnudo en su cama para darle una sorpresa que,
de seguro, iba a gustarle. Su chico despertaba soñoliento y algo confuso.
—¿Qué haces, Marc?
—¿No lo ves? Vengo a hacerte el amor en secreto. Shhh…
Y luego deslizaba las manos por la caliente piel de su espalda, hasta quitarle la parte
de arriba del pijama sin que él opusiera resistencia alguna, muy al contrario. Su chico
se le entregaba ardorosamente; podía sentir esos labios carnosos en el cuello, sus manos
suaves en las nalgas.
—¿Es un secreto? —preguntaba juguetón.
—Sí. Tuyo y mío, de los dos, cariño.
—Pues fóllame toda la noche —se le ofrecía.
Le quitaba toda la molesta ropa, bajaba lentamente absorbiendo el calor de su piel,
llegaba a su miembro salado y húmedo con sabor a semen y lo chupaba hasta arrancarle
a Samuel gemidos, espasmos, risas, orgasmos. Y luego, luego él le…

Pero no pudo imaginar más, pues estaba tan caliente que se corrió sentado
en el piso de las duchas, perdiéndose el semen por el desagüe. Durante un
instante había olvidado respirar, así que inhaló fuertemente el húmedo aire.
Lo próximo fue un gemido de dolor desesperado, porque hacerle el amor
en secreto afligía el alma. Al final, lo que fue colándose por el desaguadero
no sólo fue el esperma vertido, sino también lágrimas y un trocito más de su
deteriorado corazón.

Volvió a su cuarto, anhelando que Samuel durmiera. No fue así: este se


encontraba con el portátil.
—¿No estabas con tus amigos? —le preguntó Samuel.
Marc dudó antes de contestar:
—Sí, pero me encuentro mal, así que voy a dormir.
—No tienes buen aspecto. —Samuel dejó el ordenador a un lado, para
adelantarse hasta su amigo y tocarle la cara roja. Marc reprimió un gemido
al sentir los dedos suaves y cálidos rozarle la mejilla. Fue como electrizante,
incluso se le encogió el estómago en un espasmo—. Creo que tienes fiebre.
Tómate una aspirina.
Sin percatarse de ninguna reacción por parte de Marc, el chico fue hasta
el cajón para obtener el medicamento. El nadador prefirió no sacarlo de su
error; simplemente, se había pasado demasiado tiempo bajo el agua caliente
de las duchas.
—Samuel, ¿te importaría que apagara la luz? —Sentía que estaba a punto
de llorar de nuevo. Aquello ya resultaba francamente frustrante.
—Yo también me iba a dormir, es tarde. —Se dispuso a apagar el portátil.
—¿Qué vas a hacer mañana, Samuel? Podríamos ir al centro comercial.
—Voy a estudiar, tengo dos parciales la semana que viene.
—Claro. En realidad, yo también tengo uno —suspiró derrotado.
Samuel lo notaba extraño, aunque lo achacó lógicamente a la fiebre.
—También he quedado un rato con Sara. Quería ver no sé qué en no sé
dónde. Un regalo para David, si no me equivoco. ¿Quieres venir?
—Oh, no. Estudiaré —rechazó la oferta estúpidamente. Si no salía a solas
con él, es como si no contara, y eso que Sara le caía a las mil maravillas.
Sin embargo, hasta que consiguiera una especie de cita con «su chico», no se
quitaría la maldita espinita.
—Bueno, hasta mañana. No dudes en despertarme si necesitas algo, ¿vale?
Aquel ofrecimiento completamente inocente dejó anonadado a Marc, que
se puso más rojo si cabía. Menos mal que la luz ya estaba apagada, aunque
tenía la certeza de que estaba tan rojo que seguro que parpadeaba bajo las
mantas.
—Claro —hipó.
«Alguna necesidad», pensó. «Si tú supieras todas las que tengo».
Ambos acabaron por dormirse. Marc suspirando por las ganas de sexo
que tenía y Samuel muerto de ganas de ir a cuidarlo a su cama, darle calor y
mimarlo tras acostarse juntos.

Al día siguiente, sábado, Samuel esperaba a Sara en el portal de su casa.


Ella bajó enseguida y se marcharon cogidos del brazo hasta la marquesina de
autobús más cercana. Cuando llevaban un rato esperando sin que ninguno
pasase, Sara, haciendo alarde de su espontaneidad, le preguntó a la única
mujer que estaba sentada con ellos en el banco:
—Perdone, ¿hace mucho que pasó la guagua?
La señora le miró, estupefacta.
—¿Cómo?
—Disculpe, no es de aquí —se apresuró a decir Samuel con algo de apuro.
Se partía de risa con las expresiones de Sara—. ¿Qué coño es una guagua?
—Lo que viene por allí. —Señaló al autobús que estaban esperando. El
chico no paraba de reírse con su amiga, era muy particular.
Una vez en su interior, Samuel quiso saber cuáles eran sus planes.
—¿Qué tienes pensado comprarle?
—Bueno, ya fui ayer a por unos libros que le apetecía leer. En realidad,
hoy quiero comprarle un juguetito. —Se echó a reír, picaruela.
—¿Eh?
—Está cerca de aquí. Es que me daba vergüenza ir sola.
Cuando bajaron unas cuantas paradas más tarde y Samuel vio que se
refería a un sex shop, se quedó con la boca abierta.
—Tú no tienes vergüenza, Sara. No me engañes: querías traerme.
—¡Es verdad que quiero comprar un juguetito sexual! —comentó
mientras entraban.
—Ya, ya.
—Es verdad —ratificó—. Voy a comprar un consolador.
—¡¿Para qué?! Ya tienes novio.
Sara comenzó a reírse.
—Y un arnés. —Samuel se puso rojo como un tomate al verla palpar unas
muestras—. ¿Te gusta de este color? Es el preferido de David. —Se giró hacia
él con un pene de látex de color violeta.
—No creo que se deje —comentó con reticencia.
—Ya lo creo que sí. No es la primera vez.
—Shhh. —Samuel no quiso, pero se echó a reír en el hombro de su
amiga—. ¿Y ahora qué cara pongo cuando lo vea? —continuó carcajeándose
sin poder parar.
—¡Ni se lo comentes o me mata!
—Cuidado. Dicen que cuando un hombre lo prueba, quiere una de
verdad.
—¡Ja! Créeme, cielo. Yo sé lo que más le gusta y no es con tíos. Tiene
una mujer hecha y derecha. Simplemente, es otra manera que tengo de darle
placer. Y para mí es lo más importante.
—¿En serio le da placer?
—Tú eres el gay aquí, yo no tengo el «punto G» debajo de los huevos.
—Bueno, es la próstata en verdad. Pero soy virgen, ya lo sabes.
—¿Y? ¿No te has metido nada? —Hizo un gesto, como introduciéndose
algo por el trasero.
—¡¡No!! —Miró hacia los lados; una pareja de chicas los observaron,
divertidas—. Bueno, es que… No sé. Debe de doler.
—Pues al principio es como todo. Lo que pasa es que el día en que estés
con un tío de verdad y quiera follarte, ya me dirás.
—Eso no va a pasar.
—Bah, qué poca autoestima, Samuelín. —Lo sujetó por la mejilla—. Estás
para mojar pan. Lo que pasa es que te empeñas en tapar tu cuerpo con ropas
anchas, cuando en realidad mira qué cintura y caderas tan estrechas y sexys.
—Lo sujetó por esa zona del cuerpo—. Tienes la altura perfecta, el cabello
súper sedoso, unos ojos preciosos y la sonrisa maravillosa. Cuando quieres.
—Me enamoraré de ti si sigues diciéndome eso.
—Lo siento, mi niño, tengo novio. —Se echaron a reír—. Si yo fuera un
tío, te follaría.
—Qué bruta eres.
—Mis amigas no paran de decirme: «¿Ese amigo tuyo sale con alguien?»,
«preséntamelo» o «es follable».
—¡Pero tía! No te rías.
—No me río, tontolaba. Marc está ciego, se debería volver marica.
—Tiene novia.
—Bah. Ahora que la chica está fuera, deberías seducirlo. Ya sabes,
conseguir lo que más desees.
Sara tocó lascivamente el pene de látex. Ella estaba segura de que Marc
fingía: la manera en que cuidó de su amigo cuando este intentó suicidarse y
aquella forma de abrazarlo no podían ser casuales.
—Tonta. Si ya tienes eso, vayámonos, que tengo que estudiar —musitó él.
Sara cogió una de las cajas al notar que Samuel estaba chafado.
—Perdona —se disculpó.
—No es culpa tuya.
—Cuando Marc y tú estabais en el coche, él te sostenía con mucha ternura.
—Me quiere a su manera, Sara. Como un amigo. Le preocupé muchísimo,
intenté matarme.
—Sí, supongo.
Ella sabía que no era del todo como Samuel pensaba, pero claro, no podía
saber cuáles eran los sentimientos de Marc.

Samuel y Sara fueron a tomar un café antes de irse cada uno por su cuenta.
El chico, al pasar por delante del sex shop al volver a la residencia, se decidió a
entrar. Con un poco de vergüenza adquirió uno de los falos de látex para él,
preservativos y lubricante. Menos mal que la bolsa era discreta.

Al llegar a la habitación, Marc no estaba. Una nota en la mesa le hizo saber


cuál era su paradero:
«Me voy con mis amigos al centro y luego a cenar. Llámame si me
necesitas.»
—Te necesito —suspiró—. Te necesito.
La ropa de Marc se hallaba tirada por el suelo, así que la recogió. Era
un poco desastre a veces. Sostuvo el boxer usado con mano temblorosa. La
prenda había estado en contacto directo con su pene, así que se la llevó a la cara
para sentir el aroma sexual que desprendía, lo que le enardeció sobremanera.
Observó la bolsa del sex shop con evidente excitación. Fue a la puerta y cerró
por dentro, dejando la llave puesta en la cerradura por si a Marc se le ocurría
volver antes; si le pillaba masturbándose, el mundo se le caería encima.
Se duchó para intentar que la excitación bajase, lo cual no consiguió. Se
sentía extrañamente sobreexcitado, como si fuera a hacer algo realmente
prohibido y eso le instara más a seguir. Sin tan siquiera secarse, fue hasta
el lecho de Marc y tomó asiento sobre él. Las sábanas desprendían ese olor
masculino y sexy que lo caracterizaba, como un perfume afrodisíaco. Con
mano temblorosa abrió los paquetes y observó la polla de látex: tenía hasta
venitas en su envergadura. La untó con la crema y, no sin algo de vergüenza,
la introdujo en su boca primero. Por supuesto, se imaginó que era la de Marc,
aunque la de él era mucho más grande; al menos lo parecía debajo de los
boxers o de ese bañador tan sexy que se ponía para nadar. Cómo le ponía aquel
bañador: cachondo de veras.
Le puso el preservativo al pene y, con cuidado, untó su propio interior con
más crema, metiendo primero un dedo y luego otro. Separó las piernas hasta
colocarse en una posición más placentera. Con sumo cuidado metió la punta
del falo y, aunque al principio le costó, pudo ir introduciendo el resto casi
hasta el fondo. No fue como se había imaginado, no sintió otra cosa que algo
extraño en su interior. Respiró agitadamente; se le salía, por lo que volvió a
introducirlo con algo más de energía. Un latigazo entre el dolor y el placer le
hizo gemir. Iba por el buen camino. Con una mano movió el pene de látex y
con la otra se masturbó. Además, la crema le ayudó a no hacerse daño.
—Marc —suspiró, imaginándose algo peligroso. Que él entraba en la
habitación y le hallaba en aquella posición, encima de su cama, masturbándose.

—¡Samuel! —Le miraba alucinado, pero su reacción era muy distinta a la realidad:
él se quitaba la ropa, enfadado. —¡¿Por qué haces eso teniéndome a mí para follarte?!
Luego se le tiraba encima, lamiéndole los labios, comiéndose su cuerpo. De pronto
notaba su enorme polla meterse hasta el fondo y tocarle las entrañas, tan fuerte que casi no
le daba tiempo ni a correrse de puro placer, mientras él continuaba empujando mientras
le comía la boca.
—¡¡Te quiero, Samuel!! —gemía y gemía.

Varios chorros de semen salieron despedidos con bastante ímpetu,


cayendo algunos sobre las sábanas de Marc. Samuel jadeó ardientemente,
cogiendo aire. Dejó que el falo saliera de su interior, manchado. Lo limpió
todo lo más rápido que pudo con las sábanas y las quitó; le diría que estaban
en la lavandería.
Se quedó desnudo en medio de la habitación, hasta que tuvo que
acuclillarse y hundir la cara en la colcha. Las lágrimas acabaron en esta, igual
que la mucosidad.
—¡Claro que te necesito! —gimió derrotado.
No es que se sintiera mal por la masturbación, sino por tener que recurrir
a un triste sucedáneo. Por necesitar tanto a su hombre, no sólo su presencia,
sino por demandar su cuerpo, por desear sexo real con él, sexo a todas horas
hasta caer rendidos. Quería que fuera él quien lo acariciara con ternura y lo
tratase como un rey. Que fuera él quien besara sus labios, su piel, su pene.
Que le poseyera y poseerlo, como hacen dos personas que se anhelan.
Así que siguió sollozando amargamente, muy triste. Había descargado su
cuerpo, pero no su corazón. Aunque le gustó pensar que había hecho el amor
con él en secreto.
Las fiestas navideñas estaban a la vuelta de la esquina. Menos de diez días
y las vacaciones serían bienvenidas por todos los estudiantes universitarios.
Samuel, por su parte, se quedaría en la residencia todo el período
vacacional, pues no pensaba volver a casa con su amargado padre por nada
del mundo. Marc, en cambio, se marcharía la víspera de Fin de Año con su
familia, pues tenía una competición de natación días antes y no podía faltar.
Últimamente, él no hacía otra cosa que estudiar y entrenar; apenas si lo veía
un rato por las mañanas y otro por las noches.
—Marc, ¿te apetece que vayamos juntos a la facultad? —Ambos se estaban
vistiendo nada más levantarse.
—Eh, vale —asintió algo sorprendido. No se imaginaba que «su chico» le
echase de menos, no albergaba esa clase de esperanzas. Por eso intentaba verlo
lo menos posible, debido a que cada día que pasaba a su lado le gustaba más,
lo cual le llevaba a sufrir.
—¿Ya ha vuelto Sabrina?
—Sí, ayer. Le fue muy bien en las competiciones, aunque no ganó
ninguna. Estaba contenta.
—¿Y vas a quedar con ella?
—Sí, por la tarde. ¿Estás listo?
—Vamos. ¿Qué te apetece desayunar? —Samuel intentó que no se le
notaran la desazón y los celos.
—Un zumo y una manzana.
Fueron a la planta baja, donde estaba la cafetería común.
—¡Qué poco! —exclamó Samuel.
Marc andaba con el estómago cerrado y no dejaba de darle vueltas a lo
mismo: cómo decirle a Sabrina que sólo la quería como amiga.
Mientras desayunaban, ambos charlaron.
—Oye, Samuel, la semana que viene son las competiciones a nivel
autonómico y voy a participar en varias modalidades. ¿Vendrás?
—Claro.
—Bueno, si tienes pensado volver con tu padre…
—¡Ni loco! Sabes que no nos soportamos. Me quedo.
Un comienzo de preocupación empezó a tintinear en la cabeza del
nadador. Él sí se iba y no le gustaba en absoluto la idea de dejar a Samuel solo.
—¿Sara y David se quedan?
—David es de aquí. Sara pasará el Fin de Año con él, luego se marchará
unos días a casa.
Marc pensó que debía hablar con la pareja.
—¿Y recibirás el Año Nuevo con ellos?
—Me invitaron, pero tuve que rechazar el ofrecimiento.
—¿Por qué dijiste que no?
—Porque no me gusta celebrar esas cosas, para mí no significan nada en
absoluto. No es más que un día en el que se cambia de año.
—Vente conmigo —ofreció de pronto, esperanzado.
—¿Adónde? —Samuel le brindó una media sonrisa, algo pasmado.
—A mi casa, con mis padres y mi hermano.
—Pero ¡¿qué dices?! —Samuel levantó el cuerpo del asiento y cogió la
mochila del suelo—. Mi primera clase empieza en veinte minutos. ¿Vienes?
Sin esperar réplica, se dio la vuelta y comenzó a caminar. El ofrecimiento
de Marc le dejó descolocado. ¡Claro que quería ir con él! Pero no pintaba
nada allí; además, seguramente sus padres no estarían dispuestos a recibir a un
desconocido para darle marisco, canapés y champaña de buenas a primeras.
—Me encantaría que vinieras —le insistió Marc con la manzana en la boca
y corriendo detrás de él.
—No te preocupes, he pasado la mayor parte de mi vida solo. No es nada
del otro mundo.
Samuel no lo reconoció, pero en las noches de Fin de Año le invadía
un extraño sentimiento de soledad al escuchar la charanga de los chalets
colindantes.
—Pero…
—¡Me voy por aquí! —zanjó la conversación rápidamente al ver a un
compañero de clase.
—Espera, Samuel.
—Dime.
El chico giró hacia él su rostro y eso le quitó la respiración a Marc durante
unos segundos. Sintió el impulso de agarrarlo de la chaqueta para arrearle un
buen beso con lengua. Una despedida como Dios manda.
—No sé a qué hora llegaré esta noche.
El brillo de los azules ojos de su amigo desapareció ipso facto.
—Vale. Adiós.
De nuevo Samuel se alejó de él, cada vez más.
—Soy imbécil —se dijo Marc. Para colmo, el joven con el que Samuel se
marchó a clase era gay, todos lo sabían. Además de simpático y majete, babeaba
detrás de Samuel como una perra en celo. Lo veía todo el mundo menos la
presa—. Él es mío —musitó para sí con los dientes bien apretados—. Mi
chico —jadeó enfurecido.
Ganas de lanzar la carpeta por los aires no le faltaron, aunque supo
contenerse, darse la vuelta y echar a correr hasta no poder ni respirar, con un
dolor tan fuerte en el pecho que no supo si fue por la falta de oxígeno o por
el corazón roto.

—Samuel. —Sara se acuclilló al lado de la silla de su amigo mientras el


profesor ponía en orden sus asuntos antes de la oratoria.
—Qué.
—Ese chico con el que venías, es gay.
—Ya. ¿Y?
—¿Y? No sé, ¿te mola? ¿Ustedes tienen algo?
—No me gustan todos los tíos. ¿A ti sí? —Samuel parecía algo molesto
con la conversación.
—Uy, perdona. Ya lo sé, pero como parecen llevarse bien…
—Sólo somos compañeros de clase. No me atrae, ni nada —susurró.
—Pues me parece que tú a él, sí.
—¡No digas chorradas! Y no quiero hablar de esas tonterías.
Sara fue a replicar justo cuando el profesor dio comienzo a la clase y tuvo
que volver a su silla. Le hizo un gesto a su amigo, como diciendo que luego
seguirían con la conversación. Samuel pensó en salir por patas cuanto antes.
Menudas gilipolleces que decía Sara de vez en cuando. ¡Gustarle a otro tío,
aunque este fuera gay! Eso era imposible, pues él carecía de atractivo incluso
para las chicas. No se le había acercado una en su vida, ni en el instituto, ni en
el conservatorio, lo cual era de agradecer. ¡Imagínate entonces un tío!

Marc tuvo dividida su mente en varios fragmentos, por lo que no prestó


atención a las clases. De hecho, a mitad de mañana hizo lo que vulgarmente se
dice pellas, si es que se podía hacer eso en los estudios superiores. No estaba
para zarandajas.
El primer fragmento: Sabrina. Tenía que cortar con ella, pero ¿cómo
hacerlo sin dañarla? Nunca debió ceder a los comentarios de los demás sobre
que hacían buena pareja. Entonces sólo quería ser un chico normal, como los
demás. No se daba cuenta de que ya era normal, sólo que gay.
El segundo fragmento: Samuel. La situación cada vez era más insostenible.
Le excitaba hasta su respiración y la tensión sexual que llevaba encima le
hacía ir mal en los entrenamientos. Antes se controlaba en las duchas al ver
desnudos a sus compañeros; ahora prefería ducharse en la residencia porque
iba empalmado todo el santo día. Y ver a Samuel por la noche, ya era la
guinda del pastel. Diez minutos encerrado en el baño no era suficiente para
desahogarse. Se masturbaba todos los días pensando en su amigo. Algo tenía
que hacer para remediar eso. ¿Pero qué? ¿Cortársela?
El tercer fragmento: los celos. Comenzaba a estar celoso de todo lo que
rodeaba a «su chico». Era tan guapo… Esbelto, de cintura estrecha y con un
culo respingón que pedía guerra. Sabía que las tías le iban detrás, babeando,
y se había inventado una historia sobre Samuel y su novia ficticia. Como este
se enterara, iba a caérsele el pelo, pues le estaba impidiendo mantener una
posible relación. ¡Le daba igual! Los celos eran de naturaleza egoísta y punto.
Por último estaba ese chaval gay reconocido que trabajaba en la cafetería de
la pista de hielo, el cual solía ir a clase con Samuel. Esa manera que tenía
de mirarle el culo a Samuel descaradamente le encabronaba. Tenía ganas de
pegarle una buena paliza y decirle que Samuel era de su propiedad, única y
exclusiva, y que el único estúpido gilipollas baboso que podía mirarle el culo
era él.
¡Le iba a estallar la cabeza si no encontraba solución a todos sus problemas
pronto! En mil fragmentos.

La hora del entreno fue una auténtica tortura. Sabrina estaba allí, contenta
como unas castañuelas. Incluso parecía haberse olvidado convenientemente
de la última conversación que tuvieron en persona. Durante el tiempo que
estuvo fuera, de algún modo ella no desapareció. No hacía más que enviarle
mensajitos al móvil, hasta que se hartó y la llamó desde una cabina para
decirle que el móvil lo tenía roto. Y, por supuesto, que no tenía dinero para
comprarse otro, lo cual le llevó a cometer la estupidez de tener que tirarlo
por ahí sin la tarjeta, cuando no le pasaba nada malo. Total, que la había liado
buena. Su madre le mataría, fue ella la que se lo regaló.
Y allí estaba Sabrina, acercándose hacia él muy contenta. Mojada por
el agua, se le tiró encima y le dio un buen morreo. Marc sintió un mareo
terrible y una sensación de pesadez en el estómago, que se le contraía hasta
casi hacerlo desaparecer como si fuera un agujero negro.
—Hola, cielo. Ya estoy aquí.
—Eso veo. —No mudó la expresión, era incapaz de sonreír un ápice—.
Tenemos una conversación pendiente.
—¡Esta noche, mientras cenamos!
—No, ahora. —Si esperaba hasta la noche, el agujero negro se lo tragaría.
La agarró bruscamente del resbaladizo brazo hasta llevarla a una zona poco
concurrida.
—Marc, me estoy asustando.
—Lo siento, no era mi intención.
—¡Dilo ya, joder! ¡Di que me vas a dejar!
—Creo que no es necesario que diga nada que ya no sepas… —Bajó la
cabeza, apesadumbrado.
—¿Qué he hecho mal? ¿Hay otra? Eso es. Claro, tú puedes tener a todas
las putas que quieras.
—No hay otra tía. No me gusta ninguna tía. —En realidad, no estaba
mintiendo—. Y no has hecho nada malo. Simplemente, durante el verano
me di cuenta de que no iba a resultar. —Sabrina le golpeó en la mejilla con
fuerza, llena de rabia.
—¡Hijo de puta!
—¡Lo siento de verdad! —La agarró por los brazos, observando cómo
lloraba.
—Yo sí que te quiero, Marc…
—Ya lo sé, por eso me sentía tan mal y no podía…
—¡Lo que me da rabia, es que no me lo dijeras al volver a las clases!
—Porque soy imbécil.
La chica se soltó de él.
—No puedo obligarte a quererme, ¡pero sé que te gusta otra! ¿O te crees
que soy idiota? ¡Me he dado cuenta de que te gusta otra! No sé quién es,
pero…
—¡No me gusta otra! No salgo con otra.
—Te juro que como te vea con esa tía nada más cortar conmigo, me las
pagarás.
—Eso no lo vas a ver.
—Vale. —Se enjugó las lágrimas y sonrió tristemente.
—Eres una chica maravillosa.
—¡Ya lo sé! —volvió a enfadarse.
—Lo siento. Tú y yo no estábamos destinados a querernos.
—Ahora entiendo por qué eras tan poco cariñoso. Tan poco atento para
tantas cosas, tan poco romántico. Prácticamente te tenía que obligar a salir
conmigo, a hacerme regalos sugiriéndote que quería algo. Incluso no te
excitabas estando conmigo —bajó la voz.
Marc se sintió peor si cabía.
—Lo siento.
—Pero yo no lo veía, porque estaba enamorada. Qué tonta.
—Lo siento —volvió a repetir.
—¡Deja de decir eso!
—Lo s… —Una mirada iracunda de ella le acalló.
—No te preocupes, no volveré a molestarte si puedo evitarlo.
—No quiero que dejemos de ser amigos —musitó él.
—Ahora no puede ser, tal vez con el tiempo. Me voy a casa, no me
encuentro bien.
La chica se dio la vuelta para irse al vestuario.
—Lo siento —insistió Marc con la cabeza gacha, ya a solas.
Un fragmento había desaparecido de su cabeza, para clavársele en el
corazón.

Ya de vuelta a la residencia, Marc no cenó por el disgusto. Había llorado


de camino hacia allí, en un banco del solitario parque.
Hacía bastante frío aquella tarde lluviosa a ratos. Samuel le esperaba
calladamente, haciendo algo en el ordenador de sobremesa.
—Hola, Samuel.
—Hola. Llegas muy pronto.
—Me quedé un rato más entrenando, ya sabes, por esa competición a la
que más te vale venir.
—He dicho que iré. ¿Y Sabrina? —intentó parecer natural, aunque se pasó
el día pensando en que, esa noche, Marc y ella follarían, como era lógico. Por
eso le sorprendió que volviera tan pronto.
—Pues nos vimos en la piscina y ya está. —Se moría de ganas por contarle
que había roto con ella, aunque no fue capaz de decirlo en voz alta.
—Mira, te he comprado un regalo. —Samuel estaba raramente contento.
—¿Por qué?
—Por aguantarme siempre. Por llevarme al hospital cuando me corté y
por los caramelos. —Samuel se puso colorado.
—Ya me diste el portátil.
—Deja que sea tu regalo de Navidad, aunque no creo en ello. Quería
regalaros algo a Sara, a David y a ti, por ser mis amigos.
—No soy tu amigo para que me des regalos. —Samuel puso cara de cierta
tristeza, así que Marc cambió radicalmente de actitud—: ¡Pero dámelo! ¿Qué
es?
—Pues un móvil. —Le entregó una caja envuelta con lazo y todo.
—¡Killo, deja al menos que lo descubra yo solo!
—Me has preguntado qué era.
—Se nota que tienes poca práctica, cabrón.
Al abrirlo, Marc se encontró un teléfono de los caros.
—¿Te gusta?
—Te comería toda la boca ahora mismo y te metería la lengua hasta la
garganta. —Hizo ademán de llevar a cabo sus palabras—. Y luego restregaré
la entrepierna por…
—Hazlo y te la corto —dijo refiriéndose a las partes íntimas de Marc.
Samuel apartó un poco el cuerpo. Pero cualquier día le seguiría la broma,
a ver quién se acojonaba antes.
—¿Qué me vas a cortar? —Tapó sus partes—. ¿Con los dientes? Por
favor, que estoy mu nesesitao… —rogó con cara de desesperación.
—A lo mejor… Y ahora, enciende el móvil. ¡¡Y no seas marica!!
Una sonrisa sumamente natural, espontánea y deliciosa brotó de aquellos
labios carnosos, dejando a Marc anonadado. El teléfono dejó de existir, la
habitación no tuvo formas, el suelo despareció de los pies de ambos y el
tiempo no giró más. Eran esos susurros de besos que anhelaba tocar, recorrer,
saborear.
Marc fue feliz, de algún modo, aquel día. Después de tanto pensar, de
desfragmentarse, de sentir celos, de dejar a Sabrina y golpearse el corazón,
después de todo aquello…
Un susurro de sus labios, de los besos que nunca podría tener, le atravesó
el alma, le hizo tristemente feliz, dichosamente doliente.
Y así, comenzó a crear en su interior esa canción en la que iba a poner todo
lo que él era y sentía, dedicada a la persona que más necesitaba:

Recuerdo en el tiempo
que te vi sonreír
y creí morir.
Tu risa parecía
un susurro de besos.
Una semana después de aquello, la mayor parte de los habitantes de
las residencias universitarias se había marchado a casa para pasar las fiestas
navideñas. Así que la de Marc y Samuel estaba prácticamente vacía, aunque
siempre permanecía algún que otro huésped y el moreno era uno de ellos. El
nadador, en cambio, tuvo que quedarse porque aquella misma tarde competía.
Marc llevaba todo el santo día metido en la piscina universitaria, en
concentración con compañeros y entrenadores. Por la mañana, Samuel
dormía plácidamente y no pudo ni decirle adiós, así que le dejó una breve
nota en la mesilla de noche.
—Eh, Marc, ¿estás encoñado otra vez, o qué? —Víctor, un compañero del
club, le importunó un rato. Siempre andaba detrás de él para incomodar. Se
creía muy gracioso.
—No es de tu incumbencia.
—Sé que has dejado a Sabrina. Tío, pero si está para follársela.
—¡Oye! Que ya no sea mi novia no quiere decir que tengas derecho a
hablarme así de ella. ¡¡Más respeto, coño!! Siempre jodiendo a los demás. —
El tema de su ex todavía le resultaba delicado.
—Eh, eh… —Hizo el aspaviento de tirarse hacia atrás, esquivando un golpe
que Marc no intentó darle en ningún momento—. Todas las tías queriendo
follarte y tú pasando. Y va y dejas a esa maciza. Tienes que ser maricón.
—¿Ah, sí? ¿Sólo porque no quiera ir tirándomelas a todas tengo que
ser maricón? No me extraña que te mates a pajas. Bah, no sé ni para qué te
respondo. ¡Déjame en paz! —Le dio la espalda, molesto.
Era sabido por todos que ese capullo le tenía un asco a los gays bastante
fuerte. Y los demás le reían las putas bromitas sobre el tema, que a él no
le hacían ni pizca de gracia. No quería ni pensar en lo que pasaría cuando
llegara el momento de salir del armario. Aunque solamente debía importarle
las opiniones de sus padres y de Samuel, no podía evitar pensar que mucha
gente le rechazaría irremediablemente. Y eso le daba miedo.

Samuel despertó bastante tarde. Lo primero que hizo, fue mirar hacia la
cama de Marc.
—No está… —musitó intentando enfocar la imagen, pues sin gafas poco
veía. De nuevo recostó el cuerpo en la mullida y calentita cama—. Ah, sí, la
maldita competición —murmuró enfurruñado.
Marc estaba especialmente pesadito con que fuera a verle participar.
¿No se daba cuenta de que era pura tortura sexual? Ahí, semidesnudo, con
el bañador ese tan ajustado; sería insoportable no poder mirarle el abultado
paquete, todo mojado.
—Joder, tú no te levantes ahora —susurró quejicoso, tocándose su sexo
duro.
Las erecciones matinales, aderezadas con pensamientos impuros, eran
difíciles de rebatir. Marc no estaba y, si venía, tan sólo debía hacerse el
dormido. Pero no volvería en todo el día, pues la competición era a las seis de
la tarde. Tenía hasta entonces para matarse a pajas.
Se quitó toda la ropa, quedando desnudo de lado, y llevó ambas manos a
sus partes impúdicas. Con una se masajeó los testículos, con la otra friccionó
su sexo ya mojado por el líquido previo al orgasmo, y la mente hizo todo lo
demás.

Marc entrando en el cuarto, dándole un beso de buenos días y metiéndose con él


en el lecho, desnudándose poco a poco para hacerle sufrir. El pecho depilado y terso,
los brazos que le rodeaban lentamente, apretándole con torturadora sensualidad. Y esos
labios mojados, cálidos y placenteros que recorrían los suyos con amor.
—Te adoro, Samuel. Y te voy a follar hasta dejarte exhausto, hasta que me pidas que
pare. Pero, ¿sabes? No pienso parar, te seguiré follando todo el día.
—Marc… Marc… sí…
Y se besaban con un hambre atroz. Marc le apretaba contra su sexo caliente y enorme.
Sentía la dureza de este contra los testículos; la boca de Marc bajando juguetona hasta su
pene, el cual lamía de arriba abajo…

El semen brotó a ráfagas bastante violentas, untándole las manos y


manchando la cama como tantas otras veces. Se había mordido el labio
hasta casi hacerlo sangrar, de puro placer. Abrió la boca para respirar
entrecortadamente; había sido muy rápido, pero era sólo el primero de otros
tantos. Aquel día estaba muy caliente, más de lo normal. Uno de esos días
en los que piensas que podrías estar haciendo el amor durante horas con tu
pareja, pasándotelo muy bien.
—Pero tú no tienes pareja, gilipollas… —se dijo en un susurro seguido de
un suspiro y una sensación de ahogo, como de querer sollozar. Sacó la mano
manchada para coger unos pañuelos y limpiarse—. Tú no tienes a Marc, ni
a nadie.
Pensó en Albert, el compañero gay que siempre hablaba con él y le invitaba
a que fuera a verle al café donde trabajaba en el centro comercial. Igual Sara
tenía razón y le gustaba a ese chico.
—Gilipollas, tú no le gustas a nadie —se negó a sí mismo.
De esa guisa se pasó el día entero, prácticamente en la cama, pensando
unas cuantas obscenidades con su inocente compañero de cuarto. Luego se
duchó, comió algo y marchó hacia la piscina, a dejar sufrir a sus ojos un rato
con Marc desnudo delante de él.

A Marc le llegó el momento previo a su prueba de cien metros braza.


Andaba un poco de capa caída, porque no dejaba de pensar en Samuel y en si
este iría a verle. Le deprimía especialmente que su mejor amigo pasara de algo
que para él significaba tanto.
Así que, cuando lo vio en la grada, solitario, se puso como una moto;
tanto que, desoyendo la advertencia de su entrenador, subió a saludarlo. Qué
emocionado se sintió.
Samuel se asustó al verlo subir a toda velocidad, exclamando:
—¡¡HOLA!!
Casi se le tiró encima con ansia. Samuel se percató de cuánta ilusión le
hacía a Marc que alguien le viera; supuso que, al tener lejos a la familia, eso le
entristecía y que él estuviera allí le animaba bastante.
—Mucha suerte, aunque con esas espaldas que tienes seguro que no la
necesitas.
—No creas, hay muchos chicos muy buenos. Esta prueba es clasificatoria
para el Campeonato Nacional, pero sólo pasa el que quede primero. Aunque
tengo un rival.
—¿Quién?
—Ese capullo de ahí. El moreno de pelo corto. —Señaló a Víctor—. Me
envidia que no veas, el cabrón. Intenta joderme para que me desconcentre.
—¡Pues ahora te estás desconcentrando! Ya han anunciado la prueba.
—¡Ostia, es verdad! Bueno, me voy o el entrenador me matará. —Se
levantó y se despidió de Samuel mientras descendía las escalerillas de piedra.
—Eh, confío en ti, seguro que ganas a todos.
Marc, al ver la sonrisa de «su chico», quiso subir la escaleras (de hecho,
ascendió tres peldaños), porque estuvo a punto de hacer la locura de ir hasta
Samuel, sentarse de nuevo a su vera, inclinar la cabeza y darle un sorpresivo
beso en los morros, para después darse la vuelta, bajar las escaleras, ganar la
maldita prueba y que fuese luego lo que Dios quisiera que fuera.
La voz de su entrenador, que le llamaba a gritos nada halagüeños, le hizo
marcharse por donde había venido y desistir de semejante locura, que le podía
traer graves consecuencias posteriores.
—Marc, ¿en qué estás pensando? Los demás ya están quitándose el chándal
—lo reprendió como a un crío.
—Lo siento, Pablo.
—¡Corre, coño! Y tú puedes.
—¡Claro que sí, joder! Pienso ganar. —Estaba seguro de que se haría con
la maldita prueba, iría a los Campeonatos Nacionales, al Mundial y a los
Juegos Olímpicos. Y todo porque Samuel le estaba mirando.
Se quitó las ropas, se puso el gorro y las gafas y estiró los músculos. Víctor
andaba revoloteando a su alrededor.
—¿Qué, has ido a ver a tu novio? —El cometario le jodió bastante; entre
otras cosas, porque no era cierto. Sin embargo, no le hizo caso—. Es mono.
Tu tipo, ¿eh? ¿Le cuentas que te empalmas al ver a otros tíos desnudos en las
duchas?
—En cuanto te veo a ti, se me quitan las ganas, créeme.
A Víctor no le hizo mucha gracia el comentario. Marc sabía que fingía las
risas.
—Ah, ¿entonces eso es una salida del armario? ¿Lo reconoces?
—A lo mejor el maricón aquí eres tú, que no paras de hablar de ello.
¿No será que eres un puto reprimido? Según recuerdo, te duchas en casa
siempre…
La expresión de Víctor cambió radicalmente y se puso lívido.
—Es porque ver tíos desnudos me da asco —afirmó serio.
—No te he pedido una explicación. —Los demás nadadores se pusieron
en sus puestos—. Te voy a ganar. Que te jodan.
Marc se dio la vuelta tan campante, pagado de sí mismo, exultante. Pero
Víctor le echó una mirada asesina a su ancha espalda. Se vengaría.
Marc subió a la banqueta para prepararse, como el resto. La señal sonó y se
tiró con todas sus fuerzas. Pronto el agua cosquilleó a su alrededor, dándole
cola de tritón. En su mente había un objetivo claro: la sonrisa de Samuel. Si
ganaba, seguro que conseguía una, así que el premio valía el esfuerzo y mil
esfuerzos más. Enseguida tocó la pared fría de la piscina y dio la vuelta; no se
fijó en nada más, continuó nadando más y más, sentía los músculos vigorosos
y su cola de pez impulsándole con brío.
Samuel, por su parte, enrojeció como un idiota al ver el cuerpo desnudo
de su amigo. Era perfecto: alto, bien proporcionado, de espaldas anchas,
moreno, sin vello corporal. El gorro y las gafas le quedaban estupendamente,
ya que realzaban la nariz estilizada y los labios sensualmente carnosos. La vista
se le fue irremediablemente hasta el pronunciado paquete. Lo cierto era que
Marc estaba muy bien dotado, para qué negarlo. Cuando se masturbaba con
el falo de látex ya no le punzaba, aunque la polla de Marc era evidentemente
más grande y debía doler tenerla entre las piernas. Pero ¡qué importaba el
dolor si podía sentirla dentro!
—Me estoy volviendo un maldito guarro… —musitó para sí con una
sonrisa, cerrando las piernas ante lo empalmado que estaba ya. Menos mal
que usaba ropas anchas. Se había matado a pajas todo el día para nada. A la
hora de la verdad, la realidad del cuerpo sexy de Marc le ganaba la partida a la
imaginación.

Vio como Marc era el que primero salía del agua y se deslizaba por ella
a toda velocidad. Las chicas que estaban sentadas en el graderío de enfrente
chillaban como locas a su amigo. Las mujeres le adoraban. Si supieran cómo
era de verdad, serían sus esclavas de por vida. No sólo guapo, sino encima
atento, buena gente, amigo de verdad. En definitiva: el hombre ideal.
Tras recorrer varias veces la piscina, Marc ganaba por su calle y de largo.
Al ver que tocaba con la mano la pared y se detenía, Samuel comprendió que
había ganado. Se levantó emocionado, volvió a sentarse, aplaudió y rio. Lo
que hubiera dado Marc por escuchar semejante risa.
Los demás fueron llegando inmediatamente después, pero estaba claro
quién era el verdadero vencedor. Marc salió de la piscina ante los aplausos
generalizados del público. Verlo tan mojado lo excitó sobremanera: el
agua cayendo sensualmente por su piel, así como el bañador, pequeño y
estrechamente pegado a su cuerpo turgente, fue más de lo que pudo soportar.
Sin pensarlo mucho se levantó para irse corriendo hasta los lavabos más
alejados que encontró. Había unos en los que la luz no funcionaba. Con el
haz del móvil pudo guiarse hasta una de las cabinas y entrar. Cerró antes
de sentarse en la tapa del inodoro; se sacó su sexo y empezó a masturbarse
enérgicamente. Se imaginó a Marc con su pequeño bañador mojado. Se
lo quitaba poco a poco mientras le besaba ese culo tan prieto que tenía,
lamiéndole las gotas de agua con la lengua, bajando hasta sentir su vello. Le
inclinaba haciéndole ponerse de rodillas y, poco a poco, lo penetraba hasta el
fondo, una y otra vez. Lo empujaba mientras le clavaba las uñas en las caderas
y él gemía de puro placer, pidiéndole más. Marc apretaba el culo con fuerza,
comiéndose así su polla dura.
El orgasmo le sobrevino de forma tan violenta que tuvo que apoyar un pie
en la puerta, a la que propinó un buen golpe.
—Ah… Joder —clamó ardientemente.
Ya desahogado, bajó la pierna y se medio deslizó hasta el suelo, jadeante.
Si alguien le había oído, le daba igual. Buscó a tientas el papel para limpiarse
y no hubo manera alguna de hallarlo. Con la luz del teléfono echó un vistazo.
Palideció: no había y tampoco él llevaba encima nada. Porque claro, los
envoltorios de caramelos no darían mucho de sí.
—Joder —se quejó entre dientes, porque iba bien manchado.
Las manos se las limpió por dentro de la camiseta interior. El problema
era que llevaba los pantalones bien untados. Cualquiera que se cruzara con él,
acabaría por darse cuenta enseguida de que se acababa de hacer una paja. ¡Y
Marc no podía verle así!
Echó a correr como alma que lleva el diablo, de vuelta a la residencia. Y no
paró hasta llegar, casi muerto de asfixia.

Marc llegó a su meta, sabía que era el primero. Al salir del agua, su entrenador
le felicitó efusivamente.
—Marc, has batido tu récord personal.
—¿En serio?
Quería mirar hacia la grada, pero no podía desatender a Pablo.
—¡En casi dos segundos! ¡Eres un crack, chaval! —Le palmeó la espalda con
fuerza.
—¿Tanto? —se había quedado estupefacto.
—Vas al Nacional seguro. Con esta marca no tendrás que hacer más pruebas.
—¡Dios, es genial! —Se había puesto más contento si cabía. Echó un vistazo
a la grada con mucha emoción. Qué ganas tenía de decírselo a Samuel.
No estaba.
La sonrisa se le borró de la cara. Mientras, Sabrina se acercó a él, seria.
—Enhorabuena.
—Gra-gracias… —balbució.
Ella se marchó, no sin antes dirigirle una mirada todavía enfadada, con
razón.
Pasó de todos los demás y buscó a Samuel con la vista; no había rastro de
su amigo. Suspiró, decepcionado.
Una hora después salió a la calle, mirando desesperanzado el móvil.
Ningún mensaje, ninguna llamada. Desde luego, Samuel había desaparecido.
No le apeteció llamarlo, estaba decepcionado.
—¡Te vienes a cenar con nosotros, Marc! —Unos compañeros le invitaron.
—No puedo, mañana me marcho a casa. ¡Gracias!
En parte, era verdad: cogía el avión a las tres de la tarde. Por otro lado, el
desplante de Samuel (que era habitual) le había dejado desanimado pese a
haber batido su propia marca.
El móvil le sonó. Era su madre.
—¡Marcos! ¿Cómo ha ido?
—Mamá… Bien, he ganado.
—¡Cariño, tu hijo ha ganado! —Las risas de su hermano y padre le
animaron bastante.
—Si es que mi Marquitos es el mejor. —Enrojeció al oírla. Lo que le había
costado que le llamaran Marc. Su amada madre seguía en sus trece: que si
Marcos, que si Marquitos…
—También batí mi récord.
—¡Oh! Hijo, vale la pena todo el esfuerzo que estás haciendo.
—Es gracias a ustedes.
—¿A qué hora llegas mañana?
—A las cuatro y media de la tarde, más o menos, entre pitos y flautas.
—¿Va a venir al final ese amigo tuyo?
Marc se mantuvo en silencio unos segundos.
—No puede, mamá —dijo por último.
—Con las ganas que tenía de conocerlo. Nos has hablado tan bien de él…
—Es un capullo —susurró enfadado.
—¿Qué?
—Nada, mamá. Mañana nos vemos. Un beso. —Colgó poco después.
Tal vez alejarse una temporada de Samuel era lo mejor, porque las cosas
que hacía, cómo se comportaba o el intento de suicidio le estaban arrastrando
a él también a ese agujero negro. Sólo debía fingir su habitual buen humor
una vez más. Un día más.
Y cuando estuviera con los suyos, podría entregarse a ellos, sonreír,
disfrutar. Olvidarse de Samuel y su maldita autocompasión destructiva.
Enamorarse de otro chico que le quisiera, que le deseara y que anhelara
compartir la vida junto a él sin miedos ni intentos de suicidio. Que se abriera
y no tuviera secretos, porque Samuel no era capaz de darle nada de eso y tal
vez nunca pudiera ofrecérselo a nadie.
Marc se limpió los mocos y las lágrimas sonoramente. Debería estar
contento por haber ganado, eufórico por pulverizar un registro personal,
pero no podía estarlo, porque el chico que le gustaba no compartía con él sus
logros. Porque el chico que amaba, nunca le amaría igual.
Así que Marc, aquella noche, decidió ponerle punto y final a una relación
que nunca dejó de ser más que un sueño imposible de cumplir. Ya estaba harto
de soportar el enorme peso de la melancolía de esos ojos azules. Harto porque
nunca recibía nada a cambio, nada que de verdad le importara. Un ordenador
y un móvil de última generación no eran lo que anhelaba de Samuel.
Y caminó a solas hasta casa, tarareando las frases de la canción que nació de
una sonrisa perdida ya en el tiempo.

Samuel estaba tranquilamente sentado en su cama leyendo unos cómics, a


los que era muy aficionado.
—Hola, Marc. Enhorabuena. ¿Has ganado, verdad?
—¿Lo has visto? —susurró esperanzado, aguantando el aliento.
—Sí.
Samuel no dijo nada más y continuó a su bola. Marc optó por no empeorar
la situación. Su compañero se comportaba distante, como de costumbre.
Vamos, que le importaba un bledo incluso si ganaba la medalla de oro
olímpica. Para él, todo eso de la natación no era más que un coñazo a soportar.
¡Cómo le odiaba por ello!
—Samuel, me dijiste que estudiabas en el conservatorio —cambió de
tema.
—Sí —afirmó sin dar más detalles.
—Me gustaría pedirte un favor.
Samuel dejó a un lado el cómic. A Marc le latió alocadamente el corazón;
sólo una mirada suya le desarmaba, ¡pero debía ser constante en su decisión!
—Tú dirás.
—Ayúdame con la canción que estoy escribiendo. Tú debes entender de
solfeo una barbaridad más que yo y me encantaría que me ayudaras. Se la
quiero enseñar a mis amigos y familia. Tal y como está, no me convence.
—Está bien. —Se levantó lánguidamente de la cama para ir a por unas
partituras. A veces escribía en ellas, pero no música, sino sus pensamientos
más íntimos dirigidos a su madre, como si ella pudiera leerlos y entenderle
mejor que de palabra—. ¿Sabes escribir lenguaje musical?
—Apenas…
—Bueno, coge la guitarra y empieza a tocar, yo lo transcribiré. Y sobre eso
variaremos para enriquecer la composición. ¿Tiene letra?
—Estoy en ello, aunque no quiero… no quiero añadirla hasta que la base
sea la correcta.
—¿Y nombre?
«Susurro de besos», pensó Marc de inmediato.
—No, todavía no tiene.
—Bien, estoy preparado.
Samuel sonrió un poco. Estaba contento por escribir música, más de lo
que quiso aparentar. Pero Marc no lo percibió, pues estaba ya metido de lleno
en la guitarra.
Durante un buen rato, estuvieron escribiendo y tocando hasta arreglar
por completo la base.
—La estructura es muy buena, Marc, pero claro, hay que matizarla
bastante. He estado añadiendo notas. ¿Sabes leer una partitura?
—La mayor parte sí, aunque… —enrojeció—. Qué vergüenza. Aquí,
delante de un experto en la materia.
—Dame la guitarra. Mientras la toque, quiero que descifres lo que he
escrito.
—¿Tocas la guitarra española?
—Por supuesto. También toco el piano, aunque mi especialidad es el
violín.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
Él asintió mientras preparaba la guitarra.
—¿Qué haces aquí? —disparó Marc.
—Alejarme de mi anterior vida.
—¿No te gustaba el conservatorio?
—Lo adoraba. Me retraía en mis instrumentos, eran mis únicos amigos.
Sin embargo, me obsesionaban. Es mejor haberlo dejado. Ahora tengo amigos
de verdad, no como antes.
—¿Y por qué?
Samuel le miró de nuevo a los ojos, desarmándole, y comenzó a tocar
sin mirar la partitura, lo cual sorprendió a Marc. Samuel era un experto con
mucho oído y memoria. Sujetaba la guitarra como a una amante, con delicado
respeto. La melodía sonó mucho mejor con los cambios, dulce y serena,
armoniosa, melancólica, como un adiós y una desesperanza. Como un amor
completamente imposible.
—Ahora tú. Cada uno tenemos una forma de expresar la misma música.
De mí decían que era melancólica.
—Igual que tus ojos.
—¿Cómo?
—La languidez de tus ojos azules, melancólicos.
Samuel se llegó a sorprender de veras por que Marc se hubiera fijado en el
color de sus iris, ocultos tras las gafas y el flequillo en la cara.
—Sí, algo así.
La guitarra pasó a manos de Marc. Este se equivocó varias veces, haciendo
reír a Samuel.
—El maestro partiéndose el culo del alumno. Cuánta desconsideración
tiene el cabronazo —fingió estar ofendido.
—Si el alumno no fuera tan garrulo, el maestro no se descojonaría
vilmente.
Al ver que «su chico» se animaba, falló aposta en varias ocasiones y en las
partes más fáciles. Al final acabó cambiando de canción y la cantó a pleno
pulmón.
—¡Calla, idiota! ¡Nos van a echar! —se partió de risa Samuel.
—¡No hay nadie! ¡Estamos solos, como pringados!
Continuó a lo suyo, haciendo como que tocaba en un concierto heavy,
subiéndose a la cama y saltando como loco hasta el suelo. Samuel no podía
evitar reírse, le dolía hasta el estómago de la poca costumbre.
—¡Calla, que me ahogo!
—No pasa nada, killo. Te haré el boca a boca.
—¡Idiota! ¡Ya te gustaría a ti!
—¡Cómo lo sabes!
Y siguieron largo rato hasta que el bedel les echó una bronca histórica,
amenazándolos con decírselo a la directora de la residencia. Al cerrar la puerta,
casi murieron de la risa que les entró. Ambos agarrados a una almohada,
desternillándose e intentando ahogar las carcajadas.
—Cabrón, nunca me había reído tanto —tosió buscando la botella de agua
para echar un largo trago.
—Esto es lo que pasaría si te vinieras conmigo a mi casa. Mis amigos son
la leche, nos meamos de risa. Somos mu salaos.
—No tengo billete y, a estas alturas, ya me dirás.
—Podemos mirarlo en Internet.
—No, para la próxima.
—¿Prometido?
—Sí.
—Mi madre se muere por conocerte.
—Dale las gracias de mi parte.
Marc dejó de sonreír mientras colgaba la guitarra en la pared y se quitaba
la ropa para ponerse el pijama. Samuel se fue al baño a lavarse la cara, porque
la tenía como un tomate de la risa.
La promesa de Samuel era una de sus tantas proposiciones a incumplir.
De todos modos, no habría próxima vez.
—Me he puesto granate. Eres muy tonto por hacerme reír así.
—Es verdad, soy tonto.
Samuel se metió en la cama para terminarse el tomo que estaba leyendo,
como si nada hubiera pasado entre los dos. Ni música, ni risas compartidas,
ni momentos juntos que llevarse de recuerdo.
Samuel se guardaba lo malo con gran codicia, dejando las cosas buenas
escapar.
—Por favor, cuando termines de leer eso, apaga la luz. Mañana me levanto
un poco más pronto y estoy agotado.
—Claro, perdona. Te vas a casa…
Con suma consideración, dejó el cómic y apagó la luz.

Samuel estuvo pensando en las risas compartidas, en lo bien que se sintió


componiendo y tocando de nuevo un instrumento. No notó terror al abrazar
con dulzura esa hermosa guitarra y sus dedos se fundieron con las cuerdas sin
dolor alguno. Fue como enredarse con una pequeña parte de Marc, tenerlo
para él. La música con Marc no daba miedo, ya no. Era libre y eso le dejó
reír después sinceramente, como nunca en su vida. Marc y sus encantadoras
boberías le volvían loco; quería dejarse llevar sin ser capaz, porque eso podría
significar el rechazo. Deseaba gritarle: «¡Marc, te necesito!», pero era incapaz.
—Marc…
—¿Mmm?
—Mañana, cuando te levantes y eso… —Marc pensó que le diría que no
le molestara ni hiciera ruidos innecesarios—. Me gustaría acompañarte al
aeropuerto.
—Claro —intentó que no se le notara la sorpresa.
—¿Y cuándo volverás?
—Cuando empiecen los exámenes, supongo.
—Ah.
«Marc, llévame contigo. Insísteme una vez más en llevarme a tu casa»,
pensó Samuel. «Y me iré contigo sin dudarlo, porque te necesito».
—Buenas noches.
—Hasta mañana —musitó, ya desesperanzado.
Marc sintió la tentación de volverle a insistir y, sin embargo, fue fuerte y
no dudó más. Porque Samuel debía ser olvidado.

«No puedo tenerte ni siquiera en mi imaginación».


—¿Lo llevas todo? ¿Seguro? ¿El billete?
Samuel insistió de nuevo por tercera vez. Iban sentados en el vagón de
metro que los conducía al aeropuerto.
—Samuel, lo llevo todo. —Marc le enseñó el billete—. Que sólo me voy
a casa, no a otro país.
—Es que no quiero que te pase algo y no puedas ver a tu familia.
—Tranquilízate, hazme el favor. —Le sonrió animadamente—. Llevo
viendo a mi familia toda la vida.
—Ya, perdona.
Se mantuvieron en silencio un buen rato, hasta que Marc lo rompió:
—¿Qué vas a hacer sin mí todos estos días?
Samuel tragó saliva. Lo cierto era que apenas había dormido pensando en
eso. Ahora, la vida sin Marc iba a resultarle tremendamente vacía e insípida.
—Estudiar —contestó lacónicamente, mirando al frente.
El rubio le observó sin que se diera cuenta: llevaba un gorro de invierno
que le tapaba bastante la cara y hacía que sus rizos negros sobresalieran
graciosamente. Le hubiese encantado tirarle del pelo. En cualquier otra
ocasión anterior probablemente lo hubiera hecho sin pensar; sin embargo,
ya no debía hacerlo. Tenía que desenamorarse como fuera, a la fuerza si era
necesario.
—Ya llegamos.
Marc se apeó, con Samuel detrás. No tuvo que facturar la maleta, pues era
pequeña y podía llevarla como equipaje de mano. Le propuso tomar un café a
Samuel, ya que faltaba un rato para embarcar.
—Supongo que quedarás con David y Sara.
—Bueno, sí. Antes de que ella se marche a casa, supongo. ¿Y qué vas a
hacer tantos días sin mí? —le parafraseó soltando una risilla.
—Estudiar —le copió, para no tener que expresar cuánta soledad y tristeza
sentiría.
La verdadera respuesta debió ser «olvidarte».
—Pero me imagino que quedarás con tus amigos —expuso Samuel.
—Algunos también estudian fuera y otros trabajan, así que tampoco es
que vaya a poder quedar todos los días con ellos.
—Bueno, seguro que es más divertido que lo mío: estudiar, estudiar y
estudiar. —Hundió la cabeza entre los brazos, pesaroso y agobiado.
—Vuélvete a la residencia enseguida —dijo Marc.
Samuel tardó un poco en responder, asimilando que su amigo se estaba
despidiendo de él y que estaría bastantes días sin verlo.
—Ya, tienes razón. Que tengas buen viaje.
Ambos dejaron atrás la cafetería, hasta llegar a la zona de controles de
seguridad del aeropuerto. Fue algo incómodo.
—Si necesitas cualquier cosa, llámame a ese pedazo de móvil que me
regalaste.
—Claro. Ciao.
Aunque Marc preferiría no escuchar su suave, aunque melancólica, voz
masculina, debía anteponer las necesidades psicológicas de Samuel, que no
estaba bien, a sus propios sentimientos.
Este le dijo adiós con la mano y se dio la vuelta sin mirar atrás. Marc
comenzó a quitarse el abrigo y el reloj, y dejó la maleta de mano sobre la cinta
del control de pasajeros.

Samuel prefirió darse la vuelta y escapar de allí inmediatamente. Lo mejor


que podía hacer era olvidarse de un amor tan utópico. El ahogo que sintió
le hizo marearse, así que corrió hacia los lavabos y se encerró en uno. Sólo
quería estar solo.
—Marc… —musitó mirando fijamente al techo—. Ya te echo de menos,
cariño.
Y de nuevo, aquella sensación en la garganta y los ojos ardiendo. No podía
llorar, no allí, por lo que salió inmediatamente. Si tenía gente alrededor le era
mucho más fácil fingir.
Esperó el metro escasos cinco minutos, volviendo en total silencio a la
residencia. Era extraño. La voz de Marc ya no estaba, divertida, andaluza
y chillona a veces. La echaba de menos. No sabía por qué, pero le daba la
sensación de que algo entre los dos se había roto. Marc estaba raro, podía
notarlo. Era como si le dijera: «Volveré, pero ya no seremos amigos como
antes».
—Te he decepcionado —susurró.
La había cagado con lo de la natación. ¡Qué mal lo hacía todo siempre!
Decepcionaba a su padre, a su madre, a su mejor amigo, y todo por no ser
capaz de afrontar la situación con dos dedos de frente.

Marc terminó de ponerse el abrigo y el reloj con pura lentitud. Al otro lado
del control, Samuel ya no estaba, como era de esperar. Arrastró la maletita con
desidia hasta la zona de descanso para los viajeros del vuelo. Fue al baño en
diversas ocasiones, consultó la hora y suspiró aburrido.
Los aviones pululaban por la pista de un lado a otro. Por fin se abrió el
control de billetes y, al quedarse paralizado, no se puso a la cola. La miró
nervioso, sintiendo un terrible vacío en su interior a la par que una angustia
que lo llenaba todo. La cola descendió poco a poco hasta no quedar más que
tres pasajeros. Estos pasaron al autobús que los llevaría hasta el avión. Sólo
quedaba él, pegado al asiento con cola. Una azafata se acercó a él al verlo así.
—Señor, ¿no viaja con nosotros?
Él la miró incrédulo, como si no la comprendiera.
—¿Se encuentra bien? —insistió la azafata—. Está pálido.
—Es que… no puedo subir al avión. Lamento las molestias.
—¿Por alguna razón?
—Una emergencia, he de volver a mi casa. —Al fin se levantó casi de un
salto—. No voy a subir al avión.
—Como quiera. Buenas tardes.
Marc cogió la maleta y echó a correr hacia la salida, que resultaba algo
liosa de encontrar, sobre todo cuando se es consciente de estar haciendo una
locura.
Esperó el metro, ansioso. Quería alcanzar a «su chico», porque lo era, su
chico. ¡Y no quería, ni podía, alejarse más de él! Tantos días separados, qué
locura. Ahora se daba cuenta de que con sólo permanecer a su lado, ya era
suficiente. Que no podía aspirar a más y por ello debía aceptarlo así. Tener
algo, como una amistad sincera, ya era más que pretender engañarse no
teniendo nada.

A Samuel no le apeteció comer aunque ya eran las tres y media de la tarde,


así que se dejó caer sobre el colchón de su cama cansadamente. Casi no pudo
pegar ojo en toda la noche, por lo que cerró los ojos y se abandonó a la siesta.
Estaba cansado, cansado de todo, sobre todo de sí mismo.
Ignoraba el tiempo que llevaba durmiendo, hasta que algo le despertó
tirándole de uno de los rizos.
—Samuel. Samuel, despierta.
El sonido de una voz le confundió; estaba bastante amodorrado.
—¡Ey, Samuel!
Giró la cabeza, confundido, y se encontró a Marc subido a la cama, casi
encima de él, quien le sonreía de oreja a oreja mientras continuaba tirándole
del mechón.
—Hola —saludó él.
Samuel reaccionó agarrándolo de la camisa, furioso.
—¿Qué haces aquí? ¡Tenías que coger el avión a casa!
—¿No te alegras de verme, pisha?
—¡Contesta, idiota! —Le zarandeó con fuerza.
—Lo he perdido. A propósito.
—¿Qué? —Samuel se sentó en la cama y miró a Marc, bastante enfadado.
—Pensé que no podía dejarte pasar solo el Fin de Año. Así que he vuelto.
—Dime que eso es mentira o te corto los huevos.
Samuel le observó ceñudo mientras hacía un gesto, como de cortar con
tijeras. La mirada seria que le echó Marc lo dejó con el corazón latiendo a lo
loco. Conociéndole, era capaz de haber dicho la verdad.
Se puso colorado.
—¡Es mentira! Lo he perdido —comenzó a reírse.
—¿Cómo has podido perderl…?
Marc se le echó encima agarrándolo por la cintura y acabaron ambos sobre
la cama.
—Mañana me iré. ¡Hoy vamos a divertirnos!
—¡Bueno, vale ya! —Intentó zafarse sin conseguirlo, ya que su amigo se
colocó sobre su espalda y trasero.
Samuel sintió todo su paquete apretado contra las nalgas. «Se me está
poniendo dura», pensó desesperado.
—¡¡Marc, pesas mucho!! Quítate de encima, por favor. No me dejas
respirar. ¡Quítate de encima, marica!
El rubio le hizo caso a regañadientes.
—Vamos a patinar. Así no nos aburriremos.
—No quiero ir.
—Me da igual —canturreó, obligándole a levantarse de la cama.
—Tengo que ducharme.
—Pues venga, lentorro. Te espero fuera, como un perro guardián. ¡Y vas
a venir, quieras o no!
Samuel no contestó, confuso. Cuando entró en el baño, se apoyó contra la
puerta cerrada sonriendo sin poder evitarlo. No se imaginaba cómo ese idiota
había perdido el vuelo, pero qué importaba si estaba allí con él ahora. Un día
más con Marc, ¡qué feliz se sentía! Inesperadamente, un día más.

Al llegar al centro comercial, Marc buscó una cafetería. Cuando trataba de


indicarle a su amigo la que solía frecuentar, este le cortó:
—Vamos a esa. Ahí trabaja un compañero de clase. —Señaló la que
pertenecía a la pista de patinaje.
Marc palideció, pero no dijo ni pío. Bastante difícil había sido convencerlo
para salir juntos como para ponerle pegas.
Al ver que entraban y tomaban asiento, Albert corrió hacia ellos con
amanerada alegría, mientras el nadador intentaba poner cara de póquer.
—¡Samuel, has venido por fin! —Le sonrió con todos los dientes.
—Sí, hemos decidido dar una vuelta.
—Hola. ¿Eres su compañero de cuarto, verdad? —El camarero miró al rubio
con un poco de envidia.
—Así es. Su compañero de cuarto.
Albert ni se fijó en él. Estaba claro que suspiraba por Samuel, sólo había
que ver las confianzas que se tomaba.
—¿Qué vais a tomar?
—Un capuchino —pidió Samuel.
—Un batido de chocolate.
—¡Enseguida!
Albert se dio la vuelta, más feliz que unas pascuas. Otro camarero le trajo
el batido a Marc.
Los dos amigos se mantuvieron callados unos instantes. Samuel comenzó
a recordar el día en que conoció a Marc, y enrojeció. Estaba teniendo una cita
«de amigos» con él. Qué vergüenza.
—¿En qué piensas? —preguntó Marc—. Te has puesto colorado.
Se temió que estuviera así por Albert, porque el chico siempre le estaba
tirando los trastos. Comenzó a divagar un poco, cada vez más celoso.
«Pero si Albert le gustaba a Samuel, eso quiere decir que…», pensó Marc
—¡Calla, me has obligado a venir! —replicó él.
—¿Tan aburrido soy, cariño?
—Estoy de mal humor, he discutido con papá. ¡Y no me llames así! —Lo
de «cariño» le puso más rojo.
—¿No te ha pedido que vuelvas a casa por vacaciones?
—Claro, pero no me da la gana. Mi padre es insoportable.
—Pero es tu única familia.
—Sólo me llevaba bien con mi madre. Y está muerta —apuntilló.
—Lo siento. Como nunca me cuentas nada, no sé lo que te pasa.
—Un día te lo contaré, te lo prometo —dijo bajando la cabeza—. Pero
hoy no me apetece.
Samuel miró hacia la pista. Desde la muerte de su madre, no había hablado
de ello con nadie. Albert le llevó personalmente el café, lo cual irritó a Marc.
—Samuel, capuchino con extra de caramelos. —En el platito había
bastantes bombones y caramelillos.
—¡Caramelitos, me encantan! Gracias, Albert. Eres un sol.
El nadador se quedó pasmado. La mandíbula le cayó hasta los pies y los
celos le invadieron.
¡Cómo podía ser tan amable con ese marica baboso!
—Buen Fin de Año, chicos. —Albert volvió a la barra, que era su puesto
habitual.
—Ese marica de Albert está colaíto por ti. Cada vez que te ve se pone
cashondo.
Samuel, que había dado un sorbo al café, lo medio escupió sobre la mesa.
Inmediatamente, limpió el destrozo.
—¡No digas chorradas!
—Todo el mundo sabe que es marica, ¡se le nota a la legua! Cuando te ve,
babea como una perra en celo moviendo su «colita» detrás de ti. Hasta te ha
puesto más caramelos, con lo que a ti te gustan. Es una prueba irrefutable.
Samuel bajó la cabeza, completamente perturbado. A ver si Sara y Marc
iban a tener razón y él no se daba cuenta.
—Vaya gilipollez. Que me haya puesto más caramelos no significa nada.
Te recuerdo que tú me regalaste un montón.
Marc frunció el ceño. Samuel le estaba dando la razón y ni se percataba.
—Este te quiere follar, te lo digo yo.
En realidad, quiso decir: «Es que yo te quiero follar y mucho».
Samuel perdió la paciencia; no le gustaba hablar de esos temas. Le hacían
sentir violento y completamente inexperto.
Se levantó del taburete y pegó un golpe a la mesa, con rabia.
—¡Que te follen a ti! —blasfemó.
Marc cruzó las piernas tan tranquilo, apoyó el brazo en la mesa para posar
la mejilla en la mano y, sin dejar de mirarlo fijamente, lo señaló con el dedo
a la par que decía:
—Sólo si me lo haces tú.
La mirada fue tan directa, seductora y franca que a Samuel se le paró el
corazón allí mismo durante un segundo. Su amigo siempre le hacía bromas
por el estilo; sin embargo, nunca sonó tan de verdad. El corazón volvió a latir,
esta vez con una fuerza tremenda. La cara se le incendió.
—¡¡Serás hijo de p…!! ¡Vete a la mierda! —pegó media vuelta y dejó a
Marc partiéndose de risa.
«Si supiera las ganas que tengo de hacerle eso precisamente, no bromearía
tanto».
Samuel se dirigió hacia el otro lado de la cafetería, nervioso.
¿Por qué se ponía así ante unas bromas tan habituales? ¡Porque se moría
de ganas de que fueran en serio y eso lo turbaba muchísimo!
La mano fuerte de Marc lo detuvo en seco, agarrándole de la muñeca.
—¡Oye!
—¿Qué quieres? —apartó el brazo, rabioso.
—Que patines conmigo, para hacer las paces.
Samuel le observó: llevaba en una mano unos patines y no se le veían los
ojos tras las gafas de sol. Así que no sabía si seguía de broma o hablaba en
serio. Él le pasó el brazo por los hombros.
—No sé patinar —dijo de morros.
—Es una buena ocasión para aprender. Perdoooooooooona por lo de antes,
me he pasado con la broma —la voz susurrante en su oído hizo que le
temblequearan las piernas.
—Bueno, vale.
—No sé tu número de calzado, vamos a alquilarte unos patines.
—No he patinado jamás.
—Aprender conmigo es súper fácil. Soy un maestro de lujo, guapo, alto,
sexy, talentoso, simpatiquísimo.
—Qué estúpido que eres, creído —ahogó una risa.
En verdad, todo le parecía cierto.

Marc le ayudó a entrar a la pista tras ponerle los patines. Había mucha
gente, así que se quedaron al lado de la valla. Samuel no quería soltarla; sabía
que, si lo hacía, caería de bruces sobre el hielo.
—Samuel, ven aquí.
—¡Anda ya!
—Eres un cagao.
—Mira, pues sí, porque si me suelto me romperé la cabeza, seguro.
Marc tiró de él sin resultado. Le sujetó por la cintura apretándolo contra
su pecho y, ante aquel contacto, Samuel perdió toda fuerza y decisión.
—Date la vuelta.
—¡Como me caiga ya verás, cabrón! No me sueltes.
Resbaló hacia delante y fue a acabar entre aquellos fuertes brazos que le
rodearon con cariño, aunque él no se daba cuenta. Se agarró bien del abrigo,
apoyando la barbilla en su hombro, oliendo sus cabellos.
«Oh, Dios mío. Qué bien huele, no quiero que me suelte jamás».
Todo el cuerpo le tembló. Marc se sintió igual. Sujetó a su chico contra
él para sentir su cuerpo, casi lo asió de las nalgas, aunque supo contenerse.
Deseaba tratarlo como a su novio de verdad, tocarlo de forma íntima, besarle
entre suspiros y risas ante aquella situación... Llevó los labios cerca del oído
de Samuel y susurró:
—Lo de antes iba en serio.
A la mente de Samuel vinieron las palabras mágicas y anhelantes, esas que
deseaba fueran ciertas: «Sólo si me lo haces tú». Otra de sus bromitas, seguro.
Lo cual le hizo apartarse, violento.
—¿A qué te refieres? —Ni siquiera lo podía mirar a la cara.
—A lo de que a ese chico le gustas. Y a muchas tías, también. Pero eres una
persona que se subestima demasiado, que es especial y no lo ve.
—Nunca le he gustado a nadie.
Seguía con la cabeza gacha. ¿A qué venía esa conversación de repente? No
le gustaba el tema, se sentía inferior y feo.
Marc tragó saliva, más decidido que nunca a confesarle la verdad. Se quitó
las gafas para decírselo a los ojos. Mirada con mirada.
—Eso crees, pero quiero que sepas que tú eres a quien yo más…
El hecho de que Samuel ni siquiera fuera capaz de mirarle al rostro, detuvo
sus palabras un instante.
—¿Qué?
Marc quedó silencioso unos segundos.
Así, no.
—Se me ha ido de la cabeza lo que te quería decir, qué tonto soy —fingió
las risas lo mejor que pudo.
No iba a ser fácil declarársele, al menos mientras Samuel no estuviera
algo más receptivo. Lo más seguro es que su reacción fuera hostil, pensando
que estaba de coña de nuevo. Y no era una broma fácil de digerir. Tenía que
quedar claro y cristalino que su declaración de amor iba en serio.
—¡Marc! —Una voz femenina y conocida llamó su atención.
Qué inoportuna.
—Ah, Vanessa —replicó desapasionadamente.
La mejor amiga de Sabrina. Se temió que esta estuviera por allí, aunque
no lo parecía.
Samuel aprovechó para escaquearse, pero Marc le garró de la chaqueta.
—¿Adónde vas?
—Al baño.
Desapareció con los patines puestos. Cuando le interesaba, sí que podía
patinar de lujo, aunque fuera agarrándose a la barandilla. Hizo el gesto de
seguirlo, cuando Vanessa le detuvo.
—Marc, necesito hablar de Sabrina contigo.
—Claro —contestó molesto y nervioso.
A Samuel le sucedía algo, era como un libro abierto. ¿Y si se ponía
neurótico como la vez del intento de suicidio?
¡No, por favor!
—Sabrina está muy triste desde que la dejaste.
—De verdad que lo siento, pero no la amaba. Nunca he deseado hacerla
sufrir.
—¿Hay otra chica?
De nuevo aquella cuestión que parecía obsesionar a su ex novia.
—No hay otra chica. Me tengo que ir, que pases buen Fin de Año.
—Adiós.
Vanessa se quedó allí plantada, viendo a Marc largarse corriendo.

Marc buscó a su chico en el baño. Ni rastro. Tampoco andaba por la


cafetería. Comenzó a inquietarse a cada segundo con más celeridad. No
estaba su bandolera en la mesa que tenían ocupada.
—¡Albert! —llamó al camarero al verlo ir hacia él para recoger las
bebidas—. ¿Has visto a Samuel?
—Pagó la cuenta y se marchó hace rato él solo.
—¿Qué?
Definitivamente, Samuel no andaba cuerdo aquella tarde. ¿Por qué se le
cruzaban así los cables?
Sin mediar palabra más, echó a correr fuera de la cafetería. Recorrió
el centro comercial de pe a pa sin resultado óptimo. Para colmo, el muy
desgraciado había apagado el móvil.
—Será cabrón —escupió al salir a la calle.
De nuevo echó a correr, esta vez hacia la residencia, con el corazón en un
puño.

«¡Por favor, no me hagas esto otra vez! ¡No sé si podré seguir sonriendo si
desapareces de mi vida!».
Le buscó por todos los lugares que se le ocurrieron tras comprobar que
no estaba en la habitación de la residencia: alrededores, cafetería y lavabos
públicos del centro. Francamente, estaba muy nervioso. Sabía que debió
haber hablado con Samuel del intento de suicidio, pero como había querido
ser condescendiente con él, ahora hacía lo que le venía en gana, el muy egoísta.
—¡Serás cabrón! ¡Después de todo lo que he hecho por ti! ¡Insensible y
desagradecido! Te quiero, joder. No me merezco esto… —masculló con los
puños cerrados.
Se apoyó sobre una pared, con las piernas cansadas y temblorosas, y se dejó
deslizar hasta el suelo. De pronto, el teléfono vibró.
«stoy n l piscina d l uni, perdoname».
Suspiró derrengado, llevando el aparato hasta la frente.
—Capullo.
El último sitio donde se le ocurriría ir a mirar, la piscina de la universidad.
¿Quién se podía imaginar que fuera a semejante emplazamiento?
Inmediatamente después, echó a correr todo lo deprisa que sus piernas
le permitieron. Intentó llamarle, pero no se lo cogía. Llegó enseguida a las
instalaciones, que estaban abiertas porque andaban limpiando. Miró por
todas partes sin hallar a ese cobardica, cuando entonces le vio subido a una de
las plataformas de salto. Algo dentro de él se revolvió.
—¡¡NI SE TE OCURRA TIRARTE!! —bramó entre preocupado y
ofuscado.

Tras dejar a Marc hablando con la amiga de su novia, fue a quitarse los
patines. Seguro que él se estaba aburriendo soberanamente. Le pagó a Albert
y se marchó a toda prisa. Mientras caminaba hacia la residencia vio abierta
la piscina, así que entró. Como andaban en tareas de limpieza, nadie reparó
en él. Al principio se sentó en una grada, sintiéndose mal por haber dejado
a su amigo sin decirle nada. Seguro que se estaba comiendo la cabeza por su
repentina huida. Lo raro era que no le llamara; eso le deprimió más. Estaría
enfadado y, aunque no fuera normal en Marc, era para estarlo. Tenía miedo
de tener que pedirle perdón.
Sacó el móvil y constató que lo llevaba apagado. ¡Qué despiste!
Comenzaron a llegarle avisos de llamada, hasta nueve diferentes. Y un par de
mensajes.
—Soy un hijo de puta —se descalificó a sí mismo.
Escribió de inmediato el SMS donde le indicaba el lugar en el que le
esperaría.
Miró a la plataforma más alta y se atrevió a subir por esas escaleras tan
largas. Como para resbalar, caerse y desnucarse.
Justo en el ascenso, le sonó el móvil. Aunque supuso de quién se trataba,
no podía cogerlo o se mataría. Al final, estaba tan alto que tuvo que sentarse al
borde de la piscina para que Marc le viera. Miró hacia abajo: el agua azul, en
calma, estaba a muchos metros de distancia.
Si se tiraba, ¿qué pasaría? No sabía nadar y podía ahogarse. Observó a
los operarios, que limpiaban una piscina adyacente sin hacerle caso. Volvió a
mirar el agua y sus pies colgando. No quería tirarse, no quería morir. Ya no.
Había gente que sentiría su muerte, gente a la que haría daño.
—¡¡NI SE TE OCURRA TIRARTE!!
La voz le llegó bastante amortiguada por la distancia. Era Marc, que
agitaba los brazos. No tardó demasiado en ascender a la plataforma superior;
podía escuchar el sonido metálico de sus zapatos repercutir contra el metal de
las escaleras, cada vez más cerca. Y luego su respiración descompasada, casi
ahogada.
—¡Cabrón! ¿Qué coño te pasa?
—No quería que te aburrieras conmigo. Encima de que has perdido el
avión…
Marc, que tenía unas cuantas barbaridades que echarle en cara, cambió
radicalmente de estado de ánimo. Aquella voz triste y melancólica pudo con
su enfado. Se sentó al lado de su chico y le tocó el hombro con la mano, en
señal de perdón y de apoyo incondicional.
—Te dije que perdí el avión a propósito. ¿Qué haces aquí? ¿No pensarías
tirarte y ahogarte, verdad?
Marc le miró ceñudo, yendo más al grano en esta ocasión. Su amigo supo
que se lo preguntaba en serio. Ya era hora de dejar atrás secretos estúpidos.
—Mi madre se suicidó. Me abandonó sin importarle nada y yo la imité
aquella vez.
El nadador comprendió muchas cosas tras la dura confesión.
—Samuel…
Le tocó la mejilla con el reverso de la mano, en una caricia muy íntima. Su
brazo fue deslizándose hasta rodearle los hombros con ternura y comprensión.
—Me alegré tanto de que aparecieras y me salvaras la vida… Te mentí,
perdóname.
—Ya lo sabía, Samuel. No te preocupes por eso. Ambos decidimos que
fuera una mentira, tal vez por el bien del otro. Todos cometemos errores.
—Soy un egoísta. —Samuel apoyó la cabeza en su hombro, con el
atrevimiento de dejarse mimar.
—Vale ya, es suficiente. Te animaré todo lo que pueda.
Ambos permanecieron en silencio con los ojos cerrados, sintiéndose
mutuamente el uno en los brazos del otro. Tan sólo se escuchaban las voces
amortiguadas de los operarios de limpieza. El moreno se movió, sujetándole
las mejillas al rubio para tirar de ellas.
—Te estoy muy agradecido por todo, eres mi mejor amigo —le dijo,
avergonzado.
—Tú también eres mi mejor amigo —suspiró Marc, emocionado por la
muestra de afecto.
Samuel se recostó sobre la plataforma con los ojos cerrados. Marc le miró
obnubilado, henchido de amor. Cuánto deseó rodearlo con los brazos y
besar sus labios entreabiertos. El corazón le latió desbocado; aquel sitio era
tremendamente romántico y solitario. Cerró los puños y se mordió los labios,
dolido por tantos besos que no podría darle, ni siquiera uno.
Suspiró, intentando olvidarse de los anhelos que le embargaban con más
intensidad a cada minuto.
—¿Sabes? Me hizo ilusión que vinieras ayer a verme, batí mi récord…
—Eres muy buen nadador, Marc. Llegarás lejos.
A Samuel le vino a la memoria la forma en que el agua se deslizaba
lentamente por su piel morena, atravesando caminos que él jamás recorrería.
Enrojeció de forma violenta al recordar lo que había hecho en los baños de
las instalaciones.
—Te fuiste sin esperarme…
—Me dolía la cabeza, perdona. Estos sitios me agobian. La humedad y eso
—se excusó con una mentira.
—¿Qué te pasa? Estás muy colorado.
—Nada. Será mejor que vayamos a cenar al japonés, como te prometí
antes.
Marc le había propuesto ir a cenar comida nipona e incluso le obligó a
jurarlo cuando le puso mala cara, por lo que Samuel comenzó a bajar las
escaleras sin más, mientras que Marc se quedó unos segundos observando la
superficie mansa de la piscina. No dijo nada, sólo miró el agua. Sin duda, allá
abajo todo iba mejor.

El restaurante japonés se llamaba Tokio, como la capital del país del sol
naciente. Los hicieron pasar a una habitación privada con tatami y puertas
correderas, donde nadie los molestaría con conversaciones o risas.
—¿Habías venido antes aquí? —preguntó Samuel mientras tomaban
asiento sobre unos cómodos almohadones puestos encima del tatami.
—Sí, con unos compañeros del club.
Marc miró la carta, avergonzado por el embuste. En verdad, fue Sabrina la
que le enseñó el sitio el curso anterior. Estaban solos, aislados por las puertas
correderas. Marc ya no estaba siquiera un poco enfadado con Samuel, ni
por el desplante en la competición ni, mucho menos, por su plantón en la
cafetería. Ahora sabía por qué se comportaba de forma evasiva.
—¿Puedo preguntarte sobre lo de tu madre?
—Te lo contaré todo, Marc.
Antes de que pudiera empezar, una camarera vestida con kimono entró a
tomarles nota.
—Vamos a tomar sopa de miso1, una bandeja pequeña de sashimi2, una
1 Sopa de pasta de soja fermentada
2 Pescado y/o marisco crudo cortado en láminas finas
bandeja pequeña de maki-sushi3 y tempura4 variada. ¿Te parece, Samuel?
—Lo que tú digas. Para beber, agua natural.
—Yo otra. Y un poco de sake.
La camarera se retiró con un saludo.
—¿Qué es sake?
—Vino de arroz, no está mal. Es como un chupito.
—Tomo medicación, no puedo beber.
—Bueno, me lo beberé yo. Total, hoy no conduce nadie.
Ambos rieron, pues no tenían coche.
—¿Te cuento lo de mi madre?
—Adelante —esperó con expectación.
—Mi padre ha sido muy estricto toda su vida, conmigo y con mi madre.
Eso a ella no le gustaba nada, así que, aprovechando que era una violonchelista
increíble, casi siempre estaba lejos de nosotros. Me crié entre un colegio
privado en el que mandaban los que más dinero tenían y el conservatorio, uno
de los más duros que hay en este país. Con el paso de los años, fui dándome
cuenta de que no tenía familia, ni amigos. Pero mi madre enfermó cuando
yo era adolescente. Así que, aunque se había convertido en indispensable para
las filarmónicas, no pudo viajar más. Se cansaba enseguida, el reposo por un
lado la ayudaba a alargar la vida, pero por otro la mataba por dentro. Incluso
se cansaba al tocar el violín. Imagínate qué terrible para ella.
—Pobre…
—A veces pienso que quería más a su violín que a mí —confesó
compungido.
—¡Eso no es cierto!
—Se suicidó cuando no pudo tocarlo más. —Samuel miró a Marc a
los ojos—. No dudó en dejarme atrás cuando un día el violín se le cayó al
suelo porque no lo pudo sujetar. Aquella misma tarde se cortó las venas
aprovechando que yo estaba en el conservatorio. La enfermera libraba y mi
padre trabajaba hasta tarde para evadirse de sus problemas familiares.
—Lo siento muchísimo.
—Aun así, sigo queriéndola. A pesar de todo lo egoísta que fue.
—Era tu madre, es normal que la sigas queriendo.
La camarera entró para dejarles la cena. Samuel no quiso seguir hablando
de su madre. Sin embargo, Marc le pidió que terminara la historia.
—Yo la encontré, imagínate qué shock. Te marca de por vida.
—¿Por qué intentaste suicidarte? ¿Por ella?
—Por muchas cosas. Por ella, por mi vida triste y solitaria, por la represión
de mi padre, por no poder ser quien yo soy realmente en mi interior. Porque
tuve depresión y un día dejé de tomarme la medicación…
—¿Qué? —Marc se quedó sorprendidísimo.
Él le miró con una media sonrisa.
—Estoy mucho mejor, aunque no te lo parezca.
3 Tipo de sushi que se caracteriza por estar envuelto en alga nori
4 Fritura de verdura y/o marisco con rebozado de harina especial y agua
—Tómate la sopa, que se te va a enfriar —dijo Marc cuando le vio remover
esta.
—Está muy buena —observó Samuel—. ¿Qué son estos daditos blancos?
Con el cambio de tema, Marc supo que la conversación tocaba a su fin.
—Tofu. Queso fresco de soja.
—Me gusta el contraste.
Después atacaron la tempura ávidamente y el sashimi. A Samuel se le caían
los trozos, pues era incapaz de sujetarlos. Marc se desternillaba.
—Me cuesta mucho comer con palillos.
Marc cogió con los suyos un trocito de salmón crudo, alargando el brazo
para dárselo a Samuel. Este entendió el gesto y abrió la boca para atrapar el
pedazo fresco con los dientes. Al rubio le pareció tremendamente sensual, y
más por cómo le miró él después. Esa mirada pícara al principio, agradecida
después. Samuel llevaba un jersey de punto negro que se le pegaba un poco al
torso, con un cuello que, de tan abierto, dejaba ver sus sensuales y marcadas
clavículas.
—Gracias. —Masticó tragando rápidamente.
—Hoy estás muy guapo —le dijo con la voz entrecortada, sin pararse a
pensar y confundido por la belleza que era para él Samuel.
Le latía el corazón a todo tren. Tal vez fue el sake, tal vez la intimidad del
reservado, pero qué emoción sintió al verle ante sí, comportándose como él
era, sincero y dulce. Samuel arqueó una ceja y medio sonrió, incrédulo.
—¡Deja de reírte de mí!
—¡Eres muy guapo, es la verdad!
—No soy guapo. Mírate tú y mírame a mí. Somos la antítesis.
—¿No crees que hacemos muy buena pareja juntos? —se atrevió a colarle.
Samuel alucinaba en colores.
—¡Deja ya la coña o te meto los palillos por el culo! —Los zarandeó
delante de Marc, que continuaba mirándolo ensimismado.
—No es coña.
—¿Estás colado por mí o qué? —Por fin tomó la decisión de pagarle con
su propia moneda, siguiendo la tontería de juego que había empezado en la
mesa de la cafetería—. ¿Desde cuándo te has vuelto marica?
El rubio puso cara seria, colorado por la situación y el sake.
—Me di cuenta cuando te conocí: estoy loco por ti. Le pagué al tío que iba
a compartir habitación contigo, para poder hacerlo yo.
La voz se le quebró al ver la cara seria de Samuel, que se había quedado
mudo. Este no sabía cómo tomarse semejante declaración de amor: si como
una broma tonta de Marc, o una broma de muy mal gusto porque andaba
algo borracho. Podía haberse enfadado, lanzarle los palillos y levantarse sin
mediar palabra. Si él supiera la verdad de sus sentimientos, jamás le habría
dicho algo semejante. Así que, armándose de valor, fingió unas risas tal vez
un tanto exageradas.
—¡Qué capullo eres! Si no supiera de tus bromas, hasta me lo hubiera
tragado. Ya verás cuando se lo cuente a Sabrina, te matará.
El nadador simplemente cogió el sake y le dio un sorbo.
—Ah, m-me has pillado. Es que el sake se me ha subido a la cabeza.
¡Como no bebo nunca! —Tal cual lo decía, se levantó del suelo para dirigirse
a la puerta corrediza—. Voy un momento al baño. Pide la cuenta, ¿vale? —Y
cerró tras de sí.
Samuel cerró los puños sobre los muslos, agarrándose el pantalón con
fuerza y hundiendo la cabeza sobre el pecho.
—Mierda —lamentó—. Lo que daría yo por que fuera real…

Marc, sentado sobre la tapa del inodoro, se sujetó el cuello con las manos,
cabizbajo.
—¡Soy imbécil! ¡Pero cómo he podido decírselo! No me ha creído. No
quiero estar enamorado, no quiero. —Le caían las lágrimas como un torrente.
Se sentía muy mal, angustiado de veras. Un nudo en el estómago no le dejaba
casi ni respirar—. Estoy sufriendo mucho, no puedo más.
Y se quedó veinte minutos de reloj allí dentro, hasta que pudo calmarse.

Samuel llegó a pensar en ir a los baños porque Marc tardaba muchísimo.


Pagó la cuenta con la tarjeta de crédito, sorprendido de lo cara que había
salido. ¿Y el tonto ese pretendía invitarle? Si nunca tenía dinero.
«Le pagué al tío que iba a compartir habitación contigo, para poder hacerlo
yo.»
Enrojeció al recordar aquella frase.
—Qué tontería —lo descartó de inmediato.
Pensar en que Marc lo había hecho de veras, era hacerse ilusiones. Le sonó
el móvil e imaginó que se trataba de Sara.
—Dime, guapa.
—Hola, mi niño. David y yo hemos pensado que podrías venirte a tomar
algo con nosotros a un local nuevo que abrieron hace poco.
—Bueno, está bien.
Hubo un silencio al otro lado.
—¿Qué? —soltó ella, extrañadísima.
—Que sí, que voy.
—¡Increíble! Te abdujeron los marcianos y te cambiaron por otro.
—Ja, ja —rio sarcástico.
—Vale, pues quedamos en Xùquer, en la plaza. ¿Sabes dónde?
—Sí, estoy cerca.
—¿Cómo que cerca?
—Luego te lo cuento.
—Ayayay, aquí pasa algo raro —comentó perspicaz.
—¡Que luego te lo cuento! Pesada.
—Venga. ¿En quince minutos?
—Ok. Hasta luego. —Colgó.
Tendría que ir a por Marc y sacarlo del lavabo. Lo cierto era que sentía
algo de remordimiento, pero quedar con ellos le venía que ni pintado. Los
estaba utilizando para no quedarse a solas con Marc por más tiempo.
Cuando se dispuso a salir, el rubio llegó un poco rojo.
—Ey, sí que has tardado. —Le tendió abrigo y bufanda—. ¿Qué pasa, no
podías cagar? —Se echó a reír por lo bajo.
—Sí, he hecho un truño así de grande. —Hizo la forma con las manos—.
¿Quieres verlo? —le ofreció sonriente.
—Pero ¡qué guarro eres!
Se estaba partiendo de risa mientras salían del local. La broma había
relajado el ambiente bastante.
—Y no he tirado de la cadena. Lo he dejado fresco y flotando para disfrute
del personal.
—¡¡Oh, por favor, qué asco!!
En la calle hacía fresco y Samuel tembló. Marc le pasó el brazo por el
hombro y se interesó por su estado:
—¿Tienes frío?
—Un poco, debí coger el chaquetón. Oye, me ha llamado Sara, por si
queríamos ir a un local nuevo a tomar algo con ellos.
Caminaron en dirección a la plaza. Marc, tras quedarse perplejo, reaccionó
de pronto zarandeándolo contento como unas castañuelas.
—¡¡Arg, vamos de fiesta!! ¡¡Sí, sí, sí!! —Le abrazó contra él y Samuel pasó
su brazo un poco por la espalda del chico casi sin poder evitarlo.

Sara y David estaban en la susodicha plaza, esperando a su amigo.


—Me sorprende que haya querido venir —comentó él.
—No es normal.
—Tenemos que ayudarlo, debe salir de ese estado apático en el que se
encuentra. Y lo de Marc… —dijo en tono grave.
—Se tiene que acabar como sea. No puede seguir enamorado de un chico
que no le corresponde —lo último lo dijo sin mucha convicción.
—¿Tú te has dado cuenta de lo que hace Marc? Y eso que tiene novia.
—No sé, eso en verdad a estas alturas no es una buena excusa. Cuántos
tíos son maricas y salen con chicas.
—Un chico que puede ser gay, que parece interesado mucho más en
Samuel de lo que cree aparentar, pero que sale con una chica… Lo siento,
pero no lo entiendo.
—Aunque este tonto de Samuel está ciego y no ve tres en un burro —se
estaba irritando—. ¡Cuando llegue, lo asesinaré!
—Tranquila —dijo, besándola en la oreja—. El plan de hoy no puede
fallar.
—Míralo, por ahí viene.
Levantaron los brazos para llamar su atención.
—¡Estamos aquí! —replicaron ellos.
Lo que los dejó de piedra, y con una sonrisa falsa en la cara, fue ver a
Marc. Se suponía que a esas horas estaría en su casa con la familia y no allí
con Samuel.
—Ha venido Marc —susurró David ante la cercanía de los dos chicos.
—Disimula, disimula. —Sara se adelantó hasta Samuel mientras charlaban
los otros dos, agarrándolo por los hombros—. ¿Qué coño hace aquí Marc?
—Perdió el vuelo, así que hemos ido a cenar y dar una vuelta.
—No sé si el local le va a gustar mucho… Igual se incomoda.
—¿Por qué no iba a gustarle?
Se dispusieron a subir las escaleras de un pub cercano, hasta la puerta de
entrada. Había un montón de gente.
—Es que es un local un poco… Ejem. —Tosió mirando hacia otro lado.
—Miedo me da viniendo de ti —comentó con desconfianza.
Sara siempre hacía de las suyas si podía. Al entrar y aclararse algo la vista,
observó que la gran mayoría de las personas presentes eran hombres que
bailaban juntos. Inmediatamente se percató de que era un local de ambiente
gay.
Deseó matarlos. ¿Y si Marc sospechaba algo? Sin embargo, este parecía
más contento que unas castañuelas, y es que no podía pedir más: un local
lleno de tíos buenos. Aunque estuviera enamorado de Samuel, tenía ojos en
la cara. Eso sí, ningún otro le ponía como él.
Enseguida se puso a bailar tras dejar la chaqueta en el guardarropa, como
los demás.
—¡Esto es un local de ambiente gay! —Samuel le gritó a Sara.
—Bueno, pero no está prohibida la entrada a los heteros, ¿no? —sonrió,
pasándoselo bomba con la situación.
—¡Me encanta la música! —Marc los interrumpió y, dejándose llevar por
la emoción del momento, sujetó a Samuel por el brazo, poniéndose tras él y
asiéndolo también por la cintura mientras le levantaba sensualmente el jersey,
deslizando su mano por el vientre, en dirección hacia su entrepierna—.
¡Vamos a bailar, cariño! —le soltó el rubio con la boca pegada sobre su oído,
con la intención de que pudiera oírle y sentirle.
—¡¡NI DE COÑA!! —Le dio un codazo en toda la cara, para poder
apartarlo con contundencia y que le quedara claro que no le gustaba la
bromita. Marc ya se esperaba algo así.
—¡Bueno, muermo, pues me voy yo solo! ¿Te vienes, preciosa?
Para poder bailar sin parecer gay, tuvo que utilizar a la pobre chica. Aunque
de pobre nada, estaba disfrutando de lo lindo. Como una sádica.
La pareja desapareció un poco entre el gentío, en dirección a la barra, para
tomar algo. Marc se dio cuenta enseguida de cómo le miraban los tíos, de
arriba abajo. Aunque como iba con una mujer, no le dijeron nada.
—Marc, te follarían todos.
—Ya les gustaría, pero no me interesa ninguno de estos —comentó
mientras se tomaba un ron con cola. Ella prefirió un Baileys.
—Samuel dice que has perdido el avión.
—No lo cogí. No quiero dejarle solo tantos días.
Sara se quedó estupefacta. Al final se puso seria y lo miró mientras le
preguntaba sin rodeos:
—Oye, ¿qué coño haces?
—¿Cómo?
—¿Qué estás haciendo? Con Samuel.
—No te entiendo.
Ella le dio un sorbo a su bebida.
—¿Y tu novia?
La conversación le estaba desconcertando.
—No tengo novia, la dejé hace días.
Sara, tras haberse quedado de piedra, fue al grano:
—Me he dado cuenta de cómo tratas a mi amigo y no quiero verle sufrir.
—A Marc el corazón le dio un vuelco—. Así que decídete o déjale en paz.
—No sé de qué me hablas.
—Tú mismo —sonrió, acabándose su bebida—. Pero si estamos aquí, no
es por casualidad. Las casualidades no existen. —Se dio la vuelta y le miró—.
¿Bailamos?
Marc la siguió. Tenía que averiguar a qué se refería.

Por otra parte, David y Samuel se apoyaron en un lado del local, cerca
del guardarropa y de unos sofás en los que alguna pareja que otra se estaba
enrollando.
—¿Estás enfadado ? —David le gritó al oído.
—¡Os voy a matar! ¿Cómo se os ha ocurrido traerme aquí? —Le zarandeó
de la camiseta.
—Pensamos que, para olvidar a Marc, necesitabas echar un buen polvo.
Uno que te quitara las penas, a lo bestia, desde dentro.
—¡Eso es asunto mío! —Intentó arrearle sin conseguirlo.
—Ya sabes, que te follaran hasta perder el sentido.
Samuel pensó que aquel cabrón se estaba riendo a su costa.
—¡Vete a la mierda! ¡¿No ves que no le intereso a ningún tío?!
—Eso es porque estoy yo, así que me largo.
—¿Dónde vas? —Le agarró del brazo, desesperado.
—A bailar. ¿Te vienes? Igual ligamos, pero te los dejo todos para ti. Yo me
quedo con mi mujer —se echó a reír a carcajadas.
—¡No quiero bailar!
Se quedó petrificado como una estatua de granito.
¿Bailar? En la vida había estado en un local de música y mucho menos
bailado. Solamente le gustaba moverse si estaba a solas, pero allí había cantidad
de gente que se reiría de él. David le palmeó en los brazos.
—Ahí te quedas, chico sexy. Me voy a bailar con ellos. ¡Suerte!
—Cabrón, no me dejes aquí solo… —se quejó, tambaleante.
Finalmente, le siguió. Prefería bailar a quedarse solo en aquel lugar.
Lo cierto era que a Samuel le gustaba la música de todo tipo, no sólo la
clásica, y aquella incitaba especialmente a bailar. Suspiró al ver a varios tíos
bien pegados, bailando sensualmente, desinhibidos. El contacto que había
tenido con Marc minutos antes aún le ardía en la piel del vientre. ¿Por qué
narices no se había aprovechado de la situación? Pensó que era realmente
idiota.
Sara y David bailaban no demasiado lejos de él y sin ningún tipo de pudor.
Estaban enamorados, así que podían permitirse bailar igual que cualquier otra
pareja de las allí presentes sin desentonar, a pesar de ser heteros.
Sara le hizo un gesto con la mano, animándole, bailando hacia él. Estaba
sonando la canción del momento. Esa de aquella cantante tan friki que
dominaba las pistas. Sus canciones incitaban al pecado.
Sara le cogió de la camiseta y tiró de ella para arrastrar a Samuel hasta la
pista. Este finalmente accedió. La melodía pegadiza, alegre y sensual, más la
insistencia de su amiga, le hicieron ceder.
Al principio bailó sin mucha gracia, avergonzado. Sara se restregó un poco
contra él, así que miró a David, que se estaba descojonando, literalmente.
Sujetó a su amiga por la cintura y se soltó un poco.
Imitó a Sara hasta que terminó por dejarse llevar por la música. Se estaba
divirtiendo, sólo que sin ser consciente de la sensualidad y el acierto con el
que se movía.
Marc, que había seguido a Sara, fue interceptado por un tío bastante plasta
que estaba intentando ligárselo a toda costa. No sabía muy bien cómo manejar
aquella situación.
—Mira, tengo novio —le dijo.
—No soy celoso.
—Típico… —masculló entre dientes—. No me interesas.
Terminó por deshacerse de él mientras empujaba los cuerpos sudorosos
de los que bailaban en la pista. Cuando vio a Sara (única chica entre tanto
hombre), sintió alivio. Hasta que se fijó en que bailaba con Samuel. Se
quedó mirándolos como un pasmarote, copa en mano. No se podía creer lo
que estaba presenciando: Samuel bailando. Pero bailando de una forma tan
sensual que le dejó colapsados todos los sentidos. Miró a David un instante.
Estaba más que tranquilo, hasta se reía a carcajada limpia. Cualquier tío en su
sano juicio no hubiera permitido a otro hombre bailar así con su novia. Y ella
no se cortaba, como si la sobada de Samuel no tuviera importancia.
Sara pasó de manos a las de David, dejando a Samuel solo. Daba igual,
porque su forma de bailar seguía siendo provocativa. Su cuerpo esbelto se
movía con una cadencia increíble, como si unas manos invisibles le tocaran,
haciéndole el amor. A pesar de que las ropas de Samuel eran más bien anchas,
se adivinaba de sobra el cuerpo que escondían debajo.
Marc también se fijó en que no era el único que le observaba con cara de
imbécil. Varios tíos a su alrededor parecieron acercarse.
El rubio reaccionó corriendo hacia Samuel. Este pareció mirarle bajo la
mata de pelo que tapaba sus ojos, con una sensualidad arrebatadora.
En efecto, Samuel miró a Marc, que corría hacia él apartando al gentío. Fue
la única vez que le observó como de verdad deseaba, sin tapujos. Creyó que
en la oscuridad Marc ni se percataría. Sin embargo, cuando le tuvo delante, se
cortó bailando. Y más al ver que él volvía a intentar sujetarlo por la cintura. Se
apartó ante el inminente contacto.
Marc, que se dio cuenta, sintió una punzada de decepción. Samuel nunca
quería nada con él; le rechazaba constantemente.
—¿Dónde vas? —preguntó al ver que el moreno se escabullía.
—¡Estoy cansado!
—Te acompa…
—¡No!
Marc se quedó de pie sin moverse un ápice, con la copa en la mano. Sara
y David se mostraron un poco decepcionados.
—¿Por qué Samuel hace eso? Le rechaza, mírale. Pobre Marc. —Este se
dio la vuelta en dirección a la barra. Tal vez para ahogar las penas—. ¿Sabes lo
que me dijo? Que dejó a la novia.
—Se veía venir. A este le mola Samuel, es evidente.
—¿Pero por qué Samuel le rechaza? —insistió Sara, sin entender.
—Porque ni se le pasa por la cabeza e intenta evitar que se le note.
—Ustedes los tíos son muy raros.
—¡Ellos son muy raros! En cualquier caso… El amor no se puede esconder.

Marc se tomó otra copa, intentando asimilar tantos rechazos y desplantes.


Recordó las palabras de Sara:
«Pero si estamos aquí, no es por casualidad. Las casualidades no existen.»
¿Y si Samuel era homosexual? Sus amigos le llevaban adrede a un local
de ambiente. Para colmo, sólo un gay podría tocar así a la novia de un amigo
sin que este se inmutara. Su chico jamás hablaba de tías (tampoco de tíos). Se
llevaba muy bien con Albert, el camarero de la cafetería y compañero de clase
(y gay). Le daba vergüenza que le viera desnudo. Aunque, por lo demás, no
tenía indicios de que a Samuel le fueran los hombres. Era un chico demasiado
cerrado, al que no le gustaba hablar de sí mismo.
Marc rezó para que sus sospechas no fueran infundadas. Así, al menos
obtendría una minúscula posibilidad de tener algo con él.
Se tomó su bebida de un trago y fue a buscarle. Tenía que salir de dudas.

Un tío mayor que Samuel, al menos diez años, se le acercó sonriente y con
una copa en la mano.
—Veo que tus amigos te han dejado solo ante el peligro. ¿No bailas?
A Samuel le sorprendió que alguien ajeno le hablara, pero no consideró
la posibilidad de interesarle a aquel hombre. Le sobrepasaba notoriamente en
edad.
Llevaba perilla y el cabello, rubio y ondulado, por debajo de las orejas.
También vestía a la moda. «No está nada mal», pensó.
—Estoy cansado.
—A mí se me da bastante mal bailar. ¿Quieres una copa? —le ofreció
amablemente. Parecía simpático y cordial.
—No. Gracias. N-No bebo —rechazó.
—Pues vamos a sentarnos allí. Estar de pie como tontos no es nada divertido.
—Tienes razón.
—Soy Pedro, encantado. —Le arreó dos besos en las mejillas, dejando a
Samuel algo desconcertado.
—Yo soy Samuel —sonrió con timidez.
—Es la primera vez que vienes a un sitio de estos, ¿a que sí?
—¿Se me nota mucho? —se echó a reír.
—Pues la verdad es que… Bastante.
—Mis amigos me han engañado, no sabía a dónde venía.
—Bueno, ya eres mayorcito, ¿verdad? ¿Cuántos años tienes?
—Veinte.
—Yo también tardé un poco en salir del clóset. No te preocupes, es normal
sentirse cohibido. Eso atrae a muchos tíos, si te fijas. —Señaló con la cabeza
a unos hombres que estaban tomando algo cerca—. Varios tipos te miran.
Joven, guapo, tímido… —Pasó el brazo por encima del sofá, casi tocándole.
A Samuel le fue el corazón a cien por hora. Era tímido, pero no tan estúpido
como para no darse cuenta de que aquel tipo estaba intentando algo con él.
—Hace tiempo que no me encontraba con un chico tan guapo como tú.
Sinceramente, tienes algo que es especial.
«¿Se lo dirá a todos?», pensó Samuel. Le excitó un poco la cercanía de
Pedro, pero debía reconocer que se había quedado paralizado. Era la primera
vez en su vida en que alguien, un hombre, se interesaba por él.
—Me encantaría que vinieras conmigo para divertirnos un rato, si tú
quieres. —El tipo le quitó las gafas—. Aunque no se ven muy bien, adivino
que tienes los ojos azules. —Dejó las lentes en la mesita, junto a la bebida, y
apoyándose sobre el sofá, acercó los labios a Samuel, que no se apartó—. No
será también la primera vez que follas con un tío… —Le acarició el pelo con
cuidado, mientras que con la otra mano sujetaba su muslo.
—¡NO LE TOQUES! —Una poderosa mano asió la muñeca de Pedro
para apartarla de Samuel, con violencia. Marc se sentó al lado del chico,
pasando una pierna por encima de las él y metiéndole la mano por debajo del
jersey—. Está conmigo, no te acerques o te arranco los cojones. —Marc miró
al hombre con pura rabia. Le brillaban los ojos de odio y celos.
Samuel no dijo ni pío, sorprendido y violentado.
—Vale, perdona —se excusó Pedro. Le había jodido bastante descubrir
que el moreno tenía novio—. No lo sabía, pero déjame decirte algo: tienes
suerte de follarte a un tío así.
A Marc le sentó como una patada el comentario. Ganas de partirle la cara
allí mismo no le faltaron. Pero hizo algo mejor: sujetó a Samuel por la nuca,
como diciendo «es mío en exclusiva», y dijo:
—Ya lo creo que tengo suerte de follármelo. Y ahora, largo.
Pedro admitió su derrota y se retiró. Tal vez aquella noche no dormiría
solo, pero hubiese preferido hacerlo en compañía de semejante bombón.
Samuel, por su parte, no hizo movimiento ni comentario alguno. Había
asistido a la escena como si no estuviera en ella. Avergonzado y enfadado, ni
siquiera sabía cómo sentirse, ni cómo reaccionar. Marc le abrazó, posesivo.
Su pierna seguía encima.
—¿Estás bien, Samuel? —sonrió triunfante, riéndose.
Aquello fue la gota que colmó el vaso para el moreno. Se levantó
bruscamente, tanto que casi tiró al nadador de culo al suelo.
—¡¡DÉJAME EN PAZ!!
Agarró las gafas y echó a correr en dirección al guardarropa.
Marc le siguió nervioso, sobre todo cuando su amigo consiguió sus cosas
y él no.
—Eh, tío, no empujes.
—Joder, que mi novio se larga enfadado —soltó, creyéndoselo él mismo.
—Vale, vale, adelante. —Dos chicos le dejaron pasar al verlo tan histérico.
Echó a correr escaleras abajo. Ellos no se dieron ni cuenta, pero Sara y
David estuvieron observando la escena de principio a fin, así que recogieron
sus chaquetas y bajaron a la plaza. Marc y Samuel discutían delante de todo
el mundo.
—¡Samuel! —Este no se detuvo—. ¿Qué coño te pasa, por qué quieres
irte ahora?
—¡Sé defenderme solo, no necesito un chulo! —le chilló sin tan siquiera
girarse, tremendamente ofendido.
—Ese marica te quería follar —se defendió.
Samuel se giró bruscamente, enojado.
—¡Vete a la mierda! ¿Por qué has tenido que decir todas esas groserías?
¿Qué te has creído, que soy imbécil?
—N-No es eso, es que… —continuaron con la ofuscada conversación
mientras sus amigos los miraban sonrientes.
—Parecen una pareja celosa discutiendo —comentó David, divertido.
—Mejor nos vamos y los dejamos solos.
—Creo que se han olvidado de nosotros.
—Ojalá pase lo que tiene que pasar.
—Porque las casualidades no existen.
—Exacto. —Se cogieron por la cintura, satisfechos por haber sido los
artífices de generar, de algún modo, aquella situación de celos—. Qué te
juegas a que mañana Samuel nos llama para contarnos cositas interesantes.
—Me juego un polvazo de infarto, nena.
—¡Serás machango!
Se echaron a reír y emprendieron el regreso, dejando atrás a aquellos dos
tontos que, definitivamente, estaban enamorados el uno del otro hasta la raíz
del pelo.

Samuel seguía de morros, dándole la espalda a Marc con los brazos


cruzados.
—Perdóname. Quería ayudarte y me he puesto nervioso.
El moreno apoyó la nuca en el pecho del nadador.
—Marc, no entiendes nada.
En verdad, nada más lejos de la realidad.
—Si me perdonas, te daré caramelos. —Marc se sacó unos cuantos del
bolsillo, que llevaba siempre encima para emergencias como aquella, y se los
enseñó con la palma abierta. Samuel los miró sonriente, sin que él le viera
hacerlo. Acabó por cogerlos mientras abría uno, pero no soltó prenda—.
Perdóname, Samuelín… —insistió.
—Te perdono, pero sólo hasta que se me terminen —dijo.
Marc suspiró aliviado.

Mientras andaban en silencio hasta la residencia, apenas si comentaron


algo. Ninguno era capaz de abrir la boca para hablar de lo sucedido. Tanto
el uno como el otro recordaron a Sara y David, pues los habían dejado solos,
olvidándose completamente de ellos. Con la excusa del frío de la noche a
finales de diciembre y la humedad que empañaba los cristales de los coches,
se taparon la cara con las bufandas. Así no tenían que decir nada más.
Pero pensaron mucho durante el trayecto, cada uno a su manera.
Marc, avergonzado aunque celoso, miraba de reojo a Samuel.
«Tengo celos», se dijo. «Celos de todos los que se te acercan. De las tías que
me preguntan por ti, de todos esos maricas, de ese Albert, del tío asqueroso de
esta noche. Me muero por abrazarte, por hacer el amor contigo, me muero
por verte sonreír de felicidad y escuchar el susurro de tus besos en mi oído.
Esto es amor verdadero. Definitivamente».

Por su parte, Samuel caviló mucho sobre su propia reacción en la discoteca.


Entre impasible y dejada, mientras un tío desconocido intentaba follárselo.
Marc no lo podría comprender jamás.
«No entiendes nada. Durante un instante, me hubiera gustado irme con
ese tío y que sus sucias palabras y su sucio sexo me hicieran olvidar este amor
tan duro de soportar. Te hubiese traicionado por desesperación, porque el no
poder tenerte, ni siquiera decirte lo que siento de verdad, me mata.
¿Se puede amar así, como yo te amo, sin volverse loco?».
—Si tienes que coger un vuelo mañana, será mejor que te vayas a dormir
pronto —le comentó Samuel a Marc nada más salir de la ducha.
El nadador desvió un poco la mirada: Samuel sólo llevaba la parte de abajo
del pijama y tenía el pecho surcado de gotas de agua.
—¿No puedo quedarme a pasar el Fin de Año contigo? —rogó.
Samuel tragó saliva mientras cogía una camiseta de tirantes para dormir.
—¡Vete con tu familia, que te quiete y te espera, idiota! —Le azotó con la
camiseta, a modo de reprimenda.
Marc se apartó entre divertido y un poco desilusionado. Observó la
esbelta espalda de Samuel. La curva de su columna le pareció tremendamente
excitante. Recorrerla con la lengua llevándose la humedad, de abajo arriba
hasta llegar al cuello, a la nuca, a las orejas, para besarlas y musitarle palabras
lascivas, mezcladas con versos de amor. Pero se imaginó de pronto que él se
iba con otro hombre, el de la discoteca. Si no hubiese aparecido para rescatarlo,
¿qué estaría haciendo Samuel? ¿Follar con aquel tío? Eso le entristeció, le
creó más dudas. Quería preguntarle, saber si era gay. ¿Para qué sus amigos le
habían llevado allí si no era por eso?
—Samuel —dijo con la boca seca.
«Te deseo demasiado como para seguir así», pensó el rubio, desesperado.
¿Cómo iba a preguntarle si era homosexual? Y, aunque lo fuera, eso no
cambiaría nada entre ellos, no al modo que él anhelaba. ¡No lo soportaba más!
—Dime, Marc. —Samuel se metió la camiseta por la cabeza.
—Cuando vuelva de las vacaciones, me iré a un piso de estudiantes. Es
más barato y mi familia no tiene dinero…
No concluyó ni la frase, expectante por la réplica de su amigo. Este quedó
quieto, medio bajándose la prenda de ropa, con la boca cerrada y muy serio,
aunque el corazón le latía como loco ante semejante noticia. Acabó de ponerse
la ropa y sonrió, mirando a Marc de reojo.
—Espero que no me pongan un compañero muy guarro.
Ese fue el único comentario que Marc recibió de Samuel. Ni siquiera
parecía afectado. Marc deseó levantarse y gritarle ofuscado, dolido y
decepcionado; sin embargo, sus piernas se negaron a erguirse, sus puños a
cerrarse, su boca a bramar y lo único que consiguió hacer fue llevar la mano
hasta los ojos para tapárselos, porque estaba a punto de sollozar.
«Me lo acabo de inventar, pero es que le da lo mismo que me vaya o me
quede. No puedo vivir más tiempo así».
—Voy a lavarme los dientes —dijo Samuel.
Marc ni siquiera le contestó. Escuchó el agua correr por la pila y aprovechó
para reponerse. No se podía poner a llorar como un crío delante de Samuel
así porque sí.
¿Por qué era incapaz de preguntarle sobre su condición sexual? Si él
confesaba: «Sí, soy gay», le propondría sexo. Aunque para qué engañarse,
Samuel nunca admitiría algo así aunque fuera cierto, le conocía demasiado
bien.
Por otro lado, si él mismo le decía que era homosexual, ignoraba qué tipo
de reacción podría tener su amigo. Además, tener sólo sexo con su chico le
resultaba inconcebible. Sin amor, ese sexo carecería de valor.

Samuel se lavó los dientes con pura desidia, por inercia. Le temblaban las
manos, las piernas, el corazón. ¿En serio Marc le dejaría atrás? No tenían que
perder el contacto. Pese a ello, pensar que dejaría de verlo todos los días, o
no tener que recoger sus calzoncillos de debajo de la cama, ni aguantar sus
bromas pesadas, así como escuchar su voz en el desayuno con la boca llena, o
simplemente saber que estaba acompañándole, le rompía el alma. No podía
soportar perderlo.
De nuevo, aquella sensación apremiante en la garganta y la quemazón
al borde de los ojos. Se lavó la cara, enrojecida por tantas emociones vividas
aquel día. Aspiró hasta llenarse los pulmones dolorosamente y expiró para
calmarse. Sería difícil que no se le notara la desazón, pues el temblor por
todo su cuerpo era evidente. Podía alegar frío, fiebre o cualquier tontería para
justificarlo.
Al salir del baño, Marc tenía la guitarra en las manos, como si fuera a
tocarla. No se movió apenas, ni le miró, pues sus ojos estaban cerrados.
—¿Te acuerdas de la canción que me ayudaste a componer?
—La compusimos ayer. —Se quedó algo extrañado ante tal pregunta.
Marc llegó a dudar que, para Samuel, aquello hubiese sido importante.
—Le he puesto título. —Mientras lo decía, tocó unos acordes para ponerla
a punto.
—¿Sí? —fingió prestar atención, aunque tenía la cabeza en otra parte.
Se sentó poniendo las manos entre las rodillas, para que no se le notara el
tembleque.
—Ya tiene letra y título. Se llama Susurro de besos y es para la persona que
más amo en esta vida. —Samuel pensó en Sabrina—. Tal vez no sea muy
buena, pero es lo que siento.
«Me va a dejar tirado como si nada y encima me canta la puta canción
para su novia. ¡Aguanta un poco más, Samuel! ¡Aguanta!», se dijo en silencio,
porque sentía que iba a tener un ataque de ansiedad de un momento a otro.
Debía resistir; una canción, una noche, unas vacaciones. Nada más.
Marc carraspeó.
—Susurro de besos… —Y comenzó a cantar con esa voz suave, dulce y
masculina a un tiempo que era capaz de transmitir más de lo que creía.
Los versos llegaron a Samuel y le produjeron un escalofrío, hasta el punto
de hacerle anhelar a muerte que fuesen dirigidos a él.
Recuerdo en el tiempo
que te vi sonreír
y creí morir.
Tu risa parecía
un susurro de besos.

O eso imaginé,
o eso quise creer.

No puedo tenerte
ni siquiera en mi imaginación,
así que sólo anhelo verte sonreír
todos los días de mi vida.

Recuerdo en el tiempo
que te vi sonreír
y creí morir.

Tu risa parecía
un susurro de besos.

O eso imaginé,
o eso quise creer.

Esos que nunca escucharé de tus labios


ni sentiré en mi cuerpo,
ni se mezclarán con mi aliento
jamás en toda mi vida.

Mi única razón para seguir aquí


es hacerte sonreír.
Es lo único que puedo poseer de ti.

Recuerdo en el tiempo
que tu risa parecía
un susurro de besos.
Y creí morir…

A Marc se le quebró varias veces la voz; estuvo casi a punto de llorar.


Le estaba cantando a Samuel, sin que él ni siquiera lo sospechara. Le miró
durante todo el tiempo y este no levantó la cabeza ni en una ocasión. Fue muy
frustrante. Una canción amarga, de desamor.

Lo que Samuel sintió fue insoportable. Ese amor no correspondido


le afectó sobremanera, esa letra desgarrada y triste le atacó directamente al
corazón hasta desmembrárselo sin piedad.
—¡¡CÁLLATE YA!! —bramó con total ofuscación, dirigiéndole una
mirada de odio bañado en lágrimas.
Marc se interrumpió de pronto, asombrado ante tal reacción. Samuel se
solía enfadar, pero no de ese modo tan sobrecogedor. Además, estaba llorando
muchísimo, le caían los lagrimones como regueros. Dejó la guitarra sobre su
cama y se arrodilló ante Samuel, al que cogió de una mano. La tenía caliente
y temblorosa.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?
Marc estaba muy asustado, porque ni siquiera había visto al chico llorar
cuando intentó suicidarse. Samuel le apartó de un manotazo y se tapó el
rostro.
—¡No me gusta la canción, es una mierda! —soltó, dejando a Marc
hundido—. ¡Y déjame en paz, no me mires! —le chilló avergonzado.
De pronto, Samuel se sintió estrechado por los poderosos brazos de Marc,
que se acopló entre sus muslos abiertos. En un primer momento fue incapaz
de apartarlo de él; aquel contacto tan inesperado le tomó de sorpresa. Atrapó a
Marc entre sus piernas, sintiendo su cintura, su cuerpo caliente y real. Intentó
luchar contra esas sensaciones tan desconocidas y apremiantes. Forcejeó, sin
mucha convicción, y él no le dejó libre.
—¡No quiero tu ayuda, sólo que me dejes en paz de una puta vez! —
gimió.
—¡No quiero que te suicides! Si estás en crisis, ¡te ayudaré!
Marc apretó los labios contra su cuello mojado; sentía la humedad de
sus cabellos y su rostro empañado de lágrimas. Se moría por llevárselas con
la lengua y labios, susurrarle que él le consolaría. Samuel temblaba como
una hoja entre los brazos y él también vibraba ante semejante cercanía; era
incapaz de evitar respirar entrecortadamente, excitado, sobre todo cuando su
chico, que había aceptado su presencia rodeándole el cuello con los brazos
desnudos, lloraba sobre su pelo, desahogándose. Estuvo a punto de dejar de
tener dominio sobre sí mismo.
Pero Samuel se daba cuenta de cómo estaba perdiendo el control, de que
semejante proximidad le iba a llevar al error.
Desde que salieron del pub, había rezado a los dioses del universo para
que Marc no le hiciera la temida pregunta. Este le había encontrado con otro
tío en un lugar para homosexuales. Y si se la hacía, ¿qué pensaba contestar?
¿Le diría que sí o que no?
Pensó en que Marc le aceptaría bajando hasta su sexo para comérselo.
Por otro lado, también imaginó que Marc le empujaba, asqueado, al sentir su
incipiente erección.
—¡Suéltame, marica! —Samuel puso todas sus fuerzas en empujarlo,
hasta casi darle una patada.
Eso asustó al rubio. ¿Se habría dado cuenta Samuel de sus intenciones?
—¡Y tu canción es una mierda! —concluyó para hacerle más daño a su
amigo.
Marc observó cómo se convulsionaba por el llanto y acabó llorando él
también. Ya no podía controlar nada, todo iba de mal en peor. De pronto,
sonó su móvil. Era Sabrina, nada menos. Pensó en no cogerlo; sin embargo,
era preferible hacerlo. No quería ofenderla más, ya bastante había hecho.
—¿Sí? Sabrina, ahora no puedo. Bueno, está bien, espera un minuto. —
Tapó el móvil para que no oyera a Samuel—. Estaré en el pasillo, te ruego que
no me hagas pasar por lo de la otra vez.
El chico no contestó y se quedó con la cabeza hundida entre las sábanas.
Marc salió, dejándole a solas.

Marc se peló de frío en el pasillo, al lado de la puerta de su habitación. Las


luces de la sala común estaban apagadas, probablemente eran los únicos en
toda la planta. Aspiró hondo, con el estómago encogido.
—Sabrina…
—Marc, me han dicho mis amigas que has estado esta tarde en la pista de
patinaje —se lo dijo a modo de reproche. —Me dijiste que te irías a casa. ¿Has
estado con la otra?
—¿No te han dicho que estaba con Samuel?
—Sí, pero…
—Sabrina, yo… Yo siento mucho lo que te he hecho, no haber podido
quererte como tú a mí.
—Todavía te quiero, Marc —la chica se lamentó—. Eres ese hombre al
que se llama «príncipe azul».
—No soy ningún príncipe azul. Soy un hijo de puta que se ha estado
engañando a sí mismo muchos años y que acabó engañándote a ti sin querer.
—No te entiendo.
—Algún día lo entenderás. Tal vez te dé pena y me perdones, o todo lo
contrario. Lo siento, Sabrina. Lo nuestro es imposible, se terminó. Y espero
que encuentres a ese príncipe azul. Quizás sea como tú creas, pero te querrá
de verdad.
Ella sollozaba, casi en silencio.
—Vale… Adiós, Marc.
—Adiós, Sabrina. —Colgó, dejando caer el brazo pesadamente—. Hago
sufrir a todo el mundo, ni siquiera soy capaz de hacer sonreír a la persona que
amo —lamentó—. Si me quedo, sufriré. Si me voy, tal vez pueda superarlo
con el tiempo. Pero hoy debo seguir fingiendo que no pasa nada, ser el fuerte
aunque me cueste. Debo sonreír.

Entró al cuarto con una sonrisa amable en los labios. Samuel se hallaba
sentado en su cama, con las rodillas sobre el pecho. Ya no lloraba.
—¿Estás mejor?
—Sí. Lo siento, me avergoncé de mis lágrimas porque mi padre siempre
me ha machacado con que los hombres no lloran.
Marc sintió lástima. Un padre jamás debería prohibir a un hijo expresarse
llorando; era un tópico machista y pasado de moda.
Marc colgó su guitarra, abrió la cama y se quitó la camiseta.
—Mi padre, en cambio, siempre me ha dicho que si necesitaba llorar,
que llorase. De hecho, de pequeño era un llorica de mucho cuidado —
sonrió recordando—. No paraba de berrear por todo y mi padre pasaba de
mí olímpicamente. No me hacía ni puñetero caso, a veces incluso me hacía
rabiar para que lloriqueara más. Mi madre siempre le reñía por eso. El muy
cabrón ha sido un buen padre.
—Qué suerte tienes de tener esa familia.
—Y mi hermano pequeño es igual que yo, pero con diez años. No veas las
patadas que da el desgraciao. A ese diablo le ha dado por el kárate. Me encanta
hacerlo rabiar, el muy creído. —Marc estaba consiguiendo que Samuel
sonriera levemente—. Resulta que va diciendo que tiene varias chicas a sus
pies.
—Es natural.
—Ya, ya. No he visto crío más pesadilla. No quiero ni pensar cuando me
vea, creo que me dará la bienvenida con un par de golpes en los riñones.
—¿Y tu madre?
—Es la más seria de todos. A veces se pasa de seria y todo, pero es muy
buena. Mis padres son siempre muy románticos. Se quieren mucho. Supongo
que he… aprendido de ellos. Mi padre tiene muchos detalles con ella, la cuida
como a una reina. Ya te puedes imaginar la vergüenza ajena que eso le da a
mi hermano.
Samuel rio.
—¿Cómo se llama tu hermano?
—Óscar.
—Me hubiese gustado tener hermanos.
—Te lo regalo si quieres.
—Vamos a dormir. —Se quitó los pantalones para meterse en la cama—.
Como vuelvas a perder el vuelo, te mato.
De pronto, un almohadón le dio en toda la cara.
—¡Vamos a jugarrrrrr! —le gritó Marc en plan indio, sólo con los
calzoncillos puestos.
—¿Qué haces, idiota?
Samuel se quitó de la cara el almohadón. De pronto, él se le echó encima,
aplastándole las piernas. Marc estaba sobre él, en ropa interior. Eso le dejó
confuso.
—Juguemos un rato —propuso de nuevo el rubio—. Seré tu esclavo y me
podrás mandar lo que quieras, sexo incluido. Si quieres, mátame, pero que
sea a polvos.
Samuel le echó una mirada completamente desconocida hasta aquel
instante para Marc. La forma pícara en la que curvó los labios y entrecerró los
ojos dejó al nadador alucinado.
—Hazme una mamada.
Samuel quiso asustarlo un poco, porque siempre era Marc el que le gastaba
bromas tontas. Ahora iba a ver.
El nadador se quedó estupefacto, era lo último que se esperaba oír. Los
ojos se le fueron hacia el vientre de Samuel, hacia lo abultado de sus boxers.
Aquello le puso tremendamente caliente. Bajó hasta su ombligo, del que
salía vello que bajaba en línea recta y se escondía bajo la tela, así que con la
lengua húmeda lo recorrió, retirando un poco los boxers. Samuel quedó unos
segundos anonadado, congelado sin moverse. La lengua de Marc estaba en su
piel. La excitación le llegó sin previo aviso y, asustado, le apartó.
—¿Qué haces, desgraciado? —rechazó, moviéndose hacia atrás.
Marc ya se lo esperaba. Sin embargo, aquella metida de mano en toda regla
no se la quitaría nadie.
—Asustarte. Pero que sepas que te has quedado sin la mejor mamada de
tu vida. Te la iba a chupar tan bien que te hubieses corrido de gusto… en mi
boca —añadió con una sonrisa.
Antes de poder reaccionar, Samuel le pegó un bofetón. Marc se quedó
alucinado, sujetándose la mejilla.
—Quita, sarasa. Vamos a dormir o te zurro de lo lindo. —Se metió en su
cama, enfadado. Enseguida se arrepintió del golpe y miró a Marc, mordiéndose
el labio—. ¿Te he hecho daño?
—Pegas como una mosquita muerta.
Marc se echó a reír. En verdad, sí que le había dolido.
—¡No es cierto!
—Eh, que el que me ha atizado es usted.
—Perdona.
—Vale, perdóname a mí por soltar tantas burradas. Ya sabes que soy muy
cashondo y no lo puedo evitar.
Samuel estaba arrepentido por no haberle dejado chupársela.
Agarró a Marc por una de sus fuertes muñecas. Quería decirle que le
encantaban esas bromas. Seguro que él le haría una y entonces se aprovecharía
de algún modo. Estaba caliente, tanto que su pene ya rezumaba lefa y se le salía
de la ropa interior.
—Duerme conmigo. —Marc le miró, incrédulo—. Tengo miedo de
intentar suicidarme. —Fue lo único que se le ocurrió como excusa creíble—.
Perdona, no digo más que tonterías. —Apartó la mano—. No tienes de qué
preocuparte, yo…
Marc le estrechó la cabeza contra sí, sentándose al borde del lecho.
—No digas eso. Ni lo nombres.
—Marc, eres como un hermano para mí, el que nunca he tenido.
Nada más decirlo, se arrepintió. Marc quedó con los ojos fijos en una
pared, intentando asimilar aquellas palabras tan feas.
—Eh… P-Pues durmamos como hermanos —le dijo.
«Joder», estuvo pensando Marc. «Joder, no… Joder». No pudo asimilar
nada más. Se puso en el lado izquierdo de la cama, de espaldas a la pared, con
Samuel también de espaldas, y le tapó con el cobertor.
—Pero que sepas que a mi hermano pequeño le hago la vida imposible
—le advirtió.
—Yo soy mayor que tú. —Samuel le miró de reojo, divertido.
—¡Eso no vale!
—Mala suerte.
Samuel dejó encendida la luz de su lamparilla de noche. Le daba miedo
apagarla; al fin y al cabo, tenía al hombre que tanto le gustaba justo donde él
quería, metido en su cama. No se tocaban y eso que el lecho era de noventa
centímetros.
Ambos se morían por apretarse el uno contra el otro, muy abrazados. Les
temblaba el corazón de forma muy intensa; tanto les latía que temieron ser
escuchados por el contrario.
«Soy imbécil. Lo tengo desnudo detrás de mí y le digo que es como un
hermano… Me muero por apoyar el culo contra su polla y notarla dura y
húmeda. ¡Qué caliente me estoy poniendo!».
Samuel estuvo pensando en ello, sintiendo la respiración de Marc en el
cuello desnudo. Tenía unas ganas locas de jadear de puro gusto, pero supo
contenerse.
A su vez, Marc le miraba fijamente el pelo, que asimismo le olía bien.
Sabía que tenía el trasero de su chico a menos de un centímetro de su sexo
empalmado. Sólo tenía que sujetarlo por la cadera para poder demostrarle
cómo le excitaba estar con él. Era muy fácil, pero tremendamente difícil.
«Para mí no eres un hermano, porque me la pones dura y caliente. Sólo
puedo pensar en tus palabras: Hazme una mamada. Quiero chupársela,
lamérsela, hacer que se corra en mi boca. Uf…», se torturó largo rato.
Samuel sintió el musculoso brazo de Marc sobre él y su boca húmeda en
el oído.
—Eh, no sabía yo que bailaras tan bien. Tenías a todos aquellos maricas
empalmados —dijo sin pudor. La excitación le podía.
—¡No te rías de mí! —Arreó un buen codazo a Marc, que reculó dolorido.
—No me río. ¿Por qué bailabas con Sara y conmigo no? ¿Te daba
vergüenza?
—Ella es una chica. —Samuel tragó saliva ante lo que acababa de decir.
Marc se quedó parado.
—Precisamente… —dejó caer.
—N-No la veo como una m-mujer, quiero decir que… ¡¡Da igual!! No
te importa.
Samuel la estaba cagando más a cada palabra que decía. Nervioso, intentó
salir de la cama, pero Marc le sujetó por el vientre.
—¿Puedo mamártela de una vez, cariñín?
—Ya te gustaría a ti, idiota. —Le pegó un poco con la mano en toda la
nariz.
—Siempre recibo de todo, menos amor por tu parte. —Se restregó la
dolorida nariz—. Te doy caramelos y me ignoras, quiero bailar contigo y me
rehúyes. Quiero…
—Tienes a tu novia.
Samuel se moría por seguirle el juego. Le podría haber dado permiso, pero
si lo hubiese hecho, él se habría dado cuenta de lo empalmado que estaba.
Demasiado bochornoso. Se dio la vuelta para quedar cara a cara con Marc y
le preguntó seriamente:
—¿No hablabas antes con ella?
Marc le miró a los ojos en la penumbra de la habitación.
—Dejé a Sabrina hace una semana.
Samuel se quedó callado un momento. Algo dentro de él suspiró aliviado.
Se alegró, pero también se curó bien de que Marc no se diera cuenta.
—¿La canción no era para ella?
Su amigo le miró fijamente, como si pensara qué contestación darle. Marc
se levantó hasta sentarse, quedando apoyado en la pared.
—No. Es para otra persona, a la que quiero de verdad —musitó,
jugueteando con la colcha, nervioso.
—¿Tienes otra novia? —Una u otra; a Samuel le daba igual.
—No. La canción es para alguien que no me quiere. No podía seguir
con Sabrina, hace tiempo que estoy enamorado de otra persona. —Sonrió
amargamente, con los ojos brillantes.
No podía más, necesitaba echar fuera al menos las lágrimas. Samuel
experimentó lástima, porque al fin y al cabo se sentía igual. Qué paradójico.
Pensar que alguien como Marc no era correspondido… No pudo ni siquiera
alegrarse, porque lo que más deseaba era que su amigo fuese feliz.
—Enséñale tu canción.
—Es una mierda. Tú mismo lo has dicho.
—No lo es. —Samuel se levantó un poco también para intentar consolarlo.
La verdad es que estaba anonadado por cómo habían cambiado las cosas de un
momento a otro—. Antes te he dicho eso porque me sentí tan identificado
con ella que… Que fue lo que me hizo llorar. Porque explicaba exactamente
todo lo que yo siento. Pero es preciosa. Susurro de besos.
—¿Qué? —Marc le miró, confundido.
—Sí. Yo también estoy enamorado sin ser correspondido. Sin tener esperanza
—confesó de pronto. Ni siquiera lo había planeado.
—¿Desde c-cuándo?
Marc comenzó a temblar; un sudor frío le recorrió toda la espalda. Lo
último que esperaba de aquel día, era terminarlo con ganas de morirse allí
mismo. La vida era el puto infierno: ver a Samuel enamorado de alguien. Fue
superior a sus fuerzas.
—Desde principio de curso. Fue amor a primera vista. Pero tampoco me
quiere, así que… Sé lo que sientes. Me daba muchísima vergüenza contártelo,
ojalá me perdones.
De pronto miró a Marc y lo vio sollozando en silencio. Las lágrimas le caían
por la cara. Eso le dejó alucinado; debía de estar sufriendo muchísimo, pobre.
Marc, que siempre estaba riéndose, enseñando los dientes a todo el mundo,
gastando bromas, diciendo tonterías. Y allí estaba en aquellos instantes tristes,
lamentándose por un amor no correspondido.
—¿Qué te pasa? ¿Estás llorando?

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