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Toda mi vida estuve solo. Tengo un padre, tuve una madre. El primero
siempre fue extremadamente recto, exigente y, sobre todo, intransigente. La
segunda me abandonó a los diecinueve años. Puede que ya fuera un hombre,
que no es lo mismo que se vaya cuando eres niño; sin embargo, durante la
mayor parte de mi vida ella estuvo alejada de mí. Era compositora, directora
de orquesta y tocaba el violín de forma extraordinaria. Estaba de gira casi todo
el año, aunque yo creo que se avergonzaba de mi padre y por eso se alejaba,
dejándome a mí atrás. Por lo tanto, la mano dura de ese hombre fue la que
me crió, la que me hizo ser tímido, triste y lleno de dolor, solamente aliviado
cuando mi tía nos visitaba y me colmaba de cariño.
Mi madre me enseñó a componer y me instó a aprender en el conservatorio,
así que lo hice, porque la adoraba y deseaba complacerla. Mi padre estuvo en
desacuerdo, aunque como amaba a mi madre sinceramente, le permitió ese
capricho conmigo. Estuve en el conservatorio mucho tiempo, pero en cuanto
mi madre se fue para siempre, mi padre me obligó a salir de allí. A mí me dio
todo igual, pues estaba deprimido.
La convivencia de aquel año sin mi madre fue terrible. No sólo ambos
nos culpábamos de que ella ya no estuviera ni fuese a volver, que nos hubiera
abandonado, sino que, además, creíamos que el error había sido del otro.
Pero como no estábamos capacitados para hablar entre nosotros, la relación
fue cada vez más tensa. Finalmente, él decidió enviarme a estudiar a una
universidad que estaba convenientemente muy lejos, así que tendría que vivir
solo en una residencia. Pero la palabra «solo» no me asustó, porque me di
cuenta de que eso era lo que había estado toda mi vida. Hasta que conocí a
Marc. Y entonces, en contra de mi voluntad, dejé de estarlo.
Mi padre era un rico empresario y su mandato fue que estudiara
administración de empresas. Yo simplemente acaté las órdenes, pues no tenía
metas en la vida. La música me recordaba dolorosamente a mi madre, así que
decidí dejarla atrás. Llegué a la residencia universitaria sabiendo que debía
compartir habitación. Me ilusionó pensar que podría hacer un amigo (un
poco a la fuerza), aunque me dio un miedo atroz relacionarme con alguien
desconocido.
Aquel día, mi vida cambió completamente. Tenía entendido que mi
compañero de cuarto era un tal Eduardo, pero el chico que apareció ante
mí se presentó como Marc: un ángel salvador. Cuánta verdad había en ello,
aunque yo todavía no lo supiera.
Su sonrisa alegre, sus ojos danzarines y verdes, el pelo que resplandecía,
castaño muy claro, a la luz de sol. Creo que me deslumbró; es como lo
recuerdo.
Nunca imaginé que, de un instante para otro, alguien como él me
hiciera sentir esa sensación tan cálida, pero que me dio tanto miedo. Yo era
homosexual. Si mi padre lo hubiese sabido, entonces creo que me habría
matado, aunque nunca sentí atracción especial por un chico en particular.
Para qué, si no habría podido estar con ninguno. Me veía en esa época feo,
simple, inservible. No me daba cuenta de que podía hacer que otros chicos se
sintieran atraídos por mí, especialmente él. Aun así, su alma maravillosa me
llegó como una ola y no pude evitar anhelarle.
—Hola —me dijo con la mano levantada. Luego la alargó hacia mí y,
nervioso, tuve que estrecharla entre la mía. Él desprendía mucho calor. No
pude evitar sonreírle sinceramente—. Me llamo Marc. ¿Y tú? —Tenía un
gracioso acento andaluz que al principio no supe distinguir. Más adelante, me
dijo que era de un pueblo de Cádiz.
—Hola. Yo soy Samuel, encantado. C-Creía que mi compañero era otro
—balbucí como un idiota.
—Ya, el tío me pidió el cambio por no sé qué. —Comenzó a desnudarse
delante de mí; no me podía creer que fuera tan natural sin conocerme de
nada—. De todos modos, seguro que has salido ganando. —Por supuesto
que había ganado, porque realmente Marc estaba buenísimo: alto, atlético,
moreno de piel, depilado, con un culo de infarto y una sonrisa preciosa.
—Veo que tocas la guitarra. —Intenté cambiar de tema, porque he de
reconocer que verlo así me estaba volviendo loco.
—Me gusta componer por hobby, pero mi verdadera pasión es la natación.
Tengo una beca. —Se quedó en ropa interior y mi entrepierna se dedicó
a levantarse sola. No estaba acostumbrado a ver hombres como él a medio
metro de mí.
—Yo sé componer. Me enseñó mi madre de niño y luego entré en el
conservatorio, pero ella murió hace casi un año.
—L-Lo siento. —Pareció francamente preocupado. No debí contarle
nada de eso así, de repente.
—Voy a la ducha, hace calor. —Mientras escuchaba el sonido del agua
correr, me imaginé las gotas recorrerle el cuerpo. Incuso pensé en hacerme una
paja antes de que saliera, porque de veras que lo necesitaba. Evidentemente,
no lo hice.
Así comenzó el día en el que él me acompañó durante la época más
desesperante y, a la vez, feliz de mi vida. Por aquel entonces lo ignoraba, pero
todo lo que él decía y hacía, era para conseguir que sonriera sinceramente ante
la vida. Se convirtió en mi mejor amigo, en mi amor platónico.
Así comenzó nuestra historia, así empezó a desear escuchar el susurro de
mis besos cuando le sonreía, sin que yo lo supiera.
Hacía tan solo una escasa semana que las clases habían dado comienzo
y lo cierto era que a Samuel no le entusiasmaban en absoluto. Si estudiaba
Dirección de Empresas, era porque su padre no le había dado otra opción,
pero con tal de alejarse de este, en aquellos momentos le importó bien poco.
No creyó que le fuera a suponer aburrimiento tal. Además, su predisposición
a la soledad no es que le deparase demasiadas muestras de amistad; en general,
los demás estudiantes de las clases a las que asistía ya habían formado grupos
y no estaban dispuestos a dejar entrar a un nuevo miembro en su círculo. Lo
prefería, nunca en su vida se le dieron bien las relaciones personales.
Así que se dirigió solitariamente a la primera clase de la mañana, después
de que Marc le despertara casi tirándolo de la cama. Ese idiota siempre se
las ingeniaba para parecer inocente ante las bromas, como si se conocieran
de toda la vida. Pese a ello, no podía evitar levantar el muro de indiferencia
aparente para que él no penetrara más. Lo que menos deseaba era hacerle sufrir
y mucho menos que se diera cuenta de lo que sentía por él. Vivir en un cuarto
tan pequeño, con un tío tan bueno, podía resultar un tanto desesperante. Esas
piernas largas, musculosas y bien torneadas, el abdomen marcando «tableta de
chocolate» y lo abultado de sus calzoncillos. A veces deseaba castrarse para no
excitarse de manera tan física, porque las pasaba canutas. Si él se daba cuenta
de la excitación de su entrepierna, iba a ser difícil de explicar. Pero decir que
le ponía como una moto, era poco.
Entró en clase todavía con pensamientos casi adolescentes, aunque ya no
lo fuera con veinte años, pero es que Marc era mucho hombre para no pensar
en él y en todo lo que se podía hacer en la cama con alguien así. Casi sin darse
cuenta, tropezó con una de las sillas y cayó prácticamente de bruces. Para
evitar el impacto, se agarró de lo primero que pudo: el cabello de la chica que
estaba sentada al lado. Esta chilló dolorida:
—¡¿De qué vas, papafrita?! —gritó, pero al ver a Samuel en el suelo,
gimiendo dolorido, entendió que había sido un accidente. Lastimada, se frotó
la cabeza mientras se mordía el labio—. ¿Estás bien? —le preguntó a Samuel.
Este la miró con dolor en la expresión, aunque intentando levantarse. Al
apoyar la palma de la mano derecha, sintió una tremenda punzada.
—Perdona, es que me caía y… Joder.
—¿Te duele la muñeca? —Ella se acuclilló a su lado, todavía con la
mano en la cabellera. Otros estudiantes ayudaron a Samuel a sentarse y le
preguntaron por su estado.
—Gracias —dijo con timidez—. Estoy bien, sólo me he hecho daño en la
muñeca. —Ella alargó la mano para cogerle de esta y examinarla.
—¿Te dolió mucho? —Su acento era curioso. Samuel supuso que de
Canarias.
—Sí, la verdad es que sí. Perdona lo del pelo, fue sin…
—Sí, sí, lo sé. Tranquilo, mi niño.
Ella sonrió abiertamente. No le pareció muy guapa, supuso que por
ser chica, aunque desde luego era simpática y dulce. Sus cabellos castaños
estaban un poco despeinados a causa del accidente y el frotamiento, y sus ojos
marrones y grandes le miraban preocupados. Con cuidado, la chica le movió
la mano hacia atrás.
—¡¡Ay!! La madre que… —Sonrió al ver cómo le sacaba la lengua.
—Es una venganza por tu estirón. Bueno, guapo, mi chico estudia
Medicina, así que te voy a ofrecer a él como conejillo de indias.
—Es justo después de lo que te he hecho en el pelo. —Se levantaron y la
chica cogió sus cosas—. Pero perderás la clase.
—Mira, mi niño, eres una excusa para librarme de este rollazo. El año que
viene cambio de carrera definitivamente.
—Sólo llevas una semana.
—Fue suficiente el primer día. Eso me pasa por no sacar nota en
selectividad. A ver si el año que viene hay más suerte y entro en Magisterio,
adoro los críos.
—La verdad es que yo también odio esta carrera, pero paga mi padre, así
que…
—¿Cómo te llamas? —Caminaron en dirección a la salida de la facultad—.
Yo soy Sara. —Se dieron los dos besos de rigor.
—Samuel.
—Mi chico está en la especialidad de traumatismos, así que tranquilo, que
se portará bien. Seguro que te torciste un poco la muñeca. Vivimos cerca,
ahora tendría que estar en casa. ¿Vamos?
—Claro. ¿Te duele la cabeza? No sabes cuánto lo siento.
—Nada, tengo la mollera dura.
Estuvieron hablando un rato sobre de dónde venían y qué esperaban sacar
de su experiencia en la universidad, lejos de casa.
—Vine desde Las Palmas de Gran Canaria porque David, mi novio, es
de aquí, de Valencia. Nos conocimos por Internet hace dos años. En mi casa
fue un escándalo, pero bueno, a estas alturas mis padres ya le conocen, ha
dormido en casa y saben que es un buen tío. ¿Y tú? ¿Tienes novia? —Samuel
se puso colorado.
—No —dijo tajante—. No soy muy popular.
—Bah, pero si eres monísimo, Samuel. —Le empujó rudamente para ser
una chica, sin dejar de reírse.
Ella notó el cambio del tono de la piel de Samuel: de blanquecino a
púrpura en cuestión de segundos. Al principio creyó que era por lo que le
había dicho, pero se dio cuenta de que este miraba hacia el fondo del pasillo.
Vio caminar hacia ellos, con paso apresurado, a un chico realmente guapo.
—¡¡Samuel!! ¿Qué haces aquí? ¿No tenías clase?
—¿Y tú?
—Había quedado con un compañero que estudia en esta facultad. Ah,
hola. —Marc sonrió a la chica de ojos grandes que le miraba de arriba abajo
sin pudor alguno.
—Ella es Sara, una compañera de clase. Y este es Marc, mi compañero de
cuarto en la residencia. —Ni corta ni perezosa, le arreó dos sendos besos en
las mejillas.
—Encantada.
—Igualmente.
Que ella cogiera de la mano a Samuel no le hizo ni pizca de gracia a Marc,
que sintió una oleada de celos subiéndole por la garganta.
—Perdona, tenemos que irnos. —Sara los interrumpió tirando del chico
moreno, que sonrió a Marc, confuso.
—¿Dónde van? —inquirió Marc sin entender.
—Luego te lo cuento —dijo Samuel.
Sara echó a correr al trote arrastrándole y dejando atrás al confundido
nadador.
Este observó a la pareja, confuso, celoso, angustiado. Era natural que
Samuel se echara «novia» tan rápido con lo bueno que estaba, aunque se
empeñara en taparlo con ropas anchas.
—Joder —masculló cabreado de pronto—. ¡Joder! —repitió ofuscado,
dándose la vuelta en dirección a su facultad.
Había ido a ver a Samuel, pero ya no importaba. No odiaba a Sara;
simplemente, es que no quería que «su chico» estuviera con nadie más
que con él. Y no poder hacer que esto último sucediera, le ponía frenético.
Sólo llevaban conviviendo una semana y ya le sentía como parte de su vida.
Intentaba hacerle bromas, vapulearlo un poco en plan machos con tal de
tocarlo, fastidiarlo, hacerle reír en definitiva, pero Samuel era duro de roer.
Samuel estaba escondido bajo un frondoso árbol. Los rayos del sol no eran
para él. Iba más con su personalidad y pésimo estado de ánimo.
—¡¡Samuel!! —La voz de Marc sonó en sus oídos mucho más pronto de
lo que creyó. Se había atrevido a mandarle el SMS con mano temblorosa,
aunque sin demasiadas esperanzas de que acudiera.
Marc se detuvo frente a él y respiró entrecortadamente mientras se apoyaba
en sus propios muslos.
—Me he matado a correr, para que veas —jadeó sonriente.
—Tampoco hacía falta.
—¡Qué desagradecido eres siempre! ¡No me quieres!
La frase quedó en el aire. Marc tragó saliva, arrepentido, y Samuel se
ruborizó. «Claro que yo…», pensó Samuel, confundido.
—Bueno, ¡dime! ¿Qué le pasa a mi quejica favorito? —Se estiró cuan
largo era sobre la suave hierva. El sol del otoño todavía calentaba lo suficiente
a esas horas como para quedarse medio dormido—. ¿Qué te sucede, Samuel?
Llevas unos días muy raro, más de lo normal y todo.
—Hoy es el aniversario de la muerte de mi madre. Estoy hecho polvo. —
Por fin lo había hecho, se había abierto ante él.
—Lo s-siento mucho —balbució.
Fue a levantarse para consolarle, pero una sombra sobre su cuerpo tapó
el sol.
—¡Por fin te encuentro, cari! —Samuel observó la bonita figura de la chica
rubia que hablaba a Marc en un tono tan meloso—. Ni que te estuvieras
escondiendo de mí.
Marc parecía muy contrariado y a Samuel le entró una angustia desconocida
hasta entonces.
—¡Sabrina! ¿No tenías clase?
—Sí, pero se ha suspendido. —Lo siguiente que los ojos de Samuel
observaron desconcertados, fue el beso en la boca que ella le dio. Algo
se le rompió por dentro de forma muy dolorosa; era como si se tragase
muchos cristales y los sintiese deslizarse por todo su estómago, rasgándole
por dentro—. ¿No me presentas a tu amigo? —La chica guapa le miró con
candor, simpática.
—E-Este es Samuel, mi compañero de habitación. Y esta es S-Sabrina, mi
novia —la voz de Marc se quebró un poco hacia el final. Estaba angustiado.
—Encantada de conocerte, Marc me ha hablado muchísimo de ti.
Samuel casi no pudo ni levantarse, pero lo hizo porque no quería parecer
maleducado. Le dio dos besos, como era costumbre. Ella olía a ese dulce de
algodón que vendían en las ferias. Su tez era suave, con curvas marcadas,
labios rosados y ojos de un azul precioso, no como el suyo, que era oscuro
y feo. El cabello, de un rubio natural muy suave y liso, contrastaba con el
suyo, tan oscuro y enroscado. Se sintió realmente feo y patético. Samuel no
pudo resistir más el ridículo que estaba haciendo ante la belleza y simpatía
inalcanzable de aquella mujer.
—Encantado —jadeó, intentando mantener el control.
—Perdónanos, guapo. Es que tengo que hablar con mi chico.
—Por supuesto.
Marc le echó una mirada antes de apartarse unos pasos de él. Samuel sintió
cómo las piernas le temblaban al verlos abrazados bajo el sol radiante. Los
cabellos claros de ambos brillaban, hermosos, perfectos, unidos en armonía.
Samuel se sintió rechazado. Sobraba allí. ¿Tan difícil era para Marc haberle
confiado lo más natural del mundo? Tener una novia.
Marc llamó a Samuel al móvil sin obtener respuesta. Qué mal lo pasó
cuando Sabrina apareció delante de ellos inoportunamente. Estaba a puntito
de estrecharle entre los brazos para consolarlo. ¡Qué impotencia! Y luego
esas preguntas de Sabrina sobre si tenía novia o no. La conocía muy bien,
siempre estaba haciendo de celestina, y a dos compañeros del club ya los había
emparejado con amigas suyas. No estaba dispuesto a que hiciera lo mismo
con Samuel. ¡Y decir que era mono! Claro que estaba enfadado.
Era mejor volver a la habitación, porque estaba claro que a clase no tenía
ganas de ir con los nervios que le atenazaban. ¿Qué explicación convincente
le daría a Samuel? Lo que no se esperaba era que, cuando llegase a la estancia,
tendría que ser Samuel el que le diera una explicación a él.
Entró en la habitación de la residencia y cerró la puerta tras de sí con
cuidado. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Samuel le miró con los
ojos nublados. Con los labios pálidos, sonrió lánguidamente. En el suelo
estaba la cartera, el móvil con varias llamadas perdidas, el cúter y un oscuro
manchurrón de sangre expandiéndose por la moqueta. No se podía creer lo
que estaba presenciando. Caminó unos pasos y cayó de rodillas delante del
chico.
—Marc, ayúdame. Me he c-cortado sin querer —dijo Samuel con voz
débil.
¿Que se había cortado sin querer? ¿En qué cabeza cabría una mentira
semejante? ¡Se había intentado suicidar!
Marc tenía que hacer algo. No podía quedarse en shock por más tiempo, así
que, tras quitarse la camisa, rodeó la herida de la muñeca con ella.
—¡¡VAMOS AL HOSPITAL AHORA MISMO, IDIOTA!! ¡¡DAME EL
BRAZO!!
—Ha sido sin querer, te lo juro. De verdad, yo…
—¡Que sí, que te creo, pero camina! —mintió, obligándole a levantarse y
avanzando a trompicones.
No es que hubiese perdido mucha sangre todavía, pero era evidente que no
estaba bien. Sobre todo de la cabeza, por haber hecho semejante barbaridad.
La gente los miró con la cara pálida.
—¡Joder, llamen a una ambulancia! Ha tenido un accidente y está
sangrando mucho.
Un compañero de la residencia con el que solían hablar bastante se acercó
a ellos y llamó al hospital.
—¿Qué le ha pasado?
Samuel fue a abrir la boca, pero Marc le cortó, contestando él:
—Estábamos haciendo una cosa y se ha clavado el cúter en el brazo. Qué
susto me he llevado. ¡Serás cabrón, Samuel! ¡Mira que te dije que no cogieras
el puto cúter así!
Samuel tembló, no sabía si de debilidad, remordimiento o agradecimiento.
Estaba seguro de que Marc sabía que lo que había visto era un intento de
suicidio y, aun así, estaba fingiendo que le creía, y ante todo el mundo.
Ya eran casi las nueve y media cuando apareció por la habitación. Al entrar,
Marc casi se le echó encima.
—¡Te he estado llamando al móvil! —El nadador parecía asustado, tanto
que a Samuel se le borró la sonrisa de la cara.
—Estaba en el centro comercial. Con el ruido, no lo escuché.
—¿Y no podías habérmelo dicho?
—No pensé que fueras a preocuparte así.
Marc suspiró, intentando serenarse un poco. Desde la semana anterior no
dormía en condiciones, obsesionado con que su chico volviera a cometer una
locura.
—Es que como a estas horas estás siempre aquí, empecé a preocuparme.
Llamé a Sara y me dijo que te dejó hace rato y que no sabía nada más de ti.
Samuel se sintió fatal. Había olvidado que Marc sabía muy bien que lo
sucedido no fue sin querer.
—Fui a comprar una cosa.
—¿Eso qué es? ¿Un portátil? —Marc abrió mucho los ojos, fascinado—.
¿De dónde has sacado la pasta?
—Mi padre me dio una tarjeta de crédito por si necesitaba material o
surgía alguna cosa. Para que no le molestara pidiéndoselo.
—Qué suerte, cabrón. Mis padres me mandan el dinero a cuentagotas. Y
porque tengo una beca, que si no… ¡Qué pobre soy! —se lamentó.
—Bueno, es un regalo para ti.
Marc le miró, incrédulo.
—¿El qué? ¿Qué me has comprado? —Miró detrás de la caja del portátil y
vio la bolsa. Siguió sin comprender.
—El portátil, es un regalo para ti. —Esta vez Marc comenzó a desternillarse
de risa, tanto que se le saltaron las lágrimas—. ¿De qué te ríes? —inquirió
desconcertado.
—Qué cashondo te has vuelto, cabrón… —continuó partiéndose.
Samuel se enfadó. No se esperaba una reacción así, creyó que Marc le
daría las gracias. Así que tiró la mochila al suelo, ofuscado.
—¡Deja de reírte ya! ¡¡Joder, idiota!!
Su amigo se quedó en silencio de pronto, asustado.
—¿Lo decías en serio?
—¡No! ¡¡Gilipollas!! —Estaba teniendo una reacción violenta debido a los
altibajos que sufría. La medicación aún tardaría en hacer el efecto oportuno.
—¡Ey! Vale, vale, no pasa nada. Es que no me esperaba algo así. —Marc
intentó agarrarlo del jersey hasta espachurrarlo contra la pared.
—¡Suéltame!
—No quiero. Dime, ¿en serio me lo regalas?
—Era mentira. Es para mí.
—Mala suerte, ahora ya es mío y sólo mío. —Marc le sonrió de oreja a
oreja mientras le estrujaba contra él con fuerza.
—¡Suéltame!
—No, deja que te pague en carne el regalo. Qué cashondo me pones,
Samuelcito.
Los poderosos brazos de nadador de Marc le tenían bien agarrado y
Samuel sintió cómo una oleada de placer le embargaba, sobre todo al sentir el
cuerpo de Marc contra sí, turgente, y su cálida respiración cerca del oído. Se
moría de ganas por seguirle la broma, dejándose llevar aunque sólo fuera un
instante, un segundo.
Por su parte, Marc sentía en su interior tanta euforia al recibir semejante
regalo de su chico que no pudo evitar meterle mano. Si Samuel se dejara
hacer, le iba a pagar realmente en carne lo del portátil. Una noche follando
como sólo dos tíos saben, sin parar. Pero unos golpes fuertes en la puerta los
sacaron a ambos de sus ensoñaciones, rojos y acalorados.
Marc se tambaleó hasta la puerta, medio aturdido y enfadado por la
interrupción. Al abrirla, el calentón se le pasó radicalmente y se puso lívido.
—Sabrina.
—¡Hola, cari! —Con su habitual efusividad, la chica le besó en la boca
mientras le abrazaba por el cuello. Samuel apartó la vista, asqueado, pero
intentando disimular.
—Hola —ella saludó a Samuel, que le sonrió haciendo de tripas corazón.
—¿Qué es todo esto? —preguntó al ver las cajas en el suelo.
—Samuel me ha regalado un portátil. —Ella le miró algo seria, como si
aquello fuera una amenaza.
—¡Idiota! No es para ti, es mío.
—Oh, vaya… —Marc hizo un aspaviento—. ¿Qué querías, Sabri?
—Ver a mi chico. ¿Vamos a cenar y a dar una vuelta?
—Ya he cenado y estoy agotado de los entrenamientos —mintió.
—Hoy no habían.
—He ido por mi cuenta —falseó de nuevo.
—Bueno. ¿Puedo quedarme un rato al menos?
—Claro. Voy al baño un momento.
Sin más, Marc entró en el lavabo para echarse agua en la cara. Qué situación
más embarazosa. Ya llevaba una semana en tensión por lo de Samuel. Encima,
el hecho de no recibir ni un simple agradecimiento por su parte, tras lo de los
caramelos, le había dejado aplatanado del todo. ¿Por qué él no dijo nada? Los
había recogido y ya está. Como si nada hubiese pasado. También había que
entender que Samuel no era una niña de siete años que adoraba los caramelos,
sino un tío de veinte bastante retraído.
Y, para colmo, Samuel cada vez le ponía más. Su olor, su voz, su presencia
física. Qué tortura compartir habitación con él. Se moría de ganas de follárselo
una y otra vez, pero, sobre todo, de hacerle disfrutar tanto que no pudieran
despegarse el uno del otro nunca más.
Por su parte, Samuel recogió en silencio todos los bártulos del suelo.
Sabrina le observó en silencio un momento. Definitivamente, era guapísimo;
haría buena pareja con algunas amigas.
—Samuel, ¿puedo pedirte un favor?
—Por supuesto.
—Verás, ¿podrías irte un ratito? Una hora, no más, para que Marc y yo
estemos solos.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo a Samuel, de pies a cabeza, dejando a su
paso una sensación en la boca del estómago de lo más desagradable.
—Sí —susurró mientras cogía las llaves para irse.
—No quiero molestarte.
—No te preocupes, es normal. Estaré como mínimo una hora fuera.
Justo cuando se disponía a salir, Marc apareció mirándole desconcertado.
Sabrina sonreía contentísima.
—¿Adónde vas?
Samuel estaba tan ofuscado que estuvo a punto de gritarle que a él qué le
importaba. Pese a ello, supo contenerse.
—Con Sara y David. Me han invitado a cenar —mintió.
—¿A qué hora volverás? —indagó angustiado. Fuera estaba comenzando
a chispear.
—Te haré una llamada perdida al móvil. Como mínimo una hora,
supongo que más.
—V-Vale.
—Ciao. —A continuación, marchó dejando atrás aquella habitación.
Samuel bajó hasta la entrada de la residencia y se apoyó en una columna
del patio exterior. Observó la zona: era de noche y llovía ligeramente. Lástima,
no había cogido el paraguas y ya era demasiado tarde. Caminó bajo la lluvia
sin protección, sin rumbo fijo, sin importarle nada. Lo único que sabía era
que Marc y Sabrina se quedarían solos y harían el amor. Ella recorrería su
piel, sus músculos, su sexo erecto. Besaría los rincones secretos de Marc,
lamería sus testículos, su vello. Él la poseería con fuerza y ambos se correrían
varias veces. En la habitación quedaría el olor a sexo desenfrenado y los ecos
de los gritos de placer. Todo eso que nunca podría disfrutar con Marc y que
le atormentaba cada vez más.
Sacó el móvil, algo indeciso porque no deseaba perturbar el momento
de nadie, y llamó a Sara. Ella lo cogió enseguida. De fondo se escuchaba el
sonido de un lugar concurrido, probablemente el restaurante.
—Dime, mi niño. —Como Samuel no dijo nada, ella se sobresaltó—.
¿Samuel? Me estás asustando.
—Perdona.
—¿Qué pasa?
—Necesito hablar con alguien.
—Te escucho.
—No quiero molestaros.
—¡No molestas!
—Necesito sacar fuera todo lo que me callo siempre por miedo a hacer
daño a los demás, por miedo a sentirme rechazado.
—No vamos a rechazarte. ¿Dónde estás?
—En cualquier parte de ningún lugar —musitó sentado en un banco del
parque adyacente a la residencia, bajo la lluvia cada vez más intensa.
—¡Samuel! —Esta vez fue David el que le habló, chillando casi. Samuel
pegó un respingo—. Dime inmediatamente dónde cojones estás. ¡No quiero
tener que volver a pasar por un intento de suicidio tuyo nunca más!
Así que ellos lo sabían.
—A la entrada de la residencia, donde la estatua del caballo.
—Más te vale estar ahí cuando vayamos a por ti, o te juro que me las
pagarás.
—Te lo prometo, David. Y perdonadme.
—Estás perdonado. Vamos, Sara. —Le pasó el teléfono a ella.
—Estamos ahí en quince minutos.
—Vale.
La comunicación se cortó, pero Samuel siguió sentado bajo la lluvia hasta
que sus amigos llegaron a rescatarle. Estaba preparado para contarles la verdad.
Tal y como había prometido Samuel, sus amigos lo recogieron sin que se
hubiese dado a la fuga. Sara se pasó a los asientos traseros del auto para hablar
con su amigo, mientras David buscaba un lugar por allí donde aparcar. El
conductor se quedó callado y dejó que hablara su chica, porque a él todavía
no se le había pasado el cabreo.
—Bueno, Samuel, aquí estamos. Somos todo oídos.
—Perdonadme por haberos hecho sufrir la semana pasada con, con… —
no le salían las palabras.
—Intento de suicido —la voz de David sonó seca.
—¡¡David, por favor!!
—Vale, lo siento.
—No le hagas caso, mi niño.
—Es natural que estés enfadado conmigo, David. Fui un egoísta, pero
padezco problemas psicológicos.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que debía tomar una medicación y no lo hacía. Mi padre no hacía
más que controlármela y, al verme liberado de él, pues hice lo que quise. O
sea, una estupidez. —Samuel bajó la cabeza, avergonzado.
—¿Y ahora la tomas? —El chico asintió en silencio—. ¿Te sientes mejor?
—Un poco. Me di cuenta de que hice sufrir a Marc, muchísimo. Y ahora
a vosotros. No tenía ni idea de que lo sabíais.
—Nos lo dijo Marc.
—Es muy bueno. Incluso hoy sigue haciendo como que fue un accidente.
Y todo el mundo en la residencia se lo traga. ¿No es el chico más genial que
hay? —A Samuel le temblaban las manos, así que Sara las asió fuerte entre la
suyas.
—Sí, es un chico excelente —replicó.
—Yo le quiero. —Samuel hundía cada vez más la cabeza entre los hombros.
La chica se quedó algo sorprendida, no de la revelación, sino porque él lo
confesara.
—¿En qué sentido?
—En el mismo en que tú quieres a David.
—Ya veo —susurró ella—. Entonces, le debes querer una barbaridad.
El pobre chico asintió con la cabeza varias veces antes de proseguir:
—Es una tortura vivir con él y, al mismo tiempo, no podría separarme.
La mano grande y cálida de David le tocó la nuca, haciéndole dar un
respingo.
—Si eres gay, a nosotros particularmente no nos importa, ¿vale? —dijo
él—. Si eso era lo que te preocupaba, puedes estar seguro de que seremos
igualmente tus amigos y que mantendremos la discreción hasta que decidas
liberarte de la carga.
—Exacto —corroboró Sara—. No nos importa si te ponen los tíos o las
tías, sólo queremos que seas feliz y que nos pidas ayuda cuando la necesites,
o cuando te apetezca charlar.
Samuel no se acababa de creer que ellos le trataran con tanta naturalidad
tras saber que era homosexual. Había imaginado el momento en diversas
ocasiones: a veces, ellos le repudiaban; otras, le aceptaban. Sin embargo,
nunca fue tan fácil. Un gran peso se le quitó de encima.
—Gracias, de verdad. —Sonrió aliviado.
—En cuanto a lo de Marc, lo siento —comentó su amiga—. Encima está
buenísimo, debes ir caliente todo el día.
David se echó a reír.
—Joder, Sara, no lo martirices.
Samuel también se echó a reír.
—La verdad es que Marc no para de tirárseme encima, voy fatal.
—¿Que se te tira encima?
—Bueno, bromas suyas. Me noquea, podríamos decir. No sé, tonterías de
colegas. La verdad es que opondría más resistencia, pero no puedo.
—A mí Sara también me noquea y me pone cachondo que no veas.
—¡David! —se quejó ella divertida, arreándole un mamporro en el brazo.
—Vivir con él es pura tortura, pero le quiero y lo necesito a mi lado.
—¿Has estado con más chicos?
—No. Soy consciente desde crío de que me atraen, pero la única que lo
sabía era mi madre. Mi padre es un homófobo intransigente que odia a los
gays y las lesbianas, a los extranjeros, a las personas de piel oscura. En fin, un
dechado de virtudes —dijo con puro desprecio.
—Oye, estás empapado, idiota —observó Sara—. ¿Qué coño hacías aquí
fuera tú solo bajo la lluvia?
—Pues la novia de Marc...
—¿La rubita? —musitó David.
—¿Y tú cómo sabes que es rubia? —Sara se había molestado.
—Mujer, la chica está buena y mucha gente sabe que es la novia de Marc.
¡Además, acabas de decir que Marc está muy bueno y yo no me he quejado!
—Bueno, ya hablaremos luego —le indicó, en tono amenazante—.
Samuel, pues lo siento.
—Es natural que tenga chica, con lo fantástico que es...
—Lo cachas que está —rio ella.
—Lleva todo el cuerpo depilado.
—¿Todo, todo?
—Bueno, no lo sé. No le he visto más que el paquete, por desgracia —
lamentó mordiéndose el labio inferior—. Pero los calzoncillos le quedan de
muerte.
—«Chicas», me vais a hacer vomitar.
—¡David!
Se echaron a reír de nuevo. Samuel no podía evitar quererlos, eran
personas de lo mejor.
—El caso es que Sabrina, su novia, me pidió discretamente que me fuera
a dar una vuelta.
—¡Eres tonto!
—¿Y qué quieres que haga, Sara? Querrían estar juntos para, ya sabes: eso
—decirlo no le gustaba nada.
—Para follar.
—Ños, David —resopló Sara—. Dilo con más delicadeza.
—Es lo que es.
—David tiene razón. Es lo que es y es lo natural —suspiró Samuel—. La
chica tiene toda la suerte del mundo y yo soy gilipollas. Pero estoy enamorado
de Marc y, si hace falta, me sacrifico. Además, después de lo que le hice pasar
la semana pasada, sinceramente, le debo mucho.
De pronto, el móvil de Sara comenzó a sonar.
—Perdona, mi niño —miró la pantalla y arqueó una ceja. Estaba
sorprendida—. ¿Sí? Sí, hola. Sí, está con nosotros cenando. Bueno, hemos
terminado y ya lo llevábamos a casa. Nos hemos mojado un poco hasta el
coche. Hasta luego. —Colgó mirando a Samuel.
—¿Era Marc?
—Claro.
—No se fía de mí.
—Estaba nervioso.
—¿En serio?
—Y que lo digas. De un modo u otro, a ese tío le importas muchísimo. Así
que sólo puedo decirte que no pierdas la amistad que te une a él, por mucho
que le quieras.
—Llegará un momento en el que no lo soportaré más.
—Entonces debes decidir —comentó David—. Te llevo a la residencia.
—Me agobia ir a esa habitación, ahora que sé que ella y él...
—No lo pienses tanto. Más vale que le importes a ese tío a que pase
de ti. Tal vez no tengas su amor como te gustaría, pero es tu amigo y se
preocupa. Es mejor eso que nada. —Sara le abrazó con cariño—. Y nosotros
te ayudaremos en lo que haga falta. Por favor, cuando te sientas mal, cuando
estés solo, cuando necesites amor, llámanos y aquí estaremos.
—Gracias chicos, de verdad. Es la primera vez en mi vida que puedo ser
yo, sin esconderme, sin tener miedo al rechazo. Es la primera vez que tengo
amigos de verdad —sonrió aliviado.
—No se merecen.
David arrancó el coche en dirección a la residencia, a la que llegaron en
apenas tres minutos. Fuera seguía lloviendo. Samuel se bajó, sonriente.
—Gracias por todo.
Mientras Samuel dormía, se metía desnudo en su cama para darle una sorpresa que,
de seguro, iba a gustarle. Su chico despertaba soñoliento y algo confuso.
—¿Qué haces, Marc?
—¿No lo ves? Vengo a hacerte el amor en secreto. Shhh…
Y luego deslizaba las manos por la caliente piel de su espalda, hasta quitarle la parte
de arriba del pijama sin que él opusiera resistencia alguna, muy al contrario. Su chico
se le entregaba ardorosamente; podía sentir esos labios carnosos en el cuello, sus manos
suaves en las nalgas.
—¿Es un secreto? —preguntaba juguetón.
—Sí. Tuyo y mío, de los dos, cariño.
—Pues fóllame toda la noche —se le ofrecía.
Le quitaba toda la molesta ropa, bajaba lentamente absorbiendo el calor de su piel,
llegaba a su miembro salado y húmedo con sabor a semen y lo chupaba hasta arrancarle
a Samuel gemidos, espasmos, risas, orgasmos. Y luego, luego él le…
Pero no pudo imaginar más, pues estaba tan caliente que se corrió sentado
en el piso de las duchas, perdiéndose el semen por el desagüe. Durante un
instante había olvidado respirar, así que inhaló fuertemente el húmedo aire.
Lo próximo fue un gemido de dolor desesperado, porque hacerle el amor
en secreto afligía el alma. Al final, lo que fue colándose por el desaguadero
no sólo fue el esperma vertido, sino también lágrimas y un trocito más de su
deteriorado corazón.
Samuel y Sara fueron a tomar un café antes de irse cada uno por su cuenta.
El chico, al pasar por delante del sex shop al volver a la residencia, se decidió a
entrar. Con un poco de vergüenza adquirió uno de los falos de látex para él,
preservativos y lubricante. Menos mal que la bolsa era discreta.
—¡Samuel! —Le miraba alucinado, pero su reacción era muy distinta a la realidad:
él se quitaba la ropa, enfadado. —¡¿Por qué haces eso teniéndome a mí para follarte?!
Luego se le tiraba encima, lamiéndole los labios, comiéndose su cuerpo. De pronto
notaba su enorme polla meterse hasta el fondo y tocarle las entrañas, tan fuerte que casi no
le daba tiempo ni a correrse de puro placer, mientras él continuaba empujando mientras
le comía la boca.
—¡¡Te quiero, Samuel!! —gemía y gemía.
La hora del entreno fue una auténtica tortura. Sabrina estaba allí, contenta
como unas castañuelas. Incluso parecía haberse olvidado convenientemente
de la última conversación que tuvieron en persona. Durante el tiempo que
estuvo fuera, de algún modo ella no desapareció. No hacía más que enviarle
mensajitos al móvil, hasta que se hartó y la llamó desde una cabina para
decirle que el móvil lo tenía roto. Y, por supuesto, que no tenía dinero para
comprarse otro, lo cual le llevó a cometer la estupidez de tener que tirarlo
por ahí sin la tarjeta, cuando no le pasaba nada malo. Total, que la había liado
buena. Su madre le mataría, fue ella la que se lo regaló.
Y allí estaba Sabrina, acercándose hacia él muy contenta. Mojada por
el agua, se le tiró encima y le dio un buen morreo. Marc sintió un mareo
terrible y una sensación de pesadez en el estómago, que se le contraía hasta
casi hacerlo desaparecer como si fuera un agujero negro.
—Hola, cielo. Ya estoy aquí.
—Eso veo. —No mudó la expresión, era incapaz de sonreír un ápice—.
Tenemos una conversación pendiente.
—¡Esta noche, mientras cenamos!
—No, ahora. —Si esperaba hasta la noche, el agujero negro se lo tragaría.
La agarró bruscamente del resbaladizo brazo hasta llevarla a una zona poco
concurrida.
—Marc, me estoy asustando.
—Lo siento, no era mi intención.
—¡Dilo ya, joder! ¡Di que me vas a dejar!
—Creo que no es necesario que diga nada que ya no sepas… —Bajó la
cabeza, apesadumbrado.
—¿Qué he hecho mal? ¿Hay otra? Eso es. Claro, tú puedes tener a todas
las putas que quieras.
—No hay otra tía. No me gusta ninguna tía. —En realidad, no estaba
mintiendo—. Y no has hecho nada malo. Simplemente, durante el verano
me di cuenta de que no iba a resultar. —Sabrina le golpeó en la mejilla con
fuerza, llena de rabia.
—¡Hijo de puta!
—¡Lo siento de verdad! —La agarró por los brazos, observando cómo
lloraba.
—Yo sí que te quiero, Marc…
—Ya lo sé, por eso me sentía tan mal y no podía…
—¡Lo que me da rabia, es que no me lo dijeras al volver a las clases!
—Porque soy imbécil.
La chica se soltó de él.
—No puedo obligarte a quererme, ¡pero sé que te gusta otra! ¿O te crees
que soy idiota? ¡Me he dado cuenta de que te gusta otra! No sé quién es,
pero…
—¡No me gusta otra! No salgo con otra.
—Te juro que como te vea con esa tía nada más cortar conmigo, me las
pagarás.
—Eso no lo vas a ver.
—Vale. —Se enjugó las lágrimas y sonrió tristemente.
—Eres una chica maravillosa.
—¡Ya lo sé! —volvió a enfadarse.
—Lo siento. Tú y yo no estábamos destinados a querernos.
—Ahora entiendo por qué eras tan poco cariñoso. Tan poco atento para
tantas cosas, tan poco romántico. Prácticamente te tenía que obligar a salir
conmigo, a hacerme regalos sugiriéndote que quería algo. Incluso no te
excitabas estando conmigo —bajó la voz.
Marc se sintió peor si cabía.
—Lo siento.
—Pero yo no lo veía, porque estaba enamorada. Qué tonta.
—Lo siento —volvió a repetir.
—¡Deja de decir eso!
—Lo s… —Una mirada iracunda de ella le acalló.
—No te preocupes, no volveré a molestarte si puedo evitarlo.
—No quiero que dejemos de ser amigos —musitó él.
—Ahora no puede ser, tal vez con el tiempo. Me voy a casa, no me
encuentro bien.
La chica se dio la vuelta para irse al vestuario.
—Lo siento —insistió Marc con la cabeza gacha, ya a solas.
Un fragmento había desaparecido de su cabeza, para clavársele en el
corazón.
Recuerdo en el tiempo
que te vi sonreír
y creí morir.
Tu risa parecía
un susurro de besos.
Una semana después de aquello, la mayor parte de los habitantes de
las residencias universitarias se había marchado a casa para pasar las fiestas
navideñas. Así que la de Marc y Samuel estaba prácticamente vacía, aunque
siempre permanecía algún que otro huésped y el moreno era uno de ellos. El
nadador, en cambio, tuvo que quedarse porque aquella misma tarde competía.
Marc llevaba todo el santo día metido en la piscina universitaria, en
concentración con compañeros y entrenadores. Por la mañana, Samuel
dormía plácidamente y no pudo ni decirle adiós, así que le dejó una breve
nota en la mesilla de noche.
—Eh, Marc, ¿estás encoñado otra vez, o qué? —Víctor, un compañero del
club, le importunó un rato. Siempre andaba detrás de él para incomodar. Se
creía muy gracioso.
—No es de tu incumbencia.
—Sé que has dejado a Sabrina. Tío, pero si está para follársela.
—¡Oye! Que ya no sea mi novia no quiere decir que tengas derecho a
hablarme así de ella. ¡¡Más respeto, coño!! Siempre jodiendo a los demás. —
El tema de su ex todavía le resultaba delicado.
—Eh, eh… —Hizo el aspaviento de tirarse hacia atrás, esquivando un golpe
que Marc no intentó darle en ningún momento—. Todas las tías queriendo
follarte y tú pasando. Y va y dejas a esa maciza. Tienes que ser maricón.
—¿Ah, sí? ¿Sólo porque no quiera ir tirándomelas a todas tengo que
ser maricón? No me extraña que te mates a pajas. Bah, no sé ni para qué te
respondo. ¡Déjame en paz! —Le dio la espalda, molesto.
Era sabido por todos que ese capullo le tenía un asco a los gays bastante
fuerte. Y los demás le reían las putas bromitas sobre el tema, que a él no
le hacían ni pizca de gracia. No quería ni pensar en lo que pasaría cuando
llegara el momento de salir del armario. Aunque solamente debía importarle
las opiniones de sus padres y de Samuel, no podía evitar pensar que mucha
gente le rechazaría irremediablemente. Y eso le daba miedo.
Samuel despertó bastante tarde. Lo primero que hizo, fue mirar hacia la
cama de Marc.
—No está… —musitó intentando enfocar la imagen, pues sin gafas poco
veía. De nuevo recostó el cuerpo en la mullida y calentita cama—. Ah, sí, la
maldita competición —murmuró enfurruñado.
Marc estaba especialmente pesadito con que fuera a verle participar.
¿No se daba cuenta de que era pura tortura sexual? Ahí, semidesnudo, con
el bañador ese tan ajustado; sería insoportable no poder mirarle el abultado
paquete, todo mojado.
—Joder, tú no te levantes ahora —susurró quejicoso, tocándose su sexo
duro.
Las erecciones matinales, aderezadas con pensamientos impuros, eran
difíciles de rebatir. Marc no estaba y, si venía, tan sólo debía hacerse el
dormido. Pero no volvería en todo el día, pues la competición era a las seis de
la tarde. Tenía hasta entonces para matarse a pajas.
Se quitó toda la ropa, quedando desnudo de lado, y llevó ambas manos a
sus partes impúdicas. Con una se masajeó los testículos, con la otra friccionó
su sexo ya mojado por el líquido previo al orgasmo, y la mente hizo todo lo
demás.
Vio como Marc era el que primero salía del agua y se deslizaba por ella
a toda velocidad. Las chicas que estaban sentadas en el graderío de enfrente
chillaban como locas a su amigo. Las mujeres le adoraban. Si supieran cómo
era de verdad, serían sus esclavas de por vida. No sólo guapo, sino encima
atento, buena gente, amigo de verdad. En definitiva: el hombre ideal.
Tras recorrer varias veces la piscina, Marc ganaba por su calle y de largo.
Al ver que tocaba con la mano la pared y se detenía, Samuel comprendió que
había ganado. Se levantó emocionado, volvió a sentarse, aplaudió y rio. Lo
que hubiera dado Marc por escuchar semejante risa.
Los demás fueron llegando inmediatamente después, pero estaba claro
quién era el verdadero vencedor. Marc salió de la piscina ante los aplausos
generalizados del público. Verlo tan mojado lo excitó sobremanera: el
agua cayendo sensualmente por su piel, así como el bañador, pequeño y
estrechamente pegado a su cuerpo turgente, fue más de lo que pudo soportar.
Sin pensarlo mucho se levantó para irse corriendo hasta los lavabos más
alejados que encontró. Había unos en los que la luz no funcionaba. Con el
haz del móvil pudo guiarse hasta una de las cabinas y entrar. Cerró antes
de sentarse en la tapa del inodoro; se sacó su sexo y empezó a masturbarse
enérgicamente. Se imaginó a Marc con su pequeño bañador mojado. Se
lo quitaba poco a poco mientras le besaba ese culo tan prieto que tenía,
lamiéndole las gotas de agua con la lengua, bajando hasta sentir su vello. Le
inclinaba haciéndole ponerse de rodillas y, poco a poco, lo penetraba hasta el
fondo, una y otra vez. Lo empujaba mientras le clavaba las uñas en las caderas
y él gemía de puro placer, pidiéndole más. Marc apretaba el culo con fuerza,
comiéndose así su polla dura.
El orgasmo le sobrevino de forma tan violenta que tuvo que apoyar un pie
en la puerta, a la que propinó un buen golpe.
—Ah… Joder —clamó ardientemente.
Ya desahogado, bajó la pierna y se medio deslizó hasta el suelo, jadeante.
Si alguien le había oído, le daba igual. Buscó a tientas el papel para limpiarse
y no hubo manera alguna de hallarlo. Con la luz del teléfono echó un vistazo.
Palideció: no había y tampoco él llevaba encima nada. Porque claro, los
envoltorios de caramelos no darían mucho de sí.
—Joder —se quejó entre dientes, porque iba bien manchado.
Las manos se las limpió por dentro de la camiseta interior. El problema
era que llevaba los pantalones bien untados. Cualquiera que se cruzara con él,
acabaría por darse cuenta enseguida de que se acababa de hacer una paja. ¡Y
Marc no podía verle así!
Echó a correr como alma que lleva el diablo, de vuelta a la residencia. Y no
paró hasta llegar, casi muerto de asfixia.
Marc llegó a su meta, sabía que era el primero. Al salir del agua, su entrenador
le felicitó efusivamente.
—Marc, has batido tu récord personal.
—¿En serio?
Quería mirar hacia la grada, pero no podía desatender a Pablo.
—¡En casi dos segundos! ¡Eres un crack, chaval! —Le palmeó la espalda con
fuerza.
—¿Tanto? —se había quedado estupefacto.
—Vas al Nacional seguro. Con esta marca no tendrás que hacer más pruebas.
—¡Dios, es genial! —Se había puesto más contento si cabía. Echó un vistazo
a la grada con mucha emoción. Qué ganas tenía de decírselo a Samuel.
No estaba.
La sonrisa se le borró de la cara. Mientras, Sabrina se acercó a él, seria.
—Enhorabuena.
—Gra-gracias… —balbució.
Ella se marchó, no sin antes dirigirle una mirada todavía enfadada, con
razón.
Pasó de todos los demás y buscó a Samuel con la vista; no había rastro de
su amigo. Suspiró, decepcionado.
Una hora después salió a la calle, mirando desesperanzado el móvil.
Ningún mensaje, ninguna llamada. Desde luego, Samuel había desaparecido.
No le apeteció llamarlo, estaba decepcionado.
—¡Te vienes a cenar con nosotros, Marc! —Unos compañeros le invitaron.
—No puedo, mañana me marcho a casa. ¡Gracias!
En parte, era verdad: cogía el avión a las tres de la tarde. Por otro lado, el
desplante de Samuel (que era habitual) le había dejado desanimado pese a
haber batido su propia marca.
El móvil le sonó. Era su madre.
—¡Marcos! ¿Cómo ha ido?
—Mamá… Bien, he ganado.
—¡Cariño, tu hijo ha ganado! —Las risas de su hermano y padre le
animaron bastante.
—Si es que mi Marquitos es el mejor. —Enrojeció al oírla. Lo que le había
costado que le llamaran Marc. Su amada madre seguía en sus trece: que si
Marcos, que si Marquitos…
—También batí mi récord.
—¡Oh! Hijo, vale la pena todo el esfuerzo que estás haciendo.
—Es gracias a ustedes.
—¿A qué hora llegas mañana?
—A las cuatro y media de la tarde, más o menos, entre pitos y flautas.
—¿Va a venir al final ese amigo tuyo?
Marc se mantuvo en silencio unos segundos.
—No puede, mamá —dijo por último.
—Con las ganas que tenía de conocerlo. Nos has hablado tan bien de él…
—Es un capullo —susurró enfadado.
—¿Qué?
—Nada, mamá. Mañana nos vemos. Un beso. —Colgó poco después.
Tal vez alejarse una temporada de Samuel era lo mejor, porque las cosas
que hacía, cómo se comportaba o el intento de suicidio le estaban arrastrando
a él también a ese agujero negro. Sólo debía fingir su habitual buen humor
una vez más. Un día más.
Y cuando estuviera con los suyos, podría entregarse a ellos, sonreír,
disfrutar. Olvidarse de Samuel y su maldita autocompasión destructiva.
Enamorarse de otro chico que le quisiera, que le deseara y que anhelara
compartir la vida junto a él sin miedos ni intentos de suicidio. Que se abriera
y no tuviera secretos, porque Samuel no era capaz de darle nada de eso y tal
vez nunca pudiera ofrecérselo a nadie.
Marc se limpió los mocos y las lágrimas sonoramente. Debería estar
contento por haber ganado, eufórico por pulverizar un registro personal,
pero no podía estarlo, porque el chico que le gustaba no compartía con él sus
logros. Porque el chico que amaba, nunca le amaría igual.
Así que Marc, aquella noche, decidió ponerle punto y final a una relación
que nunca dejó de ser más que un sueño imposible de cumplir. Ya estaba harto
de soportar el enorme peso de la melancolía de esos ojos azules. Harto porque
nunca recibía nada a cambio, nada que de verdad le importara. Un ordenador
y un móvil de última generación no eran lo que anhelaba de Samuel.
Y caminó a solas hasta casa, tarareando las frases de la canción que nació de
una sonrisa perdida ya en el tiempo.
Marc terminó de ponerse el abrigo y el reloj con pura lentitud. Al otro lado
del control, Samuel ya no estaba, como era de esperar. Arrastró la maletita con
desidia hasta la zona de descanso para los viajeros del vuelo. Fue al baño en
diversas ocasiones, consultó la hora y suspiró aburrido.
Los aviones pululaban por la pista de un lado a otro. Por fin se abrió el
control de billetes y, al quedarse paralizado, no se puso a la cola. La miró
nervioso, sintiendo un terrible vacío en su interior a la par que una angustia
que lo llenaba todo. La cola descendió poco a poco hasta no quedar más que
tres pasajeros. Estos pasaron al autobús que los llevaría hasta el avión. Sólo
quedaba él, pegado al asiento con cola. Una azafata se acercó a él al verlo así.
—Señor, ¿no viaja con nosotros?
Él la miró incrédulo, como si no la comprendiera.
—¿Se encuentra bien? —insistió la azafata—. Está pálido.
—Es que… no puedo subir al avión. Lamento las molestias.
—¿Por alguna razón?
—Una emergencia, he de volver a mi casa. —Al fin se levantó casi de un
salto—. No voy a subir al avión.
—Como quiera. Buenas tardes.
Marc cogió la maleta y echó a correr hacia la salida, que resultaba algo
liosa de encontrar, sobre todo cuando se es consciente de estar haciendo una
locura.
Esperó el metro, ansioso. Quería alcanzar a «su chico», porque lo era, su
chico. ¡Y no quería, ni podía, alejarse más de él! Tantos días separados, qué
locura. Ahora se daba cuenta de que con sólo permanecer a su lado, ya era
suficiente. Que no podía aspirar a más y por ello debía aceptarlo así. Tener
algo, como una amistad sincera, ya era más que pretender engañarse no
teniendo nada.
Marc le ayudó a entrar a la pista tras ponerle los patines. Había mucha
gente, así que se quedaron al lado de la valla. Samuel no quería soltarla; sabía
que, si lo hacía, caería de bruces sobre el hielo.
—Samuel, ven aquí.
—¡Anda ya!
—Eres un cagao.
—Mira, pues sí, porque si me suelto me romperé la cabeza, seguro.
Marc tiró de él sin resultado. Le sujetó por la cintura apretándolo contra
su pecho y, ante aquel contacto, Samuel perdió toda fuerza y decisión.
—Date la vuelta.
—¡Como me caiga ya verás, cabrón! No me sueltes.
Resbaló hacia delante y fue a acabar entre aquellos fuertes brazos que le
rodearon con cariño, aunque él no se daba cuenta. Se agarró bien del abrigo,
apoyando la barbilla en su hombro, oliendo sus cabellos.
«Oh, Dios mío. Qué bien huele, no quiero que me suelte jamás».
Todo el cuerpo le tembló. Marc se sintió igual. Sujetó a su chico contra
él para sentir su cuerpo, casi lo asió de las nalgas, aunque supo contenerse.
Deseaba tratarlo como a su novio de verdad, tocarlo de forma íntima, besarle
entre suspiros y risas ante aquella situación... Llevó los labios cerca del oído
de Samuel y susurró:
—Lo de antes iba en serio.
A la mente de Samuel vinieron las palabras mágicas y anhelantes, esas que
deseaba fueran ciertas: «Sólo si me lo haces tú». Otra de sus bromitas, seguro.
Lo cual le hizo apartarse, violento.
—¿A qué te refieres? —Ni siquiera lo podía mirar a la cara.
—A lo de que a ese chico le gustas. Y a muchas tías, también. Pero eres una
persona que se subestima demasiado, que es especial y no lo ve.
—Nunca le he gustado a nadie.
Seguía con la cabeza gacha. ¿A qué venía esa conversación de repente? No
le gustaba el tema, se sentía inferior y feo.
Marc tragó saliva, más decidido que nunca a confesarle la verdad. Se quitó
las gafas para decírselo a los ojos. Mirada con mirada.
—Eso crees, pero quiero que sepas que tú eres a quien yo más…
El hecho de que Samuel ni siquiera fuera capaz de mirarle al rostro, detuvo
sus palabras un instante.
—¿Qué?
Marc quedó silencioso unos segundos.
Así, no.
—Se me ha ido de la cabeza lo que te quería decir, qué tonto soy —fingió
las risas lo mejor que pudo.
No iba a ser fácil declarársele, al menos mientras Samuel no estuviera
algo más receptivo. Lo más seguro es que su reacción fuera hostil, pensando
que estaba de coña de nuevo. Y no era una broma fácil de digerir. Tenía que
quedar claro y cristalino que su declaración de amor iba en serio.
—¡Marc! —Una voz femenina y conocida llamó su atención.
Qué inoportuna.
—Ah, Vanessa —replicó desapasionadamente.
La mejor amiga de Sabrina. Se temió que esta estuviera por allí, aunque
no lo parecía.
Samuel aprovechó para escaquearse, pero Marc le garró de la chaqueta.
—¿Adónde vas?
—Al baño.
Desapareció con los patines puestos. Cuando le interesaba, sí que podía
patinar de lujo, aunque fuera agarrándose a la barandilla. Hizo el gesto de
seguirlo, cuando Vanessa le detuvo.
—Marc, necesito hablar de Sabrina contigo.
—Claro —contestó molesto y nervioso.
A Samuel le sucedía algo, era como un libro abierto. ¿Y si se ponía
neurótico como la vez del intento de suicidio?
¡No, por favor!
—Sabrina está muy triste desde que la dejaste.
—De verdad que lo siento, pero no la amaba. Nunca he deseado hacerla
sufrir.
—¿Hay otra chica?
De nuevo aquella cuestión que parecía obsesionar a su ex novia.
—No hay otra chica. Me tengo que ir, que pases buen Fin de Año.
—Adiós.
Vanessa se quedó allí plantada, viendo a Marc largarse corriendo.
«¡Por favor, no me hagas esto otra vez! ¡No sé si podré seguir sonriendo si
desapareces de mi vida!».
Le buscó por todos los lugares que se le ocurrieron tras comprobar que
no estaba en la habitación de la residencia: alrededores, cafetería y lavabos
públicos del centro. Francamente, estaba muy nervioso. Sabía que debió
haber hablado con Samuel del intento de suicidio, pero como había querido
ser condescendiente con él, ahora hacía lo que le venía en gana, el muy egoísta.
—¡Serás cabrón! ¡Después de todo lo que he hecho por ti! ¡Insensible y
desagradecido! Te quiero, joder. No me merezco esto… —masculló con los
puños cerrados.
Se apoyó sobre una pared, con las piernas cansadas y temblorosas, y se dejó
deslizar hasta el suelo. De pronto, el teléfono vibró.
«stoy n l piscina d l uni, perdoname».
Suspiró derrengado, llevando el aparato hasta la frente.
—Capullo.
El último sitio donde se le ocurriría ir a mirar, la piscina de la universidad.
¿Quién se podía imaginar que fuera a semejante emplazamiento?
Inmediatamente después, echó a correr todo lo deprisa que sus piernas
le permitieron. Intentó llamarle, pero no se lo cogía. Llegó enseguida a las
instalaciones, que estaban abiertas porque andaban limpiando. Miró por
todas partes sin hallar a ese cobardica, cuando entonces le vio subido a una de
las plataformas de salto. Algo dentro de él se revolvió.
—¡¡NI SE TE OCURRA TIRARTE!! —bramó entre preocupado y
ofuscado.
Tras dejar a Marc hablando con la amiga de su novia, fue a quitarse los
patines. Seguro que él se estaba aburriendo soberanamente. Le pagó a Albert
y se marchó a toda prisa. Mientras caminaba hacia la residencia vio abierta
la piscina, así que entró. Como andaban en tareas de limpieza, nadie reparó
en él. Al principio se sentó en una grada, sintiéndose mal por haber dejado
a su amigo sin decirle nada. Seguro que se estaba comiendo la cabeza por su
repentina huida. Lo raro era que no le llamara; eso le deprimió más. Estaría
enfadado y, aunque no fuera normal en Marc, era para estarlo. Tenía miedo
de tener que pedirle perdón.
Sacó el móvil y constató que lo llevaba apagado. ¡Qué despiste!
Comenzaron a llegarle avisos de llamada, hasta nueve diferentes. Y un par de
mensajes.
—Soy un hijo de puta —se descalificó a sí mismo.
Escribió de inmediato el SMS donde le indicaba el lugar en el que le
esperaría.
Miró a la plataforma más alta y se atrevió a subir por esas escaleras tan
largas. Como para resbalar, caerse y desnucarse.
Justo en el ascenso, le sonó el móvil. Aunque supuso de quién se trataba,
no podía cogerlo o se mataría. Al final, estaba tan alto que tuvo que sentarse al
borde de la piscina para que Marc le viera. Miró hacia abajo: el agua azul, en
calma, estaba a muchos metros de distancia.
Si se tiraba, ¿qué pasaría? No sabía nadar y podía ahogarse. Observó a
los operarios, que limpiaban una piscina adyacente sin hacerle caso. Volvió a
mirar el agua y sus pies colgando. No quería tirarse, no quería morir. Ya no.
Había gente que sentiría su muerte, gente a la que haría daño.
—¡¡NI SE TE OCURRA TIRARTE!!
La voz le llegó bastante amortiguada por la distancia. Era Marc, que
agitaba los brazos. No tardó demasiado en ascender a la plataforma superior;
podía escuchar el sonido metálico de sus zapatos repercutir contra el metal de
las escaleras, cada vez más cerca. Y luego su respiración descompasada, casi
ahogada.
—¡Cabrón! ¿Qué coño te pasa?
—No quería que te aburrieras conmigo. Encima de que has perdido el
avión…
Marc, que tenía unas cuantas barbaridades que echarle en cara, cambió
radicalmente de estado de ánimo. Aquella voz triste y melancólica pudo con
su enfado. Se sentó al lado de su chico y le tocó el hombro con la mano, en
señal de perdón y de apoyo incondicional.
—Te dije que perdí el avión a propósito. ¿Qué haces aquí? ¿No pensarías
tirarte y ahogarte, verdad?
Marc le miró ceñudo, yendo más al grano en esta ocasión. Su amigo supo
que se lo preguntaba en serio. Ya era hora de dejar atrás secretos estúpidos.
—Mi madre se suicidó. Me abandonó sin importarle nada y yo la imité
aquella vez.
El nadador comprendió muchas cosas tras la dura confesión.
—Samuel…
Le tocó la mejilla con el reverso de la mano, en una caricia muy íntima. Su
brazo fue deslizándose hasta rodearle los hombros con ternura y comprensión.
—Me alegré tanto de que aparecieras y me salvaras la vida… Te mentí,
perdóname.
—Ya lo sabía, Samuel. No te preocupes por eso. Ambos decidimos que
fuera una mentira, tal vez por el bien del otro. Todos cometemos errores.
—Soy un egoísta. —Samuel apoyó la cabeza en su hombro, con el
atrevimiento de dejarse mimar.
—Vale ya, es suficiente. Te animaré todo lo que pueda.
Ambos permanecieron en silencio con los ojos cerrados, sintiéndose
mutuamente el uno en los brazos del otro. Tan sólo se escuchaban las voces
amortiguadas de los operarios de limpieza. El moreno se movió, sujetándole
las mejillas al rubio para tirar de ellas.
—Te estoy muy agradecido por todo, eres mi mejor amigo —le dijo,
avergonzado.
—Tú también eres mi mejor amigo —suspiró Marc, emocionado por la
muestra de afecto.
Samuel se recostó sobre la plataforma con los ojos cerrados. Marc le miró
obnubilado, henchido de amor. Cuánto deseó rodearlo con los brazos y
besar sus labios entreabiertos. El corazón le latió desbocado; aquel sitio era
tremendamente romántico y solitario. Cerró los puños y se mordió los labios,
dolido por tantos besos que no podría darle, ni siquiera uno.
Suspiró, intentando olvidarse de los anhelos que le embargaban con más
intensidad a cada minuto.
—¿Sabes? Me hizo ilusión que vinieras ayer a verme, batí mi récord…
—Eres muy buen nadador, Marc. Llegarás lejos.
A Samuel le vino a la memoria la forma en que el agua se deslizaba
lentamente por su piel morena, atravesando caminos que él jamás recorrería.
Enrojeció de forma violenta al recordar lo que había hecho en los baños de
las instalaciones.
—Te fuiste sin esperarme…
—Me dolía la cabeza, perdona. Estos sitios me agobian. La humedad y eso
—se excusó con una mentira.
—¿Qué te pasa? Estás muy colorado.
—Nada. Será mejor que vayamos a cenar al japonés, como te prometí
antes.
Marc le había propuesto ir a cenar comida nipona e incluso le obligó a
jurarlo cuando le puso mala cara, por lo que Samuel comenzó a bajar las
escaleras sin más, mientras que Marc se quedó unos segundos observando la
superficie mansa de la piscina. No dijo nada, sólo miró el agua. Sin duda, allá
abajo todo iba mejor.
El restaurante japonés se llamaba Tokio, como la capital del país del sol
naciente. Los hicieron pasar a una habitación privada con tatami y puertas
correderas, donde nadie los molestaría con conversaciones o risas.
—¿Habías venido antes aquí? —preguntó Samuel mientras tomaban
asiento sobre unos cómodos almohadones puestos encima del tatami.
—Sí, con unos compañeros del club.
Marc miró la carta, avergonzado por el embuste. En verdad, fue Sabrina la
que le enseñó el sitio el curso anterior. Estaban solos, aislados por las puertas
correderas. Marc ya no estaba siquiera un poco enfadado con Samuel, ni
por el desplante en la competición ni, mucho menos, por su plantón en la
cafetería. Ahora sabía por qué se comportaba de forma evasiva.
—¿Puedo preguntarte sobre lo de tu madre?
—Te lo contaré todo, Marc.
Antes de que pudiera empezar, una camarera vestida con kimono entró a
tomarles nota.
—Vamos a tomar sopa de miso1, una bandeja pequeña de sashimi2, una
1 Sopa de pasta de soja fermentada
2 Pescado y/o marisco crudo cortado en láminas finas
bandeja pequeña de maki-sushi3 y tempura4 variada. ¿Te parece, Samuel?
—Lo que tú digas. Para beber, agua natural.
—Yo otra. Y un poco de sake.
La camarera se retiró con un saludo.
—¿Qué es sake?
—Vino de arroz, no está mal. Es como un chupito.
—Tomo medicación, no puedo beber.
—Bueno, me lo beberé yo. Total, hoy no conduce nadie.
Ambos rieron, pues no tenían coche.
—¿Te cuento lo de mi madre?
—Adelante —esperó con expectación.
—Mi padre ha sido muy estricto toda su vida, conmigo y con mi madre.
Eso a ella no le gustaba nada, así que, aprovechando que era una violonchelista
increíble, casi siempre estaba lejos de nosotros. Me crié entre un colegio
privado en el que mandaban los que más dinero tenían y el conservatorio, uno
de los más duros que hay en este país. Con el paso de los años, fui dándome
cuenta de que no tenía familia, ni amigos. Pero mi madre enfermó cuando
yo era adolescente. Así que, aunque se había convertido en indispensable para
las filarmónicas, no pudo viajar más. Se cansaba enseguida, el reposo por un
lado la ayudaba a alargar la vida, pero por otro la mataba por dentro. Incluso
se cansaba al tocar el violín. Imagínate qué terrible para ella.
—Pobre…
—A veces pienso que quería más a su violín que a mí —confesó
compungido.
—¡Eso no es cierto!
—Se suicidó cuando no pudo tocarlo más. —Samuel miró a Marc a
los ojos—. No dudó en dejarme atrás cuando un día el violín se le cayó al
suelo porque no lo pudo sujetar. Aquella misma tarde se cortó las venas
aprovechando que yo estaba en el conservatorio. La enfermera libraba y mi
padre trabajaba hasta tarde para evadirse de sus problemas familiares.
—Lo siento muchísimo.
—Aun así, sigo queriéndola. A pesar de todo lo egoísta que fue.
—Era tu madre, es normal que la sigas queriendo.
La camarera entró para dejarles la cena. Samuel no quiso seguir hablando
de su madre. Sin embargo, Marc le pidió que terminara la historia.
—Yo la encontré, imagínate qué shock. Te marca de por vida.
—¿Por qué intentaste suicidarte? ¿Por ella?
—Por muchas cosas. Por ella, por mi vida triste y solitaria, por la represión
de mi padre, por no poder ser quien yo soy realmente en mi interior. Porque
tuve depresión y un día dejé de tomarme la medicación…
—¿Qué? —Marc se quedó sorprendidísimo.
Él le miró con una media sonrisa.
—Estoy mucho mejor, aunque no te lo parezca.
3 Tipo de sushi que se caracteriza por estar envuelto en alga nori
4 Fritura de verdura y/o marisco con rebozado de harina especial y agua
—Tómate la sopa, que se te va a enfriar —dijo Marc cuando le vio remover
esta.
—Está muy buena —observó Samuel—. ¿Qué son estos daditos blancos?
Con el cambio de tema, Marc supo que la conversación tocaba a su fin.
—Tofu. Queso fresco de soja.
—Me gusta el contraste.
Después atacaron la tempura ávidamente y el sashimi. A Samuel se le caían
los trozos, pues era incapaz de sujetarlos. Marc se desternillaba.
—Me cuesta mucho comer con palillos.
Marc cogió con los suyos un trocito de salmón crudo, alargando el brazo
para dárselo a Samuel. Este entendió el gesto y abrió la boca para atrapar el
pedazo fresco con los dientes. Al rubio le pareció tremendamente sensual, y
más por cómo le miró él después. Esa mirada pícara al principio, agradecida
después. Samuel llevaba un jersey de punto negro que se le pegaba un poco al
torso, con un cuello que, de tan abierto, dejaba ver sus sensuales y marcadas
clavículas.
—Gracias. —Masticó tragando rápidamente.
—Hoy estás muy guapo —le dijo con la voz entrecortada, sin pararse a
pensar y confundido por la belleza que era para él Samuel.
Le latía el corazón a todo tren. Tal vez fue el sake, tal vez la intimidad del
reservado, pero qué emoción sintió al verle ante sí, comportándose como él
era, sincero y dulce. Samuel arqueó una ceja y medio sonrió, incrédulo.
—¡Deja de reírte de mí!
—¡Eres muy guapo, es la verdad!
—No soy guapo. Mírate tú y mírame a mí. Somos la antítesis.
—¿No crees que hacemos muy buena pareja juntos? —se atrevió a colarle.
Samuel alucinaba en colores.
—¡Deja ya la coña o te meto los palillos por el culo! —Los zarandeó
delante de Marc, que continuaba mirándolo ensimismado.
—No es coña.
—¿Estás colado por mí o qué? —Por fin tomó la decisión de pagarle con
su propia moneda, siguiendo la tontería de juego que había empezado en la
mesa de la cafetería—. ¿Desde cuándo te has vuelto marica?
El rubio puso cara seria, colorado por la situación y el sake.
—Me di cuenta cuando te conocí: estoy loco por ti. Le pagué al tío que iba
a compartir habitación contigo, para poder hacerlo yo.
La voz se le quebró al ver la cara seria de Samuel, que se había quedado
mudo. Este no sabía cómo tomarse semejante declaración de amor: si como
una broma tonta de Marc, o una broma de muy mal gusto porque andaba
algo borracho. Podía haberse enfadado, lanzarle los palillos y levantarse sin
mediar palabra. Si él supiera la verdad de sus sentimientos, jamás le habría
dicho algo semejante. Así que, armándose de valor, fingió unas risas tal vez
un tanto exageradas.
—¡Qué capullo eres! Si no supiera de tus bromas, hasta me lo hubiera
tragado. Ya verás cuando se lo cuente a Sabrina, te matará.
El nadador simplemente cogió el sake y le dio un sorbo.
—Ah, m-me has pillado. Es que el sake se me ha subido a la cabeza.
¡Como no bebo nunca! —Tal cual lo decía, se levantó del suelo para dirigirse
a la puerta corrediza—. Voy un momento al baño. Pide la cuenta, ¿vale? —Y
cerró tras de sí.
Samuel cerró los puños sobre los muslos, agarrándose el pantalón con
fuerza y hundiendo la cabeza sobre el pecho.
—Mierda —lamentó—. Lo que daría yo por que fuera real…
Marc, sentado sobre la tapa del inodoro, se sujetó el cuello con las manos,
cabizbajo.
—¡Soy imbécil! ¡Pero cómo he podido decírselo! No me ha creído. No
quiero estar enamorado, no quiero. —Le caían las lágrimas como un torrente.
Se sentía muy mal, angustiado de veras. Un nudo en el estómago no le dejaba
casi ni respirar—. Estoy sufriendo mucho, no puedo más.
Y se quedó veinte minutos de reloj allí dentro, hasta que pudo calmarse.
Por otra parte, David y Samuel se apoyaron en un lado del local, cerca
del guardarropa y de unos sofás en los que alguna pareja que otra se estaba
enrollando.
—¿Estás enfadado ? —David le gritó al oído.
—¡Os voy a matar! ¿Cómo se os ha ocurrido traerme aquí? —Le zarandeó
de la camiseta.
—Pensamos que, para olvidar a Marc, necesitabas echar un buen polvo.
Uno que te quitara las penas, a lo bestia, desde dentro.
—¡Eso es asunto mío! —Intentó arrearle sin conseguirlo.
—Ya sabes, que te follaran hasta perder el sentido.
Samuel pensó que aquel cabrón se estaba riendo a su costa.
—¡Vete a la mierda! ¡¿No ves que no le intereso a ningún tío?!
—Eso es porque estoy yo, así que me largo.
—¿Dónde vas? —Le agarró del brazo, desesperado.
—A bailar. ¿Te vienes? Igual ligamos, pero te los dejo todos para ti. Yo me
quedo con mi mujer —se echó a reír a carcajadas.
—¡No quiero bailar!
Se quedó petrificado como una estatua de granito.
¿Bailar? En la vida había estado en un local de música y mucho menos
bailado. Solamente le gustaba moverse si estaba a solas, pero allí había cantidad
de gente que se reiría de él. David le palmeó en los brazos.
—Ahí te quedas, chico sexy. Me voy a bailar con ellos. ¡Suerte!
—Cabrón, no me dejes aquí solo… —se quejó, tambaleante.
Finalmente, le siguió. Prefería bailar a quedarse solo en aquel lugar.
Lo cierto era que a Samuel le gustaba la música de todo tipo, no sólo la
clásica, y aquella incitaba especialmente a bailar. Suspiró al ver a varios tíos
bien pegados, bailando sensualmente, desinhibidos. El contacto que había
tenido con Marc minutos antes aún le ardía en la piel del vientre. ¿Por qué
narices no se había aprovechado de la situación? Pensó que era realmente
idiota.
Sara y David bailaban no demasiado lejos de él y sin ningún tipo de pudor.
Estaban enamorados, así que podían permitirse bailar igual que cualquier otra
pareja de las allí presentes sin desentonar, a pesar de ser heteros.
Sara le hizo un gesto con la mano, animándole, bailando hacia él. Estaba
sonando la canción del momento. Esa de aquella cantante tan friki que
dominaba las pistas. Sus canciones incitaban al pecado.
Sara le cogió de la camiseta y tiró de ella para arrastrar a Samuel hasta la
pista. Este finalmente accedió. La melodía pegadiza, alegre y sensual, más la
insistencia de su amiga, le hicieron ceder.
Al principio bailó sin mucha gracia, avergonzado. Sara se restregó un poco
contra él, así que miró a David, que se estaba descojonando, literalmente.
Sujetó a su amiga por la cintura y se soltó un poco.
Imitó a Sara hasta que terminó por dejarse llevar por la música. Se estaba
divirtiendo, sólo que sin ser consciente de la sensualidad y el acierto con el
que se movía.
Marc, que había seguido a Sara, fue interceptado por un tío bastante plasta
que estaba intentando ligárselo a toda costa. No sabía muy bien cómo manejar
aquella situación.
—Mira, tengo novio —le dijo.
—No soy celoso.
—Típico… —masculló entre dientes—. No me interesas.
Terminó por deshacerse de él mientras empujaba los cuerpos sudorosos
de los que bailaban en la pista. Cuando vio a Sara (única chica entre tanto
hombre), sintió alivio. Hasta que se fijó en que bailaba con Samuel. Se
quedó mirándolos como un pasmarote, copa en mano. No se podía creer lo
que estaba presenciando: Samuel bailando. Pero bailando de una forma tan
sensual que le dejó colapsados todos los sentidos. Miró a David un instante.
Estaba más que tranquilo, hasta se reía a carcajada limpia. Cualquier tío en su
sano juicio no hubiera permitido a otro hombre bailar así con su novia. Y ella
no se cortaba, como si la sobada de Samuel no tuviera importancia.
Sara pasó de manos a las de David, dejando a Samuel solo. Daba igual,
porque su forma de bailar seguía siendo provocativa. Su cuerpo esbelto se
movía con una cadencia increíble, como si unas manos invisibles le tocaran,
haciéndole el amor. A pesar de que las ropas de Samuel eran más bien anchas,
se adivinaba de sobra el cuerpo que escondían debajo.
Marc también se fijó en que no era el único que le observaba con cara de
imbécil. Varios tíos a su alrededor parecieron acercarse.
El rubio reaccionó corriendo hacia Samuel. Este pareció mirarle bajo la
mata de pelo que tapaba sus ojos, con una sensualidad arrebatadora.
En efecto, Samuel miró a Marc, que corría hacia él apartando al gentío. Fue
la única vez que le observó como de verdad deseaba, sin tapujos. Creyó que
en la oscuridad Marc ni se percataría. Sin embargo, cuando le tuvo delante, se
cortó bailando. Y más al ver que él volvía a intentar sujetarlo por la cintura. Se
apartó ante el inminente contacto.
Marc, que se dio cuenta, sintió una punzada de decepción. Samuel nunca
quería nada con él; le rechazaba constantemente.
—¿Dónde vas? —preguntó al ver que el moreno se escabullía.
—¡Estoy cansado!
—Te acompa…
—¡No!
Marc se quedó de pie sin moverse un ápice, con la copa en la mano. Sara
y David se mostraron un poco decepcionados.
—¿Por qué Samuel hace eso? Le rechaza, mírale. Pobre Marc. —Este se
dio la vuelta en dirección a la barra. Tal vez para ahogar las penas—. ¿Sabes lo
que me dijo? Que dejó a la novia.
—Se veía venir. A este le mola Samuel, es evidente.
—¿Pero por qué Samuel le rechaza? —insistió Sara, sin entender.
—Porque ni se le pasa por la cabeza e intenta evitar que se le note.
—Ustedes los tíos son muy raros.
—¡Ellos son muy raros! En cualquier caso… El amor no se puede esconder.
Un tío mayor que Samuel, al menos diez años, se le acercó sonriente y con
una copa en la mano.
—Veo que tus amigos te han dejado solo ante el peligro. ¿No bailas?
A Samuel le sorprendió que alguien ajeno le hablara, pero no consideró
la posibilidad de interesarle a aquel hombre. Le sobrepasaba notoriamente en
edad.
Llevaba perilla y el cabello, rubio y ondulado, por debajo de las orejas.
También vestía a la moda. «No está nada mal», pensó.
—Estoy cansado.
—A mí se me da bastante mal bailar. ¿Quieres una copa? —le ofreció
amablemente. Parecía simpático y cordial.
—No. Gracias. N-No bebo —rechazó.
—Pues vamos a sentarnos allí. Estar de pie como tontos no es nada divertido.
—Tienes razón.
—Soy Pedro, encantado. —Le arreó dos besos en las mejillas, dejando a
Samuel algo desconcertado.
—Yo soy Samuel —sonrió con timidez.
—Es la primera vez que vienes a un sitio de estos, ¿a que sí?
—¿Se me nota mucho? —se echó a reír.
—Pues la verdad es que… Bastante.
—Mis amigos me han engañado, no sabía a dónde venía.
—Bueno, ya eres mayorcito, ¿verdad? ¿Cuántos años tienes?
—Veinte.
—Yo también tardé un poco en salir del clóset. No te preocupes, es normal
sentirse cohibido. Eso atrae a muchos tíos, si te fijas. —Señaló con la cabeza
a unos hombres que estaban tomando algo cerca—. Varios tipos te miran.
Joven, guapo, tímido… —Pasó el brazo por encima del sofá, casi tocándole.
A Samuel le fue el corazón a cien por hora. Era tímido, pero no tan estúpido
como para no darse cuenta de que aquel tipo estaba intentando algo con él.
—Hace tiempo que no me encontraba con un chico tan guapo como tú.
Sinceramente, tienes algo que es especial.
«¿Se lo dirá a todos?», pensó Samuel. Le excitó un poco la cercanía de
Pedro, pero debía reconocer que se había quedado paralizado. Era la primera
vez en su vida en que alguien, un hombre, se interesaba por él.
—Me encantaría que vinieras conmigo para divertirnos un rato, si tú
quieres. —El tipo le quitó las gafas—. Aunque no se ven muy bien, adivino
que tienes los ojos azules. —Dejó las lentes en la mesita, junto a la bebida, y
apoyándose sobre el sofá, acercó los labios a Samuel, que no se apartó—. No
será también la primera vez que follas con un tío… —Le acarició el pelo con
cuidado, mientras que con la otra mano sujetaba su muslo.
—¡NO LE TOQUES! —Una poderosa mano asió la muñeca de Pedro
para apartarla de Samuel, con violencia. Marc se sentó al lado del chico,
pasando una pierna por encima de las él y metiéndole la mano por debajo del
jersey—. Está conmigo, no te acerques o te arranco los cojones. —Marc miró
al hombre con pura rabia. Le brillaban los ojos de odio y celos.
Samuel no dijo ni pío, sorprendido y violentado.
—Vale, perdona —se excusó Pedro. Le había jodido bastante descubrir
que el moreno tenía novio—. No lo sabía, pero déjame decirte algo: tienes
suerte de follarte a un tío así.
A Marc le sentó como una patada el comentario. Ganas de partirle la cara
allí mismo no le faltaron. Pero hizo algo mejor: sujetó a Samuel por la nuca,
como diciendo «es mío en exclusiva», y dijo:
—Ya lo creo que tengo suerte de follármelo. Y ahora, largo.
Pedro admitió su derrota y se retiró. Tal vez aquella noche no dormiría
solo, pero hubiese preferido hacerlo en compañía de semejante bombón.
Samuel, por su parte, no hizo movimiento ni comentario alguno. Había
asistido a la escena como si no estuviera en ella. Avergonzado y enfadado, ni
siquiera sabía cómo sentirse, ni cómo reaccionar. Marc le abrazó, posesivo.
Su pierna seguía encima.
—¿Estás bien, Samuel? —sonrió triunfante, riéndose.
Aquello fue la gota que colmó el vaso para el moreno. Se levantó
bruscamente, tanto que casi tiró al nadador de culo al suelo.
—¡¡DÉJAME EN PAZ!!
Agarró las gafas y echó a correr en dirección al guardarropa.
Marc le siguió nervioso, sobre todo cuando su amigo consiguió sus cosas
y él no.
—Eh, tío, no empujes.
—Joder, que mi novio se larga enfadado —soltó, creyéndoselo él mismo.
—Vale, vale, adelante. —Dos chicos le dejaron pasar al verlo tan histérico.
Echó a correr escaleras abajo. Ellos no se dieron ni cuenta, pero Sara y
David estuvieron observando la escena de principio a fin, así que recogieron
sus chaquetas y bajaron a la plaza. Marc y Samuel discutían delante de todo
el mundo.
—¡Samuel! —Este no se detuvo—. ¿Qué coño te pasa, por qué quieres
irte ahora?
—¡Sé defenderme solo, no necesito un chulo! —le chilló sin tan siquiera
girarse, tremendamente ofendido.
—Ese marica te quería follar —se defendió.
Samuel se giró bruscamente, enojado.
—¡Vete a la mierda! ¿Por qué has tenido que decir todas esas groserías?
¿Qué te has creído, que soy imbécil?
—N-No es eso, es que… —continuaron con la ofuscada conversación
mientras sus amigos los miraban sonrientes.
—Parecen una pareja celosa discutiendo —comentó David, divertido.
—Mejor nos vamos y los dejamos solos.
—Creo que se han olvidado de nosotros.
—Ojalá pase lo que tiene que pasar.
—Porque las casualidades no existen.
—Exacto. —Se cogieron por la cintura, satisfechos por haber sido los
artífices de generar, de algún modo, aquella situación de celos—. Qué te
juegas a que mañana Samuel nos llama para contarnos cositas interesantes.
—Me juego un polvazo de infarto, nena.
—¡Serás machango!
Se echaron a reír y emprendieron el regreso, dejando atrás a aquellos dos
tontos que, definitivamente, estaban enamorados el uno del otro hasta la raíz
del pelo.
Samuel se lavó los dientes con pura desidia, por inercia. Le temblaban las
manos, las piernas, el corazón. ¿En serio Marc le dejaría atrás? No tenían que
perder el contacto. Pese a ello, pensar que dejaría de verlo todos los días, o
no tener que recoger sus calzoncillos de debajo de la cama, ni aguantar sus
bromas pesadas, así como escuchar su voz en el desayuno con la boca llena, o
simplemente saber que estaba acompañándole, le rompía el alma. No podía
soportar perderlo.
De nuevo, aquella sensación apremiante en la garganta y la quemazón
al borde de los ojos. Se lavó la cara, enrojecida por tantas emociones vividas
aquel día. Aspiró hasta llenarse los pulmones dolorosamente y expiró para
calmarse. Sería difícil que no se le notara la desazón, pues el temblor por
todo su cuerpo era evidente. Podía alegar frío, fiebre o cualquier tontería para
justificarlo.
Al salir del baño, Marc tenía la guitarra en las manos, como si fuera a
tocarla. No se movió apenas, ni le miró, pues sus ojos estaban cerrados.
—¿Te acuerdas de la canción que me ayudaste a componer?
—La compusimos ayer. —Se quedó algo extrañado ante tal pregunta.
Marc llegó a dudar que, para Samuel, aquello hubiese sido importante.
—Le he puesto título. —Mientras lo decía, tocó unos acordes para ponerla
a punto.
—¿Sí? —fingió prestar atención, aunque tenía la cabeza en otra parte.
Se sentó poniendo las manos entre las rodillas, para que no se le notara el
tembleque.
—Ya tiene letra y título. Se llama Susurro de besos y es para la persona que
más amo en esta vida. —Samuel pensó en Sabrina—. Tal vez no sea muy
buena, pero es lo que siento.
«Me va a dejar tirado como si nada y encima me canta la puta canción
para su novia. ¡Aguanta un poco más, Samuel! ¡Aguanta!», se dijo en silencio,
porque sentía que iba a tener un ataque de ansiedad de un momento a otro.
Debía resistir; una canción, una noche, unas vacaciones. Nada más.
Marc carraspeó.
—Susurro de besos… —Y comenzó a cantar con esa voz suave, dulce y
masculina a un tiempo que era capaz de transmitir más de lo que creía.
Los versos llegaron a Samuel y le produjeron un escalofrío, hasta el punto
de hacerle anhelar a muerte que fuesen dirigidos a él.
Recuerdo en el tiempo
que te vi sonreír
y creí morir.
Tu risa parecía
un susurro de besos.
O eso imaginé,
o eso quise creer.
No puedo tenerte
ni siquiera en mi imaginación,
así que sólo anhelo verte sonreír
todos los días de mi vida.
Recuerdo en el tiempo
que te vi sonreír
y creí morir.
Tu risa parecía
un susurro de besos.
O eso imaginé,
o eso quise creer.
Recuerdo en el tiempo
que tu risa parecía
un susurro de besos.
Y creí morir…
Entró al cuarto con una sonrisa amable en los labios. Samuel se hallaba
sentado en su cama, con las rodillas sobre el pecho. Ya no lloraba.
—¿Estás mejor?
—Sí. Lo siento, me avergoncé de mis lágrimas porque mi padre siempre
me ha machacado con que los hombres no lloran.
Marc sintió lástima. Un padre jamás debería prohibir a un hijo expresarse
llorando; era un tópico machista y pasado de moda.
Marc colgó su guitarra, abrió la cama y se quitó la camiseta.
—Mi padre, en cambio, siempre me ha dicho que si necesitaba llorar,
que llorase. De hecho, de pequeño era un llorica de mucho cuidado —
sonrió recordando—. No paraba de berrear por todo y mi padre pasaba de
mí olímpicamente. No me hacía ni puñetero caso, a veces incluso me hacía
rabiar para que lloriqueara más. Mi madre siempre le reñía por eso. El muy
cabrón ha sido un buen padre.
—Qué suerte tienes de tener esa familia.
—Y mi hermano pequeño es igual que yo, pero con diez años. No veas las
patadas que da el desgraciao. A ese diablo le ha dado por el kárate. Me encanta
hacerlo rabiar, el muy creído. —Marc estaba consiguiendo que Samuel
sonriera levemente—. Resulta que va diciendo que tiene varias chicas a sus
pies.
—Es natural.
—Ya, ya. No he visto crío más pesadilla. No quiero ni pensar cuando me
vea, creo que me dará la bienvenida con un par de golpes en los riñones.
—¿Y tu madre?
—Es la más seria de todos. A veces se pasa de seria y todo, pero es muy
buena. Mis padres son siempre muy románticos. Se quieren mucho. Supongo
que he… aprendido de ellos. Mi padre tiene muchos detalles con ella, la cuida
como a una reina. Ya te puedes imaginar la vergüenza ajena que eso le da a
mi hermano.
Samuel rio.
—¿Cómo se llama tu hermano?
—Óscar.
—Me hubiese gustado tener hermanos.
—Te lo regalo si quieres.
—Vamos a dormir. —Se quitó los pantalones para meterse en la cama—.
Como vuelvas a perder el vuelo, te mato.
De pronto, un almohadón le dio en toda la cara.
—¡Vamos a jugarrrrrr! —le gritó Marc en plan indio, sólo con los
calzoncillos puestos.
—¿Qué haces, idiota?
Samuel se quitó de la cara el almohadón. De pronto, él se le echó encima,
aplastándole las piernas. Marc estaba sobre él, en ropa interior. Eso le dejó
confuso.
—Juguemos un rato —propuso de nuevo el rubio—. Seré tu esclavo y me
podrás mandar lo que quieras, sexo incluido. Si quieres, mátame, pero que
sea a polvos.
Samuel le echó una mirada completamente desconocida hasta aquel
instante para Marc. La forma pícara en la que curvó los labios y entrecerró los
ojos dejó al nadador alucinado.
—Hazme una mamada.
Samuel quiso asustarlo un poco, porque siempre era Marc el que le gastaba
bromas tontas. Ahora iba a ver.
El nadador se quedó estupefacto, era lo último que se esperaba oír. Los
ojos se le fueron hacia el vientre de Samuel, hacia lo abultado de sus boxers.
Aquello le puso tremendamente caliente. Bajó hasta su ombligo, del que
salía vello que bajaba en línea recta y se escondía bajo la tela, así que con la
lengua húmeda lo recorrió, retirando un poco los boxers. Samuel quedó unos
segundos anonadado, congelado sin moverse. La lengua de Marc estaba en su
piel. La excitación le llegó sin previo aviso y, asustado, le apartó.
—¿Qué haces, desgraciado? —rechazó, moviéndose hacia atrás.
Marc ya se lo esperaba. Sin embargo, aquella metida de mano en toda regla
no se la quitaría nadie.
—Asustarte. Pero que sepas que te has quedado sin la mejor mamada de
tu vida. Te la iba a chupar tan bien que te hubieses corrido de gusto… en mi
boca —añadió con una sonrisa.
Antes de poder reaccionar, Samuel le pegó un bofetón. Marc se quedó
alucinado, sujetándose la mejilla.
—Quita, sarasa. Vamos a dormir o te zurro de lo lindo. —Se metió en su
cama, enfadado. Enseguida se arrepintió del golpe y miró a Marc, mordiéndose
el labio—. ¿Te he hecho daño?
—Pegas como una mosquita muerta.
Marc se echó a reír. En verdad, sí que le había dolido.
—¡No es cierto!
—Eh, que el que me ha atizado es usted.
—Perdona.
—Vale, perdóname a mí por soltar tantas burradas. Ya sabes que soy muy
cashondo y no lo puedo evitar.
Samuel estaba arrepentido por no haberle dejado chupársela.
Agarró a Marc por una de sus fuertes muñecas. Quería decirle que le
encantaban esas bromas. Seguro que él le haría una y entonces se aprovecharía
de algún modo. Estaba caliente, tanto que su pene ya rezumaba lefa y se le salía
de la ropa interior.
—Duerme conmigo. —Marc le miró, incrédulo—. Tengo miedo de
intentar suicidarme. —Fue lo único que se le ocurrió como excusa creíble—.
Perdona, no digo más que tonterías. —Apartó la mano—. No tienes de qué
preocuparte, yo…
Marc le estrechó la cabeza contra sí, sentándose al borde del lecho.
—No digas eso. Ni lo nombres.
—Marc, eres como un hermano para mí, el que nunca he tenido.
Nada más decirlo, se arrepintió. Marc quedó con los ojos fijos en una
pared, intentando asimilar aquellas palabras tan feas.
—Eh… P-Pues durmamos como hermanos —le dijo.
«Joder», estuvo pensando Marc. «Joder, no… Joder». No pudo asimilar
nada más. Se puso en el lado izquierdo de la cama, de espaldas a la pared, con
Samuel también de espaldas, y le tapó con el cobertor.
—Pero que sepas que a mi hermano pequeño le hago la vida imposible
—le advirtió.
—Yo soy mayor que tú. —Samuel le miró de reojo, divertido.
—¡Eso no vale!
—Mala suerte.
Samuel dejó encendida la luz de su lamparilla de noche. Le daba miedo
apagarla; al fin y al cabo, tenía al hombre que tanto le gustaba justo donde él
quería, metido en su cama. No se tocaban y eso que el lecho era de noventa
centímetros.
Ambos se morían por apretarse el uno contra el otro, muy abrazados. Les
temblaba el corazón de forma muy intensa; tanto les latía que temieron ser
escuchados por el contrario.
«Soy imbécil. Lo tengo desnudo detrás de mí y le digo que es como un
hermano… Me muero por apoyar el culo contra su polla y notarla dura y
húmeda. ¡Qué caliente me estoy poniendo!».
Samuel estuvo pensando en ello, sintiendo la respiración de Marc en el
cuello desnudo. Tenía unas ganas locas de jadear de puro gusto, pero supo
contenerse.
A su vez, Marc le miraba fijamente el pelo, que asimismo le olía bien.
Sabía que tenía el trasero de su chico a menos de un centímetro de su sexo
empalmado. Sólo tenía que sujetarlo por la cadera para poder demostrarle
cómo le excitaba estar con él. Era muy fácil, pero tremendamente difícil.
«Para mí no eres un hermano, porque me la pones dura y caliente. Sólo
puedo pensar en tus palabras: Hazme una mamada. Quiero chupársela,
lamérsela, hacer que se corra en mi boca. Uf…», se torturó largo rato.
Samuel sintió el musculoso brazo de Marc sobre él y su boca húmeda en
el oído.
—Eh, no sabía yo que bailaras tan bien. Tenías a todos aquellos maricas
empalmados —dijo sin pudor. La excitación le podía.
—¡No te rías de mí! —Arreó un buen codazo a Marc, que reculó dolorido.
—No me río. ¿Por qué bailabas con Sara y conmigo no? ¿Te daba
vergüenza?
—Ella es una chica. —Samuel tragó saliva ante lo que acababa de decir.
Marc se quedó parado.
—Precisamente… —dejó caer.
—N-No la veo como una m-mujer, quiero decir que… ¡¡Da igual!! No
te importa.
Samuel la estaba cagando más a cada palabra que decía. Nervioso, intentó
salir de la cama, pero Marc le sujetó por el vientre.
—¿Puedo mamártela de una vez, cariñín?
—Ya te gustaría a ti, idiota. —Le pegó un poco con la mano en toda la
nariz.
—Siempre recibo de todo, menos amor por tu parte. —Se restregó la
dolorida nariz—. Te doy caramelos y me ignoras, quiero bailar contigo y me
rehúyes. Quiero…
—Tienes a tu novia.
Samuel se moría por seguirle el juego. Le podría haber dado permiso, pero
si lo hubiese hecho, él se habría dado cuenta de lo empalmado que estaba.
Demasiado bochornoso. Se dio la vuelta para quedar cara a cara con Marc y
le preguntó seriamente:
—¿No hablabas antes con ella?
Marc le miró a los ojos en la penumbra de la habitación.
—Dejé a Sabrina hace una semana.
Samuel se quedó callado un momento. Algo dentro de él suspiró aliviado.
Se alegró, pero también se curó bien de que Marc no se diera cuenta.
—¿La canción no era para ella?
Su amigo le miró fijamente, como si pensara qué contestación darle. Marc
se levantó hasta sentarse, quedando apoyado en la pared.
—No. Es para otra persona, a la que quiero de verdad —musitó,
jugueteando con la colcha, nervioso.
—¿Tienes otra novia? —Una u otra; a Samuel le daba igual.
—No. La canción es para alguien que no me quiere. No podía seguir
con Sabrina, hace tiempo que estoy enamorado de otra persona. —Sonrió
amargamente, con los ojos brillantes.
No podía más, necesitaba echar fuera al menos las lágrimas. Samuel
experimentó lástima, porque al fin y al cabo se sentía igual. Qué paradójico.
Pensar que alguien como Marc no era correspondido… No pudo ni siquiera
alegrarse, porque lo que más deseaba era que su amigo fuese feliz.
—Enséñale tu canción.
—Es una mierda. Tú mismo lo has dicho.
—No lo es. —Samuel se levantó un poco también para intentar consolarlo.
La verdad es que estaba anonadado por cómo habían cambiado las cosas de un
momento a otro—. Antes te he dicho eso porque me sentí tan identificado
con ella que… Que fue lo que me hizo llorar. Porque explicaba exactamente
todo lo que yo siento. Pero es preciosa. Susurro de besos.
—¿Qué? —Marc le miró, confundido.
—Sí. Yo también estoy enamorado sin ser correspondido. Sin tener esperanza
—confesó de pronto. Ni siquiera lo había planeado.
—¿Desde c-cuándo?
Marc comenzó a temblar; un sudor frío le recorrió toda la espalda. Lo
último que esperaba de aquel día, era terminarlo con ganas de morirse allí
mismo. La vida era el puto infierno: ver a Samuel enamorado de alguien. Fue
superior a sus fuerzas.
—Desde principio de curso. Fue amor a primera vista. Pero tampoco me
quiere, así que… Sé lo que sientes. Me daba muchísima vergüenza contártelo,
ojalá me perdones.
De pronto miró a Marc y lo vio sollozando en silencio. Las lágrimas le caían
por la cara. Eso le dejó alucinado; debía de estar sufriendo muchísimo, pobre.
Marc, que siempre estaba riéndose, enseñando los dientes a todo el mundo,
gastando bromas, diciendo tonterías. Y allí estaba en aquellos instantes tristes,
lamentándose por un amor no correspondido.
—¿Qué te pasa? ¿Estás llorando?