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VOCES

CANÓNICAS

Guillermo
Autores:

Esther Álvarez

Luis Bravo

Cinta Gálvez

Paco González

Séfora Mingorance

Ensamblador y prologuista:

Guillermo Pérez Álvarez

***

Este Cadáver Exquisito terminó de ensamblarse el 17 de enero de 2011, Huelva.

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Prólogo a Un Cadáver Exquisito

Casi nunca un cadáver ha sido considerado exquisito ni digno de tal mención salvo por
aquellos que disfrutan “tróficamente” de sus partes más blandas y digestivas, los
animales carroñeros. Buitre no como alpiste pero sí cuerpos en descomposición,
desprendiendo hedores que recorren ocaso y cénit, Gea y Uranos, atrayendo a otros
seres vivos a su derredor. Así esperamos que los lectores envueltos en su digital
anonimato se acerquen a este escrito anteriormente conocido como Un Cadáver
Exquisito en la jerga de sus próceres progenitores, ya sea para saborearlo
amistosamente o para destrozarlo brutal e inmisericordemente. ¿Será este ‘Voces
canónicas’ un cadáver maloliente, purulento y literariamente engendro hijo de cinco
padres y madres, que a la vista de sus potenciales lectores se convierta en una serie de
escritos? Ojalá sea así. ¿Será este el principio de Un Cadáver Exquisito, no como título
provisional de la obra o una forma de realizar obras de arte a varias bandas, sino como
colectivo de escritores noveles avanzando hacia la ejecución de más textos? Así
ardorosamente lo deseamos. No podemos saberlo a ciencia cierta ya que el futuro no
existe, se va haciendo sobre la marcha a partir de los elementos constituyentes de
nuestro mundo entorno y de nuestra actividad. Se trata es comenzar la andadura, sin
mirar atrás por muy largos vestidos que arrastremos, sin recordar tiempos mejores ni
peores, buenas o malas compañías, sueños no alcanzados. Como suele decirse, hay
que trabajarse el cobre. Siempre me ha motivado pensar en un pasado simple, un
presente continuo y un futuro perfecto.

Hete aquí un servidor haciendo las veces de ensamblador y prologuista de una obra
cuya principal característica es ser escrita por cinco personas, gracias a un reparto de
secuencias teniendo en consideración la anterior. Con esta forma de proceder se
consiguen textos aparentemente inconexos en su desarrollo argumental, giros
inesperados y variopintos estilos, fruto de varias plumas y sus particulares formas de
plasmar tipográficamente sus ficciones. Encontraremos momentos de abundante
carga adjetival, descripciones muy ceñidas al tétrico ambiente generalizado o
secuencias de un indudable sabor retro de humor absurdo. Dicen que en la variedad
está el gusto y si esa variedad se presenta como un collage no pictórico, sólo la atenta
lectura del texto podrá abriros la puerta a distinguir las diversas plumas que revoletean
en estos folios fuera de las alas.

Ya sea como buitres, serpientes, gusanos o moscas, este Cadáver Exquisito se


encuentra listo para ser consumido una vez que se ha consumado su última etapa,
subirlo a Internet y difundirlo. Anónimo lector, si te llega este escrito y no conoces a
ninguno de los culpables de todo esto, ¡gracias por leernos y, siguiendo la popular
expresión, que rule!

No se puede finalizar de otra forma este prólogo sino agradeciendo la confianza


depositada en un servidor por parte de los exquisitos componentes del hongo en
portada. Nadie sabía cómo era mi prosa o si al menos tenía algo de “eso”, ya que mi
formación académica precisamente pasa por encima ese peldaño que representa la
literatura dentro de la producción humana y nunca he sido un asiduo lector de obras
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de novelas y poesía, ¡frente a vosotros me confieso! Por tal razón, cualquier error de
ensamblaje sólo puede ser achacado a este pérfido prologuista que sin mala fe ha
ejecutado con torpe maestría unos puntos de sutura con dedal, aguja y tanza.
Esperemos haber acertado con las junturas y que las cicatrices se conviertan en
tatuajes. ¡Salud y buena lectura!

Guillermo Pérez Álvarez

Post-scriptum de la portada
Los códigos de barras codifican dos palabras que podrán adivinarse con una pistola
lectora de los mismos.

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***

Cuando despertó el dinosaurio ya se había hecho pipí encima. Pensó en aquellos días
en los que su madre aún le reñía por tan infantil comportamiento. ¡Ya era un adulto!,
pero todavía parecía no haberse percatado de ello. Sin darle más vueltas a la cabeza
cogió la mochila y metió a empujones algo de ropa dentro. Tenía ganas de hacer algo
verdaderamente estúpido, pero sin ojos acusadores alrededor. Pensó durante un
último momento en todas las películas mudas de cantantes mejicanos de su infancia y,
con una imagen de Luis Mariano cantando rancheras, se adentró en un bosque
cercano.

"¡Dios mío! ¿Dónde estoy? Creo que me he perdido." Y cuando decidió dar marcha
atrás se percató de que ya le era imposible. A su alrededor en la oscuridad de la noche
sólo podía distinguir sombras que le acechaban. Bajo sus pies se extendía un charco de
una sustancia viscosa que se le pegaba en las suelas y le impedía poder huir corriendo.
Aquella situación era como una continuación de su vida, siempre huyendo. Huyendo
de personas, de sí mismo y en ocasiones huyendo hacia los lugares de los que huía.
Con la mente en blanco se paró de improviso, cerró con fuerza los ojos, giró la cabeza
hacia donde venían los rumores y, entonces, al volver a abrir los ojos, lo vio
claramente. Estaba frente a la única persona que jamás pensase existiría. La sensación
que estaba experimentando no podía compararse con nada. Su vida hasta este preciso
instante se había desarrollado en la más completa oscuridad. Su existencia era lo más
parecido a un microcosmos donde las sombras cedían el protagonismo a la luz que
como individuo en su interior anidaba, luz que él mismo no era capaz de exteriorizar. Y
por alguna extraña razón me vi con la obligación de sacarlo de aquel pozo en el que yo
pensé que estaba. Bajaba a su agujero e intentaba mediar entre sus pensamientos
suicidas y lo que yo creía que era la cordura, pero poco a poco fui enredando en una
tela de araña que me atrapaba y sacaba a relucir todas mis propias miserias humanas.
Nuestros caminos no estaban tan separados como podría parecer al primer vistazo.

La línea que separa la cordura del dolor no es tan gruesa, pensé. Siempre me ha
parecido tentador sacar un cuchillo del cajón y abrirme las tripas para ver qué hay
dentro. Siempre me ha atraído el escepticismo. Incluso dudo de su locura. Tal vez no
esté ni allí, en el fondo. Tal vez sólo exista en algún recodo de mi escéptico
pensamiento. Imagino sangre... y siempre que imagino sangre me viene a la cabeza el
camión del tapicero, con su especialidad en discotecas, y cuando pienso en discotecas
recuerdo el día que conocí a Praskovia en la punta del Caimán. Tenía un vestido de
rombos verdes y azules con ilustraciones del Planeta de los Simios, una gorra de
Cruzcampo y una bolsa del Covirán llena de bovinas de cobre. Estaba claro que
necesitaba verla.

Sin más dilación me dirigí hacia el único lugar donde posiblemente pudiera tener lugar
tan fortuito aunque deseado encuentro. Jamás podría abandonar aquella ciudad sin
contemplar por última vez su tierna y malévola mirada. Sin embargo, el miedo me
inundaba y me sentí como ahora, perdido y asustado en un mundo al que no
pertenecía. Entonces decidí volver al hotel. Y aunque era un lugar cálido y acogedor no
lograba deshacerme de ese sentimiento frío, casi mortal que invadía mi cuerpo. Era un
hotel decorado con un ambiente vintage, tan romántico como bien iluminado. Me
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tumbé en un sillón tapizado con capitoné que me recordaba a algo ya vivido, era como
si me transportará a algún lugar recóndito de mi pasado. Fue allí entre el humo de mi
cigarillo y el sabor de mi copa donde por fin pude encontrar la paz. Imaginé que era
Dorian y posaba en mi diván para que Lord Henry, presente entre los contornos del
papel pintado de la pared, saliera de sus dos dimensiones a dibujarme con sus
palabras, a recordarme que lo único que importa es la belleza y que la bondad es el
refugio de los perdedores. Así, entre frase y frase, comencé a sentirme más y más
enganchado al opiáceo de mi propia vanidad, sabiendo, como sabía, que no había
mortal más bello que yo. Finalmente, acabé en las garras de Morfeo, que me recibía
con cara de regocijo y media sonrisa satánica...

Distinguí el calor de su mirada entre el gentío según avanzaba por el pasillo de una
catedral gótica que se desmoronaba a mi paso. Por entre sus vidrieras se colaba una
luz tenue que se fundía con el humo de los cirios y el perfume del incienso me
transportaba a otra dimensión. Desperté empapado en sudor cuando sus labios se
transformaron en fauces y comenzaba a engullirme. Salí a la calle corriendo y entré en
la primera boca de metro que encontré. Escaleras abajo tropecé con una anciana que
se empeñó en leerme la mano. Tenía un aspecto andrajoso a la par que interesante.
Cegado por la curiosidad le ofrecí los últimos cuatro céntimos que guardaba en mi
bolsillo para que procediera a tan singular tarea. La tenue luz que penetraba a través
de las escasas ventanas de tan lúgubre lugar acariciaba la suave y dulce tez de una
hermosa joven con cabellos encendidos como el mismo fuego que alimentaba en
aquellos instantes el núcleo de mi corazón. Entonces me percaté de que se trataba de
la pitonisa del templo.

Ignorando las palabras de mal agüero que la vieja carcamal cascarrabias me dirigía, me
acerqué a la pitonisa del templo con la intención de interrogarla sobre los extraños
sucesos de los que hablaban los periódicos. Poniendo los ojos en blanco pronunció las
palabras más aterradoras que podría esperar:

“Om mani padme hum… Om ah guru hasa bendsa hung… Allá donde la existencia
comienza el ocaso te espera… Oscuridad sempiterna, pasos peregrinos, pestilentes
recovecos… Guárdate de la puerta que se cierra y bebe de la savia nueva… Fortaleza y
aliento derramarás, frustraciones varias te acechan… Guárdate de aquél que nada te
ofrezca…”. Tal revelación ya presagiaba lo que a continuación se convertiría en el inicio
de una cruda y maldita realidad. En ese preciso instante sentí como la tierra temblaba
bajo mis pies. Corrí, corrí y corrí hasta que mi cuerpo exhausto me advirtió que parara.
Poco a poco comencé a recuperar no sólo el aliento que me faltaba sino también
empecé a recuperarme de aquellas palabras que acechaban mi seguridad e incluso mi
inteligencia. Sentí como todo a mi alrededor se normalizaba, no sé si para continuar
degradándose más tarde o para hacerme creer que todo sería como hasta entonces,
cuando todo era más predecible y esperado. Caminé con cierta desconfianza, mirando
a todos lados, no quería que nada ni nadie me sorprendiera, o por lo menos, no se lo
iba a poner fácil.

Al llegar a un parque, me senté en el primer banco que vi con la seguridad de que


nadie entraría a buscarme: no era ni perro ni yonqui. Saqué papel y me lié un cigarro,
que tuve que completar con el eucalipto que recogí del suelo. Más relajado, mi mirada
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se detuvo en una ardilla que recorría la zona en busca de algo que comer. Corría
apresurada, acelerada, como si alguien le persiguiera, evitando cualquier contacto
humano. Abrí la botellita de agua que llevaba e introduje una pastillita de codeína.
Acto seguido, saqué la petaca de whisky, me eché un trago, y continué observando a la
ardilla como entusiasmado. Hasta que desapareció de mi vista y volví a despertarme
de ese raro ensueño provocado por horas de ayuno, insomnio, alcohol, fármacos y
otras sustancias todavía legales. Pasó un carruaje y el sonido de los cascos galopando
me llevó a levantarme y seguir adelante. Los primeros y tímidos rayos de sol ya
aparecían en el horizonte y me sentí como si el peso de cientos de años cayera sobre
mis espaldas.

Anduve durante horas, quizás días… La sequedad me desgarraba la garganta y el aire


frío que envolvía mi caminata matutina sin rumbo fijo me provocaba escalofríos que
agitaban todo mi ser… Por un momento pensé que la muerte me había dado caza… El
cazador cazado, la profecía parecía haberse cumplido… La atemporalidad y la
inexactitud espacial se apoderaron de mi persona y perdí la cordura tras varios
episodios que transcurrieron, a mi parecer, en un corto periodo de tiempo. Recuerdo
que caí al suelo pensando en no romperme la nariz. No puedo decir cuánto tiempo
estuve sin conocimiento, pero cuando desperté estaba en una sala amplia, vacía,
alicatada completamente de azulejos blancos con la cara de Praskovia. Pero lo más
desconcertante de todo es que no tenía ni puertas ni ventanas. ¿Cómo había llegado
hasta allí? ¿Quién me había llevado? ¿Cómo podría salir? En un extremo me estaba
esperando un libro solitario. Me lancé hacia él con la esperanza de que me diese
alguna pista. Lo tomé entre mis manos y miré el título: "The portrait of Dorian Grey's
penis". Lo abrí por una página cualquiera, mientras a mis espaldas oía un chirrido
metálico y una corriente de aire caliente me rodeaba los tobillos. Al principio no sabía
de dónde venía ese aire y tampoco me dio por pensarlo, pero poco después advertí
que aquella corriente de aire me conduciría a la salida. Me dirigí hacía unas de las
paredes e intente quitar los azulejos por los que parecía que podía salir aquel aire
caliente. Con el esfuerzo y las prisas por aquel ruido metálico pisándome los talones,
me rompí una uña y me hice daño en los dedos, estaba sangrando por la yemas de los
dedos, pero aquello no importaba en ese momento. Lo único que tenía toda mi
atención era las ganas de salir de aquel lugar frío y húmedo. Una pasta hueca, fina y
agujereada de cemento me separaba de la luz del día, así que golpeé con el libro y
apareció ante mí un estrecho túnel metálico por el que sin pensármelo demasiado
tuve que huir, alguien me seguía.

Corría hacia adelante con la psicótica sensación de estar avanzando hacia el peligro.
Detrás, se oía un ruido como un enjambre de libélulas asesinas. Sobre la marcha, miró
su muñeca y vio que las agujas del reloj habían desaparecido. Seguía hacia adelante,
hacia la luz. La pregunta era ahora si esa luz acababa en algún momento o continuaba
hasta el infinito… Sin pensárselo saltó al enorme agujero llameante que había dejado
aquel camión siniestrado.

Mientras caía sentía como si su cuerpo se hubiese transformado en plomo y ahora


pesara toneladas.

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¿Quién inventó esa mierda? Seguro que salió por primera vez de la boca de algún
enfermero del Samur con vocación de misionero-cuenta-milongas. Queda mejor eso
de “Antes de llegar al suelo ya había sufrido un infarto por lo que no sintió nada.
Siempre pasa así en estos casos”, ¡¡¡y unos cojones!!! Claro que nadie se paró a
comprobarlo nunca porque lo que queda es un amasijo de vísceras, una malgama de
casquería barata con la que cualquier autopsia no deja de ser un tocho de conjeturas
inverosímiles... y además siempre es mejor maquillar la realidad para hacerla un
poquito menos incómoda.

Pues sí, antes de morir, sintió como cada órgano de su cuerpo estallaba como un globo
lleno de agua al estamparse contra el suelo. Despertóse de la pesadilla que le había
estado acompañando durante varias semanas empapado en un frío sudor que llegaba
hasta congelar la sangre que recorría aquellas nuevas venas y arterias que ahora se
encargaban de dar vida a tan apagada existencia. El ruido y el tránsito del personal
médico por los pasillos de aquel inhóspito centro de intervenciones taladraban su
cerebro y hacían flaco favor a su lenta recuperación. Tras mucho meditarlo llegó a la
conclusión de que no tenía elección: debía escapar de aquel tugurio cuanto antes. Se
colocó una oportuna peluca de cantante calva y se adentró por el pasillo central. Justo
al pasar delante del mostrador de donaciones nota que una mirada se le clava en el
lomo, y sin dar oportunidad para saber si lo han reconocido o no, emprende una
desesperada huída. Afortunadamente ve una ventana abierta por la que salta fuera del
lúgubre local, pero desgraciadamente está en un octavo piso y le espera una mortal
caída, aunque afortunadamente pasaba por debajo el camión del tapicero y fue a caer
sobre una mullida descalzadora. Bueno, desgraciadamente no era tan mullida.

Di con todos los hueso en el suelo del camión del tapicero. El olor de aquel camión me
recordó a aquella noche que pase en el hotel y a ese sillón de capitoné que despertó
tantos recuerdos. Fue en ese preciso instante cuando me di cuenta que hacía allí y que
era lo que me había llevado a ese lugar. Comprendí que era hora de ponerle fin a la
búsqueda infértil que había iniciado hace algún tiempo, ponerle fin por el simple hecho
de encontrarme con los huesos rotos en el suelo y con una peluca calva que dejaba
boquiabierto al más feo. ¿Qué había hecho?, ¿debía abandonar o seguir adelante con
esa búsqueda infructuosa?, ¿debía irme a casa o seguir poniendo migas de pan en ese
laberinto? Era una temible decisión que tenía que hacer ya.

Tullido y sin alma, llegué a duras penas al fondo del camión y encontré mi cartera
entre gajos de mandarina y fotos de chicas desnudas. Al abrirla, descubrí que estaba
triste, que las comisuras de su boca se habían inclinado extrañamente hacia abajo y
sus ojos lánguidos apenas me miraban. Sentí que le había fallado, que había sido
incapaz de honrarla. Sacudido por el impacto, me miraba y me sentía estúpido. Tanto
para tan poco. Tan sensato de joven y ahora, en mi madurez, dejándome llevar por
pasiones adolescentes. Le gustaba el lujo. Me vendí para dárselo. Le excitaban los tipos
duros y depilados. Me travestí para la causa. Todo para llegar a aquel día y ver cómo
entraba en el camión y se la llevaban para siempre en una rotonda. Me lancé por la
ventana por ti, porque volví a ver el camión donde te fuiste. Se acabó. No más. Idiota.
Vuelvo a mirar aquella foto de mi cartera y me horroriza ver cómo se retuerce. La
quemaré en cuanto pueda. No quiero verla más. No tiene remedio, ahora estoy vacío,
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ya no tiene sentido nada. Mi querida foto de niño. Mi primer día de colegio. Tan
contento...

Suena el móvil. ¡Sí, suena! ¿Será posible que haya vuelto a mí? Lo cojo. ¿Sí? ¿Eres tú?
¿Eres tú, querida alma?

***

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