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H
ace siglos, los pobladores de estas tierras selváticas
de quienes voy a hablar eran infatigables expertos
en observar el cielo. Ese espacio tan vasto, acaso
infinito, localizado arriba de las cabezas de los hombres sería,
sin duda, la casa de los dioses alojados en los planetas, las
estrellas, los satélites. Allí nacían y morían. A contentillo se
acercaban o alejaban, sujetos a las leyes de la armonía univer-
sal, juego que siempre era celebrado de forma acompasada,
periódica y cíclica. Para el mortal, no había mucho que indagar
en las motivaciones del comportamiento de seres tan supe-
riores, pero sí en el aprendizaje abrevado de lo que los dioses
dejaban ver de sí mismos, a fin de conocer, en la medida de
lo posible, los efectos que tendrían sus pasiones en el mundo
inferior.
Leí que estos antiguos pensaban que la colisión entre cuer-
pos celestes es tan inevitable como los conflictos entre los
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