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2010
C
onsidera, amor mío, cuán excesivamente descuidado fuiste. ¡Ay, sin ventura
de ti! Traicionáronme fementidas esperanzas y con ellas me engañaste. Una
pasión en que cifrabas tantos deleitosos proyectos sólo puede darte ahora
una mortal desesperación, apenas comparable a la crueldad de tan lamentable ausencia.
Y este destierro, para el que toda fuerza de mi dolor no encuentra un nombre
demasiado funesto, ¿ha de privarme para siempre de apacentarme en esos ojos donde
tanto amor veía y que me hicieron conocer arrobos que me colmaban de
contentamiento, que eran todo para mí, que llenaban toda mi vida?
Perdieron mis ojos en los tuyos la única luz que los animaba. Hoy sólo les
quedan lágrimas, y no les doy otro empleo que el de llorar, desde que supe que te
resolvías a una separación, para mí tan insoportable, que pronto me llevará a la
muerte.
Y, con todo, me parece que tengo un no sé qué de enamorado apego a las
tristezas de que tú solo eres causa. Te consagré la vida, desde que en ti se posaron mis
ojos, y siento en sacrificártela un místico placer.
Mil veces al día van a ti mis amargos suspiros, y no me traen los tristes otro
alivio a tantas tribulaciones, sino el aviso crudamente sincero de mi tremenda
desventura, que no me deja concebir esperanza y a cada instante me repite: "¡No te
consumas en vano, infeliz Mariana! ¡Abandona la quimera de anhelar a un amado que
no volverás a ver, que huyó de ti, que se halla en Francia gozando de todos los
deleites, que no piensa un instante en tus penas, que te dispensa de todos estos
transportes, que no te los estima!"
Pero ¡no!
MARIANA
T
u teniente acaba de decirme que una tormenta hizo entrar al barco en que
viajaban, de arribada forzosa, en el Algarve. Temo que hayas sufrido mucho
en el mar. Tan vivamente me absorbió esta idea, que olvidé todas mis penas.
¿Acaso imaginas que tu teniente se interesa más que yo en lo que te atañe? ¿Por qué
ha de hallarse él mejor informado, y, en suma, por qué no me has escrito?
Me siento muy infeliz pensando si para hacerlo no has tenido ocasión alguna
desde que marchaste, y más aún si teniéndola no me escribiste. Son desmedidas tu
injusticia y tu ingratitud; pero me pesaría mucho que te acarreasen desgracia. Prefiero
que queden sin castigo a que me venguen.
Resisto a todo cuanto debiera convencerme de que no me amas, y me siento
mucho más dispuesta a dejarme arrastrar de mi pasión, que de los motivos que me das
para dolerme de tu frialdad. ¡Cuántas mortificaciones me hubiera ahorrado si tus ojos
y tus palabras correspondieran, desde los primeros días que te vi, a la desgana que en
ti noto de un tiempo a esta parte! Mas, ¿quién no se engañara con tantos extremos y
quién no los tuviera por sinceros? ¡Cuánto cuesta el que nos resolvamos a sospechar
de la lealtad de aquellas personas a las que amamos!
Bien veo que la menor disculpa te satisface, sin que te tomes la molestia de
discurrirla. El amor que te tengo está tan fielmente a tus órdenes, que no puede
consentir en juzgarte culpado sino para gozar del inefable placer de ponerme de
acuerdo conmigo misma.
Me acabaste con la porfía de tus galanteos, me embrujaste con tus finezas, me
rendiste con tus juramentos, me arrebató mi violenta inclinación, y las derivaciones de
principios tan ledos y dichosos no son más que lágrimas, suspiros y una muerte fatal, a
la que no puedo poner remedio.
MARIANA
¿Q
ué será de mí? ¿Qué quieres que haga? ¡Cuán lejos me veo de lo que
imaginaba!
Supuso que me escribirías de todos los lugares por que pasaras.
¡Esperaba recibir cartas larguísimas! Creí que alimentarías mi pasión, con la esperanza
de tu regreso. Pensé que una confianza absoluta en tu fidelidad me proporcionaría
algún alivio y que permanecería así en una condición soportable, sin grandes
inquietudes. Hasta formé unos leves propósitos de poner todo el esfuerzo de que fuera
capaz al servicio de mi curación, si con certeza llegaba a saber que me habías
olvidado.
Tu ausencia, algunos rasgos de devoción, el natural recelo de arruinar
enteramente la poca salud que con tantas vigilias y tamañas mortificaciones me queda,
la escasa esperanza de tu regreso, la frialdad de tu cariño, tus postreros adioses, tu
partida fundada en mal forjados pretextos, otras mil consideraciones, no por
razonables menos inútiles, me ofrecían un refugio, si... lo hubiera deseado.
No teniendo que batallar sino contra mí misma, ni podía desconfiar de todas
mis flaquezas, ni prever todo cuanto ahora padezco. ¡Ay de mí, cuán digna soy de
lástima por no poder dividir contigo mis penas y por verme sola, enteramente sola,
entre tanta desventura!
Esta idea me mata. Muero de terror al pensar que nunca sentiste de veras el
íntimo deliquio de nuestros goces. ¡Ay, sí! Ahora conozco la falsía de todos tus
transportes. Me traicionabas cuantas veces decías que tu supremo encanto era estar a
solas conmigo. Sólo a mis importunidades debes tus éxtasis y tus raptos.
Concebiste a sangre fría el propósito de incendiarme. No considerabas mi
pasión sino como una victoria, y tu corazón jamás se conmovió con ella. Pero, ¿tan
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poca delicadeza de espíritu tienes, tan infeliz eres, que no supiste gozar de otra manera
mis enamorados arrebatos? Y aunque así no fuese, ¿cómo con tan ardoroso amor no
conseguía yo hacerte feliz? Lloro por todas las inagotables delicias que perdiste. ¿Por
qué fatalidad no lograste alcanzarlas? ¡Ah! Si las hubieras llegado a conocer, verías
que eran mucho más dulces que el engaño de que me hacías víctima, y sabrías, por
propia experiencia, que se es infinitamente más feliz y se siente algo inmenso
entregándose violentamente a los furores de la pasión, que no dejándose amar.
No sé lo que soy, ni lo que hago, ni lo que deseo. Me desgarran mis contrarias
emociones. ¿Puede imaginarse más mísera condición? Te amo perdidamente y me
domino mucho para no desearte que te atribulen los mismos ímpetus de amor. Me
mataría o, si no lo hiciese, moriría de pena, si me convenciera de que no tienes reposo
alguno, de que tu vida era desesperación y locura, de que llorabas inconsolable, de que
todo te era odioso. Si no me alcanzan las fuerzas para mis propias penas, ¿cómo
soportar las que me dieran las tuyas, mil veces más punzantes?
Mas tampoco puedo resolverme a desear que no me lleves en el pensamiento,
para decirte toda la verdad de cuanto puede provocarte gozo, de cuanto puede
halagarte el corazón, de cuanto en Francia pueda complacerte.
No sé por qué te escribo. Bien veo que casi tendrás compasión de mí y yo no
quiero tu compasión.
Me causo enojo cuando reflexiono en todo lo que sacrifiqué por ti. Perdí la
reputación. Me expuse a que los míos me maldijeran, a la severidad de las leyes de esta
tierra para con las religiosas, a tu ingratitud, que me parece la mayor de las desgracias.
Y sin embargo, siento implacablemente que mis remordimientos no son
sinceros, que desde el fondo del alma quisiera haber afrontado por tu amor mayores
peligros, y me ensoberbece un funesto placer por haber aventurado mi vida y mi honra.
Todo cuanto de más precioso atesoraba, ¿no debía ponerlo a tu disposición?
Di si no debo sentirme bien satisfecha por haber hecho lo que hice. Hasta pienso que
aún no estoy contenta de mis penas y los excesos amorosos, puesto que, ¡cuitada de
MARIANA
E
s terrible la violencia con que remuevo mis sentimientos, en el ansia de
hacértelos comprender por escrito. ¡Cuán feliz fuera yo, si los pudiese medir
por la vehemencia de los tuyos!
Mas ni puedo fiar en ti, ni dejar de decirte, con harto menos viveza de lo que
siento, que no debías mortificarme tanto -¡tanto!- con un olvido que me enloquece y
que a ti debiera avergonzarte. Al menos sería justo y legítimo acallar los lamentos de
mi desolación, que preví al verte marchar.
Me equivoqué al pensar que tendrías para conmigo un proceder leal, porque lo
excesivo de mi amor me colocaba por sobre todas las sospechas, y merecía mayor
fidelidad que la que corrientemente se discierne.
Mas la disposición en que estabas de traicionarme sobrepasaba todo cuanto
legítimamente debías a una mujer que tanto sacrificó pro ti. Ni dejaría de ser
desdichadísima si tan sólo me amaras por corresponderme. No admito mas que la
espontánea inclinación. Mas, ¡qué lejos estoy de todo esto! ¡Han pasado seis meses sin
una carta tuya!
Me está bien merecido todo infortunio, por la ceguedad con que me abandoné
a este amor. ¿No debí prever que los deleites acabarían antes de que mi amor se
extinguiera? ¿Podía esperar que residieras siempre aquí y que renunciaras a tu carrera
y a tu patria, para sólo ocuparte de mí?
Mis penas no pueden aliviarse y el recuerdo de todo cuanto gocé me llena de
tremenda desesperación. Todos mis anhelos fracasarán y ¡jamás volveré a verte en mi
aposento, con aquel arrebatado amor que me mostrabas! ¡Pobre de mí, engañada
entonces, suponiendo que todos aquellos raptos que me arrebataban cabeza y corazón
eran en ti verdaderos y no excitación efímera del placer que al terminar nuestra
intimidad se apagaba!
22 Cartas de amor de la monja portuguesa
Hubiera sido menester que en aquellos momentos de suprema felicidad
acudiese yo a la razón, para moderar los excesos de mi deleite y para poder
anticiparme a los padecimientos actuales. Pero me entregaba toda a ti, amor mío, y no
podía detenerme a pensar en cuanto había de ser más tarde la ponzoña de mi
entendimiento. ¿Es que había algo que pudiera interrumpir el placer con que yo
gozaba las ardorosas muestras de tu pasión? Era demasiado fuerte la embriaguez que
me poseía al sentirte a mi lado, para pensar que algún día te separarías de mí.
Recuerdo, sin embargo, haberte dicho que tu separación me haría muy
desdichada; mas aquellos terrores se desvanecían rápidamente y sentía el goce de
sacrificártelo todo, abandonándome al hechizo y la alevosía de tus protestas. Bien
claro veo cuál pudiera ser el remedio para todas mis penas. Librárame de ellas tan
luego dejase de amarte. Mas, ¡ay de mí!, prefiero, a olvidarte, sufrir más aún.
¿Depende esto de mí? ¡Si ni aun puedo vituperarme haber imaginado, ni un
solo instante, el no continuar queriéndote!
Más digno de duelo eres tú que yo, pues mi angustiosa pena vale más que
todos los placeres que puedan darte tus amantes de Francia. No envidio tu
indiferencia. Me das lástima.
Te desafío a que me olvides completamente. Me jacto de haberte llevado a no
poder tener sin mí placeres perfectos y soy más feliz que tú, porque amo mi propio
amor.
Hace poco me hicieron portera del convento. Todos los que me hablan creen
que estoy loca. No sé lo que les respondo y es preciso que las monjas estén tan bobas
como yo para suponerme capaz de ejercer el más ruin empleo.
¡Cómo envidio la suerte de Manuel y de Francisco! ¿Por qué, como ellos, no
estoy contigo siempre? Te hubiera seguido y servido extremosamente.
Nada en el mundo me atrae, si no es verte. Siquiera, recuérdame. Me bastaría
con tu recuerdo, pero no estoy segura de él. No encerraba en tan angosto espacio mis
esperanzas cuando nos veíamos a diario, pero me has enseñado a someterme a todos
Por última vez le escribo. Espero que por el tono y estilo de esta carta advierta
que por fin llegué a la conclusión de no haber sido nunca amada y de que por tanto
debo dejar de amar.
Cuanto de usted me queda, le será enviado con el primero que salga para
Francia. Ni seré yo quien escriba su nombre en el sobreescrito de esta misiva...
Encargué de todo ello a doña Brites. ¡Bien diferentes eran las confidencias a que la
tenía habituada! Sus cuidados me satisfacen más que los míos propios. Tomará todo
género de precauciones, para que yo quede segura de que usted ha recibido el retrato
y las pulseras con que un día me obsequió.
Quiero que sepa usted cómo desde hace días me siento dispuesta a quemar y
despedazar todas las prendas de su amor, que tan caras me eran. Tal flaqueza le
revelé, que de seguro no me ha creído capaz de tal atentado, ¿no es cierto? Pues bien,
preferí pasar toda la pena que me costó separarme de ellas, para por lo menos hacerle
sentir a usted este pequeño despecho.
Le confieso, para vergüenza suya y mía, que estaba unida a estas fruslerías y
que hube de reflexionar largo tiempo para desprenderme de cada objeto, al mismo
paso que me complacía en no importarme nada de usted.
Mas con tan buenas razones como las que me inspiró su conducta para
conmigo, se llega siempre a resultados plausibles. Todo lo que puse en manos de doña
Brites. ¡Cuántas lágrimas me costó!
Después de mil congojas y contradicciones, que puede usted imaginarse, y de
las que no tengo por qué darle cuenta, exhorté a mi amiga para que jamás me hablase
de aquellos objetos, ni me los devolviera, aunque con insistencia se los pidiese, y que
sin prevenirme se los enviara a usted.
No he conocido del todo el exceso de mi amor hasta que quise curarme de él, y
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no creo que lo intentara, de conocer de antemano las dificultades y violencias que me
costaría.
Cierta estoy de que me sería menos penoso seguir amándole, ingrato como es,
que romper con usted ¡para siempre!
Vi que me era menos caro que mi pasión y pasé por terribles melancolías al
combatirla, aun después de que sus ruines procederes me lo habían hecho odioso.
No poco me ayudo el natural orgullo de mi sexo. ¡Ay, triste de mí!
Sufrí sus desprecios, hubiera soportado su aversión y pienso que hasta
devoraría dentro de mi corazón los celos que pudieran inspirarme sus amoríos por
otras. Al menos me sentiría afrentada por un sentimiento vivo. Lo que no puedo
soportar es su desdeñosa indiferencia.
Sus impertinentes protestas de amistad, las ridículas finezas de su última carta,
me hacen ver que recibió todas las mías, sin que le causaran la más leve impresión. ¡Y
las leyó! ¡Ingrato!
Muy necia soy animándome por no poder regocijarme de que le hubiesen
llegado, de que no se las hubiesen entregado. Abomino de su franqueza. ¿Le pedí yo
alguna vez que me dijera sinceramente la verdad? ¿Por qué no dejarme con mi pasión?
Me hubiera bastado con su silencio. Ahora no puedo disculparle. Bien puedo seguir
engañándome.
Estoy segura de que es usted indigno de mis sentimientos y comienzo a darme
cuenta de sus ruines cualidades. Mas si cuanto por usted sacrifiqué le merece alguna
consideración, me atrevo a implorarle que jamás vuelva a escribirme y que me ayude a
olvidarle por completo.
Si me dijese, aunque fuera muy débilmente, que le causó algún pesar la lectura
de esta carta, tal vez lo creyera. Quizá también esa confesión y su arrepentimiento me
ablandasen e incitaran a inflamarme de nuevo. Prefiero que no vuelva usted a ocuparse
de mí. Todos mis actuales proyectos se derrumbarían si usted de nuevo interviniese en
mi vida.
MARIANA