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Regreso al cuadrilátero

Como periodista especializado en el viril deporte de los puños, pienso que ha llegado el
momento de explicar al público las causas que ocasionaron la suspensión de la tan esperada pelea
Inolfo Soroeta – Félix Durán Iguri.
El tiempo ha pasado y la diferente óptica que aporta el devenir de los días puede hacer más
comprensible aquel suceso, lejanas ya la emoción y la euforia.
Debo reconocer, ahora, que yo no estaba muy convencido de la vuelta al ring de Félix Durán Iguri
“El sibarita del cuadrilátero”. Había pasado mucho tiempo desde que el muchacho de Villa Ángela
decidiera abandonar el boxeo, para ser más precisos, desde aquella noche en que, combatiendo
con el panameño naturalizado irlandés Dely McNally, no lograra visualizar los números que
marcaban el paso de los rounds.
–Los números eran bien grandes –me reconocería Félix años después– para que pudieran ser
vistos desde las últimas filas cuando los mostraban desde el ring las pibas. Pero yo no alcanzaba a
divisarlos. Comprendí, allí, que mi visión no era la mejor para un pugilista.
Esa disminución óptica, sumada al golpe que sufrió Félix al enredarse en la primera cuerda cuando
subió al cuadrilátero, apresuraron su retiro.
Y allí pareció cerrarse la proficua y exitosa campaña del noble pegador chaqueño, uno de los
campeones argentinos y sudamericanos más brillantes que hayamos tenido.
Lo encontré un par de veces más luego de su retiro y hallé a un hombre conforme con su destino,
habituado a la comodidad de la vida de hogar, lejos de los fragores del combate y la exigencia
desmedida de los gimnasios. En un pequeño negocio de su barrio, vendía esponjas, vendas y hasta
aserrín que su espíritu previsor lo había llevado a recolectar durante su prolongado paso por los
rings del mundo.
Pero de pronto estalló la noticia: “Félix Durán Iguri vuelve a pelear”, “El sibarita de Villa Ángela
regresa al ring”. Confieso que me resistí a creerlo y hasta llegué a pensar que se trataba sólo de
alguna delirante versión sin asidero lanzada por alguna publicación sensacionalista. Recurrí al
medio más directo para confirmar tal especie: llamé a Félix.
–Es verdad, Gordo, vuelvo –me saludó desde el otro extremo de la línea telefónica–. Tenés que
comprenderme, extraño el olor a aceite verde, los ruidos del gimnasio, el salto de la soga y
aquellos trompadones fulminantes que solían pegarme en la ceja izquierda.
Corté sin contestarle. Intuí que Félix también añoraba, aun ocultándolo, el clamor de las
multitudes gritando su nombre, su apellido en letras de molde, la gloria tras cada victoria sobre el
cuadrilátero. Para colmo, otros púgiles, por esos días, habían regresado a la lid tras largo
ostracismo con evidente éxito, y cito los casos de Ray “Sugar” Leonard, Juan Domingo “Martillo”
Roldán, Esteban “Neófito” Higgams y Santos Benigno Laciar.
El periodismo todo se hizo eco de la decisión de Durán Iguri, saludando su pronta vuelta. Sólo la
revista católica Esquiú puso algún reparo a su intento, publicando una plegaria extensa bajo el
título de “Ofrenda adelantada por quien volará a tus manos, Señor”. Y también el quincenario
médico Tiroides arriesgó una crítica sutil, advirtiendo sobre los riesgos ciertos que corren las
personas empecinadas en acusar el peso correcto en la báscula, procurando dar la categoría. Pero,
en líneas generales, el ambiente deportivo celebró el retorno del ídolo.
Mi preocupación se tornó completo malestar cuando me enteré de que la Asociación de Box había
elegido como rival de Félix en su combate de reaparición a Inolfo “Carpincho” Soroeta, un joven
famélico de fama y con dos puños que encerraban la potencia destructiva de los proyectiles
antitanques.
No quise asistir a los entrenamientos de Durán Iguri, previos al combate. Supe, eso sí, que en los
pri meros días de gimnasio, sus articulaciones rechinaban con sonidos que hacían mal a los dientes
y que sus flexiones de cintura consistían en agacharse y luego agacharse un poco más, dado que le
era imposible recuperar la vertical. Que se había mostrado desenvuelto, sin embargo, cuando
gateaba hacia las duchas. Tampoco quise leer los diarios anticipando el encontronazo. Pero no
pude evitar ir a ver la pelea, la noche del evento, ese 15 de mayo de 1978. Y aguzaré mi memoria
para contar con la mayor precisión posible los detalles que fueron conduciendo los hechos a ese
final imprevisible.
El Luna, recuerdo, tenía el aspecto de los grandes acontecimientos y vino a mi mente, repetidas
veces, aquella otra inolvidable velada de la pelea Gatica – Prada, cuando Alfredo fracturó la
mandíbula del recordado Mono. Y también aquella noche de la presentación de “Holiday on Ice”
cuando la primera patinadora se estrelló contra la valla de contención. Yo estaba prácticamente
sobre el ring, ya que me había agenciado una cámara fotográfica para poder acercarme a los
gladiadores. Pude apreciar, entonces, el rostro imberbe y reconcentrado de Inolfo “Carpincho”
Soroeta, aguardando la llegada al tapiz del antiguo campeón. En su bailoteo, no dejaba de
observar el pasillo que traería los pasos de Durán Iguri, el hombre que ya era una leyenda para el
boxeo latinoamericano, el púgil sobre quien él seguramente había escuchado hablar desde la
primera vez que entrara a un gimnasio. Para colmo, Félix Durán Iguri tardó una eternidad en llegar
al ring. Saludado por una ovación impresionante, se demoró estrechando manos dejando un
saludo acá y un frase allá, a todo aquel que quisiera verlo de cerca, tocarlo, darle su voz de aliento
en el trayecto hacia el encordado. Allí pensé que quizás ese solo hecho, ese cálido recibimiento al
ídolo de otrora, podría justificar el esfuerzo sobrehumano de Félix por recuperar la gloria de otros
tiempos.
Lo cierto es que Félix Durán Iguri llegó a pisar la lona, no sin dificultad, y se encaminó hacia el
centro del ring. A la luz despiadada de los focos pude apreciar su cutis ajado, la calvicie que iba
descubriendo un cabello frágil y un ligero temblequeo de su barbilla, producto, quizá, de los
nervios. De cualquier modo, Félix no dio tiempo a nada y sucedió lo que yo tanto temía. Se acercó
a su joven oponente que lo miraba con una mezcla de respeto y reverencia, lo tomó del brazo y le
dijo:
–En este mismo ring, pibe, cuando yo tenía tu edad, me acuerdo que peleé con Tito “Azafrán”
Piacenza, pobrecito, que ya murió. Mirá, tendría más o menos tu mismo físico, algo más retacón,
pero rubio, porque era rubio Piacenza. ¿Sabés cómo le decían a Piacenza? “El cartucho de Las
Varillas”, porque parecía un cartucho de municiones cuando golpeaba. Tiraba en todas direcciones
y sin embargo, esa noche a mí no me llegó a pegar una sola trompada. Mirá, acá está el Gordo
Santamaría que no me deja mentir. ¿No es cierto, Gordo? Mi manager, que en ese entonces era
don Eusebio Colomina, me dijo en el descanso del cuarto round: “Dejá que te pegue alguna
trompada, porque tira tanto aire cuando erra que ya me lo resfrió al Juancito”. Juancito era
Juancito Etcheverría, un pan de Dios Juancito, que siempre nos ayudaba en el rincón. Acá, don
Ismael, se debe acordar.
Ismael Arias, el árbitro del encuentro, asintió con la cabeza.
–Y también solía venir Luisito Higueras –siguió Félix–, el pibe que me hacía de esparring, hoy
finado también, pobrecito Luis, tan buen chico. Y me acuerdo que Luisito se iba al almacén que
había al lado de “La Triunfal” y se aparecía con un paquetón de galletitas “La Violeta”. Todas las
tardes se aparecía con un paquete de galletitas, Luisito. Eran unas galletitas medias ovaladas,
dulces, muy ricas con manteca o mermelada. No había tarde en que no apareciera con las
galletitas “La Violeta”. Eso era cuando todavía Venezuela era mano para acá, no como ahora. Y en
el gimnasio estaban Corpúsculo Beitía, Armandito Lucchón, Isidro Soroeta... ¿no era nada tuyo ese
Soroeta, pibe?
–Mi viejo.
Pude ver cómo se transfiguraba de emoción el rostro de Félix.
–¡¿Tu viejo?! ¿Isidro era tu viejo, pibe? –repetía incrédulo, mirándolo con mayor detención, a su
rival–. ¿Vos sos hijo de Isidro Soroeta? ¡Pero mirá lo que son las cosas! Con tu viejo fuimos
grandes, pero grandes amigos. ¡Isidro Soroeta! Gran muchacho, un caballero del deporte... ¡Mirá
pibe... –Félix, siempre tomando al muchacho por el brazo, señaló hacia un rincón del Luna–. Tu
viejo siempre se sentaba allá, en aquella punta; cuando no peleaba, lógicamente, ahí donde está
ese cartel de zapatillas que en aquel entonces era de “Bragueros Patria”. Y, desde ahí, yo lo
escuchaba gritar, alentándome “¡Vaaaamos Félix!”, porque él me decía Félix, con ese vozarrón que
tenía...
–Sí, tenía voz fuerte.
–Un vozarrón tenía tu viejo. ¡Pero mirá vos que alegría! ¡El pibe Soroeta! Y había días que, con tu
viejo... Vení, vení sentate...
Todos, con una confusión de sentimientos, vimos cómo Félix Durán Iguri conducía a “Carpincho”
Soroeta hasta su propio rincón y lo sentaba en el banquito. Luego, se ponía en cuclillas junto a él y
continuaba el relato.
–...y con el Vasco Miguelito... ¿lo alcanzaste a conocer al Vasco Miguelito?
–Sí, sí, ¿cómo no...
–...nos íbamos a cenar, después de las peleas, a “El Fideo Fino”, de Pasco y Roca, que ya no está
más, y fijate, pibe, que el Vasco no nos dejaba pagar, porque decía que guardáramos la guita para
nuestras viejas, mirá vos la bondad de ese hombre... ¡Se murió el vasquito! Una tarde me llamó y
lo fui a ver al hospital Centenario y me dijo “Félix –porque me decía Félix– Félix, cuidalo al Tolo.
Cuidalo al Tolo”. El Tolo era un perro que él tenía, un salchicha. Y se estaba muriendo el vasquito,
pobrecito, de leucemia. Y fijate vos que tu viejo, pibe, tu viejo, Isidro, tu Isidro, nuestro Isidro, fue
el que le sacó al Vasco, ya muerto, el protector bucal para conservarlo de recuerdo. Ese era tu
padre, pibe. Había tardes en que nos íbamos al cine a ver tres de cowboys...
Fue a esa altura del relato que Inolfo “Carpincho” Soroeta rompió a llorar, estrujado su corazón
por aquella catarata de recuerdos y memorias. No nos sorprendió ya que, desde casi cuarto de
hora atrás, lloraban el árbitro, los jurados, quien esto les cuenta y hasta gente que había parado la
oreja desde el ring-side.
Cuando la campana llamó para el primer round, todavía Félix estaba evocando la figura de
“Chamuyito”, un canillita que fuera amigo de todos los púgiles de entonces, hasta la negra noche
en que lo atropelló un trolebús. Y ambos, Félix y el pibe Soroeta, lloraban como dos niños, como si
no tuvieran nada que ver con los dos combatientes, los dos gladiadores, los dos leones que todos
reconocíamos en la pelea.

Roberto Fontanarrosa, en El mayor de mis defectos y otros cuentos,


©1990 by Ediciones de la Flor S.R.L. Buenos Aires, Ediciones de La Flor, 1990.

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