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La Doña

Piñones

La abuela y el
ratón

El conejo
quejumbroso
La Doña
Piñones
Estera y esteritas
para contar peritas,
estera y esterones
para contar perones.
Est’era una vez
una viejecita
llamada María
del Carmen Piñones.

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Y esta viejecita
vivía asustada,
todo lo temía,
todo la espantaba;
vivía arrancando
de miedo en el día,
de noche dormía
detrás de su cama.

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Pasó el Viento Norte:
“Dame un vaso de agua,
que traigo resecas
la boca y el alma”.
Y doña Piñones
sin decir palabra
corrió a esconderse
bajo su paraguas

Pero ahí debajo


todo estaba oscuro,
y doña Piñones
temblaba de susto;
temblaba su mano,
temblaba el paraguas.
“¡Terremoto!”, dijo,
y cayó de espaldas. 6
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Y doña María
del Carmen Piñones
después no sabía
ni cuándo ni dónde
se había caído;
recogió el paraguas,
y se sentó luego
a tejer su lana.

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Pasó el Viento Sur:
“Préstame el brasero,
que mi corazón
se transforma en hielo”.
Y doña Piñones,
morada de miedo,
se subió al armario
de un solo vuelo.
El armario es alto
y doña Piñones
queda suspendida
de ahí por el cuello.
Trata de zafarse
y se aprieta un dedo,
saca el dedo y cae
gritando: “¡Me muero!”
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Pero no se ha muerto,
no, doña María.
Se queda dormida
ahí mismo, en el suelo.
Y cuando despierta
sin saber qué pasa,
se pone a ordenar
y a hacer el aseo.

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Pasó el Viento Este:
“Dame tu plumero,
que el polvo me ciega
y ya casi no veo”.
Y doña Piñones,
sin decirle nada,
se subió al plumero
y ahí quedó sentada.
Se mece el plumero
de acá para allá.
Y doña Piñones
viene, viene y va.
Y al final mareada
con el bamboleo,
se cae sentada
sobre su brasero.
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Después de sanarse
de las quemaduras,
“¡Ay, Jesús! -se dice-,
qué vida tan dura.
Haré sopaipillas;
así, con el gusto,
olvidaré el miedo,
el temor y el susto”.

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Pasó el Viento Oeste:
“Préstame tu manta,
que el sol me persigue
y casi me alcanza”.
Y doña Piñones
se pone muy pálida,
da un salto y se cuelga
de su propia lámpara.
Ahí doña Piñones
se queda colgada.
Nadie ya ha venido
más hasta su casa,
pues los cuatro vientos
cuentan donde pasan
que doña Piñones
no da a nadie nada.
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Pero un día un niño
que escucha los vientos
oyó que contaban
este cuento cierto.
“Pobre viejecita
-dice-, si la encuentro,
en un dos por tres
le quitaré el miedo”.

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Llegó hasta su casa,
oyó unos suspiros.
“Es doña Piñones”,
dijo al punto el niño.
Cuando abre la puerta
le contesta un grito:
“¿Quién será? ¡Qué susto!”
“Soy yo, sólo un niño”.
¡Ay doña María
del Carmen Piñones,
que teme a las moscas,
arañas, ratones!
Su casa está llena
de estos bicharracos,
y ella ahí colgada
gimiendo y gritando.
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Entonces el niño
bajó a la viejita,
le limpió la casa,
le sirvió una agüita,
y dijo: “Señora,
ya no tengas miedo,
esos que pasaron
son los cuatro vientos”.

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“¿Eran sólo vientos?
-dijo la Piñones-,
¡creí que eran brujos,
gigantes, dragones!”
Y abriendo la puerta
se puso a dar gritos:
“¡Que vengan los vientos!
¡Vientos necesito!”
Llegaron los vientos,
los cuatro llegaron,
y doña Piñones
los quedó mirando:
“¡Pensar que eran vientos
y yo tenía susto!”
Y doña Piñones
reía de gusto.
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Entonces los vientos
dijeron: “¿Paseamos?”
Y el niño y los vientos
le dieron la mano.
Y se fue volando
con los ventarrones
la doña María
del Carmen Piñones.

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FIN

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La abuela
y el ratón
Texto: Rodolfo Fonseca
Ilustraciones: Blanca Dorantes
Ay qué abuela que al buscar
tan metiche en mi cajón se
encontró con
un ratón
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el susto fue la abuela y el
tremendo por ratón en un
el grito de la gran lío se
abuela metieron
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el ratón chilló y extrañados se
brincó en el miraron como
bulto de la dos
ropa enloquecidos
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corre y corre a el golpe fue
toda prisa tan fuerte que
resbalaron por todo se movió
el piso
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y la casa se pararon
retumbó del aturdidos
trancazo de los como trompos
dos sin control
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sus ojos bien a la abuela y al
abiertos ratón la cara se
descubrieron les puso de
su temor cartón
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el pelo se les sus dientes
esponjó como rechinaron al
dulce de ritmo de
algodón acordeón
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de puntitas ay que par de
cada uno se sinvergüenzas
reía por su lado me engañaron
otra vez.
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FIN

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El conejo
quejumbroso
Relato popular mexicano
Muy cerca de un pequeño lago,
el conejo veía sus patas
delanteras, blancas y suaves
como el algodón. No dejaba de
mirar su espesa cola y de rascar
su nariz.

Tan feliz estaba con su cuerpo


que decidió mirarse en el reflejo
del lago. Corrió hacia la orilla, y
una vez en el borde, su figura se
dibujó en la superficie del agua.

—¡Qué hermosa cola!


¡Qué lindas patas! —
dijo orgulloso.

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El conejo se acercó un poco más
y descubrió su pequeñez.

—¡Soy muy bonito,


pero demasiado pequeño!
Hay animales más grandes
que yo, como el caballo o
el coyote.
¡Yo quiero ser de ese
tamaño! —gritó enojado el
conejo.

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Entonces caminó hacia donde
vivía el Señor del Monte; le iba a
pedir que lo hiciera crecer, pues
ser pequeño no le gustaba.

Tres días después llegó al cerro.


Subió con rapidez y en lo más
alto encontró al Señor del Monte
rodeado de aves. El conejo se
arregló el pelo y las orejas.

—¿Qué haces aquí? —


preguntó el Señor del Monte.

—Vengo a pedirte
que me hagas más grande —
contestó el conejo.

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El Señor del Monte pensó un
momento y dijo:

—Al amanecer
párate entre esos dos
cerros. Cuando el sol
haya salido por completo
verás cuánto has crecido.

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El conejo bajó con brincos y
piruetas y esperó a que
amaneciera. Poco a poco el sol
asomó sus primeros rayos.
Entonces se paró entre los cerros
y vio reflejada una gran sombra.

—¡Qué grande soy!—gritó.

Y se puso a brincar de felicidad.

Movía las orejas, sacudía la cola


y agitaba las patas, mientras
miraba a su sombra copiar cada
movimiento.
—¡Ese soy yo!
¡Grandote y veloz!
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Continuó brincando el resto del
día, sin darse cuenta de que el
sol casi se escondía.

Cuando la luz empezó a


disminuir, la sombra saltarina se
achicó y se achicó hasta
borrarse por completo.

En ese momento el conejo


entendió que era tan pequeño
como al principio, sólo su
sombra había crecido.

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FIN

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