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"La magia de ser gitano"

Cuentan las historias de Medellín que un grupo de hombres y de mujeres


vivió en carpas, cocinó con leña, adivinó la suerte, viajó en carrozas y
educó a sus hijos en libertad. Jaime Gómez es uno de los últimos gitanos
paisas. Este es un reportaje basado en un trabajo de grado de
Comunicación Social de la Universidad de Antioquia, publicado en De la
Urbe.

Por Angie Palacio


palacio.angie@gmail.com

Aunque rodeados de mitos, los gitanos que conocíamos por cuentos, novelas y
leyendas se acercaban a las verdaderas vivencias de la comunidad. Sus
misteriosas formas de adivinar la suerte con harina, de ver la vida en las líneas
de la mano o el futuro en las cartas, era parte de la magia que encerraba ser
gitano: un ser misterioso, buen comerciante, libre para viajar a donde lo llevara
su instinto, aventurero y sin más posesiones que su tradición y su carpa. Así
eran los gitanos de los cuentos y así eran los gitanos de Antioquia.

En caravanas y carrozas iban de pueblo en pueblo alegrando las ferias de cada


región. Las mujeres conseguían clientes para leerles las palmas y los hombres
para venderles caballos. Todo en ellos era misterioso, llamativo: el lenguaje, los
coloridos y largos vestidos, los ojos grandes de las mujeres que veían el futuro
y la sabiduría de los más viejos. Así eran los gitanos, con su magia sobrevivían.

Y así era también Jaime Gómez. Las montañas de Antioquia, la tierra de


Francisco de Paula Santander y las sabanas colombianas son todos sus
hogares porque él según dice, es un ciudadano del mundo. Es un gitano de 61
años que ha viajado por todo el país, nació en Santander, pasó su juventud
viajando de pueblo en pueblo, vivió dos décadas en el barrio Santa María de
Itagüí y después de visitar otras ciudades, llegó a Envigado donde vive hace
cerca de diez años.

Con las carpas y los sueños a bordo, Jaime Gómez, sus padres y hermanos
emprendieron un recorrido por varias ciudades colombianas después de vivir
su infancia en Santander. Aún Jaime no cumplía ni los diez años pero a
mediados de la década de 1950 las ciudades y pueblos que conocía
alcanzaban a sumar más de la edad que tenía.

Los rom, o gitanos, se hicieron famosos en Antioquia. La gente de los pueblos


acudía a ellos sin falta los días de feria para hacerse adivinar la suerte, para
comprar caballos o para arreglar sus pailas de cobre. Los hombres dedicados a
la forja y actividades artesanales y las mujeres, dedicadas a alimentar a los
niños y adivinar la suerte iban así, de pueblo en pueblo, hasta que a finales de
la década del 60 se instalaron en el barrio Santa María de Itagüí. Así lo relata
Marcela Jaramillo en la monografía: Las formas simbólicas de un grupo gitano.

Procedentes de diferentes lugares algunas familias vieron en el barrio un buen


lugar para su economía y su supervivencia. Los grandes terrenos baldíos
representaban un buen tiempo de ganancias y estabilidad.

Cuando Jaime Gómez llegó a Santa María, Martha, una paisa que se
convertiría en su esposa, ni sabía qué era un gitano. Él y su familia fueron los
segundos en llegar. Los primeros eran españoles, Pepe era el jefe de la familia,
una de las que más tiempo permaneció en el barrio. “Y así llegaron todos.
Cuando hay dos o tres toldas, se viene el resto”.

A diferencia de lo que hacían a su llegada a otros lugares, en Itagüí los gitanos


no tuvieron que negociar con el cura ni con el alcalde para asentarse pues se
establecieron en un lote privado y después arreglaron con el propietario,
explica Jaime:“Cuando nosotros llegamos eso era puro potrero, puro rastrojo;
entonces le compramos un lote a un viejito y pagábamos cuotas a 60 mil
pesos”.

Tan rápido poblaron que a los pocos meses ese era conocido como el ‘Barrio
de los Gitanos’. Así le decían los habitantes de Medellín que pasaban por el
lugar y veían el gran campamento ubicado a un costado de la vía principal del
Santa María donde se conglomeraban hermosas mujeres a bailar, hombres
esbeltos muy bien vestidos y elegantes que cantaban rancheras a todo pulmón.
Los curiosos intentaban entender lo que en alguna extraña lengua se decían
estos personajes como si de sus carpas hacia afuera no importara nada.

Los curiosos podían ver este grupo que no sólo por sus carpas se
diferenciaban sino también por su ropa, por su porte y por sus accesorios: las
mujeres con sus faldas largas hasta el suelo, pañoletas en la cabeza y largos
collares; el hombre tan varonil, con sus botas de cuero estilo tejanas,
sombreros de alas anchas y grandes y delineadas patillas, casi todos altos y
atléticos, cuentan las señoras del barrio.

Pocas de esas costumbres sobrevivirían en los años siguientes en los que


llegaron la industrialización, los ensanches viales y los proyectos de desarrollo
urbanístico: carros, casas, edificios; nada compatible con la tranquilidad de las
carpas y los fogones de leña.

Las carpas son para acampar

Por primera vez, los gitanos se encontraron con la posibilidad de construir


viviendas. Algunos lo hicieron por la necesidad de resguardarse de la
delincuencia común que se estaba dando en todo el país; otros por comodidad;
y, los más tradicionalistas porque se los exigía un proyecto que se realizó
según las expectativas de expansión del Municipio de Itagüí. Muchas de sus
actividades cotidianas cambiaron a partir de su cambio de vivienda.

Las noches en vela buscando un sitio dónde toldar ya no fueron parte de su


itinerario. Los viajes de pueblo en pueblo comerciando diferentes mercancías
tampoco eran una opción ahora que tenían un terreno y una casa qué cuidar y
que no podían cargar en una carroza.

Para Jaime Gómez la carpa representaba un lugar común y sobre todo, la


compañía permanente. Dormir en un cuarto oscuro y solitario fue un golpe duro
para las personas que dormían en una tolda en compañía de toda la familia y
sin más divisiones que las que imponían las colchonetas.

Muchos miembros de la comunidad se olvidaron de bañarse con agua “tirada”,


de vestirse detrás de la carpa y de usar el monte como baño. Eso es lo que
Jaime extraña porque eran esas incomodidades las que le recordaban que era
libre.

“Como era de bueno cuando no había muebles ni nada de eso. Yo recuerdo


que cuando llegaba un visitante importante uno lo dejaba sentar en la cabecera
de la cama, todos estábamos juntos recibiendo a la visita. Ahora llega alguien y
mis hijos ni salen de sus cuartos. Tampoco nos gustaba usar los baños para
eso estaban los potreros; no nos gustaba el encierro”. Extraño mucho eso; mis
hijos, no. Cómo lo van a extrañar si ellos nunca han vivido en carpas”.

Ángelo, uno de los cuatro hijos de Jaime, reafirma lo que dijo su padre: “Yo no
cambiaría mi casa por una tolda; las carpas son para acampar, no para vivir.
Hay que pasar muchas incomodidades”. Las incomodidades que sí extraña
Jaime.

A diferencia de él, Ángelo no se dedicó a arreglar pailas de cobre sino a la


mecánica de motocicletas y maquinaria pesada; Martha, aunque en alguna
época leyó la mano, ahora es una ama de casa; y Anderson, el mayor de sus
hijos, es bodeguero en una empresa de dulces, lo que para su comunidad es
otra forma de perder la libertad.

Jaime no está de acuerdo conque su hijo sea “un asalariado, un esclavo y un


conformista”, pero tampoco interviene con su estilo de vida porque entiende
que vivieron en épocas diferentes. Jaime por su parte, vivió casi toda la vida en
carpas, viajando de un lugar a otro y compartiendo con sus amigos gitanos.
Ánderson ha vivido siempre en casas, sedentario y socializando con sus
amigos gadgyes, personas no gitanas, porque en Envigado son pocos los
jóvenes gitanos.

Para el jefe de esta familia Anderson es una vergüenza. “Un asalariado


conformista que siempre va a pensar que está bien con el miserable sueldo
que se gana. Y uno quiere que los hijos vivan bien y tengan futuro. Una
persona que no ha estudiado, no se lo gana como asalariado porque nunca va
a ascender. Él tiene que hacer lo que hizo Sandro, o muchos otros gitanos de
aquí, tiene que ser independiente, ser libre”.

“A nosotros nos critican mucho por permitir que él sea un asalariado”, dice
Marta, “pero no podemos hacer nada, cada quien elige lo que quiere”.
Ánderson trata de defenderse diciendo que se puede ascender en una
empresa; pero los otros tres (Martha, Ángelo y Jaime) le refutan diciendo que
nadie sin haber estudiado puede ascender en ninguna parte.
Pero éstas no son más que consecuencias de las nuevas formas de vida.
Cuando el gitano practicaba un nomadismo tradicional se ocupaba en oficios
que le permitieran la movilidad y la ganancia rápida sin necesidad de estar
atado a un territorio. Así podían dedicarse a espectáculos o al comercio, pedir
limosna, echar la buenaventura, hacer trueques, entre otras actividades. “Esto
es libertad”, anota Jaime.

Tallistas de madera o vendedores de alfombras, caballos, clavos, calderos,


barriles de madera, platos y cucharas que eran fabricados por ellos. Pero
cuando el sedentarismo se volvió parte de su cotidianidad se propugnó más por
el trabajo que les permitiera tener estabilidad. Los gitanos que en alguna época
se asentaron en Santa María, ahora se dedican a otro tipo de oficios,
arrastrados por la industrialización y la modernización de las estructuras
productivas y esto lleva consigo nuevos comportamientos sociales.

Medio gitanos, medio paisas

Una gran diferencia se interpuso entre los gitanos de los cuentos, los de la
época de Jaime, y los gitanos que viven actualmente en Envigado como sus
hijos. En este largo viaje por el departamento sin querer fueron dejando sus
costumbres; en cada pueblo en que se asentaron quedó un pedazo de su
cultura. Por lo menos es así para Jaime Gómez.

Cuando él se casó con Martha vivieron en carpa. Aunque ella no era gitana, se
dedicó a leer la mano como sus cuñadas y Jaime se dedicaba al comercio. Sus
largos vestidos daban cuenta de que había aceptado orgullosa ser una gitana
más de Santamaría, tal vez más gitana que muchas de sangre dice Jaime. Sus
hijos son la nueva generación de gitanos. Anderson, Ángelo, Larry y Vanesa,
entre los 25 y 30 años, son los gitanos que no conocen las carpas ni han
viajado de pueblo en pueblo, tampoco Vanesa ha leído la mano; y los hombres,
excepto en su infancia, no han trabajado el hierro ni el cobre.
Ángelo Gómez es el más gitano de sus hijos, dice Martha. Aún sueña conque
su tradición, su idioma y sus costumbres sigan pasando de generación en
generación; con casarse con una gitana y tener una familia numerosa para
tratar de mantener su raza y con viajar a todos los países de América Latina
para hacer negocios. Como él quedan pocos, según su familia.

Jaime piensa que sus hijos no son muy gitanos por la sangre impura. “Los hijos
de dos gitanos siempre son mucho más gitanos que los hijos de un gitano y
una gadgye. Martha siempre ha sido muy gitana pero eso va en la sangre y la
sangre de mis hijos ya no es pura”.

También, la socialización de los jóvenes gitanos de Envigado como minoría


étnica, dificulta las relaciones entre ellos mismos. Para salir a una finca, de
fiesta o a dar una vuelta, los rom de Envigado no lo pueden hacer con otros
miembros de la comunidad, pues son pocos los jóvenes que habitan allí. Así
que no tienen más remedio que socializar con los ajenos a su cultura, lo que
hace que sus costumbres sean cada vez menos diferentes.

Sin embargo, Ángelo defiende su identidad:“Uno es gitano en la medida en que


acepta y cumple las leyes gitanas porque esas leyes han probado ser buenas y
positivas para el conjunto del pueblo. Son leyes que nos han permitido vivir en
medio de una sociedad hostil manteniendo nuestra cohesión de grupo”.

De la buenaventura a la oración

Desde 1990 aproximadamente, los gitanos de Santamaría comenzaron a creer


en Jehová y a olvidar, porque su religión lo impone, muchas de sus
costumbres. Hacer promesas a la virgen es imposible ahora cuando está
prohibido creer en ella, así que todos los festines y los quioscos que se
armaban para ella se han borrado con este decisivo paso en la vida de la
comunidad.

De la buenaventura a la oración pasaron casi todas las gitanas que viven en


Envigado. Nunca más podrían volver a practicar su ancestral arte de adivinar el
futuro a través de las líneas de la mano por lo que no sólo dejarían una
importante fuente de dinero, sino que cortaron una de las más tradicionales
formas de relación con el otro o mejor, la transformaron, porque ahora no van a
leer la mano sino el Evangelio. Uno de los más grandes misterios de los
gitanos quedó en el pasado.

Por eso, las nuevas generaciones encuentran cada día menos diferencias entre
una gitana y una gadgye. A Ánderson por ejemplo, le importa poco con cuál de
las dos se case: “A mí me da igual yo me voy a casar con la que me guste, con
la que me quiera. Si me gusta una gitana me caso con ella y si me gusta una
gadgye, también. Eso sí la única condición es que ellas también quieran porque
no las voy a obligar, como era antes. Para mí la única diferencia que podría
encontrar entre una y otra es que las gitanas son bilingües y las gadgyes no”.
Para Jaime está todo muy claro, su cultura es un recuerdo:
“Desafortunadamente nuestra comunidad tiende a desaparecer. Cada vez
nuestra raza es menos pura y menos libre y la libertad es la magia de ser
gitanos, esa magia que se pierde con cada generación sin que podamos hacer
algo”.

* Sandro Gómez es el esposo de Vanesa, la hija menor de Jaime Gómez. Él


creó una rentable empresa de químicos que le permite llevar una vida cómoda.

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