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Aunque rodeados de mitos, los gitanos que conocíamos por cuentos, novelas y
leyendas se acercaban a las verdaderas vivencias de la comunidad. Sus
misteriosas formas de adivinar la suerte con harina, de ver la vida en las líneas
de la mano o el futuro en las cartas, era parte de la magia que encerraba ser
gitano: un ser misterioso, buen comerciante, libre para viajar a donde lo llevara
su instinto, aventurero y sin más posesiones que su tradición y su carpa. Así
eran los gitanos de los cuentos y así eran los gitanos de Antioquia.
Con las carpas y los sueños a bordo, Jaime Gómez, sus padres y hermanos
emprendieron un recorrido por varias ciudades colombianas después de vivir
su infancia en Santander. Aún Jaime no cumplía ni los diez años pero a
mediados de la década de 1950 las ciudades y pueblos que conocía
alcanzaban a sumar más de la edad que tenía.
Cuando Jaime Gómez llegó a Santa María, Martha, una paisa que se
convertiría en su esposa, ni sabía qué era un gitano. Él y su familia fueron los
segundos en llegar. Los primeros eran españoles, Pepe era el jefe de la familia,
una de las que más tiempo permaneció en el barrio. “Y así llegaron todos.
Cuando hay dos o tres toldas, se viene el resto”.
Tan rápido poblaron que a los pocos meses ese era conocido como el ‘Barrio
de los Gitanos’. Así le decían los habitantes de Medellín que pasaban por el
lugar y veían el gran campamento ubicado a un costado de la vía principal del
Santa María donde se conglomeraban hermosas mujeres a bailar, hombres
esbeltos muy bien vestidos y elegantes que cantaban rancheras a todo pulmón.
Los curiosos intentaban entender lo que en alguna extraña lengua se decían
estos personajes como si de sus carpas hacia afuera no importara nada.
Los curiosos podían ver este grupo que no sólo por sus carpas se
diferenciaban sino también por su ropa, por su porte y por sus accesorios: las
mujeres con sus faldas largas hasta el suelo, pañoletas en la cabeza y largos
collares; el hombre tan varonil, con sus botas de cuero estilo tejanas,
sombreros de alas anchas y grandes y delineadas patillas, casi todos altos y
atléticos, cuentan las señoras del barrio.
Ángelo, uno de los cuatro hijos de Jaime, reafirma lo que dijo su padre: “Yo no
cambiaría mi casa por una tolda; las carpas son para acampar, no para vivir.
Hay que pasar muchas incomodidades”. Las incomodidades que sí extraña
Jaime.
“A nosotros nos critican mucho por permitir que él sea un asalariado”, dice
Marta, “pero no podemos hacer nada, cada quien elige lo que quiere”.
Ánderson trata de defenderse diciendo que se puede ascender en una
empresa; pero los otros tres (Martha, Ángelo y Jaime) le refutan diciendo que
nadie sin haber estudiado puede ascender en ninguna parte.
Pero éstas no son más que consecuencias de las nuevas formas de vida.
Cuando el gitano practicaba un nomadismo tradicional se ocupaba en oficios
que le permitieran la movilidad y la ganancia rápida sin necesidad de estar
atado a un territorio. Así podían dedicarse a espectáculos o al comercio, pedir
limosna, echar la buenaventura, hacer trueques, entre otras actividades. “Esto
es libertad”, anota Jaime.
Una gran diferencia se interpuso entre los gitanos de los cuentos, los de la
época de Jaime, y los gitanos que viven actualmente en Envigado como sus
hijos. En este largo viaje por el departamento sin querer fueron dejando sus
costumbres; en cada pueblo en que se asentaron quedó un pedazo de su
cultura. Por lo menos es así para Jaime Gómez.
Cuando él se casó con Martha vivieron en carpa. Aunque ella no era gitana, se
dedicó a leer la mano como sus cuñadas y Jaime se dedicaba al comercio. Sus
largos vestidos daban cuenta de que había aceptado orgullosa ser una gitana
más de Santamaría, tal vez más gitana que muchas de sangre dice Jaime. Sus
hijos son la nueva generación de gitanos. Anderson, Ángelo, Larry y Vanesa,
entre los 25 y 30 años, son los gitanos que no conocen las carpas ni han
viajado de pueblo en pueblo, tampoco Vanesa ha leído la mano; y los hombres,
excepto en su infancia, no han trabajado el hierro ni el cobre.
Ángelo Gómez es el más gitano de sus hijos, dice Martha. Aún sueña conque
su tradición, su idioma y sus costumbres sigan pasando de generación en
generación; con casarse con una gitana y tener una familia numerosa para
tratar de mantener su raza y con viajar a todos los países de América Latina
para hacer negocios. Como él quedan pocos, según su familia.
Jaime piensa que sus hijos no son muy gitanos por la sangre impura. “Los hijos
de dos gitanos siempre son mucho más gitanos que los hijos de un gitano y
una gadgye. Martha siempre ha sido muy gitana pero eso va en la sangre y la
sangre de mis hijos ya no es pura”.
De la buenaventura a la oración
Por eso, las nuevas generaciones encuentran cada día menos diferencias entre
una gitana y una gadgye. A Ánderson por ejemplo, le importa poco con cuál de
las dos se case: “A mí me da igual yo me voy a casar con la que me guste, con
la que me quiera. Si me gusta una gitana me caso con ella y si me gusta una
gadgye, también. Eso sí la única condición es que ellas también quieran porque
no las voy a obligar, como era antes. Para mí la única diferencia que podría
encontrar entre una y otra es que las gitanas son bilingües y las gadgyes no”.
Para Jaime está todo muy claro, su cultura es un recuerdo:
“Desafortunadamente nuestra comunidad tiende a desaparecer. Cada vez
nuestra raza es menos pura y menos libre y la libertad es la magia de ser
gitanos, esa magia que se pierde con cada generación sin que podamos hacer
algo”.