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xiru
(Novela corta)
En eso de que soy un mentiroso hay mucho de chisme. Estiro el dedo índice y
escarbo con apuro; araño corazas que mugen espantadas y trepidan ante la
cosquilla del índice; y me voy yendo conmigo mismo de mí. Esas imposibilidades
que fuerza mi tedio..., esas literaturas; tan vicio de astronauta, lo sé, pero viajo, me
mezo en esa hamaca de hilvanes tenues, esa bocanada de humo que se desvanece
cuando mamá me llama para tomar teté. “Ya me voy ya”. Pero esperá que ahora
estoy sentado en la tierra roja y aprieto fuerte los ojos contra mis rodillas. No
tardan en aparecer las luciérnagas, no tardan en imprimirse y estallar en el culo de
otra luciérnaga sideral; y me aprieto los ojos hasta ver estrellitas. Y las estrellas
producen un débil tintineo al chocar unas contra otras, un tintineo agudo, como el
de las cajitas de música; la cajita de música rota todavía chilla en mi mano, se le
habría perdido a alguien y yo la rescaté del fuego en el basurero lleno de vidrios
rotos de todos los colores que también tintineaban cuando uno los pisaba; la cajita
se me perdió en aquella casa de machimbres viejos. No sé por qué me pegaron, no
sé por qué lloro si no me duele. De pronto las formas que la humedad dibuja en la
pared se desfiguran, figuran algo; me detengo sobre ellas y miro inmóvil: Una
mosca. Estoy sentado en la letrina y esa mosca ha brotado allí y no se mueve. “¿Ya
hiciste tu tarea? Mirá que la profesora me dijo que vos andás muy desatento en la
clase, señorito. Cuidadito con aplazarte. Mirá que tu papá te va a corregir si andás
fayuteando”.
Seguramente. Pero ahora es domingo, es domingo de tarde y mañana es
lunes.
Cerrar los ojos para entrever cualquier otra cosa y saborearla con delicia;
meter el dedo en el agujerito y escarbar con la uña, desgarrar las orillas para que
el aluvión se desborde y nos refresque la cara, nos limpie de tanta polvareda
reunida y cristalizada en nuestras caras, aunque sea en ese viaje; porque de la
lluvia, ch’amigo, nadita de nada. Por ejemplo, mientras César está aquí a mi lado,
me pregunto si..., y basta con eso para vivir del otro lado por un instante. Al volver,
qué sé yo, alegrías, esperanzas, pero por lo general despecho, desasosiego,
pichaduras.
2
El sol lame los lomos de los cuatro y las calles áridas, con sus polvos como
ceniza encendida, queman los pies. La neblina imperceptible borronea un poco
las formas -último resquicio de vapor exprimido de la tierra-. Sólo buscar dónde
aplacar las escaldaduras que dejan las lenguas del sol en las espaldas; limpiarse
de su encendida y violenta saliva, tan parecida a sudor adolescente.
―Pehechápa amoite pindo-máta ikarẽ léntova? ―pregunta César.
―Mba’e oreko?
―Upépe ndaje oñeñoty raka’e aipo Luisõ re’ongue mba’émbo.
―E...
―Legalete ha’e peẽme.
―El finado Ceferino ngo Luisõ raka’e ndaje... ―agrega Nelson.
―Hẽe. Ha amoite depósito ykére oa ngo Antonio nichorâ oñemopu’âva'ekue.
Ótro dia porogueraháta.
―Mbóre!
―Mbóre!
―Mba!
Sólo yo calzo zapatos, pero el polvo parece filtrarse por los poros del cuero y
me pica más que a cualquiera; me quejo. Aun antes de los yuyales mi piel es
blanco de los bichos: Carne nueva que las alimañas y el sol dejan al rojo vivo.
El arroyo está más allá del humedal, más allá del monte, de los pastizales.
Cruzar la aguada, puro lodo; vegetales y animales desintegrados. Yo, que
salí de casa escondido, me quito los zapatos y los llevo en las manos; meterse
hasta la cintura en esa cuna de materias burbujeantes. Agarrarse de los pastos
que emergen del lodazal; los mosquitos y ñetĩ se encariñan con los cabellos que
empiezan a oler a tostado, y los pies encuentran alivio en esa travesía.
Tambalear a lo largo de un tronco hasta pisar tierra firme, y saciar la sed
en el chorro de agua que corre por entre las raíces de un guajayvi; reanudar la
marcha. Los pastos son más altos que nosotros; uso los zapatos como guantes
para protegerme de su filo; los alejo de mi cara pero acaban dándome latigazos en
la espalda desnuda. Los ka’i nos arrojan sus orines y escrementos; abajo, los
mita’i que nos reímos enfurecidos. Nderasóre!
César: Desnudo, y Gabriel. Todos desnudos, los cuatro; lanzarse al agua.
Después de una larga zabullida, sentarse a la orilla del arroyo bajo la sombra de
ese arbusto que forma una especie de cueva. La siesta es larga. El yryvu planea.
entre, como si fuera en un auto, y acelere
su novela está toda hecha de tierra roja rodic candiudoc
un terraplén arcillosa
una camioneta viene en su dirección de origen basáltico
el polvo
se adhiere a los dientes
si se moja gotea rojo / sangra
se mete por todas partes, todos los agujeros
mancha
abra los ojos; y la boca
no cierre la ventanilla
―Pehendu piko aipóva?
―Sí escuchamos.
―¡Una vaca!
―¡Parece más un póra!
―Jaha jahecha!
Correr con la impresión de lo apocalíptico; vadear las fosas azuzados por el
siseo de las cigarras, absortos por ese mugido despavorido que parece provenir de
ultratumba.
Apenas llegamos a este claro, el animal se echa al suelo levantando polvo.
César está con los ojos huevos; todos nuestros ojos grandemente huecos. La vaca
resuella pataleando; sin ojos, sin lengua, extenuada; escupiendo una sangre
oscura y pestilente que ahoga sus últimos bufidos; las garrapatas se sueltan de
su cuero espantadísimas, y huyen como pueden. César -quién más si no- toma
un garrote y espeta al animal en el vientre. Mirar alrededor busando, por las
dudas.
―¡Chupacabra!
―¡Un póra!
―¡El Malavisión está enojado!
―Jaha ko’ái, nde!
Salimos volando hacia el monte. Apaciguar la siesta con el color anaranjado
de las mandarinas; embadurnarla.
―Mi papá dice que ése que le quita su lengua a la vaca es mbopi nomás -
digo, temblando.
―Mba’e mbopi katu piko. Upéango pehecháta hína. Oanunsia hína algun
desgrásia.
Estamos lejos de las últimas casas de la villa.
―Pehendúpa! Oĩ la ñandeseguíva’ápe.
los tacones dejan huellas donde ningún tacón ha pisado
se arrastra los pies -o las botas-, adrede, ¿con saña?, y se borran huellas
dejando otra huella otra huella otra huella
Nelson se queda parado contemplándolo; detrás de él Gabriel, detrás de
éste yo; y César se sube a una rama para verlo todo mejor. La novedad despierta
cierta curiosidad, cierta confundida alegría; sin embargo, está la impresión de
que algo se desmorona. Ahora todo está hecho una alfombra con brotes de soja
que se estira hasta donde alcanza la vista; brotes que crecen vertiginosamente, se
secan y dejan relucir al sol sus vainas.
El sol y los danzantes. María Gonçalves, agitá la criba. Que el aroma del
café se eleve como humo de sahumerio, se meta por tu chata nariz y te dé nuevos
bríos para seguir zarandeándolo. Aquél entona la canción y éstas la corean con
su la laiá laiá laiá. Los demonios reposan, María, acaso narcotizados por el sol,
por la canción.
Ya viene la camioneta; todos a la carrocería. Vos a tu rancho, Valdir al
boliche. Qué cerca que está la noche, María, ¿la ves?
―Vou buscar agua para tomar banho –balbuceó apenas Valdir, y le tiró el
paquete―. Prepare esta carne para mim, mulher.
―Não vai dar pra assar nada com esse fogo de merda.
(―Não toca nele, menina!‖, la niña alargó la mano. ―Ele é louco! O cachorro
louco vai te morder!‖.)
―Mas eu não vou levar a minha mulher pro médico sem calcinha ―dijo
Valdir, después de inspeccionarla.
―Mas, o que é que fizeram com a senhora, meu Deus –dijo el doctor.
Luna nueva, luna creciente, luna llena, cuarto menguante, y los perros
compiten en la distancia por rendirle las más agudas serenatas. Antonio,
recostado contra la planta de mango, esperando la hora de regodearse en medio
de tanto muerto. Cruza el patio ajeno con lentitud, esperando que una horda de
linternas y machetes se aleje. Se toca la cabeza riéndose, salta el alambrado y
sale a la otra calle. Transita con cierta complacencia el chircal, con una mano en
el bolsillo y con un cigarrillo en la otra, riéndose del caso ése del Luisón que
promueve concilios nocturnos.
Entra al cementerio y –no hay cómo negar que hay algo de perruno en su
fisonomía- se desliza en cuatro patas hasta su panteón querido, se quita los
zapatos y se desabrocha uno o dos botones, para tenderse junto al cuerpo del
sepulturero que duerme semidifunto: Ceferino.
―¡Guá!
Entonces, hubo que buscar ornamentos para aquello deshecho. El peso del
calor, el insoportable peso del cuerpo húmedo de sudor. La piel salobre de César
resaltaba los visos de los pelillos de sus piernas sobre las que Miguel tenía fijos
los ojos.
―Si por lo menos había algo para hacer…
El destartalado ventilador les aturdía con sus chirridos. César estaba
cayéndose de sueño, aburridísimo y Miguel barajaba los naipes. Le frotó una
pierna.
―Mirá un poco, estás todo sudado.
―Y ese tu ventilador lo que no anda.
―Si por lo menos había algo para hacer…
(Sí, la piel salobre…) Porque qué del partidito sobre el empedrado, ni qué
palo cruzado. Ni baldíos. Todo amurallado.
―Si por lo menos había algo para hacer…
Al atardecer solían sentarse a la vera de la calle a lanzar piropos a las
chicas que pasaban, y cuando caía la noche jugaban a las escondidas entre los
latones de basura y los ligustros, en la calle. Se sentaban a tomar tereré bajo la
luna y las estrellas opacadas, narrando casos que también se iban apagando,
poco a poco.
A veces se metían a algún remanente de monte, para fumar a escondidas
sus primeros cigarrillos; pero pronto el pucho encontró aquiescencia en el
deambular callejero. La noche, su casa segura, su pido, su tambo…
―Algún día te voy a llevar al depósito para mostrarte el nicho de Antonio.
―¿Enserio?
―Sí.
―Qué calidad.
Había sido que ahora vivís acá, María. Arrastrás las tablas y tus hijos no
quieren ayudarte: Estás levantando una pequeña habitación en el patio del fondo,
¡vos misma!
La visita de ña Martina no es de bienvenida.
―Kuña ojogapóva ndoguerúi mba’e porã. Ndépa, che áma, mba’e hína la
nerembiapo.
Vos no sabés quién es, pero sí que la conocés: No escuchás.
―Julio, Julia! Não vai pra longe, seus demônio!
Ellos no pierden tiempo, ¿no? Los mita’i, que saben portugués, le
preguntan a Julio si ―lá onde você morava os piás sabiam jogar bola tão bem
quanto agente?‖. ―Che amoite la túa ha ko’ápe avei, ha axugavaipaitéta
penderehe, peẽ arruinado!‖.
Un mostrador, un refrigerador y una mesa de billar; y al rato nomás, la
afluencia en tu casa. Y las señoras de rosario asiduo no le dieron espacio al
tiempo.
Vos: Impasible ante las habladurías. Pasás tus largas siestas sentada bajo
el limonero, arrancándoles piojos a tus hijos, o tomando tereré. En el sigilo de las
tardes, antes de que la noche se asiente, vienen a visitarte tus amigas, con las
que, desde que te has mudado, ideás un acuerdo.
No mostrás tus piernas rugosas, marcadas por el fuego, pero sí que las
sabés abrir en la oscuridad; a los de lengua habilidosa, caricia precisa. Pero,
hasta ahora, la noche no te ha regalado sino púberes torpes y hambrientos.
-Oh, María!
Ellos no han venido antes. Los mirás con un lado de la cara, después con el
otro, y te tocás el pelo. Pasaron por un azar frente a tu casa, entraron vacilantes,
curiosos, y se sentaron en los sillones de cables flojos.
Sus nombres te resultan simpáticos en castellano. Te esforzás por
pronunciarlos correctamente, pero ni siquiera podés acerlo en portugués: ―Nerso,
Grabiel, Minguel, Cerso‖. ―No, César‖. ―Cerso‖.
Son muy conversadores, te caen bien. A ver, decíles:
―Vocês é como se fosse meus filho.
En la sala, los sofás descocidos, y una mesa. La puerta vieja, colocada a
modo de balcón, hace de bar; el foco ilumina la habitación con su luz amarillenta,
y por las noches los insectos proyectan su sombra contra las paredes cuando
tratan de alcanzarla; en las paredes, pósters de cantantes y conjuntos tan viejos
como desconocidos para tus visitantes.
Vos no tenés más ropa que ese gastado vaquero ajustado de cintura alta
que comprime tu cuerpo flácido; la misma blusa roja, que aunque sea otra, es
siempre la misma; el pelo negro, rizado, con algunas pelusas blancas, y los labios
rojos son una flor colocada sobre esa negra gamuza.
tocar tambo y estar en casa
tocar una mano en la oscuridad
tocar el labio ajeno con los dedos
tocarse
tocarse, también, uno mismo
1, 2, 3...
cerrar los ojos y aguardar con ansia
6, 7...
cerrar los ojos y esperar,
ansiar que llegue el tiempo
ese tiempo-como-rueda-de-bicicleta-chocada
que gire sobre el eje inmóvil
esa hora-de-rosario-reiterativo
cerrar los ojos y aguantar casi
que llegue ya
9, ¡10!
¡acuzado!
¡tambo!
9
Nelson se desata los championes nuevos y los golpea uno contra el otro,
crea una nube de polvo que arranca toses a César, Gabriel y Miguel. La remera
verde de César parece almidonada, y los cabellos de Gabriel están hechos un
negro seto, sucio e impenetrable.
El polvo es tedio, y no le espanta el gruñir del amenazo –que es plagueo de
vieja, que es rosario-.
Unos tipos se están emborrachando mientras juegan billar. De vez en
cuando, alguno que otro toma a María del brazo, y la obliga a refregarse contra él,
apretándola contra su regazo y sus vaqueros sucios, simulando bailar. Miguel los
observa inmóvil; siente tanto miedo, quiere huir. Recuerda las recomendaciones
de su madre, de las señoras del rosario, y sale sin ser notado por sus amigos.
Sale para recluirse en la seguridad de la calle limpia e iluminada de su casa.
―Maria, traz uma cerveja pra agente.
Los sábados de noche eran de vino, eran de cerveza; terminaron por ser de
caña; las rodillas y las palmas de las manos recorrieron empedrados, recorrieron
terraplenes; los jóvenes lomos se acostaron sobre pastos húmedos de rocío, sobre
tierra húmeda de orines, y terminaron lomos viejos, tirados en cualquier lugar,
los sábados de noche.
La calle sin salida daba a mi casa. Salí sin avisar con mi guitarra a cuestas.
Caminé un rato al azar por las calles iluminadas hasta que de pronto crucé el
umbral de lo pulcro y entré a la oscuridad de una calle periférica –con la que la
comisión vecinal había sido totalmente negligente-. Ese lugar era un poco
desagradable -el humo de basuras quemadas persistía en el aire-, pero no había
cómo decir que no era un respiro.
Había ladeado la iglesia con sigilo, no fuera que me viera alguien; tras
cruzar el parque de inmensos yvyra pytã, di con el terraplén que mis pies hacía
tiempo no transitaban; ahora, de noche, el terraplén era un tránsito desconocido
para mí.
Poca gente parecía estar despierta a esa hora. Las ventanas permanecían
cerradas, oscuras. Afiné el paso y seguí, esperanzado algo. Al costado de la tierra
roja se levantaban pastizales y algunos arbustos que proyectaban su sombra
contra el suelo en multitud de formas que de pronto me causaron impresión. Por
aquí se sentía el olor del monte, o un resquicio.
Daba la impresión de que el mismo barrio era muchos, con límites
imprecisos. Así lo sentí: Un vecino podía estar en la casa de junto, o a diez
cuadras de distancia; quién sabe. Entonces, los barrios también podrían
distinguirse unos de otros por la imponencia o humildad de las fachadas, por la
lengua hablada por sus habitantes, por la forma de fumar un cigarrillo o el
empleo del tiempo libre.
Definitivamente, por aquí las cosas eran distintas. No era la uniformidad de
mi barrio, la pulcritud. Ahí era la calle bifurcada que ofrecía la posibilidad de
escoger el mal camino.
A la distancia distinguí las risotadas de mis amigos. Entré sin esperar el
estrépito de aplausos y chiflidos de bienvenida. Me sacaron la guitarra, me
sentaron en una silla de madera. Yo pedí un cigarrillo y el vaso de cerveza me
alcanzó y se lo pasé a César, que estaba a mi lado. Todo el pequeño salón,
iluminado por un foco de luces amarillas, se encendió de otros resplandores.
Nos conocíamos de niños, desde una tarde de calor insoportable cuando las
casas hechas hornos obligaron a la gente a darse cita en la placita para
protegerse del calor bajo la sombra de algunos de los pocos árboles del barrio. Yo
no era alocado, ni de farras, ni de pernoctadas, pero, agobiado, había salido en
busca de las alegrías, que, intuí, estarían por acá. El terraplén total,
inconmensurable, empezaba cerca de la casa de María, y más al fondo…
empezaban qué cosas.
un alambrado.
unos de un lado,
los otros del otro
(y los otros del otro).
reclusión
por encima de todos
insaciables
aceites plásticos transforman su densidad
para dejarse gotear a profundidades extrañas
para, por lo menos un rato,
ser un poco agua también.
César extendió sus brazos desnudos sobre la mesa del boliche en cuyos
grasientos manteles de plástico se mezclaban ceniza de cigarrillos, migajas de
pan y cerveza derramada. Sus miembros musculosos fueron motivo de elogios por
parte de la moza. Elogios revestidos de burla los de Nelson, que daba brincos y
aplaudía; quiso medir su fuerza en una pulseada, y retrocedió ante la sola
potencia del apretón de la mano de César. ―Ndepo ojopyhápe jarepilláma
imbareteha‖.
―Yo también quiero probar tu fuerza –dijo Gabriel, que estaba sentado solo,
recostado contra la pared del boliche.
―Y ¿cómo querés probar? –le preguntó César, cerrando los puños y
endureciendo los brazos curtidos, pero el saludo de una muchacha de remera
colorada reventó esa burbuja.
―Hola, muchachos, quería decirles nomás que este domingo es las
elecciones hína y que nos voten. Por nuestra lista hína, punta a punta.
Nelson persuadió a la muchacha para que nos comprasen unas cervezas.
César aplaudió y silbó festivamente; pero Gabriel, que estaba sentado solo, muy
alterado, no bebió de esa botella.
Flores de plástico en un frasco de vidrio lleno de arena. Mantel celeste de
plástico floreado. Cuadro con mensaje bíblico. Cuadro con fotografía de niño
llorando. Alcancía de cerámica con forma de niño vistiendo remera de Cerro
Porteño y pelota. Elefante blanco de porcelana con billete de veinte mil guaraníes.
Calendario. Tres acordes para la composición de una canción.
13
El Malavisión grita tan fuerte que sus ecos reverberan en los oídos de
quienes lo oyen a la distancia trastornando su mente hasta la locura o hasta la
muerte.
En la noche todo suele ser silencio: En silencio las camas en las que
rebullen los cuerpos de los enamorados; en las que los niños gimen por alguna
pesadilla oscura; en las que los abuelos se despeinan los cabellos en una vigilia
persistente. Todo es silencio para dejar que el Malavisión siga con su
―hiiipuuu…‖. Todo es silencio para que su aquelarre de póras coree vivas a la
muerte, loas a lo infame, las glorias a Satán.
Pero esta noche es distinta. En silencio –el silencio de la noche-, los
callados despiertan y abren la boca para cantar. Los cerdos sollozando, las vacas
patalean agonizantes en los piquetes; y novias muestran sus caras lívidas bajo la
transparencia de un arroyo campesino.
Otra historia. Otros se mueren de ira o de terror, o de miedo, al escuchar el
canto sublime de quienes antes andaban mudos, de quienes antes dormían en
silencio.
Un hombre simula bailar con pollera de danza mientras equilibra sobre su
cabeza un supuesto kambuchi roto.
14
―¡Miguel!‖. Hacer tronar los dedos con un sordo tric como si se suscitara en
mí una desmesurada fuerza capaz de aplastar guijarros. ―¡Atendeme-na un
poco!‖. Hay que girar la perilla blanca hasta sentir que los molares chocan unos
contra otros, hasta sentir que las encías se liquidifican, hasta que los dientes se
paseen por la lengua; hasta que el zumbido produzca en los oídos un deleitable
dolor.
—¡Qué?
—Minguelito, atendeme-na un poco un rato, che papá.
—Miguel es mi nombre, ña Mercedes.
—Áina, pero yo ningo, cómo se dice…, así de cariño nomás te digo
Minguelito.
—¿Qué pasó?
—Ayer encontré uno tu poesía en el estante de trébol. ¿Quiere ser poeta
piko? Tu papá no ha de querer.
—No le vaya que contar…
—No, yo no le iba luego a decirle nada. A mí ko demasiado luego me gusta
esa cosa, no entiendo nomás demasiado.
—Si no le contás te voy a escribir una poesía, ña Mercedes.
—¿Enserio piko me decís?
Si uno cierra los ojos, cosas pasan. Cuando uno los tiene abiertos puede
leer labios e interpretar lo que quiere decir mamá que está gesticulante junto al
armario, junto a papá que mueve la cabeza; pero si uno los cierra, por el espacio
que dure el medio parpadeo, hay un momento de soledad.
No me gusta. Más antes sí era da gusto, porque era la polleada o sino si-
que había la función, y había la gente. Pero eso era más antes, hace mucho ya.
Cuando sos chiquilina nomás luego lo que te gusta esa cosa, porque tenés tu
candidato, y si no tenés si-que querés tener y dónde más lo que vas a encontrar
por otro lado antes si no es por ahí. O si no en la parroquia o qué. Pero después
no querés saber más de farra. Después pues ya estás para otra cosa ya, para
cuidarle a tu hijo o para atenderle a tu marido y eso. Ramón una vez me llevó en
un boliche, pero ya no me quieeero acordarme más porque después cuando estea
sola voy a querer llorar o qué.
16
(Y la carga de vómito que quiso explotar en la boca tuvo que ser masticada
y vuelta a tragar; así nomás.)
El viento lo desparrama todo afuera. El naranjo deja llover sus flores sobre
el pasto amarillento. No es posible templanza alguna con ese vaho pegajoso. Todo
lo que hace este viento es traer más calor, y ni esperanza de lluvia.
Tus dos manos sudadas y la guitarra se ven espejadas en el monótono baile
de las hojas del mandiocal y el incesante traqueteo de una destartalada
camioneta que levanta remolinos. Amarilla, la bolsita de hule baila en el aire, tan
alto, inasible tanto.
Concebiste la idea de la canción con cierto afán de compromiso, y ahí estás,
buscando la nota mística en tu entorno para inspirarte; pero es distinta esta
tarde calurosa a la noche en el bar o a ver las burbujitas pegándose a los pelos de
las piernas de César bajo el agua.
Aguzás la audición y escuchás el goteo de la canilla en el lavadero. A veces
creés que sabés lo que tenés que decir, pero no sabés cómo; y a veces otra cosa.
Pensás en César, en el soberano del monte y soberano de otros reinos.
En el tambo, Nelson y Gabriel. Jugar al tuka’ẽ kañy y que haya una casa
donde nadie te pueda hacer daño. O poder pedir pido, un respiro.
Ellos también te quieren, Miguel. Pero no seas tan exigente. ¿De qué
servirá? Eso no importa ahora. Cuando salís de tu casa, cruzás la calle, doblás y
desdoblás, saltás y alcanzás un pajarito muerto, te emborrachás. Estas calles sin
salida.
Apurá pues esa canción, porque hace falta ya. Esta canción también te
hace falta a vos, Miguel.
Abrís la puerta del depósito donde siempre te encerrás a cantar, para que
no escuchen tu tardía voz de gallito. Las botellas de cerveza que hacen su música
de tintínes y monótonas flautas de pan; no pasás esto por alto. Esta canción
patalea todo mal dentro de vos.
¿Si te escucharán? César dice que no sabés cantar, pero siempre te pide
que lleves la guitarra. Y, aunque no te lo pida, la llevás. Siempre canta César
también, pero nunca escucha las letras, nunca piensa en las letras. Dice que la
música es calidad pero nunca escucha.
Hay algo de profecía en el proyecto de tu canción; una profecía harto
conocida, y adrede ignorada. No querés que tu canción suene a ―sangre
derramada en los sojales‖, pero no encontrás otro camino.
El viento propone tregua. Te vas a buscar dos frutitas del limonero y te
taponás los oídos para escucharte mejor. No hay nubes, pero el cielo está
cubierto de ese polvo rojizo.
No es posible templanza alguna, pero te vas a cantar: Se te antoja que si
terminás tu canción cuanto antes pronto va a llover.
18
Miguel vagando insomne por las calles iluminadas, por las calles sombrías.
Las casas cierran temprano por acá; el bar del brasileño cerró a las nueve; María,
que vive más allá, no tiene cerveza; las despensas están cerradas. Para qué
preguntarse desde cuándo si es más que evidente que desde cuándo.
Qué lloroncito Miguel. Pero si de alguna manera son justificables sus
quebrantos no alcanza la voluntad para hacerlo.
Qué valle Miguelito. Miguelito de yuyal, de monte, de vidrios rotos en el
basural. De películas de mesita y lentes tipo John Lennon; Miguel del que no se
espera más qué hacer sino eso porque qué se va a andar pensando en cuándo, si
mañana, si de aquí a diez años.
―Xirú não sabe tocar violão com corda de aço, é fracote, só toca com corda
de nylon. Empresta um violão com cordas de aço pra um paraguaio que você vai
ver como os dedos dele sangram.
―¿Qué dijo?
―Dice que nosotros los paraguayos no sabemos tocar con cuerdas
metálicas, sólo con cuerdas de nylon porque nos corta ndaje.
―Rapái tembo, ta’e chupe. Cambiaron el canal para ver ese programa jare,
yo quería ver el partido.
―Uno, dos, tres, cuatro. Cuatro paraguayos nomás somos acá, y el resto
son todos brasileros.
―Jaha ko’ái, nde.
—¿Quién es esa?
—¿Cuál piko?
—Esa que tiene medio enrulado su pelo.
—¿Quién? ¿La rubia?
—Sí.
—Ah, ésa… Treintona ya es.
—¿Cómo se llama?
—Crislaine. Mi vecina es.
—¿Rapái?
—Hẽe. Hace cinco años más o menos, no sé si es que me acuerdo bien,
quien más bien estaba en nuestro barrio era ella. Después nomás dice que
empezó a ver mucho así programas de concursos y eso. Primero los domingos
nomás, Silvio Santos… En su estante tenía montón de juegos, ―Preguntas y
respuestas‖ kuéra. Y comía y comía y jugaba y jugaba. Cómo te voy a decir…
Parece que regía lénto luego su vida, ¿entendés pa?
—…
—Y después un tiempo su marido que antes celaba mucho por ella ya no le
hacía más caso, andaba así con otras mujeres y eso. Si empezó medio a engordar,
verdad, y…
—Y se separaron…
—Sí, y ahora parece que se gusta de Miguel...
—…
—¡Qué pasó o qué?
—¿De Miguel se gusta?
—Sí, ¿por qué? Y Gabriel también le gusta, yo suelo hablar con ella.
—…
—Bueno, y ella siempre está sogue, porque mi mamá pues es modista y
siempre le hace fiado y nunca le paga, pero tiene si-que, y querés saber luego de
dónde lo que quita porque tiene para pagar cable, para tomar y para su Internet.
—E’a.
—Y no se despega luego de Internet dice que. Yo encontré su perfil una vez
y he visto que tenía una comunidad virtual de ese juego Trivial, famoso es, seguro
que conocés…
—…
—Tiene un su novio virtual ndaje ahora.
—Piko!
—Sí, de Nueva Zelanda mba’émbo es.
—Y le gustan también esos concursos de preguntas y respuestas seguro…
—Hẽe… Así dice que…
—¡Y entre los dos se saben todas las respuestas del mundo!
24
Había hecho calor todos los días de la última semana, pero esa noche un
frío húmedo se esparcía entre los chircales y sobre el campamento. Algunas
mujeres traían bidones rebosantes de agua equilibrados diestramente sobre sus
cabezas; sus ojos: dos, cuatro, múltiples luminarias; los pies arrastrándose por
los terraplenes, levantando polvo. Por ahí lloraba una nena, resistiéndose al
lavado de cabeza; su mamá tiraba de su pelo con violencia y le propinaba algunos
violentos saple para obligarla a callarse, anive nerasẽ. Anochecía tan despacio, se
demoraban tanto los matices naranja en el horizonte que aquel nene quería
prolongarlos más con su pandorga amarilla de hule. Y aquella anciana que
limpiaba a su gato de los taha-taha que se le habían pegado en los pastizales
cuando alguna cacería, ¿no era todas las ancianas despiojando por ahí?
Los hombres no. Quietos, más sujetos al silencio, fumaban sin apuro;
algunos miraban al horizonte, las estrellas, y la luna que estaba arriba desde
hacía rato; otros miraban las luces de la estancia de seu Washington Cavalcante
quien, según sabían, pretendía impedir la invasión a toda costa. Lo sabían de la
boca de Silvio, el capataz de la estancia, que cuando podía visitaba el
campamento para tomar tereré con los sin-tierra; él también, sin más tierras que
las del patrón.
Por eso, la noche de la toma no se oyeron disparos en la estancia ni se oyó
ladrar a los perros. Con sus remeras como capuchas y los sombrero-piri volando
sobre sus cabezas, los hombres cruzaron el campo agachados, corriendo, volando
como avispas encolerizadas.
Seu Washington se levantó sobresaltado de la cama y corrió hacia la
puerta para verificar que todos los cerrojos estuvieran cerrados, pero escuchó los
cuchicheos de algunos hombres que ya habían tomado la casa. Retrocedió
sosteniendo la respiración y abrió una de las ventanas; afuera, se oían susurros
dispersos. Lanzó el peso de su cuerpo fofo por la ventana, y cayó sobre un joven
asustado que no tuvo tiempo de recuperar el machete. Seu Washington blandió el
arma y la hundió en el pecho del muchacho. Le quitó la capucha al invasor,
ahora moribundo, y volvió a colocársela con todo cuidado, temblando de estupor.
Vaya fatalidad la de esa noche. Y Silvio… Mañana Silvio sería santo.
28
Nelson entró sin golpear y los vio, se vieron. São meus filho, oh Nerso. Dale
que, tienen que aprender. Complejo apretón de manos, todos los deditos
queriendo enmarañarse con los dedos de Nelson. Esperen, por turno, esperá un
ratito vos, Maicom.
Ya no había bar. Pero había naipes y damas, ajedrez. Marley les regaló otro
televisor. Vocês pode vim quando quiser. Vocês é que nem se fosse meus filho.
Casa, pido, tambo…
29
Y no lo vieron escurrirse por la puerta del fondo para buscar quién sabe
qué más allá de la roza, donde el verdor parecía arrimarse a la muerte. Qué
crujientes se le antojaron los yuyos quemados. El fuego reposaba con un ojo
abierto: El humo se arrastraba escondido a la altura de la tierra, como el respiro
de un sapo hibernando.
Sus pies infantiles vadearon el arroyo, acariciando alguna piedra roma,
lastimándose con otra aguda y traicionera. Unos solitarios árboles con sus lianas
solitarias y algún solitario pájaro.
Cientos de pájaros, golondrinas teñidas devoraron a Marcelo Kent.
Maraña de liñas calientes: Una blanca vaca gorda pacía en el piquete, de
pronto pierde la cabeza y muge.
32
Los días anteriores al fuego habían transcurrido como una fuga de tardos
gritos de ahogado. Había horas en los días en las que las nubes se ponían entre
el sol y la roja polvareda, y los remolinos se calmaban, y los trinos de pájaro se
silenciaban, confiriéndoles a las siestas un halo de difícil precisión; aquéllas
salían arrastrando sus chancletas, con sus sombrillas sedientas, estremecidas,
que no las protegerían del polvo ni del calor, ni de la pena a la hora del rosario, la
hora del Señor.
En el espejo del baño, con un ojo o con el otro, Gabriel era el mismo, pero
era otro. Cansado de mirarse fumar, cansado de rebullirse en su reflejo
difuminado, deshizo con pereza la colilla, se enjuagó la boca y se frotó los dientes
con el índice; una tarde de escrutinio hasta el hartazgo en el espejo, pero se le
escondía el quién sabe qué y no se encontraba. Estiró la cadena y cerró la puerta.
El señor de viento estaba inquieto y hacía su música, chocando una caracola
contra la otra, un corazón de árbol contra una llave; para Gabriel no era posible
determinar por qué caminos ese sonido le hacía descubrir la analogía entre
algunas tensiones que, de pronto, se desdoblaron ante él como fantasmas. Muy
cierto, cuando pretendía razonar ciertas cuestiones, empezaba por destejer con
soltura, pero se iba enredando de tal forma que terminaba zarandeado, incapaz
de librarse del enredo; entonces era incontenible, peligroso se diría.
Una redecilla que le comprimía el pecho; sus brazos pegados al cuerpo y las
manos agitadas y crispadas a las dos de la tarde que es cuando los nenes bien
están en sus casas, los pilluelos en la calle levantando polvareda bajo el sol y las
viejas aún sesteando. Encendió el estéreo; ahora era esta música, o el calor –le
hervía la sangre-, porque los tímpanos estaban entumecidos; sin razones que
explicaran o justificaran, Gabriel era una bomba reloj.
Acaso la abstinencia, las abstinencias… Salió. Se fue a molestar a las
palomas y murciélagos de la plaza, a sentarse y cavilar; era ahí con sus silbos y
repiqueteos en la cajita de fósforos. El día del fuego, primero Miguel, después
Nelson y César se sumaron con sus chiflidos de taguato y de ynambu-tataupa.
―Si por lo menos había otra cosa para hacer –pensó Gabriel en voz alta.
―Si por lo menos había otra cosa…
Ahora eran ellos los de cabeza de pescado; cabezas confundidas, azoradas.
Las cuatro manos levantaban cigarrillos, echaban humo y ceniza. La tarde, una
mandarina tiñendo el agua servida. Un tedio. Allá iba la procesión de sombrillas
hacia la que había sido la casa de María, su casa, su pido, su tambo. No había
otra cosa.
Esa mañana, Miguel había terminado su canción, y él estaba satisfecho.
Pero ahora, ahora la siesta le asfixiaba y su cara, como las caras de sus amigos,
estaba congestionada. No había cómo cantar, no habría redención.
Cada cual se aburrió a su tiempo, y se fueron yendo. Pero Gabriel, él se
quedó, solo, con sus cavilaciones, lo mismo con un ojo que con el otro pero otra
cosa.
Un ojo abierto de un tajo y la sospecha de que cada mitad advierte ilusiones
disímiles: Polvareda que se mueve junto a tres muchachos indolentes como tunas,
que se evaporan, (hasta quedar hechos un remolino difuso); y un fantasma: la
sombra de un anciano, los visos del sol en su arcabuz.
Gabriel cerró un ojo, cerró el otro, volvió a abrirlos. Era el hombre del
arcabuz, el anciano que los había expulsado del arroyo, ¿o estaba alucinando?
Podría estar volado. El fantasma siguió caminando, casi flotando, cansino; dobló
una esquina y se perdió. Gabriel salió disparado tras él, varias cuadras abajo.
Ofuscado por lo que parecía una injuria, creyó justo un desagravio. Cruzó la
ciénaga, chapoteando en el barro. Ya entrado a los sojales repartió pataleos por
doquier, arrancando las plantas con sus raíces secas. Sacó la cajetilla de fósforos
y empezó a encender las ramas rebosantes de vainas. Uno, dos, siete, tantos
disparos. No alcanzó a ver de dónde provenían. Pero aquél era ahí.
El disparo fue certero, pero el fuego se propagaba. El hombre del arcabuz
parecía otro racimo seco, llorando, inconsolable; imposible precisar si sus
lágrimas eran de culpa, de desconsuelo, o eran las lágrimas de un liberto. El
fuego estaba vivo, y el humo; un humo que se hermanaría con las nubes,
cargadas de una lluvia demasiado demorada.
FIN