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damián cabrera

xiru
(Novela corta)

Minga Guazú, Paraguay


Última versión de marzo de 2010

Publicado por primera vez en el blog xirudamian.blogspot.com,


y un fragmento, en su versión cartonera, por Felicita Cartonera Ñembyense.
1

En eso de que soy un mentiroso hay mucho de chisme. Estiro el dedo índice y
escarbo con apuro; araño corazas que mugen espantadas y trepidan ante la
cosquilla del índice; y me voy yendo conmigo mismo de mí. Esas imposibilidades
que fuerza mi tedio..., esas literaturas; tan vicio de astronauta, lo sé, pero viajo, me
mezo en esa hamaca de hilvanes tenues, esa bocanada de humo que se desvanece
cuando mamá me llama para tomar teté. “Ya me voy ya”. Pero esperá que ahora
estoy sentado en la tierra roja y aprieto fuerte los ojos contra mis rodillas. No
tardan en aparecer las luciérnagas, no tardan en imprimirse y estallar en el culo de
otra luciérnaga sideral; y me aprieto los ojos hasta ver estrellitas. Y las estrellas
producen un débil tintineo al chocar unas contra otras, un tintineo agudo, como el
de las cajitas de música; la cajita de música rota todavía chilla en mi mano, se le
habría perdido a alguien y yo la rescaté del fuego en el basurero lleno de vidrios
rotos de todos los colores que también tintineaban cuando uno los pisaba; la cajita
se me perdió en aquella casa de machimbres viejos. No sé por qué me pegaron, no
sé por qué lloro si no me duele. De pronto las formas que la humedad dibuja en la
pared se desfiguran, figuran algo; me detengo sobre ellas y miro inmóvil: Una
mosca. Estoy sentado en la letrina y esa mosca ha brotado allí y no se mueve. “¿Ya
hiciste tu tarea? Mirá que la profesora me dijo que vos andás muy desatento en la
clase, señorito. Cuidadito con aplazarte. Mirá que tu papá te va a corregir si andás
fayuteando”.
Seguramente. Pero ahora es domingo, es domingo de tarde y mañana es
lunes.
Cerrar los ojos para entrever cualquier otra cosa y saborearla con delicia;
meter el dedo en el agujerito y escarbar con la uña, desgarrar las orillas para que
el aluvión se desborde y nos refresque la cara, nos limpie de tanta polvareda
reunida y cristalizada en nuestras caras, aunque sea en ese viaje; porque de la
lluvia, ch’amigo, nadita de nada. Por ejemplo, mientras César está aquí a mi lado,
me pregunto si..., y basta con eso para vivir del otro lado por un instante. Al volver,
qué sé yo, alegrías, esperanzas, pero por lo general despecho, desasosiego,
pichaduras.
2

El sol lame los lomos de los cuatro y las calles áridas, con sus polvos como
ceniza encendida, queman los pies. La neblina imperceptible borronea un poco
las formas -último resquicio de vapor exprimido de la tierra-. Sólo buscar dónde
aplacar las escaldaduras que dejan las lenguas del sol en las espaldas; limpiarse
de su encendida y violenta saliva, tan parecida a sudor adolescente.
―Pehechápa amoite pindo-máta ikarẽ léntova? ―pregunta César.
―Mba’e oreko?
―Upépe ndaje oñeñoty raka’e aipo Luisõ re’ongue mba’émbo.
―E...
―Legalete ha’e peẽme.
―El finado Ceferino ngo Luisõ raka’e ndaje... ―agrega Nelson.
―Hẽe. Ha amoite depósito ykére oa ngo Antonio nichorâ oñemopu’âva'ekue.
Ótro dia porogueraháta.
―Mbóre!
―Mbóre!
―Mba!
Sólo yo calzo zapatos, pero el polvo parece filtrarse por los poros del cuero y
me pica más que a cualquiera; me quejo. Aun antes de los yuyales mi piel es
blanco de los bichos: Carne nueva que las alimañas y el sol dejan al rojo vivo.
El arroyo está más allá del humedal, más allá del monte, de los pastizales.
Cruzar la aguada, puro lodo; vegetales y animales desintegrados. Yo, que
salí de casa escondido, me quito los zapatos y los llevo en las manos; meterse
hasta la cintura en esa cuna de materias burbujeantes. Agarrarse de los pastos
que emergen del lodazal; los mosquitos y ñetĩ se encariñan con los cabellos que
empiezan a oler a tostado, y los pies encuentran alivio en esa travesía.
Tambalear a lo largo de un tronco hasta pisar tierra firme, y saciar la sed
en el chorro de agua que corre por entre las raíces de un guajayvi; reanudar la
marcha. Los pastos son más altos que nosotros; uso los zapatos como guantes
para protegerme de su filo; los alejo de mi cara pero acaban dándome latigazos en
la espalda desnuda. Los ka’i nos arrojan sus orines y escrementos; abajo, los
mita’i que nos reímos enfurecidos. Nderasóre!
César: Desnudo, y Gabriel. Todos desnudos, los cuatro; lanzarse al agua.
Después de una larga zabullida, sentarse a la orilla del arroyo bajo la sombra de
ese arbusto que forma una especie de cueva. La siesta es larga. El yryvu planea.
entre, como si fuera en un auto, y acelere
su novela está toda hecha de tierra roja rodic candiudoc
un terraplén arcillosa
una camioneta viene en su dirección de origen basáltico
el polvo
se adhiere a los dientes
si se moja gotea rojo / sangra
se mete por todas partes, todos los agujeros
mancha
abra los ojos; y la boca
no cierre la ventanilla
―Pehendu piko aipóva?
―Sí escuchamos.
―¡Una vaca!
―¡Parece más un póra!
―Jaha jahecha!
Correr con la impresión de lo apocalíptico; vadear las fosas azuzados por el
siseo de las cigarras, absortos por ese mugido despavorido que parece provenir de
ultratumba.
Apenas llegamos a este claro, el animal se echa al suelo levantando polvo.
César está con los ojos huevos; todos nuestros ojos grandemente huecos. La vaca
resuella pataleando; sin ojos, sin lengua, extenuada; escupiendo una sangre
oscura y pestilente que ahoga sus últimos bufidos; las garrapatas se sueltan de
su cuero espantadísimas, y huyen como pueden. César -quién más si no- toma
un garrote y espeta al animal en el vientre. Mirar alrededor busando, por las
dudas.
―¡Chupacabra!
―¡Un póra!
―¡El Malavisión está enojado!
―Jaha ko’ái, nde!
Salimos volando hacia el monte. Apaciguar la siesta con el color anaranjado
de las mandarinas; embadurnarla.
―Mi papá dice que ése que le quita su lengua a la vaca es mbopi nomás -
digo, temblando.
―Mba’e mbopi katu piko. Upéango pehecháta hína. Oanunsia hína algun
desgrásia.
Estamos lejos de las últimas casas de la villa.
―Pehendúpa! Oĩ la ñandeseguíva’ápe.
los tacones dejan huellas donde ningún tacón ha pisado
se arrastra los pies -o las botas-, adrede, ¿con saña?, y se borran huellas
dejando otra huella otra huella otra huella
Nelson se queda parado contemplándolo; detrás de él Gabriel, detrás de
éste yo; y César se sube a una rama para verlo todo mejor. La novedad despierta
cierta curiosidad, cierta confundida alegría; sin embargo, está la impresión de
que algo se desmorona. Ahora todo está hecho una alfombra con brotes de soja
que se estira hasta donde alcanza la vista; brotes que crecen vertiginosamente, se
secan y dejan relucir al sol sus vainas.

―Mba’éiko ñandéve, ajéa?


―Legal...
―Jaha ko’ái, nde.

De regreso al arroyo, una última zambullida antes de volver a casa. Estoy


sumergido, contemplando las piernas inmóviles de mis compañeros. César hace
burbujitas en el agua, imitando un motor o algo por el estilo. Sus voces me llegan
ralentizadas: Una música distante que me deleita.

Yo no sé silbar, pero ellos saben hacerlo con maestría; a veces alguien


empieza la melodía, con silbo de taguato, y los remedos se suceden en una fuga
envolvente que yo remato con algún piropo al taguato, por decir alguna cosa
nomás, pero me pegan un akãpeté, por desubicado. Ora pitogue, ora ynambu-
tataupa, pero nunca pollito. Jamás.

Una avioneta sobrevuela los cultivos rociándolos. Ese verde homogéneo... Y,


de pronto, un disparo. Hay que correr: Ese hombre rubio nos mira con desdén
desde la otra orila; le tenemos ese miedo que parece tenernos, confundido con
odio.
Desnudos como estamos, sabemos que las cuchillas podrían rebanarnos:
Pero de los pastos, nada: Un centenar de metros de patrones rectilíneos arados
en la tierra.
Me calzo los zapatos, y, mientras trato de atarme los cordones, un disparo
me hace correr tan rápido que gano a mis compañeros en la carrera hasta el
humedal.
Cruzamos dando zancadas, y, en lo que parece tierra firme, hundo el pie y
afuera no queda más que mi mano crispada; César trata de arrancarme -como si
se tratara de una raíz de mandioca-, pero el pícaro monstruo me chupa el zapato,
quiere tragárselo: Y se lo traga. Salgo corriendo con un pie desnudo hacia la
arribada.
Sentarse al borde de la calle polvorienta. Pensar a carcaadas, reírse
atropelladamente. Tengo miedo de regresar a casa.

(Siente que algo le acalambra el estómago. A la pucha, y no sabe qué. Se


retuerce, y la boca se le llena de espuma. La fiebre le arranca sangre de los ojos;
mientras, los otros monos saltan disparados lanzando gritos de horror. El ka’i
yace muerto. Un nubarrón negro vuela sobre él. Lluvia. Una lluvia de golondrinas
muertas se derrama sobre él: Su tierra de cementerio.)
3

El sol y los danzantes. María Gonçalves, agitá la criba. Que el aroma del
café se eleve como humo de sahumerio, se meta por tu chata nariz y te dé nuevos
bríos para seguir zarandeándolo. Aquél entona la canción y éstas la corean con
su la laiá laiá laiá. Los demonios reposan, María, acaso narcotizados por el sol,
por la canción.
Ya viene la camioneta; todos a la carrocería. Vos a tu rancho, Valdir al
boliche. Qué cerca que está la noche, María, ¿la ves?

María Gonçalves, arropá a tus dos críos. Duermen ya en el fino colchón de


espuma, única cama sobre el piso de tierra, en tu casa de tablas de una sola
habitación en la campiña mineira. La noche es el mismo abrazo tórrido para
todos esta noche. Encendé el cigarrillo en las ascuas humeantes del brasero de
llanta vieja; cómo se consumen las ramas verdes que le quedaban al laurel;
crepitan junto con diarios viejos de mercado y bolsitas de hule, chis-chis;
inundan el ambiente con un calor acedo que irrita ojos y gargantas. Quitate la
tricotita gaúcha; demasiado abrigo para esta noche inusualmente calurosa de
invierno; ahí tenés la remera vieja, secate el sudor que mana de tus poros, que se
te va a helar la espina cuando el frío se anime a echar un respiro. Qué agradable
que está el fuego, ¿verdad? ¿Te ofusca la confusión térmica? Acercate pues.
Sentate a esperar a que vuelva tu hombre del boliche, para que después de
hacerte el amor puedas recostarte aquietada a esperar el sueño.

(―Olha, tia, cachorrinho‖.)

Seguro que no tarda en llegar, sucio de tierra y cayéndose de borracho; con


su chaqueta de pana negra. Qué virtud para abrazar los olores tiene el rapái -
acaso sos vos la del don de inventarlos-: Olores de hombre, de chacra, de humo,
de cachaza, de otras mujeres; conocés cada uno de esos olores, ¿verdad? Se te
meten por la nariz hasta dónde, y debemos suponer que te duelen.

(―Maria!‖. La niña no escucha. ―Sai daí, menina!‖.)

Apagá el cigarrillo, María. Levantate y cedele el cajón de tomates para que


se siente. Trae una botellita de cachaza en la mano, y un trozo de carne envuelto
en papel de diario en la otra. Encendele el cigarrilo.
¿Temblás? Está parado ahí, junto a vos, fumando con parimonia. Qué tosco
que es, de gestos de expresiones; pero te gusta su piel morena, su corpulencia,
ese halo de virilidad que lo envuelve, que lo torna desgarradoramente atractivo
para vos, porque le temés, porque te deleitás en ese temor. Por eso todavía le
sonreís y le coqueteas sin hacerlo, como lo hacías cuando aún eras llena de
gracia.
(―Não morde eu, cachorrinho. Cachorrinho bonito‖.)

Cuando tu mamá encargó tu cuidado a tus tíos hacendados, la familia de


Valdir llevaba tres generaciones trabajando en el cafetal. Vos no lo sabés, pero
apenas él te vio decidió que le pertenecías. Qué placer mirar las piernas morenas
llenas de carne debajo de tu alborotada pollera de adolescente. Había sido que
desde entonces ya te trataba con desdén, y su cortejo se limitaba a alguna
obscenidad al oído; sólo de paso.
Aquella tarde, todos, menos vos, se fueron a la feria. ¿Te arrastró o no sin
hacerlo hasta detrás de las porquerizas?
Y desde entonces, después del correspondiente desarraigo, permanecés en
el encierro de esta sombría choza, en la que había vivido la gente de Valdir a lo
largo de tantas existencias. María la sumisa. María la obediente.

―Vou buscar agua para tomar banho –balbuceó apenas Valdir, y le tiró el
paquete―. Prepare esta carne para mim, mulher.
―Não vai dar pra assar nada com esse fogo de merda.

(―Não toca nele, menina!‖, la niña alargó la mano. ―Ele é louco! O cachorro
louco vai te morder!‖.)

Te mira en silencio. Se le adivina la ira en los ojos oblicuos. Ya se escuchan


los ladridos. ¿Qué va a hacer? Sí, en silencio. Tira el cigarrillo al suelo, después
de darle un último chupo, y apaga la colilla con la suela del botín. Con un gesto
te aparta de su camino y de un viejo ropero, haciendo un estrépito ofensivo, saca
una botellita de alcohol y la coloca sobre el tablón; la destapa, y enciende una
hoja de diario.

―Vai assar aqui –le dijo.

Te quitó el paquete, lo desenvolvió, ¿verdad?, y con un cuchillo clavó la


carne. Lo veo arrastrándote, María, hasta el tablón, poniéndote el cuchillo en la
mano, oh devota. No sé qué sentir. Poné la carne sobre la botella, con cuidado.
Cuidado con el fuego. Encendé la llama azul del etil para que la sangre que se
deje gotear de la carne chisporrotee.
Cómo brillan las salpicaduras, apenas Valdir sale hacia el arroyo balde en
mano. ¿Imitan tus niños a cerdos despavoridos? Cómo te inflamás, mujer. Y
Valdir es una sombra inmóvil sobre el agua.
el demonio es una dinamita
la flama verde-azul tallará la piedra
en el río, algo se evapora, pero la condensación es segura
el demonio es un perro loco reconstruyendo la lesión
se corre hacia el matorral sin sospechar el acantilado allende
es un (a)salto
Cuando Valdir vuelve del arroyo con el agua para su baño y te encuentra,
María, contorsionándote en el suelo, con medio cuerpo aún en llamas, con esa
expresión de mal sueño, de bostezo de no acabar, ordena a los niños que se
vayan a acostar; te apaga el fuego de flamas verde-azules con el agua helada del
arroyo. Incorporate, vestite pues.

―Se vista, mulher, vou levá-la ao médico.

Tu ropa al cuerpo, fundida a tu piel. ¿Y la piel de Valdir? ¿Tiembla acaso?


¿Y su cara?: Media expresión de compasión sin huella de culpa. Ahí tenés la
remera vieja con la que te secaste el sudor…
Azuzalos, María. Llorálos. Despertá a los fantasmas que te han perseguido
desde que tenías cinco años, cuando un perro loco te mordió en la cabeza y que
las gracias de Pumbagira sosegaron. He de sospechar que te arde el alcohol por
debajo de la piel y me perturba verte temblar como energúmena.

―Mas eu não vou levar a minha mulher pro médico sem calcinha ―dijo
Valdir, después de inspeccionarla.

¿Escuchás acaso lo que te dice? Si apenas te movés, si la remera se adhirió


a tus heridas y convulsionás cada vez que se despega… Más fuerte te va a hablar
el rebencazo, y te va a limpiar la sangre y la piel de media pierna esta bombacha
que como un filoso alambre te va a cortar las caderas.
Polvorientos terraplenes. La suma del polvo y la oscuridad te hace una
máscara con dos húmedos surcos en la cara.

―Mas, o que é que fizeram com a senhora, meu Deus –dijo el doctor.

Valdir está gastando los cruzeiros para tus medicinas en la cachaza


caliente de un boliche del pueblo. Cuando haya gastado todo el dinero, se subirá
a la camioneta y levantará polvo camino a tu casa. Cuando llegue, regará con sus
orines el desmirriado laurel. Y el foco de la casa, que siempre está encendido, le
mostrará solo en la habitación: Los niños habrán desaparecido.

Dormís, ¿verdad?, en la placidez de este cuartito blanco. Aun acostada te


sentís levantada. Ahora estás caminando por los pasillos, cuyas lumbres y olores
te confunden a tal punto que te arrancás gritos. No sabés dónde estás. Salís a la
calle y el aire matinal del pueblo te turba. Han desaparecido los dolores de las
quemaduras, reemplazados por el recuerdo del dolor de la mordida del perro loco,
que te dejara loca, incendiando tu conciencia con los demonios.
Com oito anos, um cachorro mordeu na minha cabeça. Daí pra cá, eu perdi a
parte da minha memória. Aí, se eu estivesse, em comparação, esse lado aí, parece
que yo tava acá. E então yo perdia. Si eu estivesse num lugar yo perdia. Daí foi.
Depois foi passando, yo ia, mi hermana me retava por isso. Foi. Depois yo me
casei, daí mi marido também riu muito de mim, porque no sabia que eu tinha esse
probrema. Yo cheguei em Nova Prata, aí não sabia onde estava; aí yo disse “Onde
nos estamos?”, e ele riu, disse “Ay!”, pensou que yo era uma pessoa que não sabia
nada. Aí eu chorei muito, chorei muito aí àquela hora porque me deu vergonha. Aí
cheguei em casa e meu pai disse pra ele “Vo no sabía do probrema dela?“, ele falou
“Não, ela nunca me contou”. “Ela perde a memória e não sabe aonde está”.
María, te arrastran los demonios. Te levantan los vapores escupidos por el
suelo. María, envuelta en una tormenta de polvo que te empuja, te encierra en su
abrazo y te sacude en una destartalada carrocería. Al sur. Mombyry.
maria estava aqui...
maria que está lá.
maria não se encontra,
não sabe onde está.
lalaia laia laia...
4

Desde donde están sentados, un extraño colorido en la corteza de un árbol


atrae la atención de Gabriel: Enormes orugas verde-amarilas parecen
hipnotizarlos.
Se acercan a observarlas y, sin expresión alguna, y sin ahorrar tiempo,
cada uno toma una y la guarda en su mano; cada músculo, cada palmo de sus
cuerpos tiembla con placer cuando las pupas se les pegan a los dedos. Les atraen
en demasía: Un ansia nueva que necesita ser saciada; pequeñas cornucopias
colgadas del meñique. Entonces, es el calor excepcional, y la energía tan grande,
y la rabia y el deseo de todo; y el miedo y el arrojo. Cada crisálida, cada unicornio
sensitivo.
Como cuando los capullos se abren para dar paso a las mariposas que
aletean levantando un polvillo fino, alguien se desviste y se viste de otra cosa: De
otro.
5

Kuehe ja chevare’aitereí jepéma. Haimete ikuami che resa vare’águi, chera’a.


Priméro, apu’ã voi tárde ha aha amba’apo arambosa’ỹre. Amoite emprésape ajorá
chupe terere; upéi asaje katu aha séntrope, ni mil guarani ndarekói ha ndakarúima
voi; ko-éste dia katu ka’aru putũma aguahẽ ógape, namerendái, ne’ĩra ni asena ha
omokõ jeýma hína. Mama ojepy’apyeterei cherehe: “Nde nderekarúi, nemitã’i,
ndejagarráta anorexia hína!”, he’imi chéve aje’i, hetaitereími apuka.
Kuehe ambue ja ikachiãietereíntema la ojehúva chéve. Añeno ake, ajéa, ha
upéi ahendu mama he’irõ chéve apu’ã haguã: “Apu’ãtama” ha’e chupe… Apáy,
ajéa, ha ahendu fávricaygua ijayvurõ hína, “ja’órama” ha’e che jupe. Amaña relópe
ha ahecha la ócho. “Nderakóre”, ha’e. A-avri porã la che resa ha ahecha
pytũgueteriha, ha che morrenegaiterei, si che ko ko’emba riréma apu’ãjipi. “Oĩ vai
la nde óra”, ha’e mamápe. Ajagarrá che selular ahecha haguã mba’e órapa, ha la
ócho he’i avei. “Mba’éiko la oikopáva”, ha’e che ryepýpe. Upémarõ
“Ndetavýmaiko”, he’i chéve mama. “Mba’ére la voieterei che mombáy? Ha máva la
okambiapáva la óra?”. “Ndejareĩ vaieterei jepéma, nemitã’i”, he’i chéve mama.
“Néipy tereho ekaru chéve, ne mba’e sa’yju!”. Había sido che aju la che trabajohái
raka’e ha añeno ake, apu’ãmarõ la séi kuéra aimo’ã pyharevéma ra’e. Ko’ãgaite
peve cheja’óiti mama.
El humedal... El canal conduce y transparenta toda el agua del pantano; la que
sobra será absorbida por coníferas; cientos de pinos que crecen vigorosamente,
sin stop.
6

―¡Yo le vi! ¡Yo le vi!


Los menudos pies descalzos se atropellan para salir primero del gran
baldío, para llegar primero a casa.
―¡Yo le vi más primero! ―dice uno eufórico, con los ojos arregazados de
miedo.
―¡Macanada lo que decís…! ¡A mí me aulló más antes!
―El Luisón no aúlla, ¡nde tavýcho! Medio llora nomás, o sino katu medio
canta. Así, mirá: ¡Ay, ay, úy, úy…!
Los pies corren destempladamente el tape-po’i a cuyas orillas se levantan
murallas de grises chircas, cerrándose como un crujiente techo sobre sus
cabezas. El plás-plás de pies despierta a un ynambu-guasu dormido cuyo aleteo
pone a gritar a los mita’i que, aun conociendo bien el revoloteo detrás de ellos, se
aúllan los unos a los otros que ―es el Luisón‖, que se ha convertido en hombre-
pájaro, ―cháke ndejagarráta!‖.
Salen a la calle y, saltando un alambrado, cruzando un patio ajeno, salen a
otra calle en medio de la cual se levanta incongruente un enorme mango; se
detienen para respirar debajo de su sombra nocturna, y no pierden la
oportunidad de arrancar algunos frutos verdes, para protección. Tiemblan y
respiran, y el miedo y la emoción les inflan de regocijo.
―¿Escucharon? ―pregunta uno casi a los gritos―. ¡Cháke, ahí viene! ―y
sobre un raquítico perro negro de facciones criminales llueven los mangos
verdes―. ¡Néipy, Luisón! ¡Fuera-ke! ―juntando los labios le lanzan espantosos
besos repelentes, más dolorosos que clavos en la audición canina.
Antonio corre el cerrojo del portoncito de madera con todo cuidado para
que en su casa no se despierten. Entra a su pieza por la ventana, enciende la
linterna para mirarse en el espejo. Esta noche el cielo sonríe en su solo diente de
luna llena. Antonio se desviste, sonríe para sí mismo en el espejo, y se acuesta
sonriendo en la cama; se saca la tierra de cementerio de las uñas, con las uñas,
que son diez pequeñas sonrisas dactilares.
Sonriendo lo encuentra su mamá en la mañana, con las sábanas sucias de
tierra negra.
―¡Qué piko te pasó en tu lomo, che memby? ―inquiere temblorosa ña
Pastorina―. ¿Quién piko te pegaron?
Durante sus primeros años, su madre y sus hermanas le habían tributado
a Antonio tantos decoros. A Antonio, como es de esperar después de tanto mimo,
le floreció la vanidad, y cumplidos los quince años estaba más que probado que
no serviría para las faenas de esa campaña suburbana. Las mayoras, junto con
Ceferino, un criadito que por el derecho a una litera y a un plato en la mesa
realizaba todo tipo de labores, ponían en la mesa.
Si bien eran en cierta forma amigos, Ceferino creció junto a Antonio con
una envidia de hijo bastardo. Él debía realizar todas las faenas, mientras el
patroncito se regodeaba con la sola sonrisa de siempre. Fue Ceferino quien,
movido por un sutil deseo de venganza, le señaló a ña Pastorina ciertas
particularidades de su hijo, que por la convivencia diaria pudieron haber pasado
desapercibidas, o por quién sabe qué cosas…
―Siete ramo nemembykuña ndaje la ségtima bruja… Kuimba’e memérõ
katu la nememby ndaje el ségtimo Luisõ… Pero nde membykuimba’e ndesalva,
ña Pastorina, porque o si no…
Y a ña Pastorina se le revolvió la yerba en el estómago, y se le revolvieron
las ―malas ideas‖ en la cabeza; después de corroborar por quién sabe qué medios
ciertos hábitos perreros de su criadito, lo echó de la casa con la ropa que traía
encima: Como había entrado.
Mate cíclico. Sorber con pasión, potenciar el rebelarse contra la fuerza de una
prescripción que atenta contra la propia especie. Desatar la propia ira, contra
el otro, en la forma de una devoción singular. Ceferino y Antonio, compinches de
la noche, rebeldes satánicos.
La perspicaz vecina, que con astucia y olfato zorrino persigue el chisme, su
presa nutritiva, se da inquisidora cita en casa de ña Pastorina, para fisgonear,
para pagar sus penitencias con sufrimiento ajeno. Fingiendo malestar aplaude en
el portón y pide un poco de agua.
―Mba’éichapa, doña… Ndaikuaái ngo mba’épa la ojehupáva chéve… Che
akãjere lénto ngo… ―y antes de terminar de tomarse el agua aprovecha para
preguntar por Antonio… -upe nememby karia’y porãite.
Y ña Pastorina, a la que se le notan los quebrantos en la cara, se vale de
tan oportuno examen para desahogarse al mejor estilo de víctima:
―Áina… Che preokupa katu hína la che memby… Amalisia pyhare
oñembuepoti.
―¡Es posible! ―apretados los ojos oblicuos, y con sutileza -Ilómope pio?
Ña Pastorina asintiendo extrañada, y la vecina santiguándose,
despidiéndose con una cara de Póra satisfecho.

Luna nueva, luna creciente, luna llena, cuarto menguante, y los perros
compiten en la distancia por rendirle las más agudas serenatas. Antonio,
recostado contra la planta de mango, esperando la hora de regodearse en medio
de tanto muerto. Cruza el patio ajeno con lentitud, esperando que una horda de
linternas y machetes se aleje. Se toca la cabeza riéndose, salta el alambrado y
sale a la otra calle. Transita con cierta complacencia el chircal, con una mano en
el bolsillo y con un cigarrillo en la otra, riéndose del caso ése del Luisón que
promueve concilios nocturnos.
Entra al cementerio y –no hay cómo negar que hay algo de perruno en su
fisonomía- se desliza en cuatro patas hasta su panteón querido, se quita los
zapatos y se desabrocha uno o dos botones, para tenderse junto al cuerpo del
sepulturero que duerme semidifunto: Ceferino.
―¡Guá!

Ceferino no tuvo que buscar mucho. La noche en que lo despidieron se


refugió en el cementerio, y en el cementerio le dieron un colchón y una pala, y
cinco mil’i, diez mil’i a cambio de unas paladas. Ceferino era un misterio difícil de
escrutar; jamás volvió a salir del cementerio, o no se lo vio salir.
Surgieron las primeras señales de una aparición maldita. Panteones
removidos, por todos lados, ¡maldito castigo! Los ancestros de las beatas, ¡con
sus huesos saludando a la luna! Los de ña Pastorina, esparcidos de noche por el
Luisón, recogidos por Ceferino de día.
Las palmas en el portón despiertan a ña Pastorina de su sueño.
―¿Quién son?
―¡Luisón! ―la respuesta del coro es rematada con una carcajada.
Se viste como puede y se calza las zapatillas. Enciende la luz de la sala y
antes de abrir la puerta intuye la razón de la visita.
―Rehecháma pa la jasy, ña Pastorina?
―Pemongaraíma la pende vála? ―atina a preguntar, y al recibir afirmación
agrega ―La madre-ko siempre oikuaa… La madre-ko siempre sabe…

Antonio le toca un hombro a Ceferino y éste responde con un leve gemido


que aquél interpreta como reproche por perturbar su sueño. Qué importa, con
ese asunto del Luisón no aparecerá nadie para molestarles: Ni excéntricos, ni
enamorados; así que hay tiempo. Enciende un cigarrillo y trata de acomodarse
mejor en el frío e incómodo piso del panteón.
Contempla las formas que la humedad dibuja en el techo de hormigón del
panteoncito y se pone a pensar en las prácticas de Ceferino. Ahora, hermanados
más que nunca, vejan a las beatas con el cuento. Él se arrodilla a rezar los
rosarios con ellas a las tres de la tarde, y a las tres de la mañana, en el panteón,
son otras genuflexiones… Recostado, cierra los ojos y se duerme un poco
también.

―Chediskulpákena, ña Pastorína! Ndaha’éi raka’e la nememby…


¡Chediskulpákena!
Y las gargantas llevándose el aire para dentro ―Hí‖, más adentro, como si
les faltara aliento ―Hííí‖. Como un asmático, ―Hííí‖. ―Hííí‖. ―Che Dio…‖.
―Ceferino mbora’e…
La séptima bala de plata. El cuadrúpedo se arrastra sobre los codos, y gime. La
punta de un pindo karai le araña el culo. Él voltea para verse y se siente
desnudo. Está desnudo y se acuesta: Oke-mano.
Algo húmedo, primero tibio, luego cada vez más frío, despierta a Antonio.
Se mueve incómodo sobre el piso pedroso. ―Ceferino… ¿Qué-iko te pasa,
Ceferino? ¡Ceferino!‖. Se despiertan los perros que corean un aullido solo.
Antonio transita tambaleando el breve camino hacia el chircal, y lo cruza
llorando a los gritos –su llanto es más bien un aullido-; cruza la calle, el
alambrado, el patio ajeno, y, ya alcanzando la planta de mango, se echa en cuatro
patas, se arrastra hasta ella y se pone a lamer la sangre de sus ancas. Su madre,
que lo esperaba en el portón de la casa, lo ve a lo lejos, corre a su encuentro, y lo
estrecha entre sus brazos.
―¡Ohasáiko nerakambykuáipi, che memby? ¡Ohasáááiko
nerakambykuáááipiii!
La gran moto-pala transportó la tierra necesaria para nivelar el surco, clavando
su cuchara en las partes más elevadas, desapareciéndolas para reaparecerlas en
el lecho seco. La rascadora pasó varias veces con sus afiladas cuchillas sobre
el arroyo enterrado; después fue el turno de martillos y niveladoras.
7

Entonces, hubo que buscar ornamentos para aquello deshecho. El peso del
calor, el insoportable peso del cuerpo húmedo de sudor. La piel salobre de César
resaltaba los visos de los pelillos de sus piernas sobre las que Miguel tenía fijos
los ojos.
―Si por lo menos había algo para hacer…
El destartalado ventilador les aturdía con sus chirridos. César estaba
cayéndose de sueño, aburridísimo y Miguel barajaba los naipes. Le frotó una
pierna.
―Mirá un poco, estás todo sudado.
―Y ese tu ventilador lo que no anda.
―Si por lo menos había algo para hacer…
(Sí, la piel salobre…) Porque qué del partidito sobre el empedrado, ni qué
palo cruzado. Ni baldíos. Todo amurallado.
―Si por lo menos había algo para hacer…
Al atardecer solían sentarse a la vera de la calle a lanzar piropos a las
chicas que pasaban, y cuando caía la noche jugaban a las escondidas entre los
latones de basura y los ligustros, en la calle. Se sentaban a tomar tereré bajo la
luna y las estrellas opacadas, narrando casos que también se iban apagando,
poco a poco.
A veces se metían a algún remanente de monte, para fumar a escondidas
sus primeros cigarrillos; pero pronto el pucho encontró aquiescencia en el
deambular callejero. La noche, su casa segura, su pido, su tambo…
―Algún día te voy a llevar al depósito para mostrarte el nicho de Antonio.
―¿Enserio?
―Sí.
―Qué calidad.

(Si por lo menos hubiera otra cosa…)


8

Había sido que ahora vivís acá, María. Arrastrás las tablas y tus hijos no
quieren ayudarte: Estás levantando una pequeña habitación en el patio del fondo,
¡vos misma!
La visita de ña Martina no es de bienvenida.
―Kuña ojogapóva ndoguerúi mba’e porã. Ndépa, che áma, mba’e hína la
nerembiapo.
Vos no sabés quién es, pero sí que la conocés: No escuchás.
―Julio, Julia! Não vai pra longe, seus demônio!
Ellos no pierden tiempo, ¿no? Los mita’i, que saben portugués, le
preguntan a Julio si ―lá onde você morava os piás sabiam jogar bola tão bem
quanto agente?‖. ―Che amoite la túa ha ko’ápe avei, ha axugavaipaitéta
penderehe, peẽ arruinado!‖.
Un mostrador, un refrigerador y una mesa de billar; y al rato nomás, la
afluencia en tu casa. Y las señoras de rosario asiduo no le dieron espacio al
tiempo.
Vos: Impasible ante las habladurías. Pasás tus largas siestas sentada bajo
el limonero, arrancándoles piojos a tus hijos, o tomando tereré. En el sigilo de las
tardes, antes de que la noche se asiente, vienen a visitarte tus amigas, con las
que, desde que te has mudado, ideás un acuerdo.
No mostrás tus piernas rugosas, marcadas por el fuego, pero sí que las
sabés abrir en la oscuridad; a los de lengua habilidosa, caricia precisa. Pero,
hasta ahora, la noche no te ha regalado sino púberes torpes y hambrientos.
-Oh, María!
Ellos no han venido antes. Los mirás con un lado de la cara, después con el
otro, y te tocás el pelo. Pasaron por un azar frente a tu casa, entraron vacilantes,
curiosos, y se sentaron en los sillones de cables flojos.
Sus nombres te resultan simpáticos en castellano. Te esforzás por
pronunciarlos correctamente, pero ni siquiera podés acerlo en portugués: ―Nerso,
Grabiel, Minguel, Cerso‖. ―No, César‖. ―Cerso‖.
Son muy conversadores, te caen bien. A ver, decíles:
―Vocês é como se fosse meus filho.
En la sala, los sofás descocidos, y una mesa. La puerta vieja, colocada a
modo de balcón, hace de bar; el foco ilumina la habitación con su luz amarillenta,
y por las noches los insectos proyectan su sombra contra las paredes cuando
tratan de alcanzarla; en las paredes, pósters de cantantes y conjuntos tan viejos
como desconocidos para tus visitantes.
Vos no tenés más ropa que ese gastado vaquero ajustado de cintura alta
que comprime tu cuerpo flácido; la misma blusa roja, que aunque sea otra, es
siempre la misma; el pelo negro, rizado, con algunas pelusas blancas, y los labios
rojos son una flor colocada sobre esa negra gamuza.
tocar tambo y estar en casa
tocar una mano en la oscuridad
tocar el labio ajeno con los dedos
tocarse
tocarse, también, uno mismo
1, 2, 3...
cerrar los ojos y aguardar con ansia
6, 7...
cerrar los ojos y esperar,
ansiar que llegue el tiempo
ese tiempo-como-rueda-de-bicicleta-chocada
que gire sobre el eje inmóvil
esa hora-de-rosario-reiterativo
cerrar los ojos y aguantar casi
que llegue ya
9, ¡10!
¡acuzado!
¡tambo!
9

―¿Quién pio lo que llora? ¿Ustedes no escuchan?


―Sí, yo hace rato ya que escuché pero pensé que era un perrito o qué.
―¿Quién está ahí, María.
―É a Julia. Ontem eu levei ela pra farmácia e a moça falou que se a dor não
parasse eu tinha que levar ela pro hospital porque pode ser que ela tenha um
probrema do coração. Mas, como que eu vou levar ela pro hospital? Eu não tenho
dinhero pra levar ela pro hospital, e eu nem sei como ir pra lá. Eu sou burra,
burra mesmo. Minha cabeça e que nem a cabeça duma criança de cinco anos. Se
a minha filha ficar doente ela morre por minha culpa. Eu não vou me perdoar se
isso acontecer. Eu sou burra. Eu não posso ir nem pro centro que eu já me perco.
A minha cabeça e que nem a cabeça duma criança de cinco anos. Eu tenho esse
probrema por causa que um cachorro me mordeu na cabeça quando eu era bem
pequena e daí que eu fiquei assim. Eu não sei que é que eu vou fazer. O irmão
dela falou que ia levar ela pra Foz pra ver se lá eles não cuidavam dela mais nem
telefone eu tenho dele. Se a minha filha morrer eu morro. Eu não quero mais
viver! Eu não quero mais viver! Eu pra mim ela é tudo, que mais que eu vou
querer da vida se a minha filha morrer? Eu sou burra, sou burra. Minha cabeça é
que nem a cabeça duma criança de cinco anos, por causa que um cachorro me
mordeu na cabeça quando eu era bem pequena.
10

El sol entró a la pieza por la ventana, y despertó a César con un dolor de


cabeza. César se sentó al borde de la cama y tosió el polvo que había tragado en
la noche anterior. El polvo, mezclado a su saliva, se hizo barro en su boca; César
sintió náuseas. Sus ojos se resistían a abrirse, pero las patadas en su estómago
eran fuertes; buscó a tientas una toalla para cubrirse, se envolvió con ella
sujetándola con las manos a la cintura y se fue a buscar el vómito, de rodillas en
el inodoro.
La noche anterior había sido de descontrol. Primero, las ganas de
divertirse, o de alegrarse –no sabían bien- sin importar cómo –sin saber bien
cómo, porque hacía tiempo que no-: Mucho alcohol. Luego, fue como abrir los
brazos para frenar una caída al vacío.
Tenía que llover la noche anterior; pero ya no llovió. El polvo empezó a
bailar en torno de los muchachos, y cuando ya nadie tenía dominio sobre sí, los
envolvió por completo.
Había qué hacer antes; pero ya no había. La lluvia terminó por ir a limpiar
otras caras, y los días siguientes, serían de sequía.

Nelson se desata los championes nuevos y los golpea uno contra el otro,
crea una nube de polvo que arranca toses a César, Gabriel y Miguel. La remera
verde de César parece almidonada, y los cabellos de Gabriel están hechos un
negro seto, sucio e impenetrable.
El polvo es tedio, y no le espanta el gruñir del amenazo –que es plagueo de
vieja, que es rosario-.
Unos tipos se están emborrachando mientras juegan billar. De vez en
cuando, alguno que otro toma a María del brazo, y la obliga a refregarse contra él,
apretándola contra su regazo y sus vaqueros sucios, simulando bailar. Miguel los
observa inmóvil; siente tanto miedo, quiere huir. Recuerda las recomendaciones
de su madre, de las señoras del rosario, y sale sin ser notado por sus amigos.
Sale para recluirse en la seguridad de la calle limpia e iluminada de su casa.
―Maria, traz uma cerveja pra agente.
Los sábados de noche eran de vino, eran de cerveza; terminaron por ser de
caña; las rodillas y las palmas de las manos recorrieron empedrados, recorrieron
terraplenes; los jóvenes lomos se acostaron sobre pastos húmedos de rocío, sobre
tierra húmeda de orines, y terminaron lomos viejos, tirados en cualquier lugar,
los sábados de noche.

César se miró en el espejo y no se encontró; encontró un ojo morado que no


conocía, encontró una mueca amarga –sintió el gusto agrio del vómito en su
lengua-, encontró sus poros taponados por el polvo, encontró su piel
resquebrajada como tierra seca; sintió algo raro en su cabeza, no encontró su
pelo. César aguzó la mirada, se buscó en el espejo. César no encontró su cara.
Volvió a acostarse. Volvió a despertarle el sol, besándole la cara. Se tapó
como pudo y se destapó tratando de escapar de su sudor que sumado al polvo no
le dejaba respirar.
―Empu’ãma chéve, César!
Era como si le gritaran al oído. César se contorsionaba en la cama,
aturdido por los bramidos del león; quería que le olvidaran y le dejaran dormir
para siempre. Ña Estela llamó a la puerta de su pieza con insistencia, acabó por
llamar a patadas, y César no tuvo más opción que levantarse para evitarse el
griterío. Se fue al baño, donde se dio una ducha y se tomó cuanta agua pudo
para matar la sed que era una esponja en sus adentros.
―Esẽma chéve váñogui, César! Opáta hína la y!
―Mba’e piko opáta!

―¿Qué me pasó en mi cabeza? ¿Quién me quemó mi cabello?


―No sé, César. Nadie se acuerda de nada.
―¿Y quién me pegó por mi ojo?
―Nadie se acuerda, César. No sé nada.
―¿Y entonces por qué me mirás como si fuera que querés pegarme en el
otro ojo?
―No me acuerdo.

Gabriel apenas puede mantener los ojos abiertos, y no puede mantener la


boca cerrada. Nelson se caga de risa, y cuando se para sobre la destartalada
mesa y salpica a César con cerveza, éste finge estar en el arroyo y le prende un
zapatazo al mono.
Los tipos de la mesa de billar se les acercan. Ya no hay tanta risa, hay
cierto miedo y hay complacencia. Les dan vuelta y les zarandean, les tienen como
marionetas, les tiran, les abofetean y se burlan de ellos… Son como tres botellas
girando en la ronda de verdad o consecuencia; tres botellas que tras detenerse,
reciben su premio, su castigo, y vuelven a girar… Gabriel se sabe molesto, pero
finge estar dormido, y termina durmiéndose; Nelson no deja de sonreír; y César
está tirado en el suelo con la ropa rota y el pelo chamuscado.
11

Esa aguja luminosa al ras del horizonte, ensanchándose. Ko’ẽju. Arrastrás


los championes gastadísimos, vestidos como pantuflas. Ese frío mugriento te
empapa la piel y los cabellos. Tus pulmones chillan entrecortadamente. Vos
caminás sin separar demasiado las piernas –a veces un pie se te mete delante del
otro, y para evitar un tropezón, y el polvo lijándote la cara, y las piedritas
cortándote la frente, los separás rápidamente, con torpeza-. El cuerpo no te
responde como habrías deseado y, cuando tratás de equilibrarte, acabás
doblando una rodilla hasta tocar el suelo, o te movés sin control hacia un costado
hasta toparte con un quinchado o una muralla.
Cuidás siempre de no lastimar a la cachorra que llevás en brazos. Cerrás
los ojos y la boca seca se te humedece, casi volás, escuchando sus respiraciones,
sintiendo sus temblores sobre tu pecho. Y avanzás varios metros, así,
circunstancialmente ciego. Nada te importuna.
Semidesnudo, con la remera a modo de tapabocas anudada a la nuca para
no respirar el aire denso y polvoriento. Tu remera se ha teñido de polvo, y todo
vos sos polvareda ambulante, muchacho.
Te esperan en el portón. Te agarrás del portón para no caer y vestís a la
cachorra con la remera. De tu galimatías impreciso lo único comprensible es que
la perra es la única que te quiere.
¿Es el polvo el que te enmudece progresivamente? Cuánto has pasado con
la expresión contemplativa, limitándote a sonreír o a hacer muecas de
repugnancia. Demasiada injuria debería ser para que escupieras alguna
maldición; siempre volvés a tus recogimientos, a tus contemplaciones.
Demasiado polvo para mirar allende.

Cuando ña Ana abrió la puerta de la pieza de Gabriel se vio abrazada por


las pestilencias en las que resultaban la mierda de perro, y los pies y la boca de
su hijo. Se tapó la boca y la nariz con una mano mientras que con la otra se abría
paso hasta la cama cerrando cajones y puertas, apartando el ventilador de su
lado y pateando zapatos y ropa sucia. Gabriel dijo que la odiaba, y ña Ana creía
que ese odio era razonable. Cerró la puerta, y se fue a llorar en el baño, con toda
el agua derramándose.

Las lamidas de la perra te despertaron, Gabriel. La acariciás. Cómo le


querés. Contemplás, conmovido por quién sabe qué, sus ojos negros y tristes.
Con ella has de compartir noche, cama y frazada; plato de comida, saliva. Tu
mamá le cela a la perra, querés más al animal que a la vieja.
―Ndaipotái pejagua kotýpe! –gritaba ña Ana. Pero Gabriel no hacía caso a
sus reclamos, y se encerraba en la pieza con su perra.
Besos de lengua. Para vos vaso aparte, ch’amigo. Ajépa nde puérko, nde. La
perra también aprendió a tomar cerveza. La perra también aprendió que para
Gabriel era humana, y saltaban, ladraban, estornudaban y tomaban cerveza,
moviendo la colita, porque Gabriel…

Te dirigís a tu casa. El cielo se va cubriendo de nubes, pero su carga de


lluvias pasa demasiado alto. En el portón te espera la enorme bestia cuadrúpeda,
moviendo la cola como atacada por lombrices. La cargás en tus brazos y casi se te
cae encima; entrás a la casa. Ña Ana te reprocha la hora de llegada, pero no le
hacés caso. Te sentás en el suelo y le das un profundo beso a la perra.
revestirte
depósito de su apego
falsificarte y amarte sin frenos
porque amar afuera le cuesta
porque desaprendió a amar
¡a correr!
¡a jugar a la pelota!
regalarle tus ojos
con aguas-como-calientes
y ese beso,
y esa lengua...
la cadencia de tu respiación dormida lo rescata a veces,
mucho más que el respiro despierto de una madre
¡a no morirse!
¡a jugar al salvavidas!
mover la cola y correr tras él saltado,
y gemir y aullarle
darle esa esperanza
12

La calle sin salida daba a mi casa. Salí sin avisar con mi guitarra a cuestas.
Caminé un rato al azar por las calles iluminadas hasta que de pronto crucé el
umbral de lo pulcro y entré a la oscuridad de una calle periférica –con la que la
comisión vecinal había sido totalmente negligente-. Ese lugar era un poco
desagradable -el humo de basuras quemadas persistía en el aire-, pero no había
cómo decir que no era un respiro.
Había ladeado la iglesia con sigilo, no fuera que me viera alguien; tras
cruzar el parque de inmensos yvyra pytã, di con el terraplén que mis pies hacía
tiempo no transitaban; ahora, de noche, el terraplén era un tránsito desconocido
para mí.
Poca gente parecía estar despierta a esa hora. Las ventanas permanecían
cerradas, oscuras. Afiné el paso y seguí, esperanzado algo. Al costado de la tierra
roja se levantaban pastizales y algunos arbustos que proyectaban su sombra
contra el suelo en multitud de formas que de pronto me causaron impresión. Por
aquí se sentía el olor del monte, o un resquicio.
Daba la impresión de que el mismo barrio era muchos, con límites
imprecisos. Así lo sentí: Un vecino podía estar en la casa de junto, o a diez
cuadras de distancia; quién sabe. Entonces, los barrios también podrían
distinguirse unos de otros por la imponencia o humildad de las fachadas, por la
lengua hablada por sus habitantes, por la forma de fumar un cigarrillo o el
empleo del tiempo libre.
Definitivamente, por aquí las cosas eran distintas. No era la uniformidad de
mi barrio, la pulcritud. Ahí era la calle bifurcada que ofrecía la posibilidad de
escoger el mal camino.
A la distancia distinguí las risotadas de mis amigos. Entré sin esperar el
estrépito de aplausos y chiflidos de bienvenida. Me sacaron la guitarra, me
sentaron en una silla de madera. Yo pedí un cigarrillo y el vaso de cerveza me
alcanzó y se lo pasé a César, que estaba a mi lado. Todo el pequeño salón,
iluminado por un foco de luces amarillas, se encendió de otros resplandores.
Nos conocíamos de niños, desde una tarde de calor insoportable cuando las
casas hechas hornos obligaron a la gente a darse cita en la placita para
protegerse del calor bajo la sombra de algunos de los pocos árboles del barrio. Yo
no era alocado, ni de farras, ni de pernoctadas, pero, agobiado, había salido en
busca de las alegrías, que, intuí, estarían por acá. El terraplén total,
inconmensurable, empezaba cerca de la casa de María, y más al fondo…
empezaban qué cosas.
un alambrado.
unos de un lado,
los otros del otro
(y los otros del otro).
reclusión
por encima de todos
insaciables
aceites plásticos transforman su densidad
para dejarse gotear a profundidades extrañas
para, por lo menos un rato,
ser un poco agua también.
César extendió sus brazos desnudos sobre la mesa del boliche en cuyos
grasientos manteles de plástico se mezclaban ceniza de cigarrillos, migajas de
pan y cerveza derramada. Sus miembros musculosos fueron motivo de elogios por
parte de la moza. Elogios revestidos de burla los de Nelson, que daba brincos y
aplaudía; quiso medir su fuerza en una pulseada, y retrocedió ante la sola
potencia del apretón de la mano de César. ―Ndepo ojopyhápe jarepilláma
imbareteha‖.
―Yo también quiero probar tu fuerza –dijo Gabriel, que estaba sentado solo,
recostado contra la pared del boliche.
―Y ¿cómo querés probar? –le preguntó César, cerrando los puños y
endureciendo los brazos curtidos, pero el saludo de una muchacha de remera
colorada reventó esa burbuja.
―Hola, muchachos, quería decirles nomás que este domingo es las
elecciones hína y que nos voten. Por nuestra lista hína, punta a punta.
Nelson persuadió a la muchacha para que nos comprasen unas cervezas.
César aplaudió y silbó festivamente; pero Gabriel, que estaba sentado solo, muy
alterado, no bebió de esa botella.
Flores de plástico en un frasco de vidrio lleno de arena. Mantel celeste de
plástico floreado. Cuadro con mensaje bíblico. Cuadro con fotografía de niño
llorando. Alcancía de cerámica con forma de niño vistiendo remera de Cerro
Porteño y pelota. Elefante blanco de porcelana con billete de veinte mil guaraníes.
Calendario. Tres acordes para la composición de una canción.
13

El Malavisión grita tan fuerte que sus ecos reverberan en los oídos de
quienes lo oyen a la distancia trastornando su mente hasta la locura o hasta la
muerte.
En la noche todo suele ser silencio: En silencio las camas en las que
rebullen los cuerpos de los enamorados; en las que los niños gimen por alguna
pesadilla oscura; en las que los abuelos se despeinan los cabellos en una vigilia
persistente. Todo es silencio para dejar que el Malavisión siga con su
―hiiipuuu…‖. Todo es silencio para que su aquelarre de póras coree vivas a la
muerte, loas a lo infame, las glorias a Satán.
Pero esta noche es distinta. En silencio –el silencio de la noche-, los
callados despiertan y abren la boca para cantar. Los cerdos sollozando, las vacas
patalean agonizantes en los piquetes; y novias muestran sus caras lívidas bajo la
transparencia de un arroyo campesino.
Otra historia. Otros se mueren de ira o de terror, o de miedo, al escuchar el
canto sublime de quienes antes andaban mudos, de quienes antes dormían en
silencio.
Un hombre simula bailar con pollera de danza mientras equilibra sobre su
cabeza un supuesto kambuchi roto.
14

Todo un mundo bajo la sombra de los árboles, perseguidos por los


heladeros que hacen sonar sus flautines de pan. Algunos señores cuelgan sus
hamacas de las ramas, señoras se pantallean, y hay un incesante ir y venir de
guampas rebosantes de agua helada.
Agachados, furtivos detrás de unos arbustos, unos muchachos planean
una expedición hasta el arroyo en la propiedad de los Obrist. Miguel, fingiendo
desinterés, se acerca para escuchar lo que dicen, pero no sabe guaraní.
César lo advierte; a pesar de ser su vecino jamás le ha hablado.
―Nde, mita’i, mba’e la re’uséa!
―¡…! –Miguel se queda paralizado.
César titubea, pero le invita a unírseles con un gesto. Miguel titubea, mira
hacia atrás, hacia los costados, y la sonrisa se derrama por todos los bordes.
Cuando se acerca a ellos tropieza con una inoportuna piedra y recibe la
correspondiente lluvia de zumbos.

Tras varios kilómetros de marcha, encabezados por César, llegan a la


estancia y vuelan hasta el arroyo, donde juegan a quién aguanta más tiempo bajo
el agua, a quién orina más lejos, a quién cruza en menor tiempo el arroyo
nadando; y a Miguel le asombra que tan cerca suyo se den tales cosas y que él las
ignorara por tanto tiempo.
El fragor del disparo les obliga a correr desnudos por los pastizales y a
arañarse el lomo con los alambres de púa cuando los trasponen hacia la calle,
donde levantan polvareda que por poco los vuelve invisibles; corren varios cientos
de metros hasta el puente de rollos y se esconden debajo de él; se ríen, se ríen.
Pero Miguel, neófito en estas cuestiones aventureras, no puede correr; ni
siquiera puede hablar, paralizado por un miedo que le hace mojar el agua con
sus orines. El señor Noguera le agarra de un brazo y, de un tirón, lo levanta sobre
sus hombros y lo lleva a su casa: ―Te voy a cortarte tu pilín‖, le dice; y Miguel,
que está hecho un torbellino ciego de sobresaltos, pierde el conocimiento. Lo
vuelve a recobrar en su casa, arrodillado, con los cientos de padrenuestros de
castigo, pero hubiera querido volver a perderlo, o recobrarlo en el arroyo, orinar
tan lejos que todos se asombraran. Qué importa.
15

―¡Miguel!‖. Hacer tronar los dedos con un sordo tric como si se suscitara en
mí una desmesurada fuerza capaz de aplastar guijarros. ―¡Atendeme-na un
poco!‖. Hay que girar la perilla blanca hasta sentir que los molares chocan unos
contra otros, hasta sentir que las encías se liquidifican, hasta que los dientes se
paseen por la lengua; hasta que el zumbido produzca en los oídos un deleitable
dolor.
—¡Qué?
—Minguelito, atendeme-na un poco un rato, che papá.
—Miguel es mi nombre, ña Mercedes.
—Áina, pero yo ningo, cómo se dice…, así de cariño nomás te digo
Minguelito.
—¿Qué pasó?
—Ayer encontré uno tu poesía en el estante de trébol. ¿Quiere ser poeta
piko? Tu papá no ha de querer.
—No le vaya que contar…
—No, yo no le iba luego a decirle nada. A mí ko demasiado luego me gusta
esa cosa, no entiendo nomás demasiado.
—Si no le contás te voy a escribir una poesía, ña Mercedes.
—¿Enserio piko me decís?
Si uno cierra los ojos, cosas pasan. Cuando uno los tiene abiertos puede
leer labios e interpretar lo que quiere decir mamá que está gesticulante junto al
armario, junto a papá que mueve la cabeza; pero si uno los cierra, por el espacio
que dure el medio parpadeo, hay un momento de soledad.

No me gusta. Más antes sí era da gusto, porque era la polleada o sino si-
que había la función, y había la gente. Pero eso era más antes, hace mucho ya.
Cuando sos chiquilina nomás luego lo que te gusta esa cosa, porque tenés tu
candidato, y si no tenés si-que querés tener y dónde más lo que vas a encontrar
por otro lado antes si no es por ahí. O si no en la parroquia o qué. Pero después
no querés saber más de farra. Después pues ya estás para otra cosa ya, para
cuidarle a tu hijo o para atenderle a tu marido y eso. Ramón una vez me llevó en
un boliche, pero ya no me quieeero acordarme más porque después cuando estea
sola voy a querer llorar o qué.
16

Todo tejado ennegrecido por la humedad con su cuota de melancolía, o un


gato arrellanado en el sillón de mimbre del zaguán, siempre puede saber a otra
evocación afectada. Lo mal que se lo pasa uno cuando llueve: hay como una
sonrisa de confabulación en las caras de la gente: un moverse apesadumbrado o
ligero que sabe a dominguillo de cine.
Tales o cuales… ¿por qué serán? Se intuirá que por literatura, que esas
hipocondrías son la herencia de las representaciones, de las exageraciones, de las
idealizaciones, de las sátiras… No sin música, por supuesto. No sin el
acompañamiento eficaz del sonido, como ahora que ―so this is goodbye‖.
Más influjo de tedio sobre el tedio sucesivo. Hoy llueve.
Pero ayer…
Ayer las tablas que estaban calientes después de haber absorbido el calor
del sol a lo largo del día; ásperas, duras, fibrosas, peligrosas, marrones, negras,
rojas, sucias, planas, anchas, torcidas, estrechas, cálidas, áridas, abiertas, para
abrazarlas, dóciles, para pegar la cara contra ellas, y darles golpecitos que
retumben en el oído, suaves, para besarlas y sentir el sabor y el olor de la madera
y de la lluvia, y del polvo y del viento y de los orines; para aspirarlos todos.
Todo es la misma canción.
17

(Y la carga de vómito que quiso explotar en la boca tuvo que ser masticada
y vuelta a tragar; así nomás.)

El viento lo desparrama todo afuera. El naranjo deja llover sus flores sobre
el pasto amarillento. No es posible templanza alguna con ese vaho pegajoso. Todo
lo que hace este viento es traer más calor, y ni esperanza de lluvia.
Tus dos manos sudadas y la guitarra se ven espejadas en el monótono baile
de las hojas del mandiocal y el incesante traqueteo de una destartalada
camioneta que levanta remolinos. Amarilla, la bolsita de hule baila en el aire, tan
alto, inasible tanto.
Concebiste la idea de la canción con cierto afán de compromiso, y ahí estás,
buscando la nota mística en tu entorno para inspirarte; pero es distinta esta
tarde calurosa a la noche en el bar o a ver las burbujitas pegándose a los pelos de
las piernas de César bajo el agua.
Aguzás la audición y escuchás el goteo de la canilla en el lavadero. A veces
creés que sabés lo que tenés que decir, pero no sabés cómo; y a veces otra cosa.
Pensás en César, en el soberano del monte y soberano de otros reinos.
En el tambo, Nelson y Gabriel. Jugar al tuka’ẽ kañy y que haya una casa
donde nadie te pueda hacer daño. O poder pedir pido, un respiro.
Ellos también te quieren, Miguel. Pero no seas tan exigente. ¿De qué
servirá? Eso no importa ahora. Cuando salís de tu casa, cruzás la calle, doblás y
desdoblás, saltás y alcanzás un pajarito muerto, te emborrachás. Estas calles sin
salida.
Apurá pues esa canción, porque hace falta ya. Esta canción también te
hace falta a vos, Miguel.
Abrís la puerta del depósito donde siempre te encerrás a cantar, para que
no escuchen tu tardía voz de gallito. Las botellas de cerveza que hacen su música
de tintínes y monótonas flautas de pan; no pasás esto por alto. Esta canción
patalea todo mal dentro de vos.
¿Si te escucharán? César dice que no sabés cantar, pero siempre te pide
que lleves la guitarra. Y, aunque no te lo pida, la llevás. Siempre canta César
también, pero nunca escucha las letras, nunca piensa en las letras. Dice que la
música es calidad pero nunca escucha.
Hay algo de profecía en el proyecto de tu canción; una profecía harto
conocida, y adrede ignorada. No querés que tu canción suene a ―sangre
derramada en los sojales‖, pero no encontrás otro camino.
El viento propone tregua. Te vas a buscar dos frutitas del limonero y te
taponás los oídos para escucharte mejor. No hay nubes, pero el cielo está
cubierto de ese polvo rojizo.
No es posible templanza alguna, pero te vas a cantar: Se te antoja que si
terminás tu canción cuanto antes pronto va a llover.
18

Esos terrores. El archivo absoluto de canciones: Los arrebatos imprecisos


que se cuelan por su profesar algo y le exasperan cuando en algún índice, en
inglés, en portugués, la inflamación tiene algún gemelo hermoso; lo suyo, piensa,
no pasa entonces de un deleznable impostor, de una réplica difusa y pueril que
merece la hoguera, la desaparición forzosa, porque da la impresión de que todo
está solfeado y de que no se requieren trucos cuando el envido está cantado y
uno se agüena.
De nada sirve florear sus frases con imágenes ni figuras porque con o sin
ellas algún compositor profirió la misma angustia en country o en bossa nova, en
polka jahe’o, en alguna novela o en las locuciones que le asquean, piensa.
Cuando alguien se sube a la tarima y hace reclamos que ya allá del otro lado de
la Historia hace quién sabe cuánto, es la misma canción. Él no quiere tragarse
las repeticiones, las infinitas variaciones, porque aprendió que tiene que ser
joven, que tiene que ser genio y profesar la originalidad en sus invenciones.
Se le ocurre de todo; lugares comunes todos, ronroneos o crujir de triplex
bajo el agua. Y la alternativa parece obvia: Crear la impresión de un instrumento
imaginario que se ejecuta doblando el espinazo y recitar alguna indefinible
jerigonza. Pero esa canción ya existe.
El cielo está gris. Un viento fuerte azota las copas más altas de los árboles,
tensiona sus troncos. Un paredón de polvo se levanta y los embiste. El cielo
está rojo.
19

Miguel vagando insomne por las calles iluminadas, por las calles sombrías.
Las casas cierran temprano por acá; el bar del brasileño cerró a las nueve; María,
que vive más allá, no tiene cerveza; las despensas están cerradas. Para qué
preguntarse desde cuándo si es más que evidente que desde cuándo.
Qué lloroncito Miguel. Pero si de alguna manera son justificables sus
quebrantos no alcanza la voluntad para hacerlo.
Qué valle Miguelito. Miguelito de yuyal, de monte, de vidrios rotos en el
basural. De películas de mesita y lentes tipo John Lennon; Miguel del que no se
espera más qué hacer sino eso porque qué se va a andar pensando en cuándo, si
mañana, si de aquí a diez años.

Están en la calle polvorienta. Pegados a los cascos rojos, unas calcomanías


geométricas avanzan. La moto frena y los cuatro pies levantan polvo. Pistolas o
navajas, esas indagaciones son irrelevantes ahora. Se levantan todos los
artilugios, esas cerezas en la torta de cumpleaños de barrio.
Después vendrán las fábulas. Opurahéimi la vála ore akã ári ha ore
mbojeroky.
La moto sale disparada con los asaltantes que no tienen más cara que la de
los cascos. Pobres ellos también. Infelices esta noche también.
20

Não tem pobrema. Silvio se bajó de la descomunal camioneta, tudo bem.


Peinó con sus dedos sus pelo rubio y estornudó. Cada vez que golpeaba un pie
contra el suelo se desempolvaba y volvía a empolvarse un poco. Entraron al bar,
él y seu Washington Cavalcante; y Silvio miró a su patrón con desdén cuando
éste volvió a la camioneta para buscar el revólver. Y la polvareda que había
levantado la camioneta permanecía estática en el aire; un nubarrón estático con
cierto halo de muralla, un contenedor que Silvio quería trasponer, porque Silvio
quería huir, lanzarse a la carrera con sus piernas largas de ñandú por los
sembradíos hasta alcanzar algún lugar donde no fuera visible; o sea, desde donde
no pudiera ver a nadie, esa noche.
Se detuvo un rato en la puerta atraído por el repiqueteo de los lembu
contra el foco del zaguán; esos coleópteros enamorados de la luz: Tanto tratar de
salvar el límite del vidrio para llegar a esa luz que los mataría al toque.
Las mesas estaban salpicadas de cerveza. Y si al principio estaban
regocijados y parlanchines, los xiru se volvieron balbucientes cuando vieron la
cara de seu Washington Cavalcante; la cara de Silvio, cara tiesa de pudor,
sonrosada y pueril.
La cara de Silvio, tras tres generaciones por aquellos parajes, era la misma
cara de sus abuelos colonos. Cuando hablaba –y esto él lo ignoraba-, sus labios
rosados se desdoblaban y el hombre rubio del arcabuz se incorporaba para
decirles cosas a los xiru de la otra mesa, que tenían la cabeza metida entre los
hombros, murmurando alguna cosa. Otra cosa, Silvio los miró y miró a su
patrón, se miró y no quiso verse.
No eran festivas las exclamaciones de seu Washington; eran imprecaciones
revestidas de celebración. Miguel quiso enfundar la guitarra, pero el colono le
detuvo; con un golpe seco sobre la mesa, que salpicó cerveza por todos lados
(César estaba azul), pidió tres cervezas para ellos a cambio de algunas tonadillas.
Los muchachos asintieron, y Miguel le arrancó rasgueos de polka a su
instrumento. Los respingos del inmigrante no se hicieron esperar y apantalló las
manos como lembu para reprocharle el desatino al músico.
―Toca uma do Sérgio Reis.
―Do Sérgio Reis eu não conheço nenhuma. Mas posso tocar uma do Nando
Reis.
―Não! Nando Reis? Toca uma do Xitãozinho e Chororó.
Gabriel le pisó un pie a Miguel con tal fuerza que éste se levantó de la mesa
con violencia derramando un vaso de cerveza. Y encima le hablás en portugués,
pensó Gabriel. Los puños de César estaban fuertemente apretados. Miguel volvió
a sentarse y cantó. Miguel cantó y todos escucharon. César lanzó un excesivo
―¡pipuuu!‖.
―Y encima le hablás en portugués‖. Silvio lo pensó y pensó a su maestra de
escuela que, agobiada por la cantidad de alumnos luso-parlantes con pedidos de
aclaración, tuvo que enseñar en portugués en la colonia, en detrimento de sus
alumnos paraguayos que mal sabían castellano.
Botas de tacones altos y hebilla resplandeciente. Las palabras de seu
Washington chocaban inútilmente contra este otro cristal; sucesivos chiflidos se
le escapaban espasmódicamente a Silvio, contenía la carcajada y seu Washington
le miraba inquisidor y miraba a los xiru de merda que chisteaban animosos.
Oleajes excepcionales anegaban el barcito cuando Silvio se apretó el
estómago para contener los hipos de risa. Pero la reiteración del patrón los hizo
retroceder con violencia: ―Fique de olho nesses sem-terra, Silvio. Qualquer
novidade você me conta‖.
Tudo bem, camisa desabotonada hasta el ombligo diminuto y rubio, não
tem pobrema. Algo le crispó las manos curtidas y la quijada cuando el viejo,
rascándose la papada le dijo algo al oído acerca de los cuatro muchachos; una
sombra que desdeñaba y que quería borrar de sí.
Quería borrarse Silvio, hacia los bananales, como un pombero, para no
tener que escuchar aquellas sandeces. Cuando Silvio, sin hacerlo, cruzaba el
umbral de la puerta y salía a caminar por el empedrado hasta meterse en los
yuyales, oyó a los muchachos hablar de los sojales de seu Washington; y
contempló una lluvia de plumas que las hormigas no tendrían ocasión de limpiar.
―Po, Silvio, acorda!
21

―Jaha ko’ái, nde.

―Xirú não sabe tocar violão com corda de aço, é fracote, só toca com corda
de nylon. Empresta um violão com cordas de aço pra um paraguaio que você vai
ver como os dedos dele sangram.

―¿Qué dijo?
―Dice que nosotros los paraguayos no sabemos tocar con cuerdas
metálicas, sólo con cuerdas de nylon porque nos corta ndaje.
―Rapái tembo, ta’e chupe. Cambiaron el canal para ver ese programa jare,
yo quería ver el partido.
―Uno, dos, tres, cuatro. Cuatro paraguayos nomás somos acá, y el resto
son todos brasileros.
―Jaha ko’ái, nde.

―O xiru é preguiçoso, é só olhar pro seu Martinez. Ele acorda as cinco da


manha toma o seu chimarrão, vai pra chácara um pouquinho, volta e toma tererê
embaixo da árvore; ele fica aí umas duas horas com o olhar perdido que nem
esses monges, ou sei lá que diacho. Não quer trabalhar. Pra que quer terra?

―Jaha ko’ái, nde.


―No. Adónde más lo que vamos a irnos.
―Parece que quiere llover.
―Sí, hay un vientito que sopla.
―Viento Norte.
―Hẽe.
―Roque es mi jugador.
―No pero qué purete que legalmente ya era esa flor que encontramos en el
takuare’ẽndy.
―Adónde más lo que nos vamos a ir.
22

Gabriel estaba sentado en la plaza fumando su pipa. Se desempolvaba la


cabellera, y golpeaba un champión contra el otro, con la garganta cargada de
llantos refrenados.
―Si por lo menos había otra cosa para hacer… Si por lo menos había otra
cosa…
Quién sabe qué movió a Silvio hasta la misma plaza. Se miraron al mismo
tiempo y tartamudearon al saludarse. Lo que se habrá conjurado en esas dos
miradas que querían llorar un no sé qué.
―E aí? Tudo bom?
―Tranquilo-pa.
El estruendo de cientos de espejos rompiéndose.
―Acho que vai chover…
―¿Será? No creo-ite luego que llueva. Parece que ya no va a llover más
luego.
―Okýta, xiru… Okýta…
―Cómo o qué sabés que va a llover…
―Xiru, só falta você saber... Japita.
―Tomá.
―...
―…
―Parece que tem um cachorrinho chorando.
―Legal…
De pronto no había tanto polvo para mirar allende.
descascar-me desta pele coberta de chagas
amputar o meu rosto, marco para este estigma que desenharam na minha testa
para descobrir a medula que guarda quem eu quero ser
com mais força do que acho que sou
correr para que?
para virar mastro cinza desta bandeira que não é nossa?
correr atrás do que?
trás esta sombra com a qual fomos investidos?
rasgar todos esses rótulos
revestir-me duma nova pele
duma pele nova
que possa me afirmar
e negar-me caso for preciso
caso eu queira defender a verdade alheia
com firmeza de rocha
caso eu queira pulverizá-la
não saber quem se é
mas estar á procura
eis quem se é
encontrar-se
23

—¿Quién es esa?
—¿Cuál piko?
—Esa que tiene medio enrulado su pelo.
—¿Quién? ¿La rubia?
—Sí.
—Ah, ésa… Treintona ya es.
—¿Cómo se llama?
—Crislaine. Mi vecina es.
—¿Rapái?
—Hẽe. Hace cinco años más o menos, no sé si es que me acuerdo bien,
quien más bien estaba en nuestro barrio era ella. Después nomás dice que
empezó a ver mucho así programas de concursos y eso. Primero los domingos
nomás, Silvio Santos… En su estante tenía montón de juegos, ―Preguntas y
respuestas‖ kuéra. Y comía y comía y jugaba y jugaba. Cómo te voy a decir…
Parece que regía lénto luego su vida, ¿entendés pa?
—…
—Y después un tiempo su marido que antes celaba mucho por ella ya no le
hacía más caso, andaba así con otras mujeres y eso. Si empezó medio a engordar,
verdad, y…
—Y se separaron…
—Sí, y ahora parece que se gusta de Miguel...
—…
—¡Qué pasó o qué?
—¿De Miguel se gusta?
—Sí, ¿por qué? Y Gabriel también le gusta, yo suelo hablar con ella.
—…
—Bueno, y ella siempre está sogue, porque mi mamá pues es modista y
siempre le hace fiado y nunca le paga, pero tiene si-que, y querés saber luego de
dónde lo que quita porque tiene para pagar cable, para tomar y para su Internet.
—E’a.
—Y no se despega luego de Internet dice que. Yo encontré su perfil una vez
y he visto que tenía una comunidad virtual de ese juego Trivial, famoso es, seguro
que conocés…
—…
—Tiene un su novio virtual ndaje ahora.
—Piko!
—Sí, de Nueva Zelanda mba’émbo es.
—Y le gustan también esos concursos de preguntas y respuestas seguro…
—Hẽe… Así dice que…
—¡Y entre los dos se saben todas las respuestas del mundo!
24

―Ayer me quemé la lengua lamiendo una cuchara caliente que encontré en


la cocina. Por eso no puedo contestar la llamada, por eso te escribo nomás‖. (Si
meto las manos por debajo de mi cabellera y hago arañitas con mis dedos se me
erizan los pelitos de la espalda como si fuera una gata). ―Te voy a decir algo, no
quiero que te molestes, pero vos no me gustás‖. (No importa, podemos divertirnos
igual. Basta con lo que vos me gustás. Quiero estar contigo, y que seas tierno, no
como César…) ―Ok‖.
25

―Yo te traje algo.


―¿Algo de comer?
―¡No…! Un cortometraje es, canadiense, bueno es.
Sentado y reticente: Las desganas son primero. La piel y los cabellos
grasientos y sus cavilaciones en el sillón de terciopelo cuando un clic dice que sí
aunque diga que no. Un gallo siendo desplumado escupe una redonda gota de
sangre; una delicia robada del gallinero del vecino que mañana por la mañana
escupirá quién sabe qué improperios, pero qué importa si lo que importa es
ablandar la carne de ese gallo, como yo ablando con un tenedor mi existir, todos
los días -caramba, si también podemos con esos humores-. ―Cómo se le ponen las
alas a un ángel‖. Alitas de gallo, alitas de gallina casera, alitas de pollo al horno,
alitas de pollito que son bien tiernas aunque no tengan mucha carne; se derriten
en la boca con ayuda de los dientes, a la parrilla, al espiedo: ¡Qué hambre!
―Dura unos pocos minutos. Atendé.
―Estoy viendo… ―tratando de ver la pared a través de la pantalla donde
hay una puerta que da a un patio extensísimo por el que cacarean y cacarean…
―¿Por qué te gusta tanto la película?
―Porque me aterra.
―Pero no es de terror el corto. Es medio negro, no sé qué es.
―Me espanta.
―¿Y por eso lo ves? ¿Porque te espanta?
Si uno tuviera alas para volar… Porque las gallinas no vuelan, son pesadas
y feas y deformes. Si uno pudiera volar se elevaría lentamente para dejarse mirar
por la gente de abajo, en sus casas, y ver las cosas desde otra perspectiva, desde
arriba, como se siente a veces que le miran a uno.
Y ésta que no trajo la película de casualidad. Quiere que le ponga las alas
del ángel en la espalda, quiere contraerse contra mi pecho, arrullarse entre mis
piernas mientras yo la desplumo.
Ah, si uno pudiera volar para escaparse del gallinero.
―¡Hija de mil! ¡Tocá un poco mi corazón!
Alas. Alas a la imaginación, alas al corazón, la chica quiere volar, Alas
Clarín. ¡Qué corazón más diminuto! Con razón las gallinas no se enamoran.
26

―Hoy te voy a llevar al depósito donde está el nicho de Antonio. ¿Te


animás?
El olor a siesta se metía por las hendiduras de las tablas del viejo depósito.
Adentro, frescura. Afuera, la sofocante aridez.
El depósito había estado ahí desde siempre, había servido para guardar las
herramientas de los aserradores pioneros, pero ellos no estaban seguros de ello;
en ocasiones le confirieron funciones tenebrosas. Y, cuando se habían quedado a
tomar sus primeros sorbos de tereré hasta muy entrada la noche, en uno de los
casos que contaron, apareció la destartalada y solitaria habitación como
escenario de los más atroces sucesos.
Ahora las funciones del depósito se volvían elásticas, superado el miedo
primero de ingresar en él; vuelto arcilla para sus dedos: palpadores los unos,
vacilantes los otros.
―¿Vos te animás…?
Tardó más tiempo en definir las primeras pulsiones que en darles curso,
gracias al apuro de pulsiones símiles con las que se había cruzado. Una mano se
resbala bajo la camiseta y se derrama cálida sobre una piel que se contrae y se
eriza con el toque. Y esa expresión suspensa, esa casi sonrisa que parece
cómplice, les devolvió su carácter de compinches.
A pesar de ello, hubo retrocesos. Porque los chistes no se ponían en las
bocas ajenas por casualidad. Y qué terror ser chiste en bocas ajenas, ser
masticados y gustados y escupidos. El chisme.
Pero hoy hacía calor, y no había otra cosa que hacer. La mano se movió y
rozó reticentemente la otra; aguardó un apretón, una caricia, o un arañazo, quién
sabe…
―¿Y vos…?
El apretón era pleno, plena la lluvia que mojaba su espalda de sudor, pleno
el sol afuera, plena la aridez de ese campo que tenía fin allá lejos donde pequeños
árboles cubriendo las primeras casas, donde hormiguitas se movían en dos
piernas con cabellos, con ropas de colores, sin ojos identificables; sin ojos en la
soledad dual.
―Y si vos te animás… ¿Te animás?
―Si vos te animás, yo me animo…
―Yo me animo, ¿y vos?
―Yo me animo también.
Un paso, otro más, cuántos, hasta ver adónde llega la caminata
exploratoria. Y los pies convergieron, y los ojos por un breve instante y los
alientos…
―No… Yo primero…
Una sangre se escurría silenciosamente bajo sus pies; manaba de sus
oídos, de sus ojos; se escurría el sudor y el miedo les erizaba la espina. El Luisón
gruñía, los olfateaba.
El deseo dibujado por esos dedos sobre la piel, sobre su piel dibujada de
huellas dactilares, sobre la piel conjunta que estaba próxima. Para qué el
repliegue, para qué. Y las huellas dactilares, y las huellas salivares, y las huellas
sudoríparas, y las huellas de las huellas borroneadas y vueltas a imprimir.
Una mano trató de despegarse con un empujón inútil de la mano que le
apagaba los gemidos. Y se quedó allí, inmóvil. Por un instante sintió que el
cuerpo entero se le iba en ese ir y venir insistente. Alguien le despojaba de la ropa
de su piel para vestirse entero con ella.
Qué importaba que mientras el otro apretara fuertemente los ojos también
le apretara fuertemente la mano contra el suelo terroso, torciéndole los dedos,
tejiéndolos con los suyos.
―No le vas a contar a nadie, ¿verdad?
Tras unos segundos de conjunto silencio, uno convulsivo, el otro nervioso,
sintió que un aire tibio y brumoso le atropellaba la cara. Una última insistencia,
una más, y fin.

Vio cómo se levantaba, se vestía los pantaloncitos y se secaba el sudor con


la remera. Vio cómo empujó la destartalada puerta y ya se iba cuando el Luisón
gruñente dejaba escapar sus hipos de risa. Le dolían los dedos, se le morían los
dedos.

Se quedó solo, sentado en la tierra, hasta que el sol se ocultó. La luna


estaba esplendente en el cielo. Él estaba confundido, y temblaba de miedo. Quiso
ponerse de pie para marcharse, pero cayó de cuatro irremediablemente. Se
arrastró sobre sus codos y aulló.
El camión pasó por un trecho inundado del camino, y una porción de barro se
adhirió a las ruedas. Han pasado kilómetros y el barro ha venido secándose.
Cuando el camión frena de golpe, el barro se desprende en forma de polvo, gira a
lo largo de la llanta, como si se pasease por un tamiz. El polvo terminará
derramándose sobre el asfalto, se levantará un poco, hasta que, finalmente, se
asentará por un tiempo.
27

Había hecho calor todos los días de la última semana, pero esa noche un
frío húmedo se esparcía entre los chircales y sobre el campamento. Algunas
mujeres traían bidones rebosantes de agua equilibrados diestramente sobre sus
cabezas; sus ojos: dos, cuatro, múltiples luminarias; los pies arrastrándose por
los terraplenes, levantando polvo. Por ahí lloraba una nena, resistiéndose al
lavado de cabeza; su mamá tiraba de su pelo con violencia y le propinaba algunos
violentos saple para obligarla a callarse, anive nerasẽ. Anochecía tan despacio, se
demoraban tanto los matices naranja en el horizonte que aquel nene quería
prolongarlos más con su pandorga amarilla de hule. Y aquella anciana que
limpiaba a su gato de los taha-taha que se le habían pegado en los pastizales
cuando alguna cacería, ¿no era todas las ancianas despiojando por ahí?
Los hombres no. Quietos, más sujetos al silencio, fumaban sin apuro;
algunos miraban al horizonte, las estrellas, y la luna que estaba arriba desde
hacía rato; otros miraban las luces de la estancia de seu Washington Cavalcante
quien, según sabían, pretendía impedir la invasión a toda costa. Lo sabían de la
boca de Silvio, el capataz de la estancia, que cuando podía visitaba el
campamento para tomar tereré con los sin-tierra; él también, sin más tierras que
las del patrón.
Por eso, la noche de la toma no se oyeron disparos en la estancia ni se oyó
ladrar a los perros. Con sus remeras como capuchas y los sombrero-piri volando
sobre sus cabezas, los hombres cruzaron el campo agachados, corriendo, volando
como avispas encolerizadas.
Seu Washington se levantó sobresaltado de la cama y corrió hacia la
puerta para verificar que todos los cerrojos estuvieran cerrados, pero escuchó los
cuchicheos de algunos hombres que ya habían tomado la casa. Retrocedió
sosteniendo la respiración y abrió una de las ventanas; afuera, se oían susurros
dispersos. Lanzó el peso de su cuerpo fofo por la ventana, y cayó sobre un joven
asustado que no tuvo tiempo de recuperar el machete. Seu Washington blandió el
arma y la hundió en el pecho del muchacho. Le quitó la capucha al invasor,
ahora moribundo, y volvió a colocársela con todo cuidado, temblando de estupor.
Vaya fatalidad la de esa noche. Y Silvio… Mañana Silvio sería santo.
28

Ña Martina estiró la mano y arrugó el ruedo de su vestido gris. Arrugada la


boca, entornó los ojos, ladeó la cabeza y repartió prolijamente los labios a ambos
lados de la cara. Sus maniobras contorsionistas le conferían halos disímiles pero
evocadores; emplumada y clueca, empollando maldiciones; tortolita nerviosa. Se
sopló con la pantalla de karanda’y y tosió dos veces con un puño cerrado cerca de
la boca, su turu amplificador. Cof, cof.
La tarde del lunes, Mercia era una visión incoherente para las tres señoras
que se santiguaban, las tres cabezas de pescado que se santiguaban, los tres
rosarios suspendidos en el aire que dejaban gotear sus cuentas. La mancha verde
mate del escupitajo de ña Martina no se diluyó en la tierra roja.
Mercia siguió caminando impasible, con sus hijos. Enseguida pasaron
Juliane y Marley, Shirley y Victorina. Y cada una con sus hijos.
María se secó las manos y salió al portón. Palmaditas en cada uno de los
hombros, pode entrar. Ojos de niños muy abiertos y besos de tías. Pára, tia, beso,
chuic, chuic, lindinho!
Las mujeres se sentaron en los sillones y, fumando sus cigarrillos
aromados y bebiendo una cañita Piribebuy, acordaron el monto. María los
cuidaría, obedece a tia, meu amor.
¡En nuestro barrio, querida! Ña Martina hacía aire para refrescarse la
entrepierna abanicando el vestido. ¡Imaginate! Las señoras asiduas a la guampa
de la matrona comentaban: Emañamína, nde. Jugando con tus hijos, querida
¡por Dios!

Nelson entró sin golpear y los vio, se vieron. São meus filho, oh Nerso. Dale
que, tienen que aprender. Complejo apretón de manos, todos los deditos
queriendo enmarañarse con los dedos de Nelson. Esperen, por turno, esperá un
ratito vos, Maicom.
Ya no había bar. Pero había naipes y damas, ajedrez. Marley les regaló otro
televisor. Vocês pode vim quando quiser. Vocês é que nem se fosse meus filho.
Casa, pido, tambo…
29

El frescor ni se arrimaba. El sol estaba más lejos, pero seguía ahí:


Abrasándolo todo, azotaba lomos, y mojaba axilas. Las hojas secas se sumaban al
polvo; cientos de remolinos se levantaban y desaparecían en un parpadeo. Pero el
frescor ni se arrimaba. Quizás de noche. Acaso de noche vendría una lluvia que
limpiaría caras y calmaría las sedes de esa tierra que gemía.
Algo más que polvo y hojas secas recorría las calles de tarde. Pies. Decenas
de pies de niños y jóvenes con un apuro misterioso. Después, las manos
adornando las calles con piri-piri, atándolos a los postes de luz. Cientos de
farolitos hechos con velas y cáscaras de naranja-hái colocados ordenadamente
frente a la casa de ña Martina esperaban la llegada de la noche para iluminar las
calles. Mientras, varias familias se apostaban a ambos lados de la calle con sus
mesas de juego: dados, naipes, argollas, pirámides de latas y pelotas, el
kureñembohuguái, paila-jeheréi. A un costado de la empedrada calle había sido
cavado un angosto pozo donde colocaron el yvyrasỹi, largo como falo de Kurupi,
agitando sus premios en la punta. Varios almaceneros habían donado sus bolsas
vacías de azúcar y yerba para el karréra-vosa. La cárcel del amor, el kambuchi-
jejoka, los kamba ra’ãnga, y todas las chicas estaban locas por ver al pombero-
jepe’e, que según decían, se casaría con quién sabe quién en el casamiento-
koygua.
Llegada la noche, un atisbo de viento norte alegró a la gente. Los niños
encendieron los farolitos que estaban clavados en ambas aceras a lo largo de la
calle. Las luces conducían de la casa de ña Martina al templo; de allí salió el
santo para recibir la bendición en la misa de las siete. Terminada la misa, los
más distinguidos señores transportaron la imagen del santo por turnos. La
romería transitó las cuadras como un globo a punto de estallar –o mejor: Como
una bomba-; los rostros resplandeciendo; los señores que pasaban la mayor parte
del año con el torso desnudo, y con las uñas de los pies llenas de tierra, vistieron
de fiesta sus pies y sus lomos. Las señoras vestían de misa y sus falsetes nasales
estremecían todo a su paso cuando entonaban las salmodias.
Colocaron la imagen del santo sobre un altar adornado con flores y aguara-
ruguái, y un estruendo de petardos agitó a la concurrencia.
La hoguera ardía inusitadamente, tiñéndolo todo de naranja. Las señoras
arrastraban sus sillas de un lado al otro de la calle; se escapaban de ese viento
que parecía querer enfriarles las piernas, y que se rendía ante el abraso de la
hoguera; pero pronto, viejos y jóvenes se alejaban lo más posible del fuego, se
escapaban de ese calor que les hacía sudar a chorros. A María le dio un
sobresalto. No le gustaban esos chistes del clima. Pero no pretendía quedarse en
su casa esa noche. Arropó a sus niños –que después se destaparían abrasados
por el calor-, y se fue sola a la fiesta de san Juan.
Una banda de músicos arrancó palmas de la concurrencia, y hasta ña
Martina se puso a bailar al compás de la polka.
Apenas María llegó, los cuatro muchachos fueron a saludarla y le invitaron
con su güis-cola. Después se fueron a dar una vuelta y probar alguna suerte en
los varios juegos de azar, buscando un premio que les permitiera emborracharse
hasta el amanecer.
―Depois agente vai na sua casa, Maria. Pode ser?
―Claro. Pode ir a hora que vocês quiser.
El borracho Lopí le prendió fuego a las doce pelotas-tata y a María le
temblaron las manos. Se cruzó los brazos y se tapó la boca, pero el joven
perfumado que le ofrecía un quentão la calmó. ―Não é pra ter medo. É de
brincadeira só‖. Y María le sonrió, y le coqueteó con la mirada, sin darse cuenta.
Decenas de niños venían con sus aguara-ruguái encendidos quemándose
los pies los unos a los otros, haciendo reír a la gente, y enojar a algunas mamás
que tendrían que poner al sol sábanas y colchones al día siguiente. A María le
pareció ver las cuatrillizas piernas morenas de Julia y Julio en medio de las que
saltaban y se esquivaban del fuego, e instintivamente le tomó la mano al hombre
que la acompañaba. ―Você nâo quer ir pra outro lugar?‖, preguntó el joven. ―Ah…
mais tarde…‖, respondió ella mientras buscaba entre tanta lumbre.
El jolgorio fue grande cuando apareció el toro candil con sus cuernos
encendidos –menos María y dos o tres niños, a quienes se les escurrió alguna
lágrima de terror, todos bailaron con él y le estiraron la cola-.
Recordar fue inevitable. Los demonios despertaron –tanto hincharles, cómo
no iban a despertar-. Y el toro se convirtió en perro, y la peineta que llevaba
María en el pelo, hocico de perro loco.
Aí foi... até um dia que eu cheguei aqui, me aconteceu esse... Esse me volveu
outra vez. Esse me deixa muito triste porque uma que fazia como era minha
amiga... Me bateu esse, e estava com mi neta, com minha filha, e desesperou e
saiu buscar ajuda lá nessa casa dessa senhora que eu pensava que era minha
amiga. E... no fim... aí veio a empregada e o cara que estava lá junto. Chegou aqui
e yo disse que não é eu, era um espiritu que baixava e chamava Paulo, e pedia pra
buscar essa senhora, buscar porque ele queria hablar com ela. E ela pegou e levou
meus filhos. A única coisa que ela mandou foi a policía vir. A policía me pegou
muito acá. Muito me pegou... por mi cara, por mi corpo todo... e me enjemou. Eu
agradeço uma senhora. Essa senhora que chegou acá com su marido e pediu pra
tirar a jema de mim. A policía ainda fez eu ir na casa dessa senhora. Eu fui. E ela
riu de mim. Yo pedi a Deus, se Deus existir, que Deus fazisse ela pagar o que ela
fez ne mim, porque yo no merecia. Que fazisse ela pagar.
Un anciano esparció las brazas de la hoguera con maestría, y caminó sobre
ellas. ―¡Viva el señor San Juan!‖. La fila era larga.
Alguien trajo un bulto envuelto en una sábana y lo descubrió para alegría
de todos. Era la hora del Judas-kái, y hasta a María le causó cierta gracia verse
parodiada en una muñeca de trapo negro en tamaño natural, con varias
pequeñas muñecas atadas a su cuerpo. María no sabía leer, pero conocía de
memoria la grafía de su nombre… Recibía fraternas palmaditas en el hombro, y
se reía con inocencia, mirando al suelo, y frotándose los brazos como una niña
tímida; mientras, escuchaba a la gente decir algo que ella no entendía, pero que
la ruborizó.
Bastó con que le prendieran fuego al muñeco para que ella reviviera
terrores añejos y lanzara una exclamación que promovió la carcajada grande. Se
frotó los pechos y las piernas, y tembló como sacudida por un terrible dolor.
Ña Martina celebró más que nadie la humillación de la brasileña. Ambas
supieron que tenían que irse.
Trató de abrirse paso en medio de la gente, pero los kamba, que empezaban
su obsceno espectáculo le cerraron el paso. María estaba envuelta en llamas y no
podía escapar.
Ña Martina arrastró sus pies hasta el oratorio, dentro de su casa. Se
guardó de todo ruido en la oscuridad de ese cuartito. Encendió un fósforo, y
encendió una vela frente al concilio de cuadros y estatuillas religiosas. La vela
empezó a echar su humo negro.
Dos sombras saltaron el pobre quinchado de madera, se arrastraron en la
oscuridad del patio hasta una puerta. Vacilaron. El fósforo iluminó sus pupilas,
su piel pintada de negro. La lumbre se levantó, espantó las sombras del patio,
espantó sus sombras.
La vela humeaba.
Cuando los cuatro muchachos llegaron al portón de la casa de María, se
vieron atropellados por un nubarrón de humo negro. Comprobaron con horror
que la casa de su amiga –su casa segura, su tambo…- se consumía en llamas.
Trataron de apagar el fuego como pudieron: A cada balde de agua que el vecino
les alcanzaba, el fuego crecía; era cada vez más el fuego, cada vez menos la casa.
En el cuarto de ña Martina la Virgen hizo una mueca de desprecio, le dio la
espalda a la vela, que se apagó. Ña Martina se llenó de miedo, pero supo que ―ya
estaba‖.
Las cabezas se volvieron hacia el grito de María.
Sintió un ardor de origen invisible en sus pies que la consternó; sentía que
se le quemaban las piernas; le dolió el vientre, y sus flácidos pechos se
achicharraron. Su piel se ensombreció, se carbonizó, empezó a desintegrarse,
como la casa, al tiempo que otro alarido erizaba los pelos de todos los ojos que se
dieron cita en el lugar del siniestro. ―Meus filho!‖.

Por fin el viento se llamó a la noche, y se llevó la ceniza de la casa de María,


la ceniza de María. Un charco se escurrió por las calles queriendo lamer los pies
de la gente.
Un rumor de cuerpos incinerados, de ánimos consumidos por el fuego.
César, Gabriel, Nelson y Miguel. Estaban fulminados. El rumor empezaría a
matarlos por dentro.
30

Y tu animal se pone furioso. Golpea sus cascos contra el suelo cubierto de


aserrín de la gran carpa y revuelve vencido sus crines en el aire envuelto en
palmas y risotadas que le hacen temblar; enceguecido por un trastornado furor
se echa al suelo a relinchar y a patalear; así tumbado, se niega a hacerse el
muertito, a ladrar una vez si sí y dos veces si no; no quiere blandir la sombrilla
sobre la pelota multicolor, vestido con tutú, y muestra sus peligrosos dientes a
pesar de no pasar de un osezno cagado de miedo.
Tu animal se agita, se retuerce, y si examinases con detalle sus ojos te
toparías con una mirada entre lacrimosa y hostil, marcada por las vilezas del
domador de circo. Tu pobre mono de feria.
No aprendiste bien las piruetas. Pero hay cuestiones más fuertes. Olvidate
entonces de ceder a esas nostalgias que te pasman maravillosamente y dejá de
sonreír como estúpido, de tener orgasmos mentales cuando hacés esto y aquello
como si tal cosa.
Te sale el indio. Lo tenías ahí maniatado y desnudo, todo meado en un
rincón. Te sale y te pregunta por un camino, y vos le decís: ―Ya no existen los
caminos, porque todo camino hoy es uno‖. Y el indio llora y te parece que si le
emborrachás te va a costar menos trabajo volver a encerrarlo, a enterrarlo. Cómo
de atropelladamente tomás y la espuma se te pega a la nariz y la cerveza
desciende amarga y pesada por tu garganta como si te diera pataditas.
Tu pobre bárbaro. Tiembla en ese espejo del que quisieras borrar tu reflejo.
Y a fuerza de premios te sale la cara del conformista. Qué grillos más efectivos,
qué mejores amarras.
Pero atados o vejados, tu bárbaro y tus bestias enervadas sueltan algún
bufido y aguardan el momento oportuno para atacar al castrador, porque es
suicida no esperar algo, vos sabés.
El lunes te van a estar esperando para que mancilles tu tiempo, para que
reduzcas a tu indio y a tus animales y te digan hombre bien. Ni siquiera hay
ganas de coger, porque a quién en su sano juicio le daría ganas de coger en tales
circunstancias. A tu amigo Mario pues, que les hace el favor a los trolos
cincuentones por algunos billetes, dice que por pura ―necesidad‖. Muerto del asco
dice el pobre, pero cómo se divierte…
31

Y no lo vieron escurrirse por la puerta del fondo para buscar quién sabe
qué más allá de la roza, donde el verdor parecía arrimarse a la muerte. Qué
crujientes se le antojaron los yuyos quemados. El fuego reposaba con un ojo
abierto: El humo se arrastraba escondido a la altura de la tierra, como el respiro
de un sapo hibernando.
Sus pies infantiles vadearon el arroyo, acariciando alguna piedra roma,
lastimándose con otra aguda y traicionera. Unos solitarios árboles con sus lianas
solitarias y algún solitario pájaro.
Cientos de pájaros, golondrinas teñidas devoraron a Marcelo Kent.
Maraña de liñas calientes: Una blanca vaca gorda pacía en el piquete, de
pronto pierde la cabeza y muge.
32

Eso pasaba cuando me debatía en mi sillón de aspecto desgraciado fumando


los pitillos del cenicero, aterrorizado por las responsabilidades; aquéllas que a
veces nos proporcionan cierta falsificada seguridad, cierta ansiedad dignificada
que pasa por esperanza para arrastrar con una pesadumbre más tolerable ese sol
gris y maloliente; recordaba algún episodio de la niñez, de la adolescencia, o
imaginaba el futuro, y nacía el cuento.
Sentado en la tierra roja, apretando fuerte los ojos contra mis rodillas. Y si se
escuchaban los tacones de las sandalias de mamá, era sentir el sol incinerando
mis pulmones, era sentir el gusto de la ceniza colándose por el filtro; era recordar y
sentirse observado cuando aquello por esos ojos -ensanchados y tenebrosos-; me
relamían la espalda cuando se me reprochaba algo; se incorporaban de pronto en
la oscuridad para recriminarme quién sabe qué cosas.
Porque sólo eso parecía redentor. Quizás. Aunque se tratase de otro
analgésico, otra pastilla prescripta. Quizás la esperanza fuera otra pastilla más,
aunque quién sabe, pero qué importa.
Algo más. Rechazo aquellas conjeturas, porque yo no invento, no soy un
engañador. El vicio de exagerar puede ser propio de este cuentero, pero la mentira
está distante de mí, y yo… Yo no he cruzado esa frontera. Ésa no.
33

Los días anteriores al fuego habían transcurrido como una fuga de tardos
gritos de ahogado. Había horas en los días en las que las nubes se ponían entre
el sol y la roja polvareda, y los remolinos se calmaban, y los trinos de pájaro se
silenciaban, confiriéndoles a las siestas un halo de difícil precisión; aquéllas
salían arrastrando sus chancletas, con sus sombrillas sedientas, estremecidas,
que no las protegerían del polvo ni del calor, ni de la pena a la hora del rosario, la
hora del Señor.
En el espejo del baño, con un ojo o con el otro, Gabriel era el mismo, pero
era otro. Cansado de mirarse fumar, cansado de rebullirse en su reflejo
difuminado, deshizo con pereza la colilla, se enjuagó la boca y se frotó los dientes
con el índice; una tarde de escrutinio hasta el hartazgo en el espejo, pero se le
escondía el quién sabe qué y no se encontraba. Estiró la cadena y cerró la puerta.
El señor de viento estaba inquieto y hacía su música, chocando una caracola
contra la otra, un corazón de árbol contra una llave; para Gabriel no era posible
determinar por qué caminos ese sonido le hacía descubrir la analogía entre
algunas tensiones que, de pronto, se desdoblaron ante él como fantasmas. Muy
cierto, cuando pretendía razonar ciertas cuestiones, empezaba por destejer con
soltura, pero se iba enredando de tal forma que terminaba zarandeado, incapaz
de librarse del enredo; entonces era incontenible, peligroso se diría.
Una redecilla que le comprimía el pecho; sus brazos pegados al cuerpo y las
manos agitadas y crispadas a las dos de la tarde que es cuando los nenes bien
están en sus casas, los pilluelos en la calle levantando polvareda bajo el sol y las
viejas aún sesteando. Encendió el estéreo; ahora era esta música, o el calor –le
hervía la sangre-, porque los tímpanos estaban entumecidos; sin razones que
explicaran o justificaran, Gabriel era una bomba reloj.
Acaso la abstinencia, las abstinencias… Salió. Se fue a molestar a las
palomas y murciélagos de la plaza, a sentarse y cavilar; era ahí con sus silbos y
repiqueteos en la cajita de fósforos. El día del fuego, primero Miguel, después
Nelson y César se sumaron con sus chiflidos de taguato y de ynambu-tataupa.
―Si por lo menos había otra cosa para hacer –pensó Gabriel en voz alta.
―Si por lo menos había otra cosa…
Ahora eran ellos los de cabeza de pescado; cabezas confundidas, azoradas.
Las cuatro manos levantaban cigarrillos, echaban humo y ceniza. La tarde, una
mandarina tiñendo el agua servida. Un tedio. Allá iba la procesión de sombrillas
hacia la que había sido la casa de María, su casa, su pido, su tambo. No había
otra cosa.
Esa mañana, Miguel había terminado su canción, y él estaba satisfecho.
Pero ahora, ahora la siesta le asfixiaba y su cara, como las caras de sus amigos,
estaba congestionada. No había cómo cantar, no habría redención.
Cada cual se aburrió a su tiempo, y se fueron yendo. Pero Gabriel, él se
quedó, solo, con sus cavilaciones, lo mismo con un ojo que con el otro pero otra
cosa.
Un ojo abierto de un tajo y la sospecha de que cada mitad advierte ilusiones
disímiles: Polvareda que se mueve junto a tres muchachos indolentes como tunas,
que se evaporan, (hasta quedar hechos un remolino difuso); y un fantasma: la
sombra de un anciano, los visos del sol en su arcabuz.
Gabriel cerró un ojo, cerró el otro, volvió a abrirlos. Era el hombre del
arcabuz, el anciano que los había expulsado del arroyo, ¿o estaba alucinando?
Podría estar volado. El fantasma siguió caminando, casi flotando, cansino; dobló
una esquina y se perdió. Gabriel salió disparado tras él, varias cuadras abajo.
Ofuscado por lo que parecía una injuria, creyó justo un desagravio. Cruzó la
ciénaga, chapoteando en el barro. Ya entrado a los sojales repartió pataleos por
doquier, arrancando las plantas con sus raíces secas. Sacó la cajetilla de fósforos
y empezó a encender las ramas rebosantes de vainas. Uno, dos, siete, tantos
disparos. No alcanzó a ver de dónde provenían. Pero aquél era ahí.
El disparo fue certero, pero el fuego se propagaba. El hombre del arcabuz
parecía otro racimo seco, llorando, inconsolable; imposible precisar si sus
lágrimas eran de culpa, de desconsuelo, o eran las lágrimas de un liberto. El
fuego estaba vivo, y el humo; un humo que se hermanaría con las nubes,
cargadas de una lluvia demasiado demorada.

FIN

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