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Slawomir
Mrozek
La mosca y otros cuentos
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BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
biblioteca.digital.aj@gmail.com
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Coeditores:
Fernando Ruiz Granados México
José Acosta New York, EE.UU.
Pedro Camilo Santo Domingo
Aníbal Rosario New York, EE.UU.
Milagros Hernández Chiliberti Venezuela
Eduardo Gautreau de Windt Santo Domingo, RD
Mario Alberto Manuel Vásquez Salta, Argentina
José Alejandro Peña Estados Unidos
Radhamés Reyes-Vásquez Nicaragua / Rep. Dominicana
César Sánchez Beras Massachusetts, EE.UU.
Martha de Arévalo Uruguay
Félix Villalona Santo Domingo, RD
Henriette Weise Barcelona, España
Ángela Yanet Ferreira Santo Domingo, RD
Libros de
Regalo
EDITORA DIGITAL GRATUITA
Sol Poniente interior 144, Apto. 3-B, Altos de Arroyo Hondo III, Santo Domingo, D.N., República
Dominicana. Email: librosderegalo@gmail.com
S
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Índice
La tragedia de la que fuimos cómplices / Aquiles Julián 4
El árbol 7
El futuro 8
El socio 8
La frontera 8
Ketchup 9
El agujero en el puente 10
El muñeco de nieve 11
La revolución 14
En la penumbra 15
El monumento al soldado desconocido 17
El elefante 19
Jaque 22
La injusticia 29
Un rebelde 30
Revolución bis 31
Hamlet 32
La soledad 33
Noche en el hotel 34
El poder 34
La vista más hermosa del mundo 35
Exorcismos 37
La mosca 38
El triángulo 38
Realidad realista 39
Las cuitas del joven Werther 39
El octavo día 40
Noche en vela 41
Una historia breve, pero entera 44
Slawomir Mrozek / biografía 47
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Ese aparato, al que prometo dedicar un más amplio ensayo, creó un cordón sanitario
para aislar, rebajar, denostar, calumniar, destruir a cualquier escritor, artista o
intelectual que huyera de aquellas sociedades-cárceles, a la vez que reconocía, alababa,
difundía y amplificaba a la cohorte mediocre de autorcillos de segunda que ocupaba los
puestos designados en las “uniones de escritores y artistas” de las dictaduras de
izquierda y sus satélites, o se sometían como borregos a las directrices de los nuevos
césares.
Eran huéspedes incómodos. Los mismos países de cultura política abierta, al buscar por
intereses económicos y políticos, relaciones con los gobiernos de aquellos infortunados
países, desalentaron y limitaron a quienes buscaban escapar de esos regímenes
criminales.
Todos fuimos parte de ese entramado. Todos nos sumamos a esa claque siniestra.
Todos, salvo exiguas y honrosísimas excepciones.
Slawomir Mrozek, el brillante narrador y dramaturgo polaco, que refleja en sus relatos
la estulticia, lo obtuso, la demencia de aquel régimen impuesto a la fuerza en Polonia
por las tropas soviéticas y sus peones, tuvo que afinar su pluma para poder escribir en
medio de una situación de restricciones, amenazas, censura, inseguridad, etc., propias
de las eufemísticamente llamadas “democracias populares”. Escapó a Occidente y vivió
de 1963 al 1996 exiliado de su país, única posibilidad de desarrollar su prodigiosa obra
que evidencia aquellas parodias de socialismo impuesto por las bayonetas.
A Polonia le cupo el honor de provocar el estallido del imperio soviético, fuera de los
levantamientos anteriores de los obreros en Alemania, Hungría, Checoslovaquia, ya en
la década de los ´80, que condujo al desmantelamiento de aquel mamotreto
sanguinario.
La acción de los obreros que crearon Solidaridad fue una clarinada de que esas
sociedades sometidas no estaban muertas, que resistían. Al final condujo a aquel
régimen inepto y criminal a tambalearse, ceder y derrumbarse. El símbolo de la caída
del Muro de Berlín levantado por los rusos fue uno de los acontecimientos más
conmovedores y trascendentales en toda la historia de la humanidad.
Y autores como Slawomir Mrozek, con sus obras teatrales, sus relatos, fueron vitales
para mantener la conciencia de lo absurdo, criminal y abusivo de aquellas sociedades
oprimidas y vejadas.
Con él, con los escritores, artistas e intelectuales que resistieron, padecieron, sufrieron
cárcel o perdieron sus vidas mientras en Occidente sus iguales aplaudían, justificaban,
reclamaban mayores castigos, callaban, amplificaban las mentiras infames de los
burócratas de aquellas tiranías o simplemente rehuían tomar partido y actuar
decentemente para salvar vidas y obras, tenemos una deuda impagable. Y lo peor es que
aquel aparato infame sigue vivo, sigue actuando, continúa ejerciendo su asqueante
labor. Y que muchos autores que conocemos y elogiamos son parte de él.
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El árbol
Vivo en una casa no lejos de la carretera.
Junto a esa carretera, a la entrada de la
curva, crece un árbol.
Cuando yo era niño, la carretera era aún
un camino de tierra. Es decir,
polvorienta en verano, fangosa en
primavera y en otoño, y en invierno
cubierta de nieve igual que los campos.
Ahora es de asfalto en todas las
estaciones del año.
Cuando yo era joven, por el camino
pasaban carros de campesinos arrastrados por bueyes, y sólo entre la salida y la puesta
de sol. Los conocía todos, porque eran de por aquí. Eran más raros los carros de
caballos. Ahora los coches corren por la carretera de día y de noche. No conozco
ninguno, aparecen de no se sabe dónde y desaparecen hacia no se sabe dónde.
Sólo el árbol ha quedado igual, verde desde la primavera hasta el otoño. Crece en mi
parcela.
No hay justicia. Es verdad que un coche puede chocar contra el árbol y dañarlo. Pero
sólo con que me dieran unas gafas y algo de munición, me quedaría sentado vigilando.
¿A qué tanta prisa por talar un árbol si hay otros métodos que pueden protegerlo de un
accidente?
El futuro
El futuro es un enigma, pero ¿para qué están los augurios?. Los antiguos vaticinaban
por el vuelo de las aves y de este modo llegaban a saber lo que les esperaba. Incluso yo
mismo puedo vaticinar mi futuro.
Fui al parque, donde pájaros no faltan. Algunos volaban, otros estaban posados en los
árboles, otros merodeaban por el césped. A mi me interesaban sólo los voladores.
Alcé la cabeza y empecé a observarlos. No llevaba esperando mucho cuando sentí en la
calva un ¡plaf! y mi futuro se me hizo simbólicamente claro.
He averiguado una sola cosa acerca del futuro: no vaticinar nunca por el vuelo de las
aves sin un buen sombrero.
El socio
Decidí vender mi alma al diablo. El alma es lo más valioso que tiene el hombre, de modo
que esperaba hacer un negocio colosal.
El diablo que se presentó a la cita me decepcionó. Las pezuñas de plástico, la cola
arrancada y atada con una cuerda, el pellejo descolorido y como roído por las polillas,
los cuernos pequeñitos, poco desarrollados. ¿Cuánto podía dar un desgraciado así por
mi inapreciable alma?
-¿Seguro que es usted el diablo?- pregunté.
- Sí, ¿por que lo duda?
- Me esperaba al Príncipe de las Tinieblas y usted es, no sé, algo así como una chapuza.
- A tal alma tal diablo -contestó-. Vayamos al negocio.
La frontera
Habían desaparecido los alambres de espino, el poste fronterizo estaba podrido e
inclinado como una tumba vieja, lo habían cubierto jóvenes matorrales. Qué aspecto tan
diferente tenía antes esta frontera.
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Entre las temblorosas cimas de los abetos había una torre inmóvil de centinela.
Siguiendo el trazado de un viejo sendero, llegué al claro. El viento mecía la abundante
hierba y hacía golpear la puerta de la torre, que se abría y cerraba inútilmente como
unas fauces desdentadas; mi bota chocó contra una oxidada lata de conserva oculta en la
hierba. Rodó con desgana, emitiendo un breve y hueco sonido, y después se detuvo.
Era mi propia voz, era yo mismo quien me gritaba. No podía soportar más ese silencio,
esos escasos ruidos y susurros, y ese golpear de la puerta. Y es que estaba cruzando la
frontera.
¿Qué contesto? Antes era fácil. Bastaba con facilitar nombre y apellido, sexo, fecha y
lugar de nacimiento, dirección, talla, color de ojos, moreno, rubio o castaño, profesión y
número de pasaporte. ¿Y ahora que soy yo quien se pregunta a sí mismo?
Ketchup
Al día siguiente volví a tomarme una hamburguesa con doble ración de ketchup. Pero al
tercer día noté que, tomando doble ración de ketchup por tercera vez, ya no estaba a la
altura de mi época. El pimer día iba por delante, el segundo seguía el paso de la
contemporaneidad, pero al tercero ya me quedaba atrás. ¿Ketchup doble por tercera
vez? ¡Es un retroceso! Para no quedarme a la cola, debería ser como poco triple.
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Me puse, pues, una triple. Eructé un poco, pero en principio no me sentía mal. Los
problemas de estómago no llegaron sino después de la cuádruple. Conseguí paliarlos
con Alka Seltzer. Tras la quíntuple, ya ningún remedio podía ayudarme, y después de la
séxtuple, me entraban náuseas sólo con pensar en la séptuple.
¿Y ahora qué? El implacable avance del consumo exigía una ración séptuple de ketchup,
y después una óctuple, y una nónuple, y una décuple, y así sin fin, porque ahora que el
Apocalipsis había sido suspendido, el futurono tenía ya límite. Supongamos que aguanto
incluso la décuple. Y después, ¿qué?
El agujero en el puente
Érase una vez un río, y en cada una de las orillas de este río había un pueblo. Los dos
pueblos estaban unidos por un camino que pasaba por un puente.
La disputa se prolongaba, así que el agujero seguía allí. Y cuanto más tiempo pasaba,
tanto más crecía la mutua antipatía entre ambos pueblos.
Un buen día un mendigo local cayó al agujero y se rompió una pierna. Los habitantes de
ambos pueblos le preguntaron con insistencia si iba de la orilla derecha a la izquierda, o
bien de la izquierda a la derecha, ya que de esto dependía cuál de los dos pueblos era
responsable del accidente. Pero él no se acordaba porque aquella noche iba borracho.
Algún tiempo más tarde pasó por el puente un carro con un viajero, y cayó al agujero y
se le rompió el eje. Puesto que el viajero estaba de paso en ambos pueblos -no iba ni del
primero al segundo, ni del segundo al primero-, los habitantes de ambos pueblos se
mostraron indiferentes con el accidente. El viajero, hecho una furia, bajó del carruaje,
preguntó por qué no se arreglaba el agujero, y al enterarse de las razones dijo:
Subió al carro y se alejó. Y los dos pueblos hicieron las paces. Los habitantes de ambos
están ahora al acecho en buena armonía en el puente y, si aparece un viajero, lo detienen
y lo zurran.
El muñeco de nieve
Está nevando este invierno cuanto se quiera y más, y los niños hicieron en la plaza del
mercado un muñeco de nieve.
Es una plaza grande, por la que pasa multitud de gente todos los días. Dan a ella las
ventanas de muchas oficinas de la administración pública, pero a la plaza no le preocupa
eso; está sencillamente ahí. Con gran alboroto y gritando de entusiasmo, los niños
levantaron el estrafalario muñeco justamente en su centro.
Hicieron rodar nieve hasta obtener una bola muy grande: eso era la barriga. Luego, otra
más pequeña: era el pecho y los hombros. Por fin formaron otra aún más pequeña: la
cabeza. Con unos tizos de carbón fingieron los botones del hombre de nieve, de tal modo
que estuviera abrochado desde arriba hasta abajo, y le colocaron una zanahoria por
nariz. En fin, un muñeco de nieve normal y corriente, como cualquiera de los que cada
invierno hacen los niños a millares por todo el país, si es que las nevadas lo permiten. A
los niños les hizo ilusión y estaban felices.
Varias personas que pasaron por allí ojearon al hombre de nieve y luego siguieron su
camino, y la administración pública siguió administrando como si tal cosa.
El padre se alegró de que sus hijos retozaran al aire libre, de que se les pusieran
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El vendedor de prensa le dio las gracias y se fue. Al llegar a la puerta del piso, se cruzó
con el presidente del Sindicato Comunal, quien saludó en seguida al dueño de la casa,
satisfechísimo de recibir bajo su techo a tan importante personaje. Mas cuando el señor
presidente vio a los niños, frunció el ceño y dijo malhumoradamente:
—Caramba, me alegra ver a estos pillastres. Tendrían ustedes que atarlos más cortos,
¡tan chicos y ya tan descarados! ¿Pues no miro hoy a la plaza por una ventana de
nuestras oficinas y veo...? Pues estaban haciendo tranquilamente un hombre de nieve.
—Ah, sí, la nariz y el ven... —le interrumpió el padre.
—¡A mí qué me importa la nariz! Figúrese: primero hacen una bola, luego otra y luego
una tercera. Ponen la segunda encima de la primera, y la tercera encima de la segunda.
¿No es para indignarse?
Como el padre no entendía qué quería decir, el señor presidente se enfadó todavía más.
—¡Pero si está clarísimo! Quieren dar a entender que en nuestro Sindicato Comunal se
sienta un ladrón encima de otro. ¡Y eso es una calumnia! Hasta cuando se pretende
publicar en los periódicos una cosa así, hay que presentar pruebas, y no digamos ya si se
toca el asunto públicamente, nada menos que en la plaza del mercado.
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Agregó, sin embargo, que, dadas la poca edad y la inexperiencia de los niños, estaba
dispuesto esa vez a dejarlo pasar; no iba a exigir explicaciones. Pero, eso sí, la cosa no
podía repetirse.
Cuando se preguntó a los niños si al poner una bola de nieve sobre otra habían querido
dar a entender que en el Sindicato Comunal estaba sentado un ladrón sobre otro,
sacudieron las cabezas y se echaron a llorar. Pero el padre, no hubiera un tío, páseme
usté el río, los puso castigados de cara a la pared.
El día no terminó con eso. Se oyeron en la calle los cascabeles de un trineo que se paró,
de pronto, ante la casa. Dos hombres llamaron a la puerta simultáneamente: un gordo
desconocido embutido en un abrigo de piel de oveja y el presidente del Consejo
Nacional.
—Ciudadano, vengo por causa de vuestros hijos —dijeron al mismo tiempo desde el
umbral.
El padre, que ya estaba acostumbrándose a la cosa, acercó unas sillas para que los recién
llegados se sentaran. El presidente miraba de reojo al otro, el gordo desconocido, y se
preguntaba quién podría ser. Luego habló primero:
—Me asombra que permita usted que se haga en su casa propaganda enemiga. Mucho
me temo que no tenga usted conciencia política. Mejor será que me lo confiese todo
ahora mismo.
El padre no entendía por qué se le decía aquello.
—Se ve en sus hijos inmediatamente. ¿No sabe que se están burlando de los organismos
de nuestro Estado de obreros y campesinos? Sus hijos, sus hijos, sí. Han levantado ese
muñeco de nieve justamente frente a la ventana de mi cancillería.
—Ahora comprendo —suspiró el padre tímidamente—. Se trata de eso de querer
representar el robo...
—¡Qué robo ni qué diablos! ¿Pero es que no entiende usted lo que significa levantar un
hombre de nieve al pie de la ventana del presidente del Consejo Nacional? Sé muy bien
lo que las malas lenguas van hablando de mí. ¿Por qué no van sus hijos y colocan un
hombre de nieve al pie de la ventana de Adenauer? ¡Ah! No contesta, ¿eh? Un silencio
que lo dice todo, señor mío. Yo sabré sacar de él mis consecuencias.
En el momento de oírse la palabra «consecuencias», se levantó el gordo desconocido,
miró a un lado y a otro y se alejó de puntillas, sigilosamente, como dándose ya por
satisfecho; volvieron a oírse los cascabeles del trineo, al pie de la casa, y el tintineo se fue
perdiendo a lo lejos.
—Sí, amigo mío, le aconsejo que reflexione sobre lo que acabo de decirle —agregó el
presidente—. ¡Ah, y otra cosa! Si por distracción salgo a veces de casa con los pantalones
desabrochados, eso es cosa mía y sus niños no tienen ningún derecho a tomarme el pelo.
Sepa que, si me da la gana, saldré de casa incluso sin pantalones y que a sus hijos no les
importa un pimiento. Procure acordarse bien.
El acusado hizo comparecer a los niños, que estaban de cara a la pared, y les conminó a
que confesasen inmediatamente que al hacer el muñeco de nieve habían pensado en el
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señor presidente y que además los botones eran un puyazo de mal gusto al hecho de
que, a veces, el señor presidente llevaba por distracción desabrochados los pantalones.
Entre lágrimas y pucheros, los niños afirmaron que habían hecho su hombre de nieve
nada más que para divertirse y sin la menor mala intención. Pero, por si sí o por si no, el
padre no sólo los dejó sin cenar y los puso de cara a la pared, sino que les mandó
hincarse de rodillas sobre el santo suelo.
Aquella noche aún volvieron a llamar a la puerta varias veces, pero el padre ya no abrió
más.
Y, al día siguiente, pasé junto a un jardincillo donde los niños estaban jugando. Se les
había prohibido ir por la plaza del mercado y los niños estaban discutiendo a qué iban a
jugar esa mañana.
—Vamos a hacer un hombre de nieve —dijo el primero.
—¡Boh, un hombre de nieve corriente es muy aburrido! —contestó el segundo.
—Bueno, vamos a hacer un hombre que venda periódicos. Y le ponemos una nariz bien
colorada. Porque la tiene así de colorada de tanto aguardiente, ¿no? El mismo lo dijo
anoche —dijo el tercero.
—¡Qué tonto eres! Yo voy a hacer el Sindicato.
—Y yo al señor presidente, eso sí que es un hombre de nieve. Y además le voy a poner
botones porque siempre lleva los pantalones sin abrochar.
Los niños se pelearon un poco, pero por fin se pusieron de acuerdo para realizar todos
esos proyectos, uno detrás de otro. Y se pusieron a trabajar con mucho interés.
La revolución
En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.
Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.
Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por
volver.
Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su
situación central e inmutable.
Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.
La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad
inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a
la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.
Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la
incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.
Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más
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En la penumbra
Queridos camaradas, no pueden imaginar el estado de obscurantismo y de superstición
medieval que impera en nuestros campos.
Incluso yo he sufrido su influjo. Ahora, por ejemplo, tengo necesidad de salir un
momento a satisfacer mis más apremiantes necesidades (no tenemos excusado), pero
me da miedo hacerlo. Nubes de murciélagos vuelan como enloquecidos, chocan contra
los vidrios de las ventanas, y quien sale corre el riesgo de que se le enrede uno para
siempre en el cabello. Siento necesidad de salir, repito; pero aquí me quedo, en casa, sin
moverme, y les escribo, camaradas.
He aquí como están las cosas. En lo que respecta a la molienda del trigo, el porcentaje
ha bajado desde que el diablo hizo una visita al molinero, saludándolo con grandes
reverencias. Llevaba un sombrero tricolor, blanco, rojo y azul, con la insignia escrita en
francés: Tour de la Paix. Desde ese día, los campesinos se alejaron del molino. El
molinero y su mujer, desesperados, se dieron a la bebida, y ya la gente comenzaba a
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Andrzej fue encontrado un cuerpo. El párroco dice que se trata de un cuerpo electoral.
Todos aquí creen hoy día en las apariciones de los ahogados, en los espectros y en las
brujas. Y en realidad existe una mujer que hace salir sola la leche de las vacas y hace
aparecer a los fantasmas. Queremos presentarla como candidata a la célula del Partido,
para substraer un argumento propagandístico a los enemigos del progreso.
¡Cómo vuelan, como baten las alas, Dios mío! ¡Cómo silban: “pi-pi”, luego de nuevo: “pi-
pi”! ¡Basta! ¡Vivan los grandes edificios! Allí al menos todo ocurre en el interior y no hay
necesidad de correr hasta el bosque cuando se siente uno oprimido por las necesidades
fisiológicas...
Pero esto no es aún lo más grave. El caso es que mientras les escribo, camaradas, la
puerta se abre, aparece el hocico de un cerdo que me mira extrañamente, me mira... me
mira...
Ya les he dicho que aquí vivimos en condiciones del todo peculiares.
–No se trata de ningún aniversario –respondió uno de los alumnos–. Hemos venido así
nada más, sin que se trate de una ocasión especial.
–¿Qué significa eso de “así nada más”? –preguntó el desconocido, irguiendo la cabeza y
frunciendo nerviosamente la nariz–. ¿Qué significa “así nada más”?
–Conmemoramos al revolucionario caído en la lucha por la liberación de la clase obrera.
–¡Ah! Ya comprendo. ¿Pertenecen ustedes a la célula del barrio?
–No, venimos de la escuela.
–No entiendo. ¿Es decir, que ninguno es miembro de la célula?
–No.
El hombre se quedó pensativo durante unos minutos.
–¿Se trata, pues, de una disposición del director?
–No; estamos aquí por iniciativa propia.
El desconocido no dijo nada, y partió. Los jóvenes estaban colocando la corona, cuando
uno de ellos exclamó:
–Aquí viene de nuevo.
Y en efecto, volvió a aparecer el hombre del abrigo azul, se detuvo a unos metros y
preguntó:
–¿Quizás se trata del mes para un “Mejor Conocimiento de los Revolucionarios
Desconocidos”?
–¡No! –gritaron a coro–. Es una iniciativa personal.
El hombre volvió a partir. Colocada la corona, los jóvenes se disponían a regresar a sus
casas cuando lo vieron una vez más, ahora acompañado de un policía.
–Sus documentos, por favor –dijo el policía, dirigiéndose a los estudiantes.
Le extendieron las credenciales. El policía las examinó y dijo:
–Todo en orden. Gracias.
–¿Cómo que todo en orden? –exclamó el hombre del abrigo azul, y preguntó a los
alumnos–: ¿quién les ordenó colocar la corona?
–Nadie.
–¡Ajá! ¿Así que lo admiten? –gritó–. ¿Admiten que para organizar esta ceremonia en
honor del Revolucionario Desconocido no los ha movilizado ni el director del liceo, ni la
Dirección de la Juventud Socialista, ni el Comité del Barrio, ni el de la ciudad, ni el
provincial?
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–Sí, señor.
–¿Admiten que esta ceremonia no estaba prevista por la Unión de Mujeres ni por la
Sociedad de Amigos de 1905?
–No, no lo estaba.
–¿Qué no se trata de un aniversario, ni de un mes dedicado a celebrar alguna cosa?
–Así es.
–¿Que no poseen una circular del partido? ¿Que todo lo han hecho por su propia
iniciativa?
–Por nuestra propia iniciativa.
El hombre se enjugó el sudor de la frente.
–Sargento –dijo–, usted sabe quién soy yo; le ordeno, pues, retirar inmediatamente esa
corona, y ustedes, ¡circulen!
Los jóvenes se retiraron en silencio, seguidos por el policía, con la corona a la espalda.
Frente al monumento permanecía sólo el agente del abrigo azul... Escudriñaba la estatua
con ojos suspicaces y miraba cautelosamente a su rededor.
Comenzó a llover. Pequeñas gotas cayeron sobre el abrigo azul y sobre la capa de
mármol del revolucionario. La atmósfera se volvió obscura y tétrica. Las gotas
resbalaban lentamente por el rostro de la estatua, se detenían en las orejas de piedra,
brillaban en las pupilas de granito.
Y allí estaban, uno frente al otro, el monumento y el hombre del abrigo azul.
El elefante
El Zoo estaba situado en una ciudad provinciana, y le faltaban algunos de los animales
más importantes, entre ellos el elefante. Tres mil conejos eran un pobre substituto para
el noble gigante. Sin embargo, a medida que nuestro país se desarrollaba, iban siendo
colmados los huecos en forma bien planificada. Con ocasión del aniversario de la
liberación, el 22 de julio, se le notificó al Zoo que finalmente se le había asignado un
elefante. Todo el personal, devoto de su trabajo, se alegró ante esta noticia, y por
consiguiente fue muy grande la sorpresa cuando se enteraron de que el director había
enviado una carta a Varsovia, renunciando a la asignación y presentando un plan para
obtener un elefante por medios más económicos.
«Yo, y todo el personal», había escrito, «nos damos cuenta de la pesada carga que cae
sobre los hombros de los mineros y los obreros metalúrgicos polacos a causa del
elefante. Deseosos de reducir costos, sugiero que el elefante mencionado en su
comunicado sea reemplazado por uno realizado por nosotros mismos. Podemos
construir un elefante de goma, del tamaño correcto, llenarlo de aire y colocarlo tras una
cerca. Será cuidadosamente pintado con el color correcto y hasta de cerca resultará
indistinguible del verdadero animal. Es bien conocido que el elefante es un animal lento
y pesado, y que ni corre ni salta. En el cartel de la cerca podemos indicar que este
elefante en particular es especialmente lento y pesado. El dinero ahorrado de esta
manera podrá ser dedicado a comprar un avión a reacción o a conservar algún
monumento religioso.
»Le ruego humildemente que tenga en cuenta que tanto la idea como su ejecución son
mi modesta contribución a la tarea y lucha comunes.
«Quedo, etc.»
Este comunicado debió llegar a algún burócrata sin alma, que contemplaba sus tareas en
una forma puramente mecánica, y que no examinó las trascendencia del asunto sino
que, siguiendo únicamente las directrices acerca de la reducción de gastos, aceptó el
plan del director.
Al tener noticia de la aprobación del Ministerio, el director dio órdenes para que se
confeccionara el elefante de goma.
Este iba a ser hinchado de aire por dos empleados que soplarían por extremos opuestos.
Para mantener la operación en secreto, el trabajo se realizaría durante la noche, pues los
habitantes de la ciudad, habiendo oído que iba a llegar un elefante al Zoo, estaban
ansiosos por verlo. El director insistió en dar prisas, además, porque esperaba un
premio, si su idea resultaba ser un éxito.
Los dos empleados se encerraron en un cobertizo que habitualmente albergaba un taller,
y comenzaron a soplar. Tras dos horas de duros esfuerzos, descubrieron que la piel de
goma apenas se había alzado unos centímetros sobre el suelo y que la masa no se parecía
en lo más mínimo a un elefante.
Transcurría la noche. En el exterior, las voces humanas se habían acallado y solo los
gritos de los chacales cortaban el silencio. Exhaustos, los empleados dejaron de soplar y
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–...solo la ballena es más pesada que el elefante, pero la ballena vive en el mar. Podemos
decir, con toda seguridad, que en tierra firme el elefante reina supremo.
Una suave brisa movió las ramas de los árboles del Zoo.
–...el peso de un elefante adulto es de tres y media a cinco toneladas.
En aquel momento, el elefante se estremeció y se alzó en el aire. Por unos segundos flotó
a poca altura sobre el suelo, pero una ráfaga de viento lo arrastró hacia arriba hasta que
su gigantesca silueta quedó recortada contra el cielo.
Durante un corto espacio de tiempo, la gente pudo ver desde abajo los cuatro círculos de
sus patas, su abultada tripa y la trompa, pero pronto, impulsado por el viento, el elefante
voló sobre la cerca y desapareció por encima de las copas de los árboles.
Los asombrados monos se quedaron mirando al cielo desde el interior de su jaula.
Hallaron al elefante en el cercano jardín botánico. Había aterrizado sobre un cactus y
había pinchado su piel de goma.
Los escolares que habían contemplado la escena en el Zoo pronto comenzaron a
descuidar sus estudios y se convirtieron en gamberros. Se dice que beben licores y
rompen ventanas. Y ya no creen en los elefantes.
Jaque
El día estaba nublado. A mí me daba lo mismo, pero encontré a un amigo que parecía
muy preocupado.
Tengo un principio de reumatismo. Irremediable. No le concedería mucha atención
si no fuera porque acabo de resfriarme. Basta que me moje hoy y estoy arreglado. Creo
que es un principio de gripe. Me empiezan a doler los huesos. ¿Pero después? Nunca se
sabe cuándo puede aparecer alguna complicación peligrosa.
Le respondí que no tenía por qué mojarse. Basta esperar bajo techo a que pase la
lluvia. A Dios gracias, techos tenemos suficientes.
—A ti te es fácil decirlo, no tienes obligaciones al aire libre. Yo, llueva o truene,
trabajo a cielo abierto. Hay que vivir de algo.
"Le pregunté en qué trabajaba ahora. Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo.
Habíamos trabajado juntos como extras en un teatro y probado muchas profesiones
inseguras, dependientes de las circunstancias. Abastecedores, guardaespaldas, vigilantes
nocturnos, catorceavos a una mesa, consoladores de temporada, invitados profesionales.
Me explicó que ahora había encontrado un trabajo relativamente liviano y que
estaría del todo satisfecho si no fuera tan sensible a loa cambios de temperatura.
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—¿Sabes lo que es un ajedrez vivo? Lo mismo que un ajedrez corriente, sólo que en
lugar de jugarse sobre un tablero puesto en la mesa, se juega en un enorme tablero
situado en alguna plaza. En lugar de las pequeñas figurillas inertes se emplea a gente
disfrazada. Se entiende que los jugadores deben sentarse sobre unas tarimas a ambos
lados del tablero para poder abarcar con la vista todos los campos. El ajedrez vivo se
juega en las ferias al aire libre y es un espectáculo como pocos. La gente lo mira con
gusto. ¿Cuántas personas pueden seguir cómodamente una partida jugada sobre un
tablero pequeño? Serán a lo sumo tres o cinco, aparte de que estorban a los jugadores.
En cambio, en una partida de ajedrez vivo pueden asistir todos los espectadores que
quieran, mientras los jugadores están lejos de la multitud y pueden pensar
tranquilamente cómo darle mate al adversario. Piensa además en el colorido de los
disfraces y todo aquello y comprenderás por qué es un espectáculo tan interesante.
También se puede organizar un ajedrez vivo bajo techo en algún club que disponga de
una sala conveniente.
...Sí, por supuesto. A más del terreno necesario se necesita también un equipo de
gente. Dieciséis personas para los blancos, dieciséis para los negros, algunos de reserva
(todos son humanos) y el correspondiente vestuario. Los voluntarios no sirven. El
entusiasmo que los ha llevado a participar se esfuma a los quince minutos. Se cansan
rápidamente, se impacientan, después buscan cualquier pretexto (la muerte de un
familiar, una plancha enchufada en casa o un dolor de cabeza) y se retiran echando a
perder a veces una partida que prometía estar muy interesante. Se necesita gente
alquilada, que no se interese para nada por el asunto, éstos no están expuestos a perder
el interés y garantizan su participación hasta el final con un entusiasmo uniforme, sin
vaivenes. Trabajan como profesionales y como tales aseguran el debido nivel de
participación.
...Es un trabajo relativamente liviano, la incomodidad depende de las más diversas
circunstancias. En verano, con buen tiempo, puede parecer muy agradable, siempre que
uno no sea propenso a las insolaciones. En otoño, durante los días lluviosos, puede
causar catarro y melancolía. Pero lo peor es en invierno. Cuando se juega durante una
nevada copiosa, uno suele no ver más allá de dos cuadrados y tiene que fijarse bien para
no tomar una figura propia en lugar de una contraria.
...Pero por ahora estamos en verano, sólo que nublado.
...No tendría de que quejarme —finalizó mi amigo— si no fuera por estas*nubes y
mis delicadas amígdalas. Si hoy no voy a trabajar, me pueden echar. Estoy de alfil.
Llegué a ese puesto con no poco esfuerzo y con la envidia de mis colegas. Reemplázame
hoy, te lo ruego. Mañana puede ser que el tiempo mejore. Te llevas todo el jornal de hoy.
A los alfiles les pagan mejor porque corren más. A todas las figuras les pagan más, por
orden de antigüedad. Puede ser que a fines del verano llegue a rey.
—No puedo —le respondí— me siento muy mal en público. ¿Recuerdas que tenía
dificultades en el teatro? La multitud aumenta mi timidez y eso, por reacción, me lleva a
portarme de una manera demasiado abierta y desenfadada. Por otro lado, me parece
que ya que han venido para verme, sería una falta de honradez no mostrarles todo. Por
eso me echaron del teatro, cuando en un estreno, bajo la influencia de tantas miradas, le
mostré al público un forúnculo. Y como tú mismo has dicho, el ajedrez vivo también es
un espectáculo.
—Oh, no te preocupes —me tranquilizó mi amigo—. En este caso no se trata de
ningún espectáculo. Trabajo para dos caballeros de edad a quienes el médico ha
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recomendado ejercicio al aire libre. Abandonaron, pues, el ajedrez casero para dedicarse
al ajedrez vivo. Es un juego privado. Aparte del personal no encontrarás ningún mirón.
Cavilé un momento. En fin de cuentas ese día no tenía nada qué* hacer y no veía
ningún motivo por el cual no hacerle un servicio a un amigo y ganar de paso un poco de
dinero.
—Arreglado —le dije—. ¿Pero estás seguro de que podré hacerlo?
—Es muy sencillo y las indicaciones que hagan falta te las puede dar el caballo. Soy
de los blancos y él está junto a mí a la izquierda. Así que antes de que comience cada
partida tenemos tiempo para conversar un poco.
—Voy, pues.
—Está bien. Yo me voy a dormir.
Nos despedimos.
La partida se disputaba en un patio cerrado, rodeado por todos lados por una galería
de dos pisos. Era el patio interior de un viejo palacio. Pasé por una puerta tan profunda
que parecía más bien un túnel que una puerta. Un rectángulo de cielo gris cubría este
enorme cajón, tan amplio que el tamaño del tablero de ajedrez pintado en el fondo, no
causaba la menor impresión. Aquí y allá trepaban por los muros grandes manchas de
hiedra que cubrían de un color verde parte de los balcones. Todo el patio estaba
sumergido en una penumbra de color esmeralda cuyas tonalidades cambiaban con el
pasar de las nubes en lo alto. En medio vi unas figuras que se movían, extrañamente
pequeñas, debido a nuestra costumbre de que las figuras vistas en un interior nos
parecen siempre bastante grandes a causa de la corta distancia. Aquí me encontré, sin
embargo, a cielo abierto, pero al mismo tiempo en un interior, la arquitectura había
conjugado muy hábilmente el espacio abierto con los planos que lo cerraban.
En realidad, algunas de estas figuras habían adquirido dimensiones descomunales
gracias a sus disfraces. Los peones vivos eran los que menos se diferenciaban en tamaño
de un hombre corriente. Pero los alfiles, las torres y los caballos eran enormes. Sólo los
pies que salían por debajo de esos fantásticos andamios, conservaban su aspecto
normal, calzados con una profusión de zapatos viejos y raídos. Por arriba se veían las
crines de los caballos y las bocas que descubrían unos dientes del tamaño de baldosas*
los muros austeros y regulares de las torres almenadas, Isa gorgueras de los alfiles.
Involuntariamente me detuve atemorizado al borde de la superficie que debía
atravesar a la salida del umbral, que por un momento me había parecido tan familiar y
acogedora, pero que ahora se mostraba dispuesta a repetir en un eco sombrío el susurro
más leve. No advertí que detrás de mí se había parado una torre negra.
—No se puede —dijo una voz en su interior. De cerca vi las rayas blancas pintadas
sobre fondo negro que remedaban las uniones entre los ladrillos. Instintivamente miré
hacia arriba, hacia las almenas, aunque sabía que la cabeza del que hablaba debía
hallarse más o menos a la altura de la mía.
Le expliqué cortésmente que no había venido a mirar sino en reemplazo de un amigo
enfermo. La torre estaba parada junto a mí, callando, hasta que se dejó oír en su
profundidad algo parecido a una escupida y se alejó rechinando sobre la grava con sus
zapatos de suelas gruesas. Entré en el patio.
En el ala izquierda de los blancos vi el caballo que me había recomendado mi amigo.
Lo saludé y él volvió hacia mí su musculoso pecho de cartón y sus crines en pintoresco y
rígido desorden, de manera que las narices se encontraron justo sobre mi cabeza.
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me temo que hoy ocurra lo mismo. Se ve que no les va bien y el tiempo está bastante
variable.
Deambulábamos por el tablero ocupando las posiciones más increíbles. Mataron
algunos peones, a los que mirábamos con envidia cuando se iban.
Entre tanto comenzó a llover. Al principio era una pequeña llovizna, de ésas que no
pasan tan rápido. Empiezan con pausada gravedad, dándose algunos días de plazo, y sin
apurarse se convierten en una lluvia torrencial. Por ahora me protegía mi disfraz de
cartón, pero estaba muy preocupado por mis zapatos.
¿Ves esa torre con botas? —me preguntó el caballo indicando una de las torres
negras. —Ten cuidado con ese. Cuando mata, le gusta patear en loa tobillos, además
corre a denunciarte cuando estás cansado y quieres sentarte un poco. Es un patriota.
Dios quiera que no pierdan los negros porque se convierte en un energúmeno, a veces
hasta llora.
—¿Es dueño del ajedrez o qué?
—No, pero es un apasionado del juego.
Algo comenzó a gotearme detrás del cuello. La cúpula de cartón que tenía sobre mi
cabeza se despegó en un sitio y dejaba pasar agua. Las gotas eran desagradablemente
frías.
Las pausas entre las jugadas se volvieron increíblemente largas, como si los
jugadores no tuvieran una idea clara de la situación. Allá en lo alto las gárgolas de los
canalones iniciaron un tímido canto que fue cobrando fuerza a medida que arreciaba la
lluvia. En todas partes se oía ahora el susurro constante de las goteras que caían desde
las más diversas alturas. El alfil negro que había llegado en estado de euforia alcohólica
se encontraba ahora decididamente alicaído y se balanceaba triste a dos cuadrados de
distancia. A mi caballo se lo volvieron a llevar a otro lado.
Comencé a sentir rabia. Loa más viejos empleados del ajedrez ya se habían
acostumbrado a esas incomodidades, pero yo sentí que mis zapatos se estaban
empapando y no sabía tomarlo con calma. Y nada indicaba que la partida fuera a
terminar rápido.
—¿Quizás me mate alguien? —te me ocurrió—. Me iría a mi casa. Sería una
casualidad demasiado feliz, mejor ni pensar en ello. ¿Qué me queda? Esperar. ¿Y si nos
dejan aquí toda la noche? El caballo dijo que suele ocurrir.
Había visto tantas posibilidades de apurar el juego que ellos ni habían tomado en
cuenta... Las ocasiones más evidentes eran desperdiciadas meticulosamente por ambas
partes. La idea de que esta inmovilidad podía costarme una pulmonía me hacía rabiar
aún más. No pudiendo soportarlo por más tiempo decidí apresurar el resultado por mi
propia cuenta.
Un engaño insignificante, un pequeño salto de uno o dos campos no debería ofrecer
mayores dificultades. En derredor reinaba un hastío general. Era de suponer que los
viejos no iban a notar nada. Comencé a desplazarme imperceptiblemente al campo
adyacente. Lo importante era no exagerar, conservar un poco de decencia y no cambiar
impertinentemente el color del campo, ya que es sabido que el alfil se mantiene durante
todo el juego en el mismo color. El éxito era casi seguro.
Ahora había llegado el momento de dar el paso decisivo. Tenía que reunir el valor
necesario para matar por mi cuenta al alfil negro que se encontraba en la misma
diagonal que yo. Corrí el riesgo de que aun cuando no notaran mi movimiento fuera de
turno, al jugador de las piezas negras podría ocurrírsele matarme a mí con dicho alfil
27
negro, por supuesto si se percataba de que estábamos en la misma línea. Pero no había
más remedio que esperar pues no quería moverme con demasiada frecuencia por el
tablero. Los minutos pasaban sin que sucediera nada. Conté hasta cien y jugándome el
todo por el todo, pasé decididamente por el cuadrado que nos separaba y me acerqué al
negro.
—Estás muerto, amigo —le dije—. Puedes ir a casa.
Lo había elegido como primera víctima considerando que aún no le habría pasado la
borrachera y que sería el que menos se daría cuenta de lo que ocurre en el tablero. Se
balanceó un poco, del interior del disfraz salió un sordo carraspeo. No ocultó su alegría.
—¡Pues me voy! —gritó—. ¿Acaso no me merezco una cerveza? —agregó en tono
agresivo y escapó. Yo ocupé su sitio como si no hubiera pasado nada.
Mis cálculos demostraron ser exactos. La indiferencia y el aburrimiento eran Un
grandes que a nadie se le ocurrió pensar si les tocaba moverse a los blancos o a los
negros. En cuanto a los jugadores, era de suponer que sufrían temporales pérdidas de
lucidez, también me ayudaban la lluvia y la penumbra.
Quedé al acecho hasta recobrar mi aplomo. Luego maté dos peones negros, uno
detrás de otro. No dijeron nada, salieron corriendo del tablero con evidente alivio.
Obrando de la manera más conveniente para mí, también les prestaba un buen servicio
a mis compañeros.
La victoria de los blancos, a la que de este modo contribuía, no me interesaba en lo
más mínimo. Lo único que quería era apurar el final de la partida. Tenía la esperanza de
que cuando acabara con todas las figuras negras, el cretino más sublime sabría darle
jaque mate al rey solitario. Poco a poco me fui envalentonando y comencé a matar todo
lo que se pusiera en mi camino, haciendo pausas cada vez menores. Cuidaba únicamente
de mantenerme alejado de la torre negra de los zapatones, para que no percibiera nada.
Me disponía a matar a uno de los caballos negros, cuando caí en la cuenta de que
algo andaba mal.
He aquí que a pesar de mis esfuerzos la relación cuantitativa entre ambas partes
seguía siendo la misma. En el tablero había ahora mucho espacio, pero habían
desaparecido tantas piezas blancas como negras. ¿No sería que el jugador de las negras
se había despertado con un inesperado espíritu de empresa? Comencé a mirar
atentamente lo que ocurría y descubrí que la torre negra, la de los zapatos gruesos,
también trampeaba.
Ahora comprendí por qué no me había denunciado, aun si sospechaba algo. Ella
misma tenía la conciencia un poco sucia. Exactamente lo mismo que yo, pero por otros
motivos, era el único patriota en el tablero. Mis esfuerzos eran así vanos. El equilibrio
entre las partes siguió inalterado y el final de la partida no se había acercado en
absoluto. La torre negra se mostraba cada vez más insolente. Llegué a ver cómo se
acercó de un salto a nuestra dama y con premeditada brutalidad, sin guardar siquiera
las apariencias, la pateó sin misericordia con sus suelas claveteadas en los pobres
zapatos de ella. No podía permitirme dejarle tanta ventaja y, sin demora, maté a la dama
negra. No cabía duda de que la torre negra estaba al tanto de mi acción, pero podía estar
seguro de que ella también se daba cuenta de que yo estaba enterado de qué hacía ella.
Ella también evitaba un encuentro directo conmigo. Yo sabia, además, que me odiaba.
De los nuestros habían quedado en el campo, aparte de mí mismo y del rey, sólo mi
amigo el caballo y unos pocos peones. Los blancos estaban igual.
28
La injusticia
He leído en el periódico una noticia que me ha indignado.
Se trata de los elefantes. Amenazados por la civilización moderna, pronto se
extinguirán por completo si no se les protege. Precisamente, acaban de ser aprobadas
medidas en este sentido y eso es lo que me ha indignado.
Y es que ¿acaso hay que proteger a los elefantes? Siendo el elefante un animal
prehistórico, hijo del mamut, ¿no es el símbolo del retroceso? ¿Acaso la misma palabra
“mamut” no nos incita a una risa paternalista, cuando no desdeñosa, frente a alguien o
algo que se obstina en las viejas costumbres y se resiste al cambio, o sea, al progreso,
hasta que es castigado merecidamente y se convierte en un fósil? Si el elefante no está a
gusto en nuestra civilización, que se extinga. ¿Por qué otros animales, la chinche por
ejemplo, se adaptan y el elefante no? ¿Es que se considera mejor?
¿Y por qué precisamente el elefante? ¿Acaso no hay otras especies en vías de
extinción? Nadie se preocupa de ellas, porque sólo se habla de los elefantes. ¿Por qué, si
se puede saber, el elefante merece un trato especial y los demás no? ¿Será porque tiene
un primo en el circo y un cuñado en el zoo? ¿Se lo han facilitado ellos a niveles
superiores? ¿Enchufe? ¿O tal vez los judíos han metido mano en el asunto? Quién sabe
si en verdad este mastodonte, no es un mastodonte… ¿Los masones?
Cada vez más indignado, estaba a punto de protestar públicamente, cuando se me ha
ocurrido una idea mejor.
30
Un rebelde
“Se sentó delante de mí, aunque no le está permitido sentarse en mi presencia, y
dijo, aunque no le está permitido hablar de sus propios asuntos:
—Desde que llegaste al mundo cuido de ti. No tendría nada en contra, puesto que
éste es mi destino, si no fuera porque sólo me está permitido aconsejar y en cambio no
puedo ordenarte ni prohibirte nada. Haces lo que quieres, y lo que quieres, por lo
general, es todo lo contrario de lo que yo te aconsejo.
Dio un profundo suspiro, con lo que se levantó un fuerte viento, ya que su pecho era
poderoso. Los papeles de mi mesa se arremolinaron y cayeron al suelo. Me arrodillé
para recogerlos contento por esa interrupción, porque él tenía razón y yo no podía
objetarle nada. De modo que preferí no mirarle a la cara.
—Por si fuera poco, no sólo tengo que ser tu consejero, sino también tu sirviente. Por
ti mismo no sabes nada, porque eres pequeño, inútil e indefenso. Todo lo que consigues
es gracias a mí. Con esto podría incluso conformarme. Pero tú, aunque no eres más que
un puntito en el universo, me vienes siempre con exigencias, ya que tus deseos y tus
ambiciones son mayores que el Universo. Nunca estás contento, por mucho que haga
por ti, y tomo a Dios por testigo de que he hecho no pocas cosas. No eres más que un
reflejo de mi fuego, es decir, eres un resultado mío y no tu propia causa. Y sin embargo,
te comportas como si fuera yo quien no puede existir sin ti y no al revés.
Se tapó los ojos con una mano y se hizo de noche. Me levanté porque me había
quedado ciego y no podía seguir recogiendo los papeles desparramados por el suelo.
Sólo al cabo de un rato recobré la vista, lo cual quería decir que durante ese rato él había
permanecido meditando tapándose los ojos con la mano antes de que los destapara y se
hiciera de nuevo la luz.
—Por qué un ser superior ha de servir a un ser inferior es para mí un misterio. Va en
contra del principio de la jerarquía, que es el principio fundamental de Universo, y la
relación entre nosotros es la única excepción a este principio. Si me atreviera a discutir
los juicios del Ser Supremo, diría que sólo gracias a una perversión suya es posible
semejante aberración. Te he servido con fidelidad pese a que te supero. He procurado
satisfacer tus antojos, aunque por lo general no eran dignos ni siquiera de ti, de mí ya ni
hablemos. He hecho realidad tus sueños y tus deseos, aunque sabía de antemano que
aparte de la desgracia, sinrazón y fealdad nada más surgiría de ellos. He puesto a tu
disposición unos medios que valían más que tus objetivos. Y todo porque soy tu siervo.
Se levantó y atravesó el techo con la cabeza. Ahora su voz me llegaba desde arriba,
desde más arriba del tejado, desde más arriba de las nubes.
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Revolución bis
Hamlet
Me llamó el director de la compañía y me dijo:
—Lo felicito: hemos decidido darle el papel de Hamlet.
Como todos los actores, yo había sonado siempre con hacer ese papel. Me volví loco
de alegría. Le di efusivamente las gracias al director y le prometí que no escatimaría
esfuerzos para cumplir debidamente con la tarea encargada.
Estaban a punto de empezar los ensayos cuando el director de la compañía me
mandó llamar nuevamente. Parecía un poco molesto.
—Surgió una complicación. La compañía considera que al encargarle el papel de
Hamlet lo estamos favoreciendo.
—¿Quiere decir que el papel de Hamlet lo hará otro?
—No, porque también sería favorecerlo. Pero encontramos una salida. A Hamlet lo
representarán usted y ocho actores más. Más de nueve que puedan parecerse más o
menos a Hamlet, por suerte, no tengo en la compañía.
—Ya entiendo: yo y otros ocho nos turnaremos.
—No, estarán todos juntos.
—¿Cómo que juntos...? Pero no en la misma representación, supongo.
—Sí, en la misma, cada noche.
—¡Es imposible! ¡Los nueve Hamlets en un “Hamlet”?
—Así es.
—Ajá. Quiere decir que sale el primero, entra el segundo; sale, entra el tercero,
etcétera.
—No, porque entonces surge el problema de la rotación, que viola la igualdad de
derechos. Nadie tiene que ser el primero, ni el segundo, ni el noveno. Se le olvida que
todos deben tener las mismas oportunidades.
—¿Entonces, cómo?
—En coro.
Caí en la silla. El director de la compañía se levantó, dio la vuelta al escritorio y me
puso la mano en el hombro.
—¡Ánimo! Socialmente vamos a estar muy bien, y en lo artístico puede haber un
gran éxito. Ya tenemos un director que se encargará de esto, será un experimento muy
interesante, de vanguardia. Desdoblamiento de Hamlet en nueve personalidades, usted
entiende.
—Entiendo. La psicología del fondo.
33
La soledad
Limamos la reja y saltamos al patio interior. Luego, brincamos el muro y nos
encontramos en un bosque. Corrimos por el bosque. Mi compañero corría cada vez más
despacio.
—¿Qué te pasa? —pregunté—. ¿Te duelen las piernas?
—No.
—¿Por qué entonces reduces la velocidad?
—Porque no nos están persiguiendo.
—Ahora empezarán, apenas se den cuenta de que hemos huido. ¡Date prisa! Pero en
vez de acelerar, se detuvo.
—¿No se han dado cuenta, dices?
—Probablemente no. ¿Por qué sigues parado? ¡Muévete, rápido!
Se sentó bajo un árbol.
—Nadie se preocupa por mí —dijo melancólicamente.
—¿De qué estás hablando?
—Nadie se interesa, a nadie le importa.
—¿Quién? ¿A quién?
—Si yo les importara, me vigilarían mejor.
—¿Te estas lamentando?
—El hombre no le da importancia a otro hombre, ni siquiera cuando le pagan por
ello. Podrían darse cuenta, por lo menos.
—¿Te vas a mover o no?
—No. ¿Para qué huir si nadie te persigue? ¿Para qué tener cuidado, si a nadie le
importa? Ay, qué vida...
34
—¿Sabes qué? Tengo una pregunta para ti. ¿Por qué no regresas?
Se levantó de un salto y gritó:
—¡Oh, no! ¡Eso, no! Yo tengo mi dignidad, no voy a imponerme a nadie. ¡Me iré a mi
soledad existencial!
Y con su paso lento, la cabeza levantada, se fue adelante, al bosque. Y yo tras él.
En cierto modo, me daba vergüenza tener prisa.
Noche en el hotel
Ya iba a dormirme, cuando detrás de la pared resonó un fuerte golpe.
—Eso es, ahora comienza —pensé— Igual que en aquella anécdota. El vecino se quitó
el zapato y lo dejó caer al suelo. Ahora no dormiré, mientras no se quite el otro zapato;
quién sabe cuánto tardara.
Qué alivio: en seguida llegó el otro golpe. Ya iba a dormirme, cuando detrás de la
pared se oyó el tercer ruido, sordo, y me privó del sueño.
No lo esperaba. ¿Mi vecino tendría tres pies? Imposible. Luego, ¿se puso de nuevo
un zapato y se lo quitó otra vez? Es poco probable. Tal vez tenga dos vecinos.
Y empezó mi tormento, exactamente como lo había previsto. Lo único que me
permitía resistir era la certeza de que tendría que quitarse el otro zapato en algún
momento. Sin embargo, la noche pasaba, y el segundo, es decir, el cuarto ruido no
llegaba y no llegaba.
No pegué el ojo en toda la noche y por la mañana bajé a desayunar completamente
agotado. Me encontré con mi vecino. Yo buscaba con los ojos al otro, pero no estaba.
Debía de haberse quedado dormido borracho y todavía dormía con un zapato.
—¿En su cuarto hay ratones? —me preguntó el vecino—. Porque en el mío, sí.
Rascaban tanto que tuve que arrojar un zapato para que dejaran de hacerlo.
Desde aquel momento dejé de pensar lógicamente. Un tonto ratón es mas fuerte que
toda la lógica, y la lógica sólo provoca insomnio.
El poder
Largo tiempo duró el dominio del Dictador, hasta que al fin se colmó la medida. Al
frente del descontento popular estaba un joven y ambicioso general, comandante de una
guarnición de provincias. A marchas forzadas llegó a la capital, a la cabeza de los
destacamentos bajo su mando, y cercó el palacio presidencial. Los guardaespaldas del
Dictador resistieron hasta el fin, pero la victoria de la revolución era inevitable. Después
35
Finalmente entré a un hotel que hasta entonces había ex—luido porque me parecía
poco alentador, pero que en este momento era el único que me quedaba. El
recepcionista estudió largo tiempo su libro y dijo:
—En esencia, no hay.
—¿Qué quiere decir: en esencia?
—Quiere decir que no hay cuartos ordinarios. Tenemos sólo un cuarto con una vista
hermosa.
—¡Excelente! ¿Por qué no me lo dijo antes?
—Porque este cuarto tiene una vista extraordinariamente hermosa.
—¡Tanto mejor!
—La vista es tan extraordinariamente hermosa que el cuarto cuesta mucho.
—¿Cuánto?
Dijo un precio realmente alto, en especial tratándose de un hotel de cuarta.
Naturalmente, acepté, sin vacilar.
—Se paga por adelantado.
No me extrañó, ya que los hoteles de baja categoría que tienen clientes de baja
categoría ponen a veces esta condición. Que nadie me acompañara a mi cuarto ni me
ayudara a cargar mi maleta, tampoco dejaba de ser normal. Recogí la llave y sólo al final
del corredor encontré el número. Sin prestar atención al interior miserable, porque no
esperaba nada mejor, fui de inmediato a la ventana y abrí la cortina. Apareció un patio
obscuro, una pared enfrente de la ventana y unos cubos para la basura.
Corrí a la recepción,
—¡Quiero hablar ahora mismo con el dueño!
—Yo soy el dueño.
—¿Esa era la hermosa vista? No sólo el cuarto está en la planta baja, no sólo del lado
del patio; además, esa basura.
—¿A dónde miró usted?
—¡Cómo que a dónde! ¡Por la ventana!
—Permítame acompañarlo.
Lo seguí hasta el cuarto. Pero, en lugar de acercarse a la ventana, se detuvo frente al
espejo, al que yo no había prestado atención. Un espejo grande, en el que los dos nos
reflejábamos de pies a cabeza. Se apartó, y en el espejo quedó solamente mi reflejo.
—¿No es una vista hermosa? —preguntó.
—¡Exijo que me devuelva mi dinero!
—Usted es el primero que se queja.
—¡Y lo voy a demandar!
—Y perderá el proceso. Porque yo atestiguaré que su vista es la más hermosa del
mundo y nadie me probará que pienso de otro modo. Y si usted tiene otra opinión, es su
problema. Y por cierto que me extraña: ¿qué puede haber más hermoso que usted?
Tenía razón.
—Está bien, me quedo —dije.
37
Exorcismos
Al término del comunismo impío nuestra parroquia recuperó su propiedad. Era una
casa de obra, de dos pisos, construida años atrás con donativos de los feligreses. Tenía
una sala de reuniones y numerosas estancias, y se habían organizado en ella distintas
juergas parroquiales. Pero después, el Partido se la quitó a la parroquia e instaló en ella
la sede de su Comité. Ahora la casa iba a convertirse de nuevo en la Casa Parroquial.
Pero primero era necesario rociarla con agua bendita para purificarla de los
miasmas comunistas. El encargado de rociar fue el señor obispo en persona, que se
desplazó expresamente para la ceremonia. Ya con las primeras gotas, algo dio un
chillido bajo el suelo y el materialismo dialéctico salió corriendo de un agujero, saltó por
la ventana al jardín y se escondió entre la maleza. Tras él, Dzierzynski1, que se ocultaba
en la estufa, huyó a través de la chimenea y del tejado hacia el bosque.
—¡Mojadle con el cubo! —gritó alguien de la multitud, al parecer un católico de poca
monta, pues no sabía que no se puede usar más que hisopos, de ninguna manera
mangueras, aunque no faltaban en el parque de bomberos y aunque con su ayuda la cosa
hubiera sido mucho más rápida.
Después de Dzierzynski sólo salió de los rincones basura de menor categoría, como
Bierut o Gottwald2, pero había tal cantidad que empezó a faltar agua bendita y ya nos
veíamos enviando un carro con un barril a la parroquia vecina. Pero no aparecía ningún
fantasma mayor, lo cual alarmó al seños obispo.
—En algún rincón tienen que estar, bajemos al sótano.
Entonces se dejó oír un grito:
—¡No rociéis! ¡Ya salgo!
Y en la puerta apareció Engels con un pañuelo blanco atado a un palo.
—Me rindo —dijo.
—Vale —contestó el obispo—, ¿Y dónde está mister Marx?
Pero antes de que Engels tuviera tiempo de responder, temblaron los muros y
comenzó a caer el revoque del techo. La gente se abalanzó hacia la puerta, y un
momento más tarde el edificio se hundió.
Ahora hay quien dice que Marx también quería rendirse, pero que al salir del sótano
tropezó si querer con el marco de la puerta. Otros sostienen que sacudió los
fundamentos expresamente, tomando ejemplo del bíblico Sansón; lo que no puede
descartarse, ya que seguro que conocía la Biblia.
Tanto si fue una cosa como la otra, debe reconocerse que fuerza no le faltaba.
1
Dzierzynski, Feliks (1877-1926). Comunista soviético de origen polaco. Por orden de Lenin creó y dirigió la
policía política. Es símbolo del terror comunista.
2
Bierut, Boleslaw (1892-1956). Comunista polaco miembro del equipo que se hizo con el poder en Polonia después
de la Segunda Guerra Mundial. Fue presidente del país y del partido comunista a partir de 1948. Responsable del
terror estalinista en Polonia. Gottwald, Klement (1896-1953). Comunista checoslovaco. En 1948 dirigió el golpe
que instauró el poder comunista en Checoslovaquia, Fue presidente del país y del partido comunista.
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La mosca
Me estaba molestando una mosca. Yo la espantaba, pero ella volvía, así que la volvía
a espantar.
—Conque no, ¿eh? Vale, esperaré a que…
Se apartó un poco y se posó sobre un perro muerto.
—¿A qué? —pregunté.
No contestó. Y yo no insistí, temiendo conocer ya la respuesta.
El triángulo
—Separémonos —dije—. Ya está bien de esta historia.
Llevamos juntos mucho tiempo, hemos vivido juntos muchas aventuras, pero la cosa
dura ya demasiado y estamos hartos unos de otros. ¿Para qué ocultarlo? Yo ya no os
puedo ver.
—Perdona —observó el Zorro—. Pero soy yo quien no puede verte a ti. Ni a él
tampoco —añadió indicando al Gallo.
—Y yo ni a él ni a ti—dijo el Gallo.
—Ya lo he dicho: estamos hartos unos de otros. Así que la primera afirmación no
excluye la segunda, la segunda la tercera, ni la tercera la segunda y la primera. Lo
importante es que todos estamos hartos de nuestra compañía. Y por tanto sólo nos
queda separarnos.
- Bien —admitió el Zorro—. Pero ¿quién debe separarse de quién?
- Eso es —corroboró el Gallo—. Y además, ¿quién se marchará primero?
—Nadie se marchará primero. Nos marcharemos todos al mismo tiempo.
—Imposible —dijo el Zorro.
—¿Por qué?
—Porque si todos nos marchamos al mismo tiempo, ¿quién quedará para constatar
que no estamos aquí?
—Eso es. Alguien debe quedarse para constatarlo—salió en apoyo del Zorro el Gallo.
—Entonces me quedo yo.
—Ah, no —se opuso el Gallo—. ¿Tú te quedas aquí como si nada, mientras que yo
tengo que marcharme? Ni hablar.
—Tampoco sería justo para mí —observó el Zorro.
—Entonces me marcho yo y os quedáis vosotros.
—El Gallo miró al Zorro y el Zorro al Gallo.
—¿Para seguir viendo ese morro zorruno?
—¿Para seguir viendo ese estúpido pico?
39
Realidad realista
Un día que estaba leyendo el periódico con el perro tumbado a mis pies, sonó muy
cerca el maullido de un gato. Me extrañó, ya que no tengo gato en casa. Miré al perro,
pero no reaccionaba, al parecer no lo había oído. ¿Sería posible que no lo hubiese oído?
No. ¿Fingió entonces no oír? Es absurdo, por qué iba a fingir. Entonces, ¿por qué se
sonrojó?
Habría olvidado este incidente si unos días más tarde, durante un paseo, mi perro
no se hubiese subido a un árbol. Cuando se dio cuenta de que lo observaba, bajó y se
acercó a unos perros. Estos, sin embargo, lo trataron con hostilidad.
A pesar de todo, aquello no probaba aún nada en absoluto. Al fin y al cabo, trepó
sólo un poco y la hostilidad de los perros podía deberse a otras causas.
Lo llevé al veterinario.
—Examínelo, por favor, quiero saber si es un perro o un gato.
—Hoy ya no recibo, vuelva otro día.
—¿Cuándo?
—No sé, estoy muy ocupado.
¿Se pensaría que me había vuelto loco? Quizá la realidad no sea tan unívoca como
nos parece. Yo con este tipo de cosas no quiero problemas, así que vendí el perro y me
compré una mona.
Al día siguiente, la mona desapareció. La encontré después de una larga búsqueda.
Estaba sentada en mi butaca leyendo Phänomenologie des Geistes de Hegel.
Esperaré a que acabe de leer el libro y después lo discutiremos. Eso, si resulta que yo
no soy ella ni ella, yo.
El octavo día
Dios trabajó seis días y descansó el séptimo. El hombre no es Dios, se cansa antes,
por lo que consideró que el sábado también le correspondía como día de descanso. Esta
decisión no encontró una expresa objeción por parte de la Instancia Suprema.
«Si ha salido bien con el sábado, tal vez también cuele el viernes», pensé, y dirigí a
Dios una solicitud con el siguiente contenido:
«A causa del cansancio que siento después del lunes, el martes, el
miércoles, el jueves y el viernes, ruego tenga a bien otorgarme también el
viernes como día libre de trabajo. Homo Sapiens.»
No hubo respuesta, por lo que consideré que también el viernes me había sido
otorgado.
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Ahora mi semana laboral acaba el miércoles por la tarde. Sí, pero ese miércoles... El
silencio de Dios me dio valor.
«Exijo la supresión del miércoles como día laborable. Prometeo.»
Noche en vela
En cierta ocasión emprendí un viaje.
Como no había conexión directa con mi destino, a mitad del trayecto me apeé en una
estación para realizar un trasbordo a otro tren.
Anochecía. El otro tren no había de llegar hasta la mañana siguiente. Abandoné la
estación y me dirigí al pueblo para buscar un lugar donde pasar la noche.
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Resultó que otros tubos continuaron el trabajo iniciado por aquel tubo descubridor
del agujero y llevaron el razonamiento más allá del punto en que aquel tubo lo había
dejado. Lo llevaron a la etapa siguiente, es decir, a una conclusión tan irrefutable como
la tesis según la cual el agujero es la esencia de los tubos. Puesto que el agujero, siempre
el mismo e idéntico —demostró otro tubo memorable—, es lo que constituye la esencia
del tubo, entonces todos los tubos son iguales y ningún tubo es mejor que otro tubo en
relación con el agujero.
Este segundo descubrimiento fue tan colosal como el primero. Puesto que resultó,
más allá de cualquier duda, que en el fondo, es decir, en lo esencial, un telescopio no se
diferenciaba en nada de una manguera y una manguera de una estilográfica, una
estilográfica de una tripa de cordero y‚ ésta, a su vez, de un fluorescente. Y como la
teoría sin la práctica no es nada, siguiendo la voz de la verdad, se empezó a iluminar las
casas y las calles con tripa de cordero, a llenar las mangueras de tinta, y los telescopios
(habiéndoles sacado las lentes) se instalaron en las pilas en calidad de tubos de desagüe.
Al mismo tiempo continuaron las discusiones, pues el intelecto, habiéndose puesto a
trabajar, ya no tenía ninguna intención de limitarse y, mucho menos, de ir a la zaga de
los acontecimientos.
Así que apareció una jerarquía à rebours, es decir, también jerarquía, pero a la
inversa. Y todo a causa de una argumentación irrefutable, según la cual si el agujero es
un ideal, el tubo que esté más cerca de este ideal es el mejor. Cuantos menos añadidos y
complicaciones haya alrededor del agujero, tanto más noble es el tubo. Y como los que
más se aproximaban a este ideal eran los tubos de cloaca, fueron precisamente ellos los
que empezaron a conquistar la supremacía moral, estética, ética, ontológica y en general
en todos los sentidos. Los tubos más complicados empezaron a avergonzarse de su
complicación, y a menudo se podía ver, por ejemplo, un tubo de Wittgenstein y Dropps
(un aparato para la investigación científica en el campo de la física nuclear, instrumento
muy especializado) que, agazapado en un rincón, se justificaba avergonzado: ‘No soy de
Wittgenstein y Dropps, soy de cloaca’.
Sin embargo, la aproximación al ideal entendido demasiado al pie de la letra empezó
a suponer un peligro. Porque si el agujero como tal significaba el ideal, entonces incluso
entre los tubos de cloaca había unas diferencias inquietantes. Cuanto más corto era un
tubo, más próximo estaba al ideal. Algunos tubos simplemente se cortaban para, de esta
manera, parecerse más al agujero en sí mismo. Empezaron a aparecer unos tubos tan
cortos que se parecían más a un anillo que a un tubo, y surgía la cuestión de si aún se los
podía considerar tubos. Era una cuestión ideológicamente ambigua, porque al fin y al
cabo esos tubos más cortos eran los que más se parecían al agujero an sich, por lo que
precisamente ellos debían ser más tubos que los demás, y sin embargo era como si ya no
lo fueran. Paradoja que era preciso superar.
Tras numerosos debates se estableció que un tubo es un agujero más una entrada y
una salida, o bien sólo una entrada y una salida. Es decir, un agujero pero gordo. Ahora
bien, ¿cómo de gordo? Esa era la clave de la cuestión. Un tubo demasiado corto se
aproximaba peligrosamente a un ‘anillo negativo’, un tubo demasiado largo, al infinito.
En ambos casos, no se sabía dónde tenía semejante tubo la entrada y la salida, o bien la
salida y la entrada. (Como podemos observar, el centro de atención pasó del agujero--
por lo demás, un dogma ya irrebatible a partir de entonces--, no tanto a la cuestión en el
grosor del agujero, incluido también en el dogma, como a la cuestión del acierto en el
grosor de este agujero.) Así pues, ¿de qué‚ largo debe ser un tubo?
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Respuesta: un tubo no tiene que ser ni demasiado largo ni demasiado corto, sino
mediano, debe tener su justa medida. Entonces se midió el largo de cada tubo por
separado, se sumaron los resultados, la suma se dividió por la cantidad de tubos y así se
llegó a un promedio. A partir de entonces, ningún tubo podía ser ni más largo ni más
corto que ese promedio. Todo estaba claro con respecto a los tubos más largos que el
promedio. Éstos se podían cortar. Pero ¿qué‚ hacer con los tubos que eran más cortos
que el promedio? Ahora aquellos tubos que antaño se habían cortado para acercarse al
ideal se encontraban en una situación incómoda. No eran demasiado largos, pero sí
demasiado cortos.
La solución final estaba a la vuelta de la esquina. Puesto que desde hacía mucho
tiempo ya no tenía importancia para qué servía cada tubo, e incluso se había llegado a
olvidar que los tubos sirvieran para algo, el tubo individual no tenía ningún sentido. La
existencia de los tubos separados era un anacronismo, un obstáculo en el inevitable y
lógico desarrollo del tubo. De modo que los días de este ente estaban ya, y con toda
razón, contados. Todos los tubos se acoplaron por sus extremos, se soldaron y nació un
único y gran tubo cósmico.
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Slawomir Mrozek /
biografía
(nacido el 30 de junio de 1930 in Borzecin) es
un escritor y dramaturgo polaco que explora en sus obras el
comportamiento humano, la alienación y el abuso de poder de
los sistemas totalitarios. Como dibujante de cómics, alcanzaría
también gran popularidad.
Empezó su carrera como periodista, pero al final de los Años
50 comenzó a escribir obras de teatro. La primera de
ellas, Policja la escribió en 1958. Entre 1963 y 1996 debió vivir
fuera de Polonia en Italia,Francia y México, hasta que
en 1997 volvió a su patria. Su primera obra larga, y todavía la
más célebre, Tango (1964), se sigue representando en toda Europa. La obra de Mrozek
se puede clasificar dentro del teatro del absurdo, ya que para conseguir el efecto deseado
se vale de la distorsión de la realidad, la parodia de situaciones políticas e históricas y el
humor. En 2003 fue distinguido Caballero de la Legión de Honor por el gobierno de
Francia por su trayectoria como escritor.
Además de dramaturgo, Mrozek también es autor de relatos breves, generalmente de
tipo satírico y humorístico, reunidos en volúmenes como, El elefante, La Mosca o El
árbol. En ellas parodia la vida cotidiana de los polacos, retratando muchas veces con
ironía la supuesta diferencia entre los mundos comunista y capitalista, sin adherirse a
ninguno de ambos bandos.
Obra
1957 - Słoń (El elefante)
1958 - Policja (Policía)
1964 - Tango
1974 - Emigranci (Los Emigrantes)
1987 - Portret (Retrato)
1993 - Miłość na Krymie (Amor en Crimea)
Obra en español
Juego de azar (Acantilado, 2001)
La vida difícil (Acantilado, 2002)
Dos cartas (Acantilado, 2003)
El árbol (Acantilado, 2003)
El pequeño verano (Acantilado, 2004)
La mosca (Acantilado, 2005)
Huida hacia el sur (Acantilado, 2008)
Tomado de Wikipedia
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BIBLIOTECA DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris Pasternak
2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov
3. Antología del cuento chino / varios autores
4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia Woolf
5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré
6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata
7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann
8. Dublineses / James Joyce
9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas
10. Caballería Roja / Isaak Babel
11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati
12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto Moravia
13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla
14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov
15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson Imbert
16. Yo, el supremio / Augusto Roa Bastos
17. El siglo de las luces / Alejo Carpentier
18. El principito / Antoine de Saint-Exupéry
19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Lino Novás Calvo
20. Over / Ramón Marrero Aristy
21. Una visión del mundo y otros cuentos / John Cheever
22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood Anderson
23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf Erich Raspe
24. Huasipungo / Jorge Icaza
25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura / Jorge Amado
26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias
27. Seis cuentos para leer en yola / Aquiles Julián
28. Los chinos y otros cuentos / Alfonso Hernández Catá
29. La mancha indeleble y otros cuentos / Juan Bosch
30. El libro de la imaginación / Edmundo Valadés
31. Cuatro relatos / Joseph Roth
32. El libro de cristal de los Cohén / Aquiles Julián
33. Cuentistas dominicanos 1 / Aquiles Julián
34. El caballo que bebía cerveza / Joao Guimaraes Rosa
35. Tres relatos / José Bianco
36. Adán, Eva y los moluscos / Efraím Castillo
37. La mosca y otros cuentos / Slawomir Mrozek