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Slawomir
Mrozek
La mosca y otros cuentos

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BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
biblioteca.digital.aj@gmail.com
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La mosca y otros cuentos


Slawomir Mrozek, Polonia
Edición Digital Gratuita
distribuida por Internet
Editor:
Aquiles Julián, República Dominicana.
Email: aquiles.julian@gmail.com

Coeditores:
Fernando Ruiz Granados México
José Acosta New York, EE.UU.
Pedro Camilo Santo Domingo
Aníbal Rosario New York, EE.UU.
Milagros Hernández Chiliberti Venezuela
Eduardo Gautreau de Windt Santo Domingo, RD
Mario Alberto Manuel Vásquez Salta, Argentina
José Alejandro Peña Estados Unidos
Radhamés Reyes-Vásquez Nicaragua / Rep. Dominicana
César Sánchez Beras Massachusetts, EE.UU.
Martha de Arévalo Uruguay
Félix Villalona Santo Domingo, RD
Henriette Weise Barcelona, España
Ángela Yanet Ferreira Santo Domingo, RD

Primera edición: Febrero 2010


Santo Domingo, República Dominicana
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promocionar la obra narrativa de los grandes creadores, amplificándola y fomentando nuevos lectores para ella. Los derechos de
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Este e-libro es cortesía de:

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EDITORA DIGITAL GRATUITA
Sol Poniente interior 144, Apto. 3-B, Altos de Arroyo Hondo III, Santo Domingo, D.N., República
Dominicana. Email: librosderegalo@gmail.com

S
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Índice
La tragedia de la que fuimos cómplices / Aquiles Julián 4
El árbol 7
El futuro 8
El socio 8
La frontera 8
Ketchup 9
El agujero en el puente 10
El muñeco de nieve 11
La revolución 14
En la penumbra 15
El monumento al soldado desconocido 17
El elefante 19
Jaque 22
La injusticia 29
Un rebelde 30
Revolución bis 31
Hamlet 32
La soledad 33
Noche en el hotel 34
El poder 34
La vista más hermosa del mundo 35
Exorcismos 37
La mosca 38
El triángulo 38
Realidad realista 39
Las cuitas del joven Werther 39
El octavo día 40
Noche en vela 41
Una historia breve, pero entera 44
Slawomir Mrozek / biografía 47

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BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
biblioteca.digital.aj@gmail.com
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La tragedia de la que fuimos cómplices


Por Aquiles Julián
La habilidad con que a partir de la década del 1920, por encargo de Lenin
inicialmente, y por conveniencia de Stalin a seguida, el alemán Willi
Münzenberg montó la matraca canalla, ese aparato de desinformación,
calumnia y acoso que Lenín denominó cínicamente de “tontos útiles” y
que Münzenberg, no menos cínico, solía tildar de “el club de los
inocentes”, tuvo un impacto trágico entre escritores, artistas e
intelectuales de los países sometidos a la tiranía bolchevique.

Ese hecho nefando, en que se chantajeó, se engañó, se cameló, se sobornó, se sedujo, se


manipuló de manera descarada a artistas, escritores e intelectuales de los países no
totalitarios con el fin de que endosaran, justificaran, glorificaran, excusaran y se
hicieran cómplices del sistema estalinista, no sólo convirtió en cómplices, algunos de
manera asqueante pues los comprometió incluso
en crímenes horripilantes y en delaciones
nauseabundas, a los artistas, escritores e
intelectuales de los países democráticos, también
tuvo otra consecuencia igual de mala: condenó a
los escritores, artistas e intelectuales aherrojados
en aquellos países-cárceles a la esclavitud, pues
disentir del “socialismo real” era inmediatamente
condenarse como agentes de los más retrógrados
intereses.

La maquinaria canalla a la que Münzenberg dio


vida, financiada por Lenin y luego por Stalin, creo
un aparato de propaganda, desinformación,
calumnia, confusión y endiosamiento que
prometía fama, claque, audiencias solícitas, publicaciones, viajes, premios, trato
diferencial, etc., a aquellos escritores, artistas e intelectuales que se subordinaran a las
directrices que se les pautaran. Por igual, amenazaba con descrédito, calumnias, puertas
cerradas, agresiones, etc., a aquellos escritores, artistas e intelectuales que osaran
disentir, poner en entredicho u osar oponerse a aquel adefesio político que fueron y
siguen siendo las dictaduras totalitarias estalinistas (persisten en China, Corea del
Norte, Vietnam y Cuba).

El aparato que suelo llamar la matraca canalla comprometió a importantes y no tan


importantes escritores, artistas e intelectuales de Europa, Estados Unidos y América
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Latina que amplificaron, dimensionaron, autentificaron y reprodujeron todo lo que se


les indicaba. Se enlodaron más allá de cualquier límite. Se encanallaron al máximo.

Ese aparato, al que prometo dedicar un más amplio ensayo, creó un cordón sanitario
para aislar, rebajar, denostar, calumniar, destruir a cualquier escritor, artista o
intelectual que huyera de aquellas sociedades-cárceles, a la vez que reconocía, alababa,
difundía y amplificaba a la cohorte mediocre de autorcillos de segunda que ocupaba los
puestos designados en las “uniones de escritores y artistas” de las dictaduras de
izquierda y sus satélites, o se sometían como borregos a las directrices de los nuevos
césares.

Rechazados vehementemente por los artistas e intelectuales de “izquierda” de los países


democráticos si eran desconocidos o vetados por las burocracias “culturales” de los
países sometidos al estalinismo, los artistas, escritores e intelectuales de las burocracias
totalitarias sufrieron verse sin ningún medio al que acogerse. Motejados de traidores,
gusanos, lacras, etc., por la intelectualidad progre de los países democráticos, veían
cómo se les excluía, discriminaba, maltrataba, calumniaba, respondiendo a directrices
emanadas de los servicios de inteligencia totalitarios, que mantenían una serie de
instituciones, partidos y organizaciones que les servían.

Eran huéspedes incómodos. Los mismos países de cultura política abierta, al buscar por
intereses económicos y políticos, relaciones con los gobiernos de aquellos infortunados
países, desalentaron y limitaron a quienes buscaban escapar de esos regímenes
criminales.

Y quien lograba escapar de inmediato recibía la caterva de insultos, calumnias, epítetos


y acusaciones que buscaban poner en entredicho su integridad, crearle una imagen
negativa y descalificar cualquier juicio u opinión que emitiera sobre el régimen
imperante en su país.

Todos fuimos parte de ese entramado. Todos nos sumamos a esa claque siniestra.
Todos, salvo exiguas y honrosísimas excepciones.

Y, de hecho, la matraca canalla no ha desaparecido. Sobrevivió a la desaparición de


aquel adefesio que fue la mal llamada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS,
en realidad una feroz dictadura totalitaria, corrupta, mediocre e ineficiente en grado
sumo, que asesinó a decenas de millones de sus propios ciudadanos desde sus inicios
hasta el desaparición.

Hay un sinnúmero de escritores, artistas e intelectuales latinoamericanos, muchos


dominicanos entre ellos, que son parte activa de la matraca canalla. Se autodefinen
como “antiimperialistas” cuando fueron partidarios del imperialismo ruso, del chino y
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de las agresiones cubanas. Se autocalifican de “democráticos” y son partidarios de


dictaduras totalitarias cerradas. Se llaman a sí mismos “partidarios de la libertad” y
justifican y defienden las cárceles, la censura, el paredón, el estado policial y la dictadura
militar, pues piensan que ellos serán parte de la élite que manda y no de la masa que
padece.

Esa es la realidad. Y siguen operando como pandilla. No renuncian a la esperanza de


recuperar los viejos privilegios: viajes, ediciones, claques solícitas… Son siempre pro:
prochinos, procoreanos, procubanos, prochávez, etc. Su único incordio es el
“imperialismo norteamericano”, pues funcionan como ariete y medio de propaganda y
de guerra de modelos peores de gobierno, sin que ello excuse los errores, abusos y
agresiones en que incurren frecuentemente los gobiernos norteamericanos.

Slawomir Mrozek, el brillante narrador y dramaturgo polaco, que refleja en sus relatos
la estulticia, lo obtuso, la demencia de aquel régimen impuesto a la fuerza en Polonia
por las tropas soviéticas y sus peones, tuvo que afinar su pluma para poder escribir en
medio de una situación de restricciones, amenazas, censura, inseguridad, etc., propias
de las eufemísticamente llamadas “democracias populares”. Escapó a Occidente y vivió
de 1963 al 1996 exiliado de su país, única posibilidad de desarrollar su prodigiosa obra
que evidencia aquellas parodias de socialismo impuesto por las bayonetas.

A Polonia le cupo el honor de provocar el estallido del imperio soviético, fuera de los
levantamientos anteriores de los obreros en Alemania, Hungría, Checoslovaquia, ya en
la década de los ´80, que condujo al desmantelamiento de aquel mamotreto
sanguinario.

La acción de los obreros que crearon Solidaridad fue una clarinada de que esas
sociedades sometidas no estaban muertas, que resistían. Al final condujo a aquel
régimen inepto y criminal a tambalearse, ceder y derrumbarse. El símbolo de la caída
del Muro de Berlín levantado por los rusos fue uno de los acontecimientos más
conmovedores y trascendentales en toda la historia de la humanidad.

Y autores como Slawomir Mrozek, con sus obras teatrales, sus relatos, fueron vitales
para mantener la conciencia de lo absurdo, criminal y abusivo de aquellas sociedades
oprimidas y vejadas.

Con él, con los escritores, artistas e intelectuales que resistieron, padecieron, sufrieron
cárcel o perdieron sus vidas mientras en Occidente sus iguales aplaudían, justificaban,
reclamaban mayores castigos, callaban, amplificaban las mentiras infames de los
burócratas de aquellas tiranías o simplemente rehuían tomar partido y actuar
decentemente para salvar vidas y obras, tenemos una deuda impagable. Y lo peor es que
aquel aparato infame sigue vivo, sigue actuando, continúa ejerciendo su asqueante
labor. Y que muchos autores que conocemos y elogiamos son parte de él.
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El árbol
Vivo en una casa no lejos de la carretera.
Junto a esa carretera, a la entrada de la
curva, crece un árbol.
Cuando yo era niño, la carretera era aún
un camino de tierra. Es decir,
polvorienta en verano, fangosa en
primavera y en otoño, y en invierno
cubierta de nieve igual que los campos.
Ahora es de asfalto en todas las
estaciones del año.
Cuando yo era joven, por el camino
pasaban carros de campesinos arrastrados por bueyes, y sólo entre la salida y la puesta
de sol. Los conocía todos, porque eran de por aquí. Eran más raros los carros de
caballos. Ahora los coches corren por la carretera de día y de noche. No conozco
ninguno, aparecen de no se sabe dónde y desaparecen hacia no se sabe dónde.

Sólo el árbol ha quedado igual, verde desde la primavera hasta el otoño. Crece en mi
parcela.

Recibí un escrito de la Autoridad. "Existe el peligro --decía el escrito-- de que un coche


pueda chocar contra el árbol, ya que el árbol crece en la curva. Por lo tanto, hay que
talarlo".

Me quedé preocupado. Llevaban razón. Efectivamente, el árbol está junto a la curva, y


cada vez hay más coches que cada vez corren más rápido y sin prudencia. En cualquier
momento puede chocar alguno contra el árbol. Así que tomé una escopeta de dos
cañones, me senté bajo el árbol y, al ver acercarse al primero, disparé. Pero no acerté.
Por eso me arrestaron y me llevaron a juicio.

Traté de explicar al tribunal que había fallado únicamente porque mi vista ya no es


buena, pero que si me dieran unas gafas seguro que acertaba. No sirvió de nada.

No hay justicia. Es verdad que un coche puede chocar contra el árbol y dañarlo. Pero
sólo con que me dieran unas gafas y algo de munición, me quedaría sentado vigilando.
¿A qué tanta prisa por talar un árbol si hay otros métodos que pueden protegerlo de un
accidente?

Y no les costaría nada, aparte de la munición. ¿Acaso es un gasto excesivo?


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El futuro
El futuro es un enigma, pero ¿para qué están los augurios?. Los antiguos vaticinaban
por el vuelo de las aves y de este modo llegaban a saber lo que les esperaba. Incluso yo
mismo puedo vaticinar mi futuro.
Fui al parque, donde pájaros no faltan. Algunos volaban, otros estaban posados en los
árboles, otros merodeaban por el césped. A mi me interesaban sólo los voladores.
Alcé la cabeza y empecé a observarlos. No llevaba esperando mucho cuando sentí en la
calva un ¡plaf! y mi futuro se me hizo simbólicamente claro.
He averiguado una sola cosa acerca del futuro: no vaticinar nunca por el vuelo de las
aves sin un buen sombrero.

El socio
Decidí vender mi alma al diablo. El alma es lo más valioso que tiene el hombre, de modo
que esperaba hacer un negocio colosal.
El diablo que se presentó a la cita me decepcionó. Las pezuñas de plástico, la cola
arrancada y atada con una cuerda, el pellejo descolorido y como roído por las polillas,
los cuernos pequeñitos, poco desarrollados. ¿Cuánto podía dar un desgraciado así por
mi inapreciable alma?
-¿Seguro que es usted el diablo?- pregunté.
- Sí, ¿por que lo duda?
- Me esperaba al Príncipe de las Tinieblas y usted es, no sé, algo así como una chapuza.
- A tal alma tal diablo -contestó-. Vayamos al negocio.

La frontera
Habían desaparecido los alambres de espino, el poste fronterizo estaba podrido e
inclinado como una tumba vieja, lo habían cubierto jóvenes matorrales. Qué aspecto tan
diferente tenía antes esta frontera.
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Entre las temblorosas cimas de los abetos había una torre inmóvil de centinela.
Siguiendo el trazado de un viejo sendero, llegué al claro. El viento mecía la abundante
hierba y hacía golpear la puerta de la torre, que se abría y cerraba inútilmente como
unas fauces desdentadas; mi bota chocó contra una oxidada lata de conserva oculta en la
hierba. Rodó con desgana, emitiendo un breve y hueco sonido, y después se detuvo.

Arriba, en la plataforma de la torre, no había nadie.

«¡Alto! ¿Quien va? » - sonó una voz

Era mi propia voz, era yo mismo quien me gritaba. No podía soportar más ese silencio,
esos escasos ruidos y susurros, y ese golpear de la puerta. Y es que estaba cruzando la
frontera.

¿Qué contesto? Antes era fácil. Bastaba con facilitar nombre y apellido, sexo, fecha y
lugar de nacimiento, dirección, talla, color de ojos, moreno, rubio o castaño, profesión y
número de pasaporte. ¿Y ahora que soy yo quien se pregunta a sí mismo?

Al no encontrar respuesta, me lancé a la huída, retrocedí a través del bosque, esperando


en cualquier momento el disparo mortal. Pero me acordé de que no iba armado y aflojé
el paso.

Ketchup

Leí en un periódico que no habría Apocalipsis.

Para celebrar la buena nueva, fui al McDonald’s y pedí una hamburguesa.

«Qué suerte», pensé, mientras entusiasmado, aderezaba mi hamburguesa con Ketchup,


«que no haya trompetas angelicales ni estrellas que caigan sobre nuestra Tierra
abrasándola.» Hasta ese momento había sido un consumidor poco entusiasta puesto
que vivía a la espera de la catástrofe. ¿Qué más daba el ketchup, si nos encaminábamos
hacia el desastre? Ahora, sin embargo, el mundo tenía futuro. Así que me puse más
ketchup porque ahora sí que valía la pena.

Al día siguiente volví a tomarme una hamburguesa con doble ración de ketchup. Pero al
tercer día noté que, tomando doble ración de ketchup por tercera vez, ya no estaba a la
altura de mi época. El pimer día iba por delante, el segundo seguía el paso de la
contemporaneidad, pero al tercero ya me quedaba atrás. ¿Ketchup doble por tercera
vez? ¡Es un retroceso! Para no quedarme a la cola, debería ser como poco triple.
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Me puse, pues, una triple. Eructé un poco, pero en principio no me sentía mal. Los
problemas de estómago no llegaron sino después de la cuádruple. Conseguí paliarlos
con Alka Seltzer. Tras la quíntuple, ya ningún remedio podía ayudarme, y después de la
séxtuple, me entraban náuseas sólo con pensar en la séptuple.

¿Y ahora qué? El implacable avance del consumo exigía una ración séptuple de ketchup,
y después una óctuple, y una nónuple, y una décuple, y así sin fin, porque ahora que el
Apocalipsis había sido suspendido, el futurono tenía ya límite. Supongamos que aguanto
incluso la décuple. Y después, ¿qué?

He quemado el McDonnald’s, había una vida en juego. El incendio no ha sido grande, ni


punto de comparación con el Apocalipsis, pero era mejor que nada.

El agujero en el puente
Érase una vez un río, y en cada una de las orillas de este río había un pueblo. Los dos
pueblos estaban unidos por un camino que pasaba por un puente.

Un buen día en el puente apareció un agujero. El agujero debía arreglarse, en cuanto a


esto la opinión pública de ambos pueblos estaba de acuerdo. Sin embargo, surgió una
disputa sobre quién debía hacer el arreglo. Ya que cada uno de los pueblos se
consideraba más importante que el otro. El pueblo de la orilla derecha opinaba que el
camino conducía sobre todo a él, por lo que el pueblo de la orilla izquierda había de
arreglar el agujero porque debía de estar más interesado en ello. El pueblo de la orilla
izquierda consideraba que era el objetivo de cualquier viaje, de modo que el arreglo del
puente debía de ser el interés para el pueblo de la orilla derecha.

La disputa se prolongaba, así que el agujero seguía allí. Y cuanto más tiempo pasaba,
tanto más crecía la mutua antipatía entre ambos pueblos.
Un buen día un mendigo local cayó al agujero y se rompió una pierna. Los habitantes de
ambos pueblos le preguntaron con insistencia si iba de la orilla derecha a la izquierda, o
bien de la izquierda a la derecha, ya que de esto dependía cuál de los dos pueblos era
responsable del accidente. Pero él no se acordaba porque aquella noche iba borracho.

Algún tiempo más tarde pasó por el puente un carro con un viajero, y cayó al agujero y
se le rompió el eje. Puesto que el viajero estaba de paso en ambos pueblos -no iba ni del
primero al segundo, ni del segundo al primero-, los habitantes de ambos pueblos se
mostraron indiferentes con el accidente. El viajero, hecho una furia, bajó del carruaje,
preguntó por qué no se arreglaba el agujero, y al enterarse de las razones dijo:

- Quiero comprar este agujero. ¿Quién es su propietario ?


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Ambos pueblos reclamaron al unísono su derecho al agujero.


- O el uno o el otro. La parte propietaria del agujero tiene que demostrar que lo es.
- Pero ¿cómo?- preguntaron al unísono los representantes de ambas comunidades.
- Es muy sencillo. Sólo el propietario del agujero tiene derecho a arreglarlo. Lo compraré
al que arregle el puente.

Los habitantes de ambos pueblos se pusieron manos a la obra, mientras el viajero se


fumaba un puro y su cochero cambiaba el eje. Arreglaron el puente en un santiamén y se
presentaron para cobrar por el agujero.
-¿Qué agujero?- se sorprendió el viajero-. Yo no veo aquí ningún agujero. Hace tiempo
que buscó un agujero para comprar, estoy dispuesto a pagar por él un dineral, pero
vosotros no tenéis ningún agujero para vender. ¿Me estáis tomando el pelo o qué ?.

Subió al carro y se alejó. Y los dos pueblos hicieron las paces. Los habitantes de ambos
están ahora al acecho en buena armonía en el puente y, si aparece un viajero, lo detienen
y lo zurran.

El muñeco de nieve

Está nevando este invierno cuanto se quiera y más, y los niños hicieron en la plaza del
mercado un muñeco de nieve.
Es una plaza grande, por la que pasa multitud de gente todos los días. Dan a ella las
ventanas de muchas oficinas de la administración pública, pero a la plaza no le preocupa
eso; está sencillamente ahí. Con gran alboroto y gritando de entusiasmo, los niños
levantaron el estrafalario muñeco justamente en su centro.

Hicieron rodar nieve hasta obtener una bola muy grande: eso era la barriga. Luego, otra
más pequeña: era el pecho y los hombros. Por fin formaron otra aún más pequeña: la
cabeza. Con unos tizos de carbón fingieron los botones del hombre de nieve, de tal modo
que estuviera abrochado desde arriba hasta abajo, y le colocaron una zanahoria por
nariz. En fin, un muñeco de nieve normal y corriente, como cualquiera de los que cada
invierno hacen los niños a millares por todo el país, si es que las nevadas lo permiten. A
los niños les hizo ilusión y estaban felices.
Varias personas que pasaron por allí ojearon al hombre de nieve y luego siguieron su
camino, y la administración pública siguió administrando como si tal cosa.

El padre se alegró de que sus hijos retozaran al aire libre, de que se les pusieran
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encarnados los cachetes y de que luego volvieran con hambre a casa.


Pero a la noche, cuando todos estaban ya recogidos, alguien llamó a la puerta. Era el
vendedor de prensa que tenía su quiosco en la plaza del mercado. Se excusó por venir
tan tarde a dar la lata, pero dijo que consideraba un deber hablar cuatro palabras
sinceras con el padre. Claro que los niños eran todavía muy chicos, admitió. Pero ya
había que andar con cuidado con ellos, o de lo contrario no acabarían bien. Sólo por eso
había venido, por otra cosa no lo hubiera hecho; lo único que le importaba era el bien de
todos los niños, dijo; la educación infantil era una cosa que le preocupaba mucho. Y
detalló que el motivo concreto de su visita era la nariz de zanahorias que estos niños le
habían puesto al hombre de nieve; era una nariz colorada, y él, el vendedor, también
tenía la nariz de ese color, y no porque bebiera más aguardiente de la cuenta, sino
porque una vez se le heló. Una desgracia, no algo como para burlarse de él a la vista de
todo el mundo. Aclaró por fin que había ido a pedir que no volviera a ocurrir, claro que,
como ya había dicho antes, sólo en bien de su educación.

Tales observaciones impresionaron al padre bastante. Como es natural, los niños no


deben meterse con nadie, por colorada que tenga la nariz y por mucho que eso les llame
la atención. De modo que reunió a los chicos y, poniéndose serio, les dijo señalando al
hombre del quiosco:
—¿De verdad que le habéis puesto esa nariz al muñeco para burlaros de este señor?
Los niños se asombraron sinceramente y, de momento, no entendieron de qué les
estaban hablando. Cuando por fin cayeron en la cuenta, aseguraron muy formalmente
que jamás les había pasado eso por la cabeza. Pero, por si las moscas, el padre los
castigó y los dejó sin cenar.

El vendedor de prensa le dio las gracias y se fue. Al llegar a la puerta del piso, se cruzó
con el presidente del Sindicato Comunal, quien saludó en seguida al dueño de la casa,
satisfechísimo de recibir bajo su techo a tan importante personaje. Mas cuando el señor
presidente vio a los niños, frunció el ceño y dijo malhumoradamente:
—Caramba, me alegra ver a estos pillastres. Tendrían ustedes que atarlos más cortos,
¡tan chicos y ya tan descarados! ¿Pues no miro hoy a la plaza por una ventana de
nuestras oficinas y veo...? Pues estaban haciendo tranquilamente un hombre de nieve.
—Ah, sí, la nariz y el ven... —le interrumpió el padre.
—¡A mí qué me importa la nariz! Figúrese: primero hacen una bola, luego otra y luego
una tercera. Ponen la segunda encima de la primera, y la tercera encima de la segunda.
¿No es para indignarse?
Como el padre no entendía qué quería decir, el señor presidente se enfadó todavía más.
—¡Pero si está clarísimo! Quieren dar a entender que en nuestro Sindicato Comunal se
sienta un ladrón encima de otro. ¡Y eso es una calumnia! Hasta cuando se pretende
publicar en los periódicos una cosa así, hay que presentar pruebas, y no digamos ya si se
toca el asunto públicamente, nada menos que en la plaza del mercado.
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Agregó, sin embargo, que, dadas la poca edad y la inexperiencia de los niños, estaba
dispuesto esa vez a dejarlo pasar; no iba a exigir explicaciones. Pero, eso sí, la cosa no
podía repetirse.
Cuando se preguntó a los niños si al poner una bola de nieve sobre otra habían querido
dar a entender que en el Sindicato Comunal estaba sentado un ladrón sobre otro,
sacudieron las cabezas y se echaron a llorar. Pero el padre, no hubiera un tío, páseme
usté el río, los puso castigados de cara a la pared.
El día no terminó con eso. Se oyeron en la calle los cascabeles de un trineo que se paró,
de pronto, ante la casa. Dos hombres llamaron a la puerta simultáneamente: un gordo
desconocido embutido en un abrigo de piel de oveja y el presidente del Consejo
Nacional.
—Ciudadano, vengo por causa de vuestros hijos —dijeron al mismo tiempo desde el
umbral.
El padre, que ya estaba acostumbrándose a la cosa, acercó unas sillas para que los recién
llegados se sentaran. El presidente miraba de reojo al otro, el gordo desconocido, y se
preguntaba quién podría ser. Luego habló primero:
—Me asombra que permita usted que se haga en su casa propaganda enemiga. Mucho
me temo que no tenga usted conciencia política. Mejor será que me lo confiese todo
ahora mismo.
El padre no entendía por qué se le decía aquello.
—Se ve en sus hijos inmediatamente. ¿No sabe que se están burlando de los organismos
de nuestro Estado de obreros y campesinos? Sus hijos, sus hijos, sí. Han levantado ese
muñeco de nieve justamente frente a la ventana de mi cancillería.
—Ahora comprendo —suspiró el padre tímidamente—. Se trata de eso de querer
representar el robo...
—¡Qué robo ni qué diablos! ¿Pero es que no entiende usted lo que significa levantar un
hombre de nieve al pie de la ventana del presidente del Consejo Nacional? Sé muy bien
lo que las malas lenguas van hablando de mí. ¿Por qué no van sus hijos y colocan un
hombre de nieve al pie de la ventana de Adenauer? ¡Ah! No contesta, ¿eh? Un silencio
que lo dice todo, señor mío. Yo sabré sacar de él mis consecuencias.
En el momento de oírse la palabra «consecuencias», se levantó el gordo desconocido,
miró a un lado y a otro y se alejó de puntillas, sigilosamente, como dándose ya por
satisfecho; volvieron a oírse los cascabeles del trineo, al pie de la casa, y el tintineo se fue
perdiendo a lo lejos.
—Sí, amigo mío, le aconsejo que reflexione sobre lo que acabo de decirle —agregó el
presidente—. ¡Ah, y otra cosa! Si por distracción salgo a veces de casa con los pantalones
desabrochados, eso es cosa mía y sus niños no tienen ningún derecho a tomarme el pelo.
Sepa que, si me da la gana, saldré de casa incluso sin pantalones y que a sus hijos no les
importa un pimiento. Procure acordarse bien.
El acusado hizo comparecer a los niños, que estaban de cara a la pared, y les conminó a
que confesasen inmediatamente que al hacer el muñeco de nieve habían pensado en el
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señor presidente y que además los botones eran un puyazo de mal gusto al hecho de
que, a veces, el señor presidente llevaba por distracción desabrochados los pantalones.
Entre lágrimas y pucheros, los niños afirmaron que habían hecho su hombre de nieve
nada más que para divertirse y sin la menor mala intención. Pero, por si sí o por si no, el
padre no sólo los dejó sin cenar y los puso de cara a la pared, sino que les mandó
hincarse de rodillas sobre el santo suelo.
Aquella noche aún volvieron a llamar a la puerta varias veces, pero el padre ya no abrió
más.
Y, al día siguiente, pasé junto a un jardincillo donde los niños estaban jugando. Se les
había prohibido ir por la plaza del mercado y los niños estaban discutiendo a qué iban a
jugar esa mañana.
—Vamos a hacer un hombre de nieve —dijo el primero.
—¡Boh, un hombre de nieve corriente es muy aburrido! —contestó el segundo.
—Bueno, vamos a hacer un hombre que venda periódicos. Y le ponemos una nariz bien
colorada. Porque la tiene así de colorada de tanto aguardiente, ¿no? El mismo lo dijo
anoche —dijo el tercero.
—¡Qué tonto eres! Yo voy a hacer el Sindicato.
—Y yo al señor presidente, eso sí que es un hombre de nieve. Y además le voy a poner
botones porque siempre lleva los pantalones sin abrochar.
Los niños se pelearon un poco, pero por fin se pusieron de acuerdo para realizar todos
esos proyectos, uno detrás de otro. Y se pusieron a trabajar con mucho interés.

La revolución
En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.
Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.
Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por
volver.
Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su
situación central e inmutable.
Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.
La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad
inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a
la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.
Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la
incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.
Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más
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que inconformista. Es vanguardista.


Pero al cabo de cierto tiempo... Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el
armario en medio también dejo de parecerme algo nuevo y extraordinario.
Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de
unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que
traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la
vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.
Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de
pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de
la hinchazón de pies y de los dolores de columna.
Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto
tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué
a acostumbrarme al cambio—es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al
contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida
que pasaba el tiempo.
De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia
física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me
metí en la cama.
Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la
mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.
Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me
consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.

En la penumbra
Queridos camaradas, no pueden imaginar el estado de obscurantismo y de superstición
medieval que impera en nuestros campos.
Incluso yo he sufrido su influjo. Ahora, por ejemplo, tengo necesidad de salir un
momento a satisfacer mis más apremiantes necesidades (no tenemos excusado), pero
me da miedo hacerlo. Nubes de murciélagos vuelan como enloquecidos, chocan contra
los vidrios de las ventanas, y quien sale corre el riesgo de que se le enrede uno para
siempre en el cabello. Siento necesidad de salir, repito; pero aquí me quedo, en casa, sin
moverme, y les escribo, camaradas.
He aquí como están las cosas. En lo que respecta a la molienda del trigo, el porcentaje
ha bajado desde que el diablo hizo una visita al molinero, saludándolo con grandes
reverencias. Llevaba un sombrero tricolor, blanco, rojo y azul, con la insignia escrita en
francés: Tour de la Paix. Desde ese día, los campesinos se alejaron del molino. El
molinero y su mujer, desesperados, se dieron a la bebida, y ya la gente comenzaba a
16

acostumbrarse a esta situación, cuando el molinero roció a su mujer con vodka y le


prendió fuego. Después se precipitó a la Universidad Popular, para inscribirse en el
curso de marxismo; porque, según su opinión, necesitaba comenzar a luchar seriamente
contra los elementos irracionales de la vida.
La molinera, por su parte, sufrió horribles quemaduras, y así tenemos una bruja más en
nuestra aldea.
Han de saber, queridos camaradas, que todas las noches se escuchan aquí horribles
lamentos, como para hacerlo morir a uno de congoja. Algunos dicen que es el alma del
campesino Triglia que expresa su auténtico odio contra los grandes propietarios, y otros
que es el feudal Pierna Chueca, que se lamenta por el triunfo de las masas. ¡La lucha de
clases, camaradas, siempre la lucha de clases!
Pero mi cabaña está aislada en los linderos del bosque y la noche es negra, el bosque es
negro, y mis pensamientos, obscurísimos, en consecuencia. Un día mi compañero se
sentó sobre el tronco de un árbol para leer el último número de Horizontes de la
Ciencia, cuando sintió de improviso pasos a su espalda, y fue tal el susto, que anduvo
con la razón extraviada durante tres días.
Camaradas, aconséjennos. Nosotros nos hallamos aquí en medio de la llanura, rodeados
de horizontes hasta donde alcanza la vista, y de tumbas.
Me ha dicho un guardabosque que durante la Luna llena, cabezas desprendidas de sus
cuerpos ruedan y se persiguen por los senderos y por los claros del bosque, se dan de
topetazos con las frentes heladas y vuelan sólo Dios sabe adonde. Al alba desaparecen, y
se escucha sólo el rumor de los pinos, blando y moderado, como si hasta los mismos
árboles se estremecieran de pavor. ¡Jesús mío! ¡No saldría de casa aunque se me
reventaran los intestinos!
Todo termina aquí del mismo modo. Y ustedes aseguran que estamos en Europa. Sin
embargo, cada vez que preparamos la crema para los dulces, llegan los gnomos y se
orinan en ella.
Una vez, una vieja de la aldea despertó sobresaltada, bañada en sudor. Miró a su
derredor, ¿y qué vio? Sobre una manta, bella y verde, estaba sentado aquel crédito
establecido antes de las elecciones para construir el puente, crédito extinto
inmediatamente después en condiciones misteriosas. El crédito observó a la vieja, le
hizo muecas, rió y tosió. La vieja empezó a gritar, pero nadie acudió en su ayuda.
Cuando alguien grita, nunca se sabe. ¡Vaya uno a saber por qué grita! ¡Vaya uno a saber
qué ideología tiene!
En el sitio donde aquel puente debía construirse, se ahogó después un artista. Tenía dos
años, pero ya era un genio, y si hubiera vivido habría comprendido y descripto todo lo
que existe. Ahora, en cambio, su alma vuela por estos contornos para amedrentar al
prójimo.
Así las cosas, no es de maravillarse que hasta nuestra siquis haya mudado. La gente cree
en aparecidos y se vuelve supersticiosa. Apenas ayer, detrás del establo del camarada
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Andrzej fue encontrado un cuerpo. El párroco dice que se trata de un cuerpo electoral.
Todos aquí creen hoy día en las apariciones de los ahogados, en los espectros y en las
brujas. Y en realidad existe una mujer que hace salir sola la leche de las vacas y hace
aparecer a los fantasmas. Queremos presentarla como candidata a la célula del Partido,
para substraer un argumento propagandístico a los enemigos del progreso.
¡Cómo vuelan, como baten las alas, Dios mío! ¡Cómo silban: “pi-pi”, luego de nuevo: “pi-
pi”! ¡Basta! ¡Vivan los grandes edificios! Allí al menos todo ocurre en el interior y no hay
necesidad de correr hasta el bosque cuando se siente uno oprimido por las necesidades
fisiológicas...
Pero esto no es aún lo más grave. El caso es que mientras les escribo, camaradas, la
puerta se abre, aparece el hocico de un cerdo que me mira extrañamente, me mira... me
mira...
Ya les he dicho que aquí vivimos en condiciones del todo peculiares.

El monumento al soldado desconocido

Hay en nuestra ciudad un monumento al soldado desconocido, erigido en memoria de


los combatientes que cayeron bajo el plomo de la tiranía, durante la revolución de 1905.
La gente de la localidad levantó un modesto túmulo, sobre el que medio siglo más tarde
se construyó un pedestal de mármol con la inscripción: “Gloria eterna”. Sobre el
pedestal se colocó la estatua de un joven en el acto de romper las cadenas. La ceremonia
de 1955 fue memorable. Muchos oradores, muchas flores, muchísimas coronas.
Algún tiempo después, ocho alumnos del liceo local decidieron rendir un homenaje al
revolucionario. El maestro de historia los había logrado conmover de tal modo en el
transcurso de una lección, que decidieron hacer una colecta y comprar una corona de
flores. Luego formaron un pequeño cortejo y se dirigieron al monumento.
Apenas habían doblado la primera esquina, cuando encontraron a un hombrecillo
enfundado en un abrigo azul. Este los observó durante unos momentos y luego se
decidió a seguirlos a cierta distancia. Atravesaron la plaza vieja. La gente no reparaba en
ellos. Un cortejo, como bien se sabe, es algo habitual. En la plaza vieja no habita nadie,
hay pocos edificios. Sólo la iglesia de San Juan, un viejo caserón adaptado para oficinas
y un museo.
Cuando se detuvieron frente al monumento, el hombre del abrigo azul se les acercó
rápidamente y les dijo:
–¡Salud! ¡Una pequeña ceremonia conmemorativa, por lo que veo! ¡Magnífico! Pero con
tanto quehacer he olvidado el aniversario que hoy se celebra...
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–No se trata de ningún aniversario –respondió uno de los alumnos–. Hemos venido así
nada más, sin que se trate de una ocasión especial.
–¿Qué significa eso de “así nada más”? –preguntó el desconocido, irguiendo la cabeza y
frunciendo nerviosamente la nariz–. ¿Qué significa “así nada más”?
–Conmemoramos al revolucionario caído en la lucha por la liberación de la clase obrera.
–¡Ah! Ya comprendo. ¿Pertenecen ustedes a la célula del barrio?
–No, venimos de la escuela.
–No entiendo. ¿Es decir, que ninguno es miembro de la célula?
–No.
El hombre se quedó pensativo durante unos minutos.
–¿Se trata, pues, de una disposición del director?
–No; estamos aquí por iniciativa propia.
El desconocido no dijo nada, y partió. Los jóvenes estaban colocando la corona, cuando
uno de ellos exclamó:
–Aquí viene de nuevo.
Y en efecto, volvió a aparecer el hombre del abrigo azul, se detuvo a unos metros y
preguntó:
–¿Quizás se trata del mes para un “Mejor Conocimiento de los Revolucionarios
Desconocidos”?
–¡No! –gritaron a coro–. Es una iniciativa personal.
El hombre volvió a partir. Colocada la corona, los jóvenes se disponían a regresar a sus
casas cuando lo vieron una vez más, ahora acompañado de un policía.
–Sus documentos, por favor –dijo el policía, dirigiéndose a los estudiantes.
Le extendieron las credenciales. El policía las examinó y dijo:
–Todo en orden. Gracias.
–¿Cómo que todo en orden? –exclamó el hombre del abrigo azul, y preguntó a los
alumnos–: ¿quién les ordenó colocar la corona?
–Nadie.
–¡Ajá! ¿Así que lo admiten? –gritó–. ¿Admiten que para organizar esta ceremonia en
honor del Revolucionario Desconocido no los ha movilizado ni el director del liceo, ni la
Dirección de la Juventud Socialista, ni el Comité del Barrio, ni el de la ciudad, ni el
provincial?
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–Sí, señor.
–¿Admiten que esta ceremonia no estaba prevista por la Unión de Mujeres ni por la
Sociedad de Amigos de 1905?
–No, no lo estaba.
–¿Qué no se trata de un aniversario, ni de un mes dedicado a celebrar alguna cosa?
–Así es.
–¿Que no poseen una circular del partido? ¿Que todo lo han hecho por su propia
iniciativa?
–Por nuestra propia iniciativa.
El hombre se enjugó el sudor de la frente.
–Sargento –dijo–, usted sabe quién soy yo; le ordeno, pues, retirar inmediatamente esa
corona, y ustedes, ¡circulen!
Los jóvenes se retiraron en silencio, seguidos por el policía, con la corona a la espalda.
Frente al monumento permanecía sólo el agente del abrigo azul... Escudriñaba la estatua
con ojos suspicaces y miraba cautelosamente a su rededor.
Comenzó a llover. Pequeñas gotas cayeron sobre el abrigo azul y sobre la capa de
mármol del revolucionario. La atmósfera se volvió obscura y tétrica. Las gotas
resbalaban lentamente por el rostro de la estatua, se detenían en las orejas de piedra,
brillaban en las pupilas de granito.
Y allí estaban, uno frente al otro, el monumento y el hombre del abrigo azul.

El elefante

El director del Jardín Zoológico ha demostrado ser un advenedizo. Consideraba a sus


animales simplemente como peldaños en la escalera de su propia carrera. Era
indiferente a la importancia educativa de su establecimiento. En su Zoo la jirafa tenía un
cuello corto, el tejón no tenía madriguera y los silbadores, habiendo perdido todo
interés, silbaban rara vez y con cierta reluctancia. Estos fallos no deberían haber sido
permitidos, especialmente dado que el Zoo era visitado a menudo por grupos de
escolares.
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El Zoo estaba situado en una ciudad provinciana, y le faltaban algunos de los animales
más importantes, entre ellos el elefante. Tres mil conejos eran un pobre substituto para
el noble gigante. Sin embargo, a medida que nuestro país se desarrollaba, iban siendo
colmados los huecos en forma bien planificada. Con ocasión del aniversario de la
liberación, el 22 de julio, se le notificó al Zoo que finalmente se le había asignado un
elefante. Todo el personal, devoto de su trabajo, se alegró ante esta noticia, y por
consiguiente fue muy grande la sorpresa cuando se enteraron de que el director había
enviado una carta a Varsovia, renunciando a la asignación y presentando un plan para
obtener un elefante por medios más económicos.
«Yo, y todo el personal», había escrito, «nos damos cuenta de la pesada carga que cae
sobre los hombros de los mineros y los obreros metalúrgicos polacos a causa del
elefante. Deseosos de reducir costos, sugiero que el elefante mencionado en su
comunicado sea reemplazado por uno realizado por nosotros mismos. Podemos
construir un elefante de goma, del tamaño correcto, llenarlo de aire y colocarlo tras una
cerca. Será cuidadosamente pintado con el color correcto y hasta de cerca resultará
indistinguible del verdadero animal. Es bien conocido que el elefante es un animal lento
y pesado, y que ni corre ni salta. En el cartel de la cerca podemos indicar que este
elefante en particular es especialmente lento y pesado. El dinero ahorrado de esta
manera podrá ser dedicado a comprar un avión a reacción o a conservar algún
monumento religioso.
»Le ruego humildemente que tenga en cuenta que tanto la idea como su ejecución son
mi modesta contribución a la tarea y lucha comunes.
«Quedo, etc.»
Este comunicado debió llegar a algún burócrata sin alma, que contemplaba sus tareas en
una forma puramente mecánica, y que no examinó las trascendencia del asunto sino
que, siguiendo únicamente las directrices acerca de la reducción de gastos, aceptó el
plan del director.
Al tener noticia de la aprobación del Ministerio, el director dio órdenes para que se
confeccionara el elefante de goma.
Este iba a ser hinchado de aire por dos empleados que soplarían por extremos opuestos.
Para mantener la operación en secreto, el trabajo se realizaría durante la noche, pues los
habitantes de la ciudad, habiendo oído que iba a llegar un elefante al Zoo, estaban
ansiosos por verlo. El director insistió en dar prisas, además, porque esperaba un
premio, si su idea resultaba ser un éxito.
Los dos empleados se encerraron en un cobertizo que habitualmente albergaba un taller,
y comenzaron a soplar. Tras dos horas de duros esfuerzos, descubrieron que la piel de
goma apenas se había alzado unos centímetros sobre el suelo y que la masa no se parecía
en lo más mínimo a un elefante.
Transcurría la noche. En el exterior, las voces humanas se habían acallado y solo los
gritos de los chacales cortaban el silencio. Exhaustos, los empleados dejaron de soplar y
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se aseguraron de que el aire que ya estaba en el interior del elefante no se escapase. Ya


no eran jóvenes y no estaban acostumbrados a este tipo de trabajo.
–Si seguimos a este ritmo –dijo uno de ellos–, no acabaremos antes de la mañana y,
¿qué es lo que le voy a decir a mi señora? Nunca me creerá si le digo que he pasado la
noche hinchando un elefante.
–Tienes razón –admitió el segundo empleado–. El hinchar un elefante no es un trabajo
que se dé todos los días. Y todo porque nuestro director es un izquierdista.
Siguieron soplando, pero después de otra media hora se sintieron demasiado cansados
como para continuar. El bulto en el suelo era mayor, pero aún seguía sin tener la forma
de un elefante.
–Cada vez resulta más difícil –dijo el primer empleado.
–Sí, es un trabajo cuesta arriba –convino el segundo–. Descansemos un poco.
Mientras estaban descansando, uno de ellos se fijó en una tubería de gas rematada por
una espita. ¿No podrían llenar el elefante con gas? Se lo sugirió a su compañero.
Decidieron intentarlo. Enchufaron el elefante a la cañería de gas, abrieron la espita y,
para su alegría, vieron como a los pocos minutos se alzaba un animal de buen tamaño en
el cobertizo. Parecía real: el enorme cuerpo, patas como columnas, grandes orejas y la
inevitable trompa. Movido por su ambición, el director se había asegurado el tener en su
Zoo un elefante verdaderamente grande.
–De primera clase –declaró el empleado que había tenido la idea de usar el gas–. Ahora
ya podemos irnos a casa.
Por la mañana, el elefante fue trasladado a un lugar especial, muy céntrico, junto a la
jaula de los monos. Colocado frente a una gran roca verdadera, parecía imponente y
magnífico. Un gran cartel proclamaba: «Particularmente lento y pesado. Apenas si se
mueve.»
Entre los primeros visitantes de aquella mañana se hallaba un grupo de niños de la
escuela local. El maestro que los tenía a su cargo planeaba darles una lección acerca del
elefante. Detuvo al grupo frente al animal y comenzó:
–El elefante es un mamífero herbívoro. Por medio de su trompa arranca arbolillos y se
come sus hojas.
Los niños estaban contemplando al elefante con embelesada admiración. Esperaban que
arrancase un arbolillo, pero la bestia permanecía quieta tras la cerca.
–...el elefante es un descendiente directo del ya extinto mamut. Por consiguiente, no es
sorprendente que sea el más grandes de los animales terrestres hoy vivos.
Los alumnos más conscientes estaban tomando notas.
22

–...solo la ballena es más pesada que el elefante, pero la ballena vive en el mar. Podemos
decir, con toda seguridad, que en tierra firme el elefante reina supremo.
Una suave brisa movió las ramas de los árboles del Zoo.
–...el peso de un elefante adulto es de tres y media a cinco toneladas.
En aquel momento, el elefante se estremeció y se alzó en el aire. Por unos segundos flotó
a poca altura sobre el suelo, pero una ráfaga de viento lo arrastró hacia arriba hasta que
su gigantesca silueta quedó recortada contra el cielo.
Durante un corto espacio de tiempo, la gente pudo ver desde abajo los cuatro círculos de
sus patas, su abultada tripa y la trompa, pero pronto, impulsado por el viento, el elefante
voló sobre la cerca y desapareció por encima de las copas de los árboles.
Los asombrados monos se quedaron mirando al cielo desde el interior de su jaula.
Hallaron al elefante en el cercano jardín botánico. Había aterrizado sobre un cactus y
había pinchado su piel de goma.
Los escolares que habían contemplado la escena en el Zoo pronto comenzaron a
descuidar sus estudios y se convirtieron en gamberros. Se dice que beben licores y
rompen ventanas. Y ya no creen en los elefantes.

Jaque
El día estaba nublado. A mí me daba lo mismo, pero encontré a un amigo que parecía
muy preocupado.
Tengo un principio de reumatismo. Irremediable. No le concedería mucha atención
si no fuera porque acabo de resfriarme. Basta que me moje hoy y estoy arreglado. Creo
que es un principio de gripe. Me empiezan a doler los huesos. ¿Pero después? Nunca se
sabe cuándo puede aparecer alguna complicación peligrosa.
Le respondí que no tenía por qué mojarse. Basta esperar bajo techo a que pase la
lluvia. A Dios gracias, techos tenemos suficientes.
—A ti te es fácil decirlo, no tienes obligaciones al aire libre. Yo, llueva o truene,
trabajo a cielo abierto. Hay que vivir de algo.
"Le pregunté en qué trabajaba ahora. Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo.
Habíamos trabajado juntos como extras en un teatro y probado muchas profesiones
inseguras, dependientes de las circunstancias. Abastecedores, guardaespaldas, vigilantes
nocturnos, catorceavos a una mesa, consoladores de temporada, invitados profesionales.
Me explicó que ahora había encontrado un trabajo relativamente liviano y que
estaría del todo satisfecho si no fuera tan sensible a loa cambios de temperatura.
23

—¿Sabes lo que es un ajedrez vivo? Lo mismo que un ajedrez corriente, sólo que en
lugar de jugarse sobre un tablero puesto en la mesa, se juega en un enorme tablero
situado en alguna plaza. En lugar de las pequeñas figurillas inertes se emplea a gente
disfrazada. Se entiende que los jugadores deben sentarse sobre unas tarimas a ambos
lados del tablero para poder abarcar con la vista todos los campos. El ajedrez vivo se
juega en las ferias al aire libre y es un espectáculo como pocos. La gente lo mira con
gusto. ¿Cuántas personas pueden seguir cómodamente una partida jugada sobre un
tablero pequeño? Serán a lo sumo tres o cinco, aparte de que estorban a los jugadores.
En cambio, en una partida de ajedrez vivo pueden asistir todos los espectadores que
quieran, mientras los jugadores están lejos de la multitud y pueden pensar
tranquilamente cómo darle mate al adversario. Piensa además en el colorido de los
disfraces y todo aquello y comprenderás por qué es un espectáculo tan interesante.
También se puede organizar un ajedrez vivo bajo techo en algún club que disponga de
una sala conveniente.
...Sí, por supuesto. A más del terreno necesario se necesita también un equipo de
gente. Dieciséis personas para los blancos, dieciséis para los negros, algunos de reserva
(todos son humanos) y el correspondiente vestuario. Los voluntarios no sirven. El
entusiasmo que los ha llevado a participar se esfuma a los quince minutos. Se cansan
rápidamente, se impacientan, después buscan cualquier pretexto (la muerte de un
familiar, una plancha enchufada en casa o un dolor de cabeza) y se retiran echando a
perder a veces una partida que prometía estar muy interesante. Se necesita gente
alquilada, que no se interese para nada por el asunto, éstos no están expuestos a perder
el interés y garantizan su participación hasta el final con un entusiasmo uniforme, sin
vaivenes. Trabajan como profesionales y como tales aseguran el debido nivel de
participación.
...Es un trabajo relativamente liviano, la incomodidad depende de las más diversas
circunstancias. En verano, con buen tiempo, puede parecer muy agradable, siempre que
uno no sea propenso a las insolaciones. En otoño, durante los días lluviosos, puede
causar catarro y melancolía. Pero lo peor es en invierno. Cuando se juega durante una
nevada copiosa, uno suele no ver más allá de dos cuadrados y tiene que fijarse bien para
no tomar una figura propia en lugar de una contraria.
...Pero por ahora estamos en verano, sólo que nublado.
...No tendría de que quejarme —finalizó mi amigo— si no fuera por estas*nubes y
mis delicadas amígdalas. Si hoy no voy a trabajar, me pueden echar. Estoy de alfil.
Llegué a ese puesto con no poco esfuerzo y con la envidia de mis colegas. Reemplázame
hoy, te lo ruego. Mañana puede ser que el tiempo mejore. Te llevas todo el jornal de hoy.
A los alfiles les pagan mejor porque corren más. A todas las figuras les pagan más, por
orden de antigüedad. Puede ser que a fines del verano llegue a rey.
—No puedo —le respondí— me siento muy mal en público. ¿Recuerdas que tenía
dificultades en el teatro? La multitud aumenta mi timidez y eso, por reacción, me lleva a
portarme de una manera demasiado abierta y desenfadada. Por otro lado, me parece
que ya que han venido para verme, sería una falta de honradez no mostrarles todo. Por
eso me echaron del teatro, cuando en un estreno, bajo la influencia de tantas miradas, le
mostré al público un forúnculo. Y como tú mismo has dicho, el ajedrez vivo también es
un espectáculo.
—Oh, no te preocupes —me tranquilizó mi amigo—. En este caso no se trata de
ningún espectáculo. Trabajo para dos caballeros de edad a quienes el médico ha
24

recomendado ejercicio al aire libre. Abandonaron, pues, el ajedrez casero para dedicarse
al ajedrez vivo. Es un juego privado. Aparte del personal no encontrarás ningún mirón.
Cavilé un momento. En fin de cuentas ese día no tenía nada qué* hacer y no veía
ningún motivo por el cual no hacerle un servicio a un amigo y ganar de paso un poco de
dinero.
—Arreglado —le dije—. ¿Pero estás seguro de que podré hacerlo?
—Es muy sencillo y las indicaciones que hagan falta te las puede dar el caballo. Soy
de los blancos y él está junto a mí a la izquierda. Así que antes de que comience cada
partida tenemos tiempo para conversar un poco.
—Voy, pues.
—Está bien. Yo me voy a dormir.
Nos despedimos.
La partida se disputaba en un patio cerrado, rodeado por todos lados por una galería
de dos pisos. Era el patio interior de un viejo palacio. Pasé por una puerta tan profunda
que parecía más bien un túnel que una puerta. Un rectángulo de cielo gris cubría este
enorme cajón, tan amplio que el tamaño del tablero de ajedrez pintado en el fondo, no
causaba la menor impresión. Aquí y allá trepaban por los muros grandes manchas de
hiedra que cubrían de un color verde parte de los balcones. Todo el patio estaba
sumergido en una penumbra de color esmeralda cuyas tonalidades cambiaban con el
pasar de las nubes en lo alto. En medio vi unas figuras que se movían, extrañamente
pequeñas, debido a nuestra costumbre de que las figuras vistas en un interior nos
parecen siempre bastante grandes a causa de la corta distancia. Aquí me encontré, sin
embargo, a cielo abierto, pero al mismo tiempo en un interior, la arquitectura había
conjugado muy hábilmente el espacio abierto con los planos que lo cerraban.
En realidad, algunas de estas figuras habían adquirido dimensiones descomunales
gracias a sus disfraces. Los peones vivos eran los que menos se diferenciaban en tamaño
de un hombre corriente. Pero los alfiles, las torres y los caballos eran enormes. Sólo los
pies que salían por debajo de esos fantásticos andamios, conservaban su aspecto
normal, calzados con una profusión de zapatos viejos y raídos. Por arriba se veían las
crines de los caballos y las bocas que descubrían unos dientes del tamaño de baldosas*
los muros austeros y regulares de las torres almenadas, Isa gorgueras de los alfiles.
Involuntariamente me detuve atemorizado al borde de la superficie que debía
atravesar a la salida del umbral, que por un momento me había parecido tan familiar y
acogedora, pero que ahora se mostraba dispuesta a repetir en un eco sombrío el susurro
más leve. No advertí que detrás de mí se había parado una torre negra.
—No se puede —dijo una voz en su interior. De cerca vi las rayas blancas pintadas
sobre fondo negro que remedaban las uniones entre los ladrillos. Instintivamente miré
hacia arriba, hacia las almenas, aunque sabía que la cabeza del que hablaba debía
hallarse más o menos a la altura de la mía.
Le expliqué cortésmente que no había venido a mirar sino en reemplazo de un amigo
enfermo. La torre estaba parada junto a mí, callando, hasta que se dejó oír en su
profundidad algo parecido a una escupida y se alejó rechinando sobre la grava con sus
zapatos de suelas gruesas. Entré en el patio.
En el ala izquierda de los blancos vi el caballo que me había recomendado mi amigo.
Lo saludé y él volvió hacia mí su musculoso pecho de cartón y sus crines en pintoresco y
rígido desorden, de manera que las narices se encontraron justo sobre mi cabeza.
25

—Está bien —dijo— te ayudaré a ponerte el disfraz. ¿Tienes un cigarrillo? Durante el


trabajo no se puede fumar, así que hay que aprovechar antes de que empiece. Hay que
aprender a que el humo no vaya para arriba porque el viejo se enoja si lo ve. El humo
hay que soltarlo por los pantalones para que salga por la bocamanga, así no se ve. Son
cosas que tienes que aprender.
Siguiendo las indicaciones del caballo entré al interior del alfil, un interior asfixiante
y oscuro. Por los orificios para mirar vi el borde de mi gorguera y parte del patio
sumergido en una penumbra verdosa.
—Así es, amigo —decía el caballo—, aquí también hay que saber cómo hacer las
cosas. Ahora, por ejemplo, puedes encenderte un cigarrillo, siempre que lo hagas con
cuidado, o puedes comerte una merienda, pero sin tirar el papel al suelo. Lo difícil
empieza más tarde.
A mi derecha te paró la dama. Instintivamente miré las piernas de la reina. Vi las
deshilachadas perneras de unos pantalones y unos botines andrajosos. Mis allá se erguía
d majestuoso contorno de la silueta del rey. Por debajo se veían unos pies en zapatillas
de lona.
—El rey es al que más le pagan —decía el caballo— porque es la figura más pesada,
pero en cambio camina poco, cosa muy importante a una edad avanzada. Siempre es
bueno tener unos céntimos más cuando se es viejo. Si ves que le llega el tumo y él no se
mueve, dale unos golpes en la pared si estás al lado de él. Con frecuencia se duerme
pando allí dentro. Es un trato que cerramos con él.
Por sobre la creciente fila de los negros veía los balconea. El aire saturado de
humedad había perdido transparencia, la niebla había apagado los contornos, un ancho
saliente del techo echaba sombra sobre las paredes. Gracias a ello las columnas, los
arcos y la balaustrada con sus borrones de hiedra daban la impresión de estar dibujados
con descuidados trazos de vapor, sobre un solo plano.
—Ja —dijo el peón delante de mí. El alfil derecho de los negros llegó de nuevo
borracho.
—Hace muy mal —advirtió el caballo— ya que el alfil debe caminar en línea recta.
Vaya y pase cuando se está de caballo, sabido es que los caballos suelen caminar
saltando a los costados y la diferencia no se nota mucho.
—¡Cuidado, empezamos! —anunció el peón.
En mis tiempos había jugado bastante bien el ajedrez pero no había que saber
mucho para advertir de inmediato la mediocridad de este juego en el cual me tocaba
participar. Teníamos que esperar tanto cada movimiento que en los intermedios se
podía sospechar que los jugadores se habían dormido o a» habían ido sin avisarnos.
Escondidos en los balcones lardaban una eternidad en decidirse, mientras a nosotros se
nos acalambraban las piernas. El fruto de tanto pensar eran unos movimientos sin ton
ni son que no demostraban ninguna táctica general de ninguno de los jugadores.
Como a otros» me trasladaron de aquí para allá un par de veces sin mayor sentido,
hasta que comencé a inquietarme.
—¿Qué pan? —le pregunté en voz baja al caballo cuando volvimos a estar cerca.
Es la chochera —susurró—. Hasta hace poco sabían jugar la partida en unas cinco o
seis horas, por lo visto se les está agravando.
—¿Cuál es mejor?
—Ambos iguales. Eso es lo malo. Suele ocurrir que no llegan a jugar la partida hasta
el anochecer y así nos dejan parados toda la noche para terminar al día siguiente. Mucho
26

me temo que hoy ocurra lo mismo. Se ve que no les va bien y el tiempo está bastante
variable.
Deambulábamos por el tablero ocupando las posiciones más increíbles. Mataron
algunos peones, a los que mirábamos con envidia cuando se iban.
Entre tanto comenzó a llover. Al principio era una pequeña llovizna, de ésas que no
pasan tan rápido. Empiezan con pausada gravedad, dándose algunos días de plazo, y sin
apurarse se convierten en una lluvia torrencial. Por ahora me protegía mi disfraz de
cartón, pero estaba muy preocupado por mis zapatos.
¿Ves esa torre con botas? —me preguntó el caballo indicando una de las torres
negras. —Ten cuidado con ese. Cuando mata, le gusta patear en loa tobillos, además
corre a denunciarte cuando estás cansado y quieres sentarte un poco. Es un patriota.
Dios quiera que no pierdan los negros porque se convierte en un energúmeno, a veces
hasta llora.
—¿Es dueño del ajedrez o qué?
—No, pero es un apasionado del juego.
Algo comenzó a gotearme detrás del cuello. La cúpula de cartón que tenía sobre mi
cabeza se despegó en un sitio y dejaba pasar agua. Las gotas eran desagradablemente
frías.
Las pausas entre las jugadas se volvieron increíblemente largas, como si los
jugadores no tuvieran una idea clara de la situación. Allá en lo alto las gárgolas de los
canalones iniciaron un tímido canto que fue cobrando fuerza a medida que arreciaba la
lluvia. En todas partes se oía ahora el susurro constante de las goteras que caían desde
las más diversas alturas. El alfil negro que había llegado en estado de euforia alcohólica
se encontraba ahora decididamente alicaído y se balanceaba triste a dos cuadrados de
distancia. A mi caballo se lo volvieron a llevar a otro lado.
Comencé a sentir rabia. Loa más viejos empleados del ajedrez ya se habían
acostumbrado a esas incomodidades, pero yo sentí que mis zapatos se estaban
empapando y no sabía tomarlo con calma. Y nada indicaba que la partida fuera a
terminar rápido.
—¿Quizás me mate alguien? —te me ocurrió—. Me iría a mi casa. Sería una
casualidad demasiado feliz, mejor ni pensar en ello. ¿Qué me queda? Esperar. ¿Y si nos
dejan aquí toda la noche? El caballo dijo que suele ocurrir.
Había visto tantas posibilidades de apurar el juego que ellos ni habían tomado en
cuenta... Las ocasiones más evidentes eran desperdiciadas meticulosamente por ambas
partes. La idea de que esta inmovilidad podía costarme una pulmonía me hacía rabiar
aún más. No pudiendo soportarlo por más tiempo decidí apresurar el resultado por mi
propia cuenta.
Un engaño insignificante, un pequeño salto de uno o dos campos no debería ofrecer
mayores dificultades. En derredor reinaba un hastío general. Era de suponer que los
viejos no iban a notar nada. Comencé a desplazarme imperceptiblemente al campo
adyacente. Lo importante era no exagerar, conservar un poco de decencia y no cambiar
impertinentemente el color del campo, ya que es sabido que el alfil se mantiene durante
todo el juego en el mismo color. El éxito era casi seguro.
Ahora había llegado el momento de dar el paso decisivo. Tenía que reunir el valor
necesario para matar por mi cuenta al alfil negro que se encontraba en la misma
diagonal que yo. Corrí el riesgo de que aun cuando no notaran mi movimiento fuera de
turno, al jugador de las piezas negras podría ocurrírsele matarme a mí con dicho alfil
27

negro, por supuesto si se percataba de que estábamos en la misma línea. Pero no había
más remedio que esperar pues no quería moverme con demasiada frecuencia por el
tablero. Los minutos pasaban sin que sucediera nada. Conté hasta cien y jugándome el
todo por el todo, pasé decididamente por el cuadrado que nos separaba y me acerqué al
negro.
—Estás muerto, amigo —le dije—. Puedes ir a casa.
Lo había elegido como primera víctima considerando que aún no le habría pasado la
borrachera y que sería el que menos se daría cuenta de lo que ocurre en el tablero. Se
balanceó un poco, del interior del disfraz salió un sordo carraspeo. No ocultó su alegría.
—¡Pues me voy! —gritó—. ¿Acaso no me merezco una cerveza? —agregó en tono
agresivo y escapó. Yo ocupé su sitio como si no hubiera pasado nada.
Mis cálculos demostraron ser exactos. La indiferencia y el aburrimiento eran Un
grandes que a nadie se le ocurrió pensar si les tocaba moverse a los blancos o a los
negros. En cuanto a los jugadores, era de suponer que sufrían temporales pérdidas de
lucidez, también me ayudaban la lluvia y la penumbra.
Quedé al acecho hasta recobrar mi aplomo. Luego maté dos peones negros, uno
detrás de otro. No dijeron nada, salieron corriendo del tablero con evidente alivio.
Obrando de la manera más conveniente para mí, también les prestaba un buen servicio
a mis compañeros.
La victoria de los blancos, a la que de este modo contribuía, no me interesaba en lo
más mínimo. Lo único que quería era apurar el final de la partida. Tenía la esperanza de
que cuando acabara con todas las figuras negras, el cretino más sublime sabría darle
jaque mate al rey solitario. Poco a poco me fui envalentonando y comencé a matar todo
lo que se pusiera en mi camino, haciendo pausas cada vez menores. Cuidaba únicamente
de mantenerme alejado de la torre negra de los zapatones, para que no percibiera nada.
Me disponía a matar a uno de los caballos negros, cuando caí en la cuenta de que
algo andaba mal.
He aquí que a pesar de mis esfuerzos la relación cuantitativa entre ambas partes
seguía siendo la misma. En el tablero había ahora mucho espacio, pero habían
desaparecido tantas piezas blancas como negras. ¿No sería que el jugador de las negras
se había despertado con un inesperado espíritu de empresa? Comencé a mirar
atentamente lo que ocurría y descubrí que la torre negra, la de los zapatos gruesos,
también trampeaba.
Ahora comprendí por qué no me había denunciado, aun si sospechaba algo. Ella
misma tenía la conciencia un poco sucia. Exactamente lo mismo que yo, pero por otros
motivos, era el único patriota en el tablero. Mis esfuerzos eran así vanos. El equilibrio
entre las partes siguió inalterado y el final de la partida no se había acercado en
absoluto. La torre negra se mostraba cada vez más insolente. Llegué a ver cómo se
acercó de un salto a nuestra dama y con premeditada brutalidad, sin guardar siquiera
las apariencias, la pateó sin misericordia con sus suelas claveteadas en los pobres
zapatos de ella. No podía permitirme dejarle tanta ventaja y, sin demora, maté a la dama
negra. No cabía duda de que la torre negra estaba al tanto de mi acción, pero podía estar
seguro de que ella también se daba cuenta de que yo estaba enterado de qué hacía ella.
Ella también evitaba un encuentro directo conmigo. Yo sabia, además, que me odiaba.
De los nuestros habían quedado en el campo, aparte de mí mismo y del rey, sólo mi
amigo el caballo y unos pocos peones. Los blancos estaban igual.
28

—Yo no me meto —dijo el caballo— pero te aconsejo tener cuidado. Te ayudaría si no


fuera empleado fijo, pero si me llegan a descubrir me echan. No quiero perder el
empleo. A ti no te pasaría nada porque igual has venido por un solo día. ¡Au! —gritó
dolorido porque en ese mismo instante la torre negra se había acercado
subrepticiamente, pateándolo según era su costumbre—. ¡Adiós! —me gritó yéndose del
tablero. Era el único que sabía lo que pasaba. No pude despedirme de él porque ya
corría a matar al caballo negro. Luego le llegó el tumo a los peones, los liquidamos
rápidamente y casi sin disimulo. Sobre el tablero habían quedado los dos reyes, la torre
negra y yo. En un espacio tan abierto y vacío no había cómo engañar.
Llovía a cántaros. Mi disfraz se había ablandado y los pies me chapoteaban dentro
de mis zapatos. Las almenas de la torre estaban a punto de caerse, empapadas, y los
reyes comenzaron a desteñirse. La refinada orquestación de gotas y chorros de las
gárgolas se había perdido en el monótono murmullo que llenaba el patio. Los jugadores
hicieron aún algunas jugadas imbéciles, jaqueándose mutuamente los reyes, lo que no
podía dar ningún resultado. Luego sobrevino una nueva pausa y no se sabía ya si los
jugadores seguían ahí o se habían ido. Estábamos parados los cuatro absorbiendo agua,
mientras mi desesperación iba creciendo. Llegue a temer que había ocurrido lo peor, de
lo que había hablado el caballo, y que los jugadores nos habían dejado ahí con la ilusión
de terminar la partida al día siguiente. La oscuridad se estaba haciendo impenetrable y
el chapoteo cada vez más fuerte.
Ya observaba atentamente a la torre, decidido a darle una buena patada antes de que
me la diera ella a mí. Mis intenciones debían ser bastante manifiestas porque se
mantenía alejada. Durante un tiempo nos observamos sin movernos, hasta que no
resistió más y se dirigió al rey blanco con un ronco:
—¡Jaque!
Era tiempo de acabar con ello.
—Oye, amigo —le dije— no nos engañemos más. Es de noche y está lloviendo. Los
jugadores seguramente se han ido. Comprendo que eres patriota y quieres ganar pero,
como tú mismo ves, esta partida queda en tablas. Mejor vayamos a casa.
—He dicho jaque —respondió sombríamente.
Comprendí que no había para qué seguir discutiendo. Mi rey no se movió, se había
dormido a pesar de la lluvia. Tenía miedo de que la torre negra se enfureciera por ello y
le hiciera algún daño, así que golpeé su disfraz.
—¿Ah, qué pasa? —preguntó el viejo despertándose.
—¡Jaque, abuelo! ¿No has oído?
—Ah, sí, ya voy, ya voy. —Caminó cansadamente al cuadrado contiguo. La torre
volvió a jaquearlo de inmediato. Cuidando de no acercarme mucho a ella, fui empujando
delicadamente al rey hacia el borde del tablero. El silencio de la noche lluviosa era
interrumpido a cada rato por un ronco "jaque".
—Vamos a casa —le dije en voz baja al rey negro cuando pasé junto a él. Bostezó, dijo
“hasta mañana” y se fue. Estaba tan oscuro que la enfurecida torre no se dio cuenta de
nada.
Cuando llegamos al borde del tablero le di un empujón al viejo y comencé a correr
con él hacia el balcón. Nos escondimos jadeantes detrás de una columna. Le ordené al
rey que estuviera callado y escuché atentamente.
29

Llovía a cántaros, el negro patio seguía cantando monótonamente. Esperaba oír el


rechinar de la grava bajo las pisadas de los zapatones pero no oí nada. Esperamos un
buen rato.
—Terminó —le dije. —Vamos.
—¡Jaque! —rugió en la oscuridad a nuestras espaldas.
Comenzamos a correr hacia la puerta. Mientras corría me di cuenta que se nos había
acercado por la galería, quitándose los zapatos para que no lo oyéramos. -
Yo había llegado ya al profundo umbral de la puerta. Cuando llegué a la salida vi que
el viejo, agobiado por el disfraz empapado de agua, se había quedado atrás. En la bóveda
del umbral resonaba su jadeo y el chapoteo de sus zapatillas. Me di cuenta que así no
íbamos a escapar. Creo que fue el miedo el que me dictó repentinamente una idea
brillante. Me despojé de mi disfraz, volví y comencé a sacar febrilmente al viejo de su
cascarón de rey. Arrojé el disfraz lo más lejos que pude y nos largamos. El disfraz cayó
con ruido sobre el pavimento.
Aquél tropezó con lo que buscaba y se detuvo. Ahora el negro eco de la bóveda hacía
llegar las triunfales cuchilladas que le asestaba al maniquí, a la vacía mortaja real de
cartón empapado.
Nos alejamos lentamente. Ya no había motivo para apurarse.

La injusticia
He leído en el periódico una noticia que me ha indignado.
Se trata de los elefantes. Amenazados por la civilización moderna, pronto se
extinguirán por completo si no se les protege. Precisamente, acaban de ser aprobadas
medidas en este sentido y eso es lo que me ha indignado.
Y es que ¿acaso hay que proteger a los elefantes? Siendo el elefante un animal
prehistórico, hijo del mamut, ¿no es el símbolo del retroceso? ¿Acaso la misma palabra
“mamut” no nos incita a una risa paternalista, cuando no desdeñosa, frente a alguien o
algo que se obstina en las viejas costumbres y se resiste al cambio, o sea, al progreso,
hasta que es castigado merecidamente y se convierte en un fósil? Si el elefante no está a
gusto en nuestra civilización, que se extinga. ¿Por qué otros animales, la chinche por
ejemplo, se adaptan y el elefante no? ¿Es que se considera mejor?
¿Y por qué precisamente el elefante? ¿Acaso no hay otras especies en vías de
extinción? Nadie se preocupa de ellas, porque sólo se habla de los elefantes. ¿Por qué, si
se puede saber, el elefante merece un trato especial y los demás no? ¿Será porque tiene
un primo en el circo y un cuñado en el zoo? ¿Se lo han facilitado ellos a niveles
superiores? ¿Enchufe? ¿O tal vez los judíos han metido mano en el asunto? Quién sabe
si en verdad este mastodonte, no es un mastodonte… ¿Los masones?
Cada vez más indignado, estaba a punto de protestar públicamente, cuando se me ha
ocurrido una idea mejor.
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Voy a hacerme un par de orejas de algún material duradero, preferiblemente de


nailon, me pillaré alguna trompa y me iré a África a unirme a los elefantes. Tal vez no se
den cuenta de que voy disfrazado y me acepten como a uno de ellos. Y aunque se den
cuenta, tal vez lo entiendan.
A ver si de esta manera sobrevivo.

Un rebelde
“Se sentó delante de mí, aunque no le está permitido sentarse en mi presencia, y
dijo, aunque no le está permitido hablar de sus propios asuntos:
—Desde que llegaste al mundo cuido de ti. No tendría nada en contra, puesto que
éste es mi destino, si no fuera porque sólo me está permitido aconsejar y en cambio no
puedo ordenarte ni prohibirte nada. Haces lo que quieres, y lo que quieres, por lo
general, es todo lo contrario de lo que yo te aconsejo.
Dio un profundo suspiro, con lo que se levantó un fuerte viento, ya que su pecho era
poderoso. Los papeles de mi mesa se arremolinaron y cayeron al suelo. Me arrodillé
para recogerlos contento por esa interrupción, porque él tenía razón y yo no podía
objetarle nada. De modo que preferí no mirarle a la cara.
—Por si fuera poco, no sólo tengo que ser tu consejero, sino también tu sirviente. Por
ti mismo no sabes nada, porque eres pequeño, inútil e indefenso. Todo lo que consigues
es gracias a mí. Con esto podría incluso conformarme. Pero tú, aunque no eres más que
un puntito en el universo, me vienes siempre con exigencias, ya que tus deseos y tus
ambiciones son mayores que el Universo. Nunca estás contento, por mucho que haga
por ti, y tomo a Dios por testigo de que he hecho no pocas cosas. No eres más que un
reflejo de mi fuego, es decir, eres un resultado mío y no tu propia causa. Y sin embargo,
te comportas como si fuera yo quien no puede existir sin ti y no al revés.
Se tapó los ojos con una mano y se hizo de noche. Me levanté porque me había
quedado ciego y no podía seguir recogiendo los papeles desparramados por el suelo.
Sólo al cabo de un rato recobré la vista, lo cual quería decir que durante ese rato él había
permanecido meditando tapándose los ojos con la mano antes de que los destapara y se
hiciera de nuevo la luz.
—Por qué un ser superior ha de servir a un ser inferior es para mí un misterio. Va en
contra del principio de la jerarquía, que es el principio fundamental de Universo, y la
relación entre nosotros es la única excepción a este principio. Si me atreviera a discutir
los juicios del Ser Supremo, diría que sólo gracias a una perversión suya es posible
semejante aberración. Te he servido con fidelidad pese a que te supero. He procurado
satisfacer tus antojos, aunque por lo general no eran dignos ni siquiera de ti, de mí ya ni
hablemos. He hecho realidad tus sueños y tus deseos, aunque sabía de antemano que
aparte de la desgracia, sinrazón y fealdad nada más surgiría de ellos. He puesto a tu
disposición unos medios que valían más que tus objetivos. Y todo porque soy tu siervo.
Se levantó y atravesó el techo con la cabeza. Ahora su voz me llegaba desde arriba,
desde más arriba del tejado, desde más arriba de las nubes.
31

—Estoy harto de esta humillación, me marcho de aquí, pues no es éste mi sitio, y me


voy adonde pertenezco. Llámalo la rebelión de los ángeles, pero cuídate de compararla
con aquella primera rebelión. Entonces una fuerza alta se rebeló contra la más alta, y
ahora no puede soportar servir a la más baja.
Dicho lo cual, desapareció.
Sin prisas fui a la cocina y me hice un huevo duro. Comí. Cogí un diario, leí la
sección de anuncios breves, lo dejé. Bostecé una y otra vez. Por fin me acerqué a la
ventana. No me equivoqué, estaba al otro lado de la calle mirando hacia mi ventana. Me
tumbé en el sofá para dormir un poco antes de que volviera y todo comenzara de nuevo.
No era la primera vez que me abandonaba para siempre mi ángel de la guarda, mi
daimón. Con todo, me da pena. No me gustaría estar en su pellejo”.

Revolución bis

Nowosadecki, Majer y yo fuimos a uno de nuestros restaurantes de siempre.


—Mira, han cambiado de nombre —observó Majer.
Ciertamente, en vez de llamarse Del Ejecutivo Central, se llamaba ahora Arco iris
Hawaiano.
—Es por la reprivatización —explicó Nowosadecki—. El negocio ya no es propiedad
del Estado, sino de un particular.
Entramos y nos sentamos en la mesa.
—¿Qué desean los señores? —preguntó un camarero, que no nos reconoció, como
nosotros tampoco a él. Además del nombre, habían cambiado de personal.
—Lo de siempre, medio litro por cabeza, lo que hace un total de litro y medio.
—Naturalmente, medio litro. Pero ¿de qué?
—Si está bromeando, yo ya me he reído lo mío —contestó Majer—, así que ahora
póngase a servir.
—Tenemos Chivas Regal, Johnny Walker, Black Label, Bushmills, Cutty Sark,
Ballantines, Grouse, Bordeaux, Bourgogne, Beaujolais, Champagne...
—¿No hay vodka puro? —le interrumpió Majer, que no conocía lenguas extranjeras.
—Desde luego: Smirnoff Vodka, Don Kozaken Vodka, Crystal Vodka, Colossal Vodka
y Capital Vodka.
—¿Y vodka normal no hay?
—Normal del todo, desgraciadamente, no.
—¿Qué tal Don Kozaken? —propuso Nowosadecki. Al menos resulta familiar.
Pero resultó que Don Kozaken superaba también nuestras posibilidades económicas,
así que abandonamos el Arco iris Hawaiano.
—Siento el yugo del capitalismo oprimiéndome —dijo Majer una vez en la calle.
—Yo también —estuvo de acuerdo Nowosadecki—. Tenemos que levantar el
socialismo de nuevo.
32

Nos pusimos manos a la obra. Nowosadecki se agenció la maquinaria; Majer, la


materia prima, y yo encontré el local, es decir, el sótano. Y es que destilar aguardiente
casero se penaliza con severos castigos, así que, como buenos revolucionarios, tenemos
que trabajar en el subsuelo.

Hamlet
Me llamó el director de la compañía y me dijo:
—Lo felicito: hemos decidido darle el papel de Hamlet.
Como todos los actores, yo había sonado siempre con hacer ese papel. Me volví loco
de alegría. Le di efusivamente las gracias al director y le prometí que no escatimaría
esfuerzos para cumplir debidamente con la tarea encargada.
Estaban a punto de empezar los ensayos cuando el director de la compañía me
mandó llamar nuevamente. Parecía un poco molesto.
—Surgió una complicación. La compañía considera que al encargarle el papel de
Hamlet lo estamos favoreciendo.
—¿Quiere decir que el papel de Hamlet lo hará otro?
—No, porque también sería favorecerlo. Pero encontramos una salida. A Hamlet lo
representarán usted y ocho actores más. Más de nueve que puedan parecerse más o
menos a Hamlet, por suerte, no tengo en la compañía.
—Ya entiendo: yo y otros ocho nos turnaremos.
—No, estarán todos juntos.
—¿Cómo que juntos...? Pero no en la misma representación, supongo.
—Sí, en la misma, cada noche.
—¡Es imposible! ¡Los nueve Hamlets en un “Hamlet”?
—Así es.
—Ajá. Quiere decir que sale el primero, entra el segundo; sale, entra el tercero,
etcétera.
—No, porque entonces surge el problema de la rotación, que viola la igualdad de
derechos. Nadie tiene que ser el primero, ni el segundo, ni el noveno. Se le olvida que
todos deben tener las mismas oportunidades.
—¿Entonces, cómo?
—En coro.
Caí en la silla. El director de la compañía se levantó, dio la vuelta al escritorio y me
puso la mano en el hombro.
—¡Ánimo! Socialmente vamos a estar muy bien, y en lo artístico puede haber un
gran éxito. Ya tenemos un director que se encargará de esto, será un experimento muy
interesante, de vanguardia. Desdoblamiento de Hamlet en nueve personalidades, usted
entiende.
—Entiendo. La psicología del fondo.
33

—Lo ha formulado excelentemente.


Después se inclinó y añadió en voz baja:
—Y aquí entre nos, nadie le prohibirá hablar más alto que los otros. Empezaron los
ensayos. Estuvimos un poco apretados en el camerino, y en el escenario nos tropezamos
unos con otros, pero, en cambio, surgió un fuerte espíritu colectivo.
Así llegamos al estreno. El primer acto transcurrió de cualquier modo, pero cuando
llegó la escena en el cementerio a mí me falto la calavera de Yorick, porque el utilero se
había equivocado y sólo había preparado ocho piezas. Quise entonces quitarle la
calavera a mi compañero de la izquierda, pero no quiso dármela y los dos caímos a la
tumba. Mientras tanto, los de arriba también empezaron a golpearse. Nuestra calavera
se había quedado allí: ahora tenían ocho, pero ellos eran siete y cada uno quería tener
dos calaveras.
Hubo nueve casos de contusión general, cinco lesiones de la cara y tres casos de
heridas punzantes. ¿Quién dijo que “Hamlet” era una tragedia del individuo?

La soledad
Limamos la reja y saltamos al patio interior. Luego, brincamos el muro y nos
encontramos en un bosque. Corrimos por el bosque. Mi compañero corría cada vez más
despacio.
—¿Qué te pasa? —pregunté—. ¿Te duelen las piernas?
—No.
—¿Por qué entonces reduces la velocidad?
—Porque no nos están persiguiendo.
—Ahora empezarán, apenas se den cuenta de que hemos huido. ¡Date prisa! Pero en
vez de acelerar, se detuvo.
—¿No se han dado cuenta, dices?
—Probablemente no. ¿Por qué sigues parado? ¡Muévete, rápido!
Se sentó bajo un árbol.
—Nadie se preocupa por mí —dijo melancólicamente.
—¿De qué estás hablando?
—Nadie se interesa, a nadie le importa.
—¿Quién? ¿A quién?
—Si yo les importara, me vigilarían mejor.
—¿Te estas lamentando?
—El hombre no le da importancia a otro hombre, ni siquiera cuando le pagan por
ello. Podrían darse cuenta, por lo menos.
—¿Te vas a mover o no?
—No. ¿Para qué huir si nadie te persigue? ¿Para qué tener cuidado, si a nadie le
importa? Ay, qué vida...
34

—¿Sabes qué? Tengo una pregunta para ti. ¿Por qué no regresas?
Se levantó de un salto y gritó:
—¡Oh, no! ¡Eso, no! Yo tengo mi dignidad, no voy a imponerme a nadie. ¡Me iré a mi
soledad existencial!
Y con su paso lento, la cabeza levantada, se fue adelante, al bosque. Y yo tras él.
En cierto modo, me daba vergüenza tener prisa.

Noche en el hotel
Ya iba a dormirme, cuando detrás de la pared resonó un fuerte golpe.
—Eso es, ahora comienza —pensé— Igual que en aquella anécdota. El vecino se quitó
el zapato y lo dejó caer al suelo. Ahora no dormiré, mientras no se quite el otro zapato;
quién sabe cuánto tardara.
Qué alivio: en seguida llegó el otro golpe. Ya iba a dormirme, cuando detrás de la
pared se oyó el tercer ruido, sordo, y me privó del sueño.
No lo esperaba. ¿Mi vecino tendría tres pies? Imposible. Luego, ¿se puso de nuevo
un zapato y se lo quitó otra vez? Es poco probable. Tal vez tenga dos vecinos.
Y empezó mi tormento, exactamente como lo había previsto. Lo único que me
permitía resistir era la certeza de que tendría que quitarse el otro zapato en algún
momento. Sin embargo, la noche pasaba, y el segundo, es decir, el cuarto ruido no
llegaba y no llegaba.
No pegué el ojo en toda la noche y por la mañana bajé a desayunar completamente
agotado. Me encontré con mi vecino. Yo buscaba con los ojos al otro, pero no estaba.
Debía de haberse quedado dormido borracho y todavía dormía con un zapato.
—¿En su cuarto hay ratones? —me preguntó el vecino—. Porque en el mío, sí.
Rascaban tanto que tuve que arrojar un zapato para que dejaran de hacerlo.
Desde aquel momento dejé de pensar lógicamente. Un tonto ratón es mas fuerte que
toda la lógica, y la lógica sólo provoca insomnio.

El poder
Largo tiempo duró el dominio del Dictador, hasta que al fin se colmó la medida. Al
frente del descontento popular estaba un joven y ambicioso general, comandante de una
guarnición de provincias. A marchas forzadas llegó a la capital, a la cabeza de los
destacamentos bajo su mando, y cercó el palacio presidencial. Los guardaespaldas del
Dictador resistieron hasta el fin, pero la victoria de la revolución era inevitable. Después
35

de un breve sitio, los destacamentos sublevados se lanzaron al ataque e irrumpieron en


el palacio. Mientras daban los golpes de gracia a los últimos pretorianos, el General,
unos oficiales y un corresponsal de prensa extranjera se dirigieron al gabinete privado
del Dictador. Era un bunker subterráneo en el centro mismo del palacio, el más secreto
de los lugares secretos, rodeado de leyenda. Nadie, excepto el Dictador, tenía acceso; se
decía que allí se encontraban todo el tesoro del estado y todos los documentos
importantes concernientes a la política interior y exterior.
La puerta blindada estaba entreabierta. Detrás de un enorme escritorio dorado de
caoba, en la silla imperial, estaba sentado el Dictador, con la frente sobre la tabla. Frente
a él, sobre el escritorio, que fuera de eso estaba completamente vacío, yacían el revólver
y la llave. El bunker no tenía ningún otro mueble, excepto el escritorio y la silla. En
cambio, desde el suelo hasta el techo, estaba repleto de cajas de cartón. Rompieron con
bayonetas la primera, al azar, y después, cada vez más impacientes, las siguientes, una
tras otra, hasta la última. Pero todas contenían lo mismo: el pequeño Ratón Miguelito de
plástico de pacotilla, en una enorme cantidad de ejemplares Montones, avalanchas y
aludes del Ratón Miguelito cayeron de las cajas de cartón y los rodearon por todos lados,
hasta las rodillas.
—¡Es una revelación! —gritó el corresponsal extranjero—. En seguida telegrafiaré:
“Un descubrimiento sensacional en el palacio del Presidente”. O no, tengo un título
mejor: “¡El secreto del poder revelado!”
—Me parece que no lo hará —dijo el General, y él mismo le pegó un tiro al
corresponsal. Después tomó la llave de la mesa, salió del lugar con sus guardias, cerró la
puerta exterior y guardó la llave en el bolsillo. Luego dio órdenes de que fusilaran a los
guardias de inmediato, antes de que pudieran decirle nada a nadie.
La alegría por la caída del Dictador era total. El General, proclamado por
unanimidad Presidente de la República, empezó a gobernar. La libre prensa, renacida
bajo su culto mecenazgo, anunciaba el florecimiento del estado renovado, la llegada de
la era del bienestar y de la creciente importancia de la nación en la escena internacional.
La garantía del éxito eran las enormes riquezas y los documentos de extraordinaria
importancia encontrados en el palacio presidencial. Además, ahora iban a servir no a
una dictadura egoísta, sino al pueblo y a los intereses de toda la nación.

La vista más hermosa del mundo


Llegué a un conocido lugar de descanso situado en las montañas, a orillas de un
lago. Me esperaban merecidas vacaciones, luego decidí que esas vacaciones las pasaría
en condiciones excelentes en todos los aspectos y no tenía la intención de ahorrar. Por
desgracia, todos los cuartos en los hoteles de primera estaban ocupados y, como no
tardé en comprobar, también en los hoteles de segunda. Al renunciar, primero al lujo y
después incluso a la comodidad, entraba a los hoteles de tercera, pero sólo para oír en
todos lados la misma respuesta: no hay.
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Finalmente entré a un hotel que hasta entonces había ex—luido porque me parecía
poco alentador, pero que en este momento era el único que me quedaba. El
recepcionista estudió largo tiempo su libro y dijo:
—En esencia, no hay.
—¿Qué quiere decir: en esencia?
—Quiere decir que no hay cuartos ordinarios. Tenemos sólo un cuarto con una vista
hermosa.
—¡Excelente! ¿Por qué no me lo dijo antes?
—Porque este cuarto tiene una vista extraordinariamente hermosa.
—¡Tanto mejor!
—La vista es tan extraordinariamente hermosa que el cuarto cuesta mucho.
—¿Cuánto?
Dijo un precio realmente alto, en especial tratándose de un hotel de cuarta.
Naturalmente, acepté, sin vacilar.
—Se paga por adelantado.
No me extrañó, ya que los hoteles de baja categoría que tienen clientes de baja
categoría ponen a veces esta condición. Que nadie me acompañara a mi cuarto ni me
ayudara a cargar mi maleta, tampoco dejaba de ser normal. Recogí la llave y sólo al final
del corredor encontré el número. Sin prestar atención al interior miserable, porque no
esperaba nada mejor, fui de inmediato a la ventana y abrí la cortina. Apareció un patio
obscuro, una pared enfrente de la ventana y unos cubos para la basura.
Corrí a la recepción,
—¡Quiero hablar ahora mismo con el dueño!
—Yo soy el dueño.
—¿Esa era la hermosa vista? No sólo el cuarto está en la planta baja, no sólo del lado
del patio; además, esa basura.
—¿A dónde miró usted?
—¡Cómo que a dónde! ¡Por la ventana!
—Permítame acompañarlo.
Lo seguí hasta el cuarto. Pero, en lugar de acercarse a la ventana, se detuvo frente al
espejo, al que yo no había prestado atención. Un espejo grande, en el que los dos nos
reflejábamos de pies a cabeza. Se apartó, y en el espejo quedó solamente mi reflejo.
—¿No es una vista hermosa? —preguntó.
—¡Exijo que me devuelva mi dinero!
—Usted es el primero que se queja.
—¡Y lo voy a demandar!
—Y perderá el proceso. Porque yo atestiguaré que su vista es la más hermosa del
mundo y nadie me probará que pienso de otro modo. Y si usted tiene otra opinión, es su
problema. Y por cierto que me extraña: ¿qué puede haber más hermoso que usted?
Tenía razón.
—Está bien, me quedo —dije.
37

Exorcismos
Al término del comunismo impío nuestra parroquia recuperó su propiedad. Era una
casa de obra, de dos pisos, construida años atrás con donativos de los feligreses. Tenía
una sala de reuniones y numerosas estancias, y se habían organizado en ella distintas
juergas parroquiales. Pero después, el Partido se la quitó a la parroquia e instaló en ella
la sede de su Comité. Ahora la casa iba a convertirse de nuevo en la Casa Parroquial.
Pero primero era necesario rociarla con agua bendita para purificarla de los
miasmas comunistas. El encargado de rociar fue el señor obispo en persona, que se
desplazó expresamente para la ceremonia. Ya con las primeras gotas, algo dio un
chillido bajo el suelo y el materialismo dialéctico salió corriendo de un agujero, saltó por
la ventana al jardín y se escondió entre la maleza. Tras él, Dzierzynski1, que se ocultaba
en la estufa, huyó a través de la chimenea y del tejado hacia el bosque.
—¡Mojadle con el cubo! —gritó alguien de la multitud, al parecer un católico de poca
monta, pues no sabía que no se puede usar más que hisopos, de ninguna manera
mangueras, aunque no faltaban en el parque de bomberos y aunque con su ayuda la cosa
hubiera sido mucho más rápida.
Después de Dzierzynski sólo salió de los rincones basura de menor categoría, como
Bierut o Gottwald2, pero había tal cantidad que empezó a faltar agua bendita y ya nos
veíamos enviando un carro con un barril a la parroquia vecina. Pero no aparecía ningún
fantasma mayor, lo cual alarmó al seños obispo.
—En algún rincón tienen que estar, bajemos al sótano.
Entonces se dejó oír un grito:
—¡No rociéis! ¡Ya salgo!
Y en la puerta apareció Engels con un pañuelo blanco atado a un palo.
—Me rindo —dijo.
—Vale —contestó el obispo—, ¿Y dónde está mister Marx?
Pero antes de que Engels tuviera tiempo de responder, temblaron los muros y
comenzó a caer el revoque del techo. La gente se abalanzó hacia la puerta, y un
momento más tarde el edificio se hundió.
Ahora hay quien dice que Marx también quería rendirse, pero que al salir del sótano
tropezó si querer con el marco de la puerta. Otros sostienen que sacudió los
fundamentos expresamente, tomando ejemplo del bíblico Sansón; lo que no puede
descartarse, ya que seguro que conocía la Biblia.
Tanto si fue una cosa como la otra, debe reconocerse que fuerza no le faltaba.

1
Dzierzynski, Feliks (1877-1926). Comunista soviético de origen polaco. Por orden de Lenin creó y dirigió la
policía política. Es símbolo del terror comunista.
2
Bierut, Boleslaw (1892-1956). Comunista polaco miembro del equipo que se hizo con el poder en Polonia después
de la Segunda Guerra Mundial. Fue presidente del país y del partido comunista a partir de 1948. Responsable del
terror estalinista en Polonia. Gottwald, Klement (1896-1953). Comunista checoslovaco. En 1948 dirigió el golpe
que instauró el poder comunista en Checoslovaquia, Fue presidente del país y del partido comunista.
38

La mosca
Me estaba molestando una mosca. Yo la espantaba, pero ella volvía, así que la volvía
a espantar.
—Conque no, ¿eh? Vale, esperaré a que…
Se apartó un poco y se posó sobre un perro muerto.
—¿A qué? —pregunté.
No contestó. Y yo no insistí, temiendo conocer ya la respuesta.

El triángulo
—Separémonos —dije—. Ya está bien de esta historia.
Llevamos juntos mucho tiempo, hemos vivido juntos muchas aventuras, pero la cosa
dura ya demasiado y estamos hartos unos de otros. ¿Para qué ocultarlo? Yo ya no os
puedo ver.
—Perdona —observó el Zorro—. Pero soy yo quien no puede verte a ti. Ni a él
tampoco —añadió indicando al Gallo.
—Y yo ni a él ni a ti—dijo el Gallo.
—Ya lo he dicho: estamos hartos unos de otros. Así que la primera afirmación no
excluye la segunda, la segunda la tercera, ni la tercera la segunda y la pri­mera. Lo
importante es que todos estamos hartos de nuestra compañía. Y por tanto sólo nos
queda separarnos.
- Bien —admitió el Zorro—. Pero ¿quién debe separarse de quién?
- Eso es —corroboró el Gallo—. Y además, ¿quién se marchará primero?
—Nadie se marchará primero. Nos marcharemos todos al mismo tiempo.
—Imposible —dijo el Zorro.
—¿Por qué?
—Porque si todos nos marchamos al mismo tiempo, ¿quién quedará para constatar
que no estamos aquí?
—Eso es. Alguien debe quedarse para constatarlo—salió en apoyo del Zorro el Gallo.
—Entonces me quedo yo.
—Ah, no —se opuso el Gallo—. ¿Tú te quedas aquí como si nada, mientras que yo
tengo que marcharme? Ni hablar.
—Tampoco sería justo para mí —observó el Zorro.
—Entonces me marcho yo y os quedáis vosotros.
—El Gallo miró al Zorro y el Zorro al Gallo.
—¿Para seguir viendo ese morro zorruno?
—¿Para seguir viendo ese estúpido pico?
39

—Entonces quedémonos todos juntos.


—Sí, es la única solución —dijo el Gallo tras un momento de silencio.
—Sí, es la única posibilidad —corroboró el Zorro después de reflexionar un poco.
—Pero entonces, ¿quién se marchará a otro sitio? —pregunté.
—No te preocupes; —dijo el Zorro—. Aunque aquí estaremos los tres juntos, nos
consolará saber que no lo estamos en otro sitio.

Realidad realista
Un día que estaba leyendo el periódico con el perro tumbado a mis pies, sonó muy
cerca el maullido de un gato. Me extrañó, ya que no tengo gato en casa. Miré al perro,
pero no reaccionaba, al parecer no lo había oído. ¿Sería posible que no lo hubiese oído?
No. ¿Fingió entonces no oír? Es absurdo, por qué iba a fingir. Entonces, ¿por qué se
sonrojó?
Habría olvidado este incidente si unos días más tarde, durante un paseo, mi perro
no se hubiese subido a un árbol. Cuando se dio cuenta de que lo observaba, bajó y se
acercó a unos perros. Estos, sin embargo, lo trataron con hostilidad.
A pesar de todo, aquello no probaba aún nada en absoluto. Al fin y al cabo, trepó
sólo un poco y la hostilidad de los perros podía deberse a otras causas.
Lo llevé al veterinario.
—Examínelo, por favor, quiero saber si es un perro o un gato.
—Hoy ya no recibo, vuelva otro día.
—¿Cuándo?
—No sé, estoy muy ocupado.
¿Se pensaría que me había vuelto loco? Quizá la realidad no sea tan unívoca como
nos parece. Yo con este tipo de cosas no quiero problemas, así que vendí el perro y me
compré una mona.
Al día siguiente, la mona desapareció. La encontré después de una larga búsqueda.
Estaba sentada en mi butaca leyendo Phänomenologie des Geistes de Hegel.
Esperaré a que acabe de leer el libro y después lo discutiremos. Eso, si resulta que yo
no soy ella ni ella, yo.

Las cuitas del joven Werther


El director de la filarmónica nos recibió con amabilidad.
—¿En qué puedo servirles? —preguntó.
—Nos debe cincuenta mil.
—Es posible, pero no acierto a saber por qué razón. ¿Podrían ustedes aclarármelo?
—En calidad de anticipo —le aclaré.
40

—Tal vez, es una práctica habitual. Pero anticipo, ¿a cuenta de qué?


—De nuestra actuación en la filarmónica.
—Sí, eso ya tiene cierto fundamento. Sin embargo, si no me falla la memoria, es la
primera vez que nos vemos. ¿Acaso hemos firmado un contrato por correo?
—Aún no, pero podemos firmarlo ahora mismo.
—Indudablemente. Pero quisiera conocer a grandes rasgos su propuesta. ¿Ustedes
forman un conjunto musical?
—De momento no, pero lo formaremos.
—¿Y más o menos con qué repertorio?
—Eso ya lo veremos cuando aprendamos a tocar.
—¿A tocar?
—Sí, a tocar instrumentos musicales, por supuesto.
La torpeza de ese individuo comenzaba a enervarme.
—¿Quiere decir que aún no saben?
—Aún o ya, ¿qué más da? El futuro de todas formas nos pertenece. ¿No ve que
somos jóvenes?
—¡Oh!, desde luego. Sin embargo, ¿puedo sugerirles algo? Primero aprendan a tocar,
después toquen un poco y después nos vemos. El futuro sin duda les pertenece.
Y no nos dio el anticipo, el muy facha. Salimos de allí perjudicados socialmente. En
el muro había un cartel que anunciaba la actuación de un tal Mozart.
—¿Quién es? —preguntó..., pero no me acuerdo cual de nosotros, porque me falla la
memoria, sobre todo antes del mediodía.
—Seguramente un viejo.
Dejamos de pensar en el arte y nos dedicamos a construir una bomba. Un día de
estos la pondremos en la filarmónica. La lucha por la justicia es lo primero.

El octavo día
Dios trabajó seis días y descansó el séptimo. El hombre no es Dios, se cansa antes,
por lo que consideró que el sábado también le correspondía como día de descanso. Esta
decisión no encontró una expresa objeción por parte de la Instancia Suprema.
«Si ha salido bien con el sábado, tal vez también cuele el viernes», pensé, y dirigí a
Dios una solicitud con el siguiente contenido:
«A causa del cansancio que siento después del lunes, el martes, el
miércoles, el jueves y el viernes, ruego tenga a bien otorgarme también el
viernes como día libre de trabajo. Homo Sapiens.»
No hubo respuesta, por lo que consideré que también el viernes me había sido
otorgado.
41

Sin embargo, entre el miércoles y el resto de la semana quedaba el horrible jueves.


Nada cansa más que el trabajo el último día de la semana laboral. Así que escribí, esta
vez con más atrevimiento:
«“El hombre es una caña pensante” (Blaise Pascal, 1623-1662). Yo pienso que tampoco
debo trabajar los jueves.»

Ahora mi semana laboral acaba el miércoles por la tarde. Sí, pero ese miércoles... El
silencio de Dios me dio valor.
«Exijo la supresión del miércoles como día laborable. Prometeo.»

En cuanto al martes, me rebelé ya abiertamente:


«“Llamarse hombre llena de orgullo” (Maxim Gorki, 1868-1936). El
martes atenta contra mi dignidad. Estoy en total desacuerdo y acabo el
lunes.»
No hubo respuesta, así que con el lunes fue muy fácil. Bastó con un telegrama:
«El lunes también queda excluido.»
Ahora tenía siete días de la semana libres y me sentía orgulloso de mi rebeldía
(L´homme révolté, Albert Camus, 1913-1960). Pero al cabo de un tiempo me di cuenta
de que la semana sólo tenía siete días y, por lo tanto, yo no podía tener más de siete días
libres a la semana. Semejante limitación de mi libertad me pareció inadmisible. Así que
telegrafié a Dios:
«Crear inmediatamente un octavo día.»
No contestó, lo cual me afirmó definitivamente en mi convicción de que Nietzsche
tenía razón (Friedrich Nietzsche, 1844-1900) y Dios no existía. Pero en ese caso, ¿quién
era el culpable de que la semana sólo tuviera siete días y de que yo no pudiera tener más
de siete días libres a la semana?
Cogí un palo y me puse al acecho en la escalera. Cuando pase un vecino, le arreo.
A fin de cuentas, alguien tiene que ser el responsable de la injusticia que se me ha
hecho.

Noche en vela
En cierta ocasión emprendí un viaje.
Como no había conexión directa con mi destino, a mitad del trayecto me apeé en una
estación para realizar un trasbordo a otro tren.
Anochecía. El otro tren no había de llegar hasta la mañana siguiente. Abandoné la
estación y me dirigí al pueblo para buscar un lugar donde pasar la noche.
42

No encontré plaza en el hotel, ni en ninguna otra parte. Finalmente, me dieron unas


señas donde me aseguraron que me acogerían.
Se trataba de una casa amplia y baja, con jardín.
—Como quiera —dijo el propietario—. Pero sepa que aquí hay aparecidos.
Me asustaba más una noche sin techo que una noche en vela. Por otra parte, una
noche sin techo necesariamente tenía que ser una noche en vela.
—¿Qué clase de aparecidos?
—Aparecidos en general.
En general podía ser bueno y malo al mismo tiempo. Malo porque era como no decir
nada, y bueno por idéntico motivo. Me avine a las condiciones.
—Yo ya le he prevenido —advirtió el propietario, y me condujo a un cuarto donde,
entre otros muebles, había un armario de gran tamaño.
Cuando me quedé solo, eché un vistazo por la ventana. No se veía nada.
Me puse a considerar en qué consistirían los aparecidos. Me quité la chaqueta y la
colgué en el respaldo de la silla.
"¿Qué es lo que me espera?"
Vertí agua de la jarra en el aguamanil.
"¿Esqueletos, fantasmas, calaveras?"
Me lavé la cara.
"¿El rítmico percutir de una tibia contra el cristal de la ventana?"
Me sequé la cara con la toalla.
"¿O quizás una cabeza rodando por el suelo?"
Me quité los zapatos.
"¿Un enorme perro negro?"
Eché una ojeada debajo de la cama.
"¿O acaso el ectoplasma?"
Me desnudé y me acosté. No logré conciliar el sueño.
"¿Un ahorcado dentro del armario?"
Me levanté y abrí el armario. Estaba vacío.
Dejé entornada la puerta del armario y me volví a acostar. Lo único fosforescente
eran las manecillas del reloj. Era bastante más de media noche. La hora crítica había
pasado.
Por lo visto, el dueño de la casa se había burlado de mí.
Finalmente, oí un ruidillo, débil pero claro.
Me incorporé y encendí la luz. Alguien roía algo en el interior del armario.
Con la lámpara en la mano y de puntillas, me acerqué al armario. Me asomé a la
puerta entornada, alumbrando el interior con la lámpara.
Ví un ratón común.
Cerré el armario de golpe y me senté en una silla.
"Así pues, lo que sea no se ha tomado la molestia de venir a asustarme.
"A no ser que lo que sea haya venido bajo la forma de ratón.
"Pero, en tal caso, lo que sea no da miedo.
"¿Realmente no da miedo?
"Si lo que sea se ha presentado bajo la forma de ratón, si el ratón tiene que significar
algo, entonces es peor que si se me hubiera aparecido una fantasma, un vampiro o un
esqueleto. Un fantasma grotesco no es nada más que un fantasma grotesco. Pero ¿qué es
un ratón común si no es un ratón común?
43

"¿Qué se esconde tras él?"


Se me pusieron los pelos de punta.
"A no ser que tras él no se esconda nada."
Los pelos volvieron a su lugar.
"Conque, o se trata de algo mucho más terrible que un aparecido, o no hay nada que
temer.
"Sin embargo, ¿cómo lo averiguo?"
Con cautela, volví a echar un vistazo al interior del armario. Estaba en un rincón, de
color gris. "¿Significaba algo, o no significaba nada?" Resultaba difícil adivinarlo; me
miraba con unos ojillos semejantes a dos semillas de amapola. ¿Qué se puede deducir de
dos semillas de amapola?
Cerré de un portazo. Me sentí bañado en sudor frío.
"Quizá no; pero ¿y si...?"
Agarré un zapato y lo maté. Respiré aliviado.
Pero entonces vi el zapato que tenía en la mano. Nunca antes había reparado en él.
Puse el zapato en el suelo y me lo quedé mirando.
Era un zapato como otro cualquiera.
Y eso precisamente era lo que levantaba mis sospechas.
Era "demasiado zapato".
Me propuse sorprenderlo. Agarré el periódico y fingí leer. Luego, de sopetón, volví la
cabeza, pero él hacía como si nada y seguía siendo un zapato.
Aquello no probaba nada.
Repetí el experimento varias veces con idéntico resultado.
Apagué la luz y me acosté. Aún así, no conseguía conciliar el sueño. Él seguía ahí. A
oscuras pero seguía. De pronto me incorporé de un salto y me senté en la cama.
El corazón me latía con fuerza.
"¿Y si no era el ratón; si es él, el zapato...?"
Me levanté, di la luz, abrí la ventana y arrojé el zapato al jardín.
Cerré la ventana y me acerqué al aguamanil para lavarme las manos. Las levanté.
Las mangas del pijama eran demasiado cortas. Quizá por ese motivo llegué a la
conclusión de que mis manos eran unas manos.
Me senté a la mesa y las extendí ante mí.
"Y si no era el ratón, ni el zapato, sino mis manos..."
Sin esperar a la mañana, abandoné la casa. Pasé el resto de la noche en la estación.
Desde entonces tengo miedo de mis manos.
44

Una historia breve, pero entera


Los tubos han existido siempre, al principio sólo los naturales, como el bambú, los
vasos sanguíneos o los intestinos; la corteza terrestre, por su parte, hacía mucho que
abundaba en ríos subterráneos y conductos por los que corría la lava volcánica. Después
la civilización creó sus propios tubos, imitando a la naturaleza. Conductos de agua y de
desagües, telescopios y microscopios, cánulas de laboratorio; en pocas palabras, tubos
de distinta especie, algunos muy complicados.
Así que había tubos que conducían unos esto, otros aquello, cada uno a su manera.
Hasta que un día un tubo creó la teoría de los tubos. Aún hoy en día no se sabe para qué
servía esa teoría, aunque este ¿ para qué ?. Parece fuera de lugar, ya que las teorías
surgen, más que por la necesidad, por la posibilidad. No porque deban surgir, sino
porque pueden hacerlo. La creación en el campo intelectual parece imitar a la
naturaleza, que más bien hace todo lo que se puede hacer y no sólo aquello que podría
servir para algo. De modo que surgió la teoría del tubo, y es difícil cuestionarla desde el
punto de vista de la finalidad y la utilidad.
Pues bien, aquel tubo decidió poner orden en la inmensa diversidad de tubos, es
decir, determinar la esencia del tubo, un tubo ideal, un ideal del tubo al que todos los
tubos pudieran referirse. Decidió descubrir ese algo que hacía que un tubo fuera un tubo
y no un no-tubo Por supuesto, referirse significa reducir, es decir, rechazar todo aquello
que hay de casual en cada tubo y dejar; sólo aquello sin lo cual un tubo deja de ser un
tubo. Tras muchos años de intenso trabajo, llegó a la conclusión de que la esencia del
tubo es el agujero.
El descubrimiento tuvo una enorme importancia y significó una revolución en el
mundo de los tubos. Sobre todo permitió a los tubos lo que en el idioma de los tubos
franceses se llama prendre la conscience de soi meme, y que traducido a nuestro idioma
suena algo menos fino: la toma de conciencia de sí mismo. (Así que aconsejo más bien la
versión francesa.) Y es que hasta entonces no todos los tubos sabían que eran tubos. Por
supuesto, aquí o allí había algún tubo avanzado que sabía que era un tubo. Sin embargo,
faltaba el ideal universal de tubo, un criterio lo bastante evidente como para que
cualquier tubo, hasta el más simple, pudiera entenderlo al instante, asimilar y
comprender por ello, al fin, qué era: esto es, un tubo. Hasta entonces, la mayoría de los
tubos habían vivido inconscientes de su condición de tubo; a partir de ahora esta
desagradable inconsciencia se había acabado de una vez por todas. Es más, al tomar
conciencia de ser tubo, el tubo dejaba de ser sólo tubo. Desde entonces, llamarse tubo se
convirtió en algo que llenaba de orgullo, puesto que el tubo sabía que no era sólo un
tubo hecho de un material u otro que hacía de conductor de esto o aquello. Desde
entonces sabía que había en él algo más que forma, peso y tamaño. Ahora cada tubo ya
sabía que había en él un concepto superior, no material, algo inasible y sin embargo
esencial, algo que no sólo hacía que un tubo fuera un tubo, sino que también lo liberaba
de su aislamiento, algo que, común a todos los tubos, permitía cambiar cualquier tubo
por otro tubo y unificaba a todos los tubos en una identidad común. Ese algo era el
agujero.
Por esta razón hubo mucha alegría entre los tubos, hasta que empezaron los
problemas.
45

Resultó que otros tubos continuaron el trabajo iniciado por aquel tubo descubridor
del agujero y llevaron el razonamiento más allá del punto en que aquel tubo lo había
dejado. Lo llevaron a la etapa siguiente, es decir, a una conclusión tan irrefutable como
la tesis según la cual el agujero es la esencia de los tubos. Puesto que el agujero, siempre
el mismo e idéntico —demostró otro tubo memorable—, es lo que constituye la esencia
del tubo, entonces todos los tubos son iguales y ningún tubo es mejor que otro tubo en
relación con el agujero.
Este segundo descubrimiento fue tan colosal como el primero. Puesto que resultó,
más allá de cualquier duda, que en el fondo, es decir, en lo esencial, un telescopio no se
diferenciaba en nada de una manguera y una manguera de una estilográfica, una
estilográfica de una tripa de cordero y‚ ésta, a su vez, de un fluorescente. Y como la
teoría sin la práctica no es nada, siguiendo la voz de la verdad, se empezó a iluminar las
casas y las calles con tripa de cordero, a llenar las mangueras de tinta, y los telescopios
(habiéndoles sacado las lentes) se instalaron en las pilas en calidad de tubos de desagüe.
Al mismo tiempo continuaron las discusiones, pues el intelecto, habiéndose puesto a
trabajar, ya no tenía ninguna intención de limitarse y, mucho menos, de ir a la zaga de
los acontecimientos.
Así que apareció una jerarquía à rebours, es decir, también jerarquía, pero a la
inversa. Y todo a causa de una argumentación irrefutable, según la cual si el agujero es
un ideal, el tubo que esté más cerca de este ideal es el mejor. Cuantos menos añadidos y
complicaciones haya alrededor del agujero, tanto más noble es el tubo. Y como los que
más se aproximaban a este ideal eran los tubos de cloaca, fueron precisamente ellos los
que empezaron a conquistar la supremacía moral, estética, ética, ontológica y en general
en todos los sentidos. Los tubos más complicados empezaron a avergonzarse de su
complicación, y a menudo se podía ver, por ejemplo, un tubo de Wittgenstein y Dropps
(un aparato para la investigación científica en el campo de la física nuclear, instrumento
muy especializado) que, agazapado en un rincón, se justificaba avergonzado: ‘No soy de
Wittgenstein y Dropps, soy de cloaca’.
Sin embargo, la aproximación al ideal entendido demasiado al pie de la letra empezó
a suponer un peligro. Porque si el agujero como tal significaba el ideal, entonces incluso
entre los tubos de cloaca había unas diferencias inquietantes. Cuanto más corto era un
tubo, más próximo estaba al ideal. Algunos tubos simplemente se cortaban para, de esta
manera, parecerse más al agujero en sí mismo. Empezaron a aparecer unos tubos tan
cortos que se parecían más a un anillo que a un tubo, y surgía la cuestión de si aún se los
podía considerar tubos. Era una cuestión ideológicamente ambigua, porque al fin y al
cabo esos tubos más cortos eran los que más se parecían al agujero an sich, por lo que
precisamente ellos debían ser más tubos que los demás, y sin embargo era como si ya no
lo fueran. Paradoja que era preciso superar.
Tras numerosos debates se estableció que un tubo es un agujero más una entrada y
una salida, o bien sólo una entrada y una salida. Es decir, un agujero pero gordo. Ahora
bien, ¿cómo de gordo? Esa era la clave de la cuestión. Un tubo demasiado corto se
aproximaba peligrosamente a un ‘anillo negativo’, un tubo demasiado largo, al infinito.
En ambos casos, no se sabía dónde tenía semejante tubo la entrada y la salida, o bien la
salida y la entrada. (Como podemos observar, el centro de atención pasó del agujero--
por lo demás, un dogma ya irrebatible a partir de entonces--, no tanto a la cuestión en el
grosor del agujero, incluido también en el dogma, como a la cuestión del acierto en el
grosor de este agujero.) Así pues, ¿de qué‚ largo debe ser un tubo?
46

Respuesta: un tubo no tiene que ser ni demasiado largo ni demasiado corto, sino
mediano, debe tener su justa medida. Entonces se midió el largo de cada tubo por
separado, se sumaron los resultados, la suma se dividió por la cantidad de tubos y así se
llegó a un promedio. A partir de entonces, ningún tubo podía ser ni más largo ni más
corto que ese promedio. Todo estaba claro con respecto a los tubos más largos que el
promedio. Éstos se podían cortar. Pero ¿qué‚ hacer con los tubos que eran más cortos
que el promedio? Ahora aquellos tubos que antaño se habían cortado para acercarse al
ideal se encontraban en una situación incómoda. No eran demasiado largos, pero sí
demasiado cortos.
La solución final estaba a la vuelta de la esquina. Puesto que desde hacía mucho
tiempo ya no tenía importancia para qué servía cada tubo, e incluso se había llegado a
olvidar que los tubos sirvieran para algo, el tubo individual no tenía ningún sentido. La
existencia de los tubos separados era un anacronismo, un obstáculo en el inevitable y
lógico desarrollo del tubo. De modo que los días de este ente estaban ya, y con toda
razón, contados. Todos los tubos se acoplaron por sus extremos, se soldaron y nació un
único y gran tubo cósmico.
47

Slawomir Mrozek /
biografía
(nacido el 30 de junio de 1930 in Borzecin) es
un escritor y dramaturgo polaco que explora en sus obras el
comportamiento humano, la alienación y el abuso de poder de
los sistemas totalitarios. Como dibujante de cómics, alcanzaría
también gran popularidad.
Empezó su carrera como periodista, pero al final de los Años
50 comenzó a escribir obras de teatro. La primera de
ellas, Policja la escribió en 1958. Entre 1963 y 1996 debió vivir
fuera de Polonia en Italia,Francia y México, hasta que
en 1997 volvió a su patria. Su primera obra larga, y todavía la
más célebre, Tango (1964), se sigue representando en toda Europa. La obra de Mrozek
se puede clasificar dentro del teatro del absurdo, ya que para conseguir el efecto deseado
se vale de la distorsión de la realidad, la parodia de situaciones políticas e históricas y el
humor. En 2003 fue distinguido Caballero de la Legión de Honor por el gobierno de
Francia por su trayectoria como escritor.
Además de dramaturgo, Mrozek también es autor de relatos breves, generalmente de
tipo satírico y humorístico, reunidos en volúmenes como, El elefante, La Mosca o El
árbol. En ellas parodia la vida cotidiana de los polacos, retratando muchas veces con
ironía la supuesta diferencia entre los mundos comunista y capitalista, sin adherirse a
ninguno de ambos bandos.
Obra
 1957 - Słoń (El elefante)
 1958 - Policja (Policía)
 1964 - Tango
 1974 - Emigranci (Los Emigrantes)
 1987 - Portret (Retrato)
 1993 - Miłość na Krymie (Amor en Crimea)
Obra en español
 Juego de azar (Acantilado, 2001)
 La vida difícil (Acantilado, 2002)
 Dos cartas (Acantilado, 2003)
 El árbol (Acantilado, 2003)
 El pequeño verano (Acantilado, 2004)
 La mosca (Acantilado, 2005)
 Huida hacia el sur (Acantilado, 2008)
Tomado de Wikipedia
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BIBLIOTECA DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris Pasternak
2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov
3. Antología del cuento chino / varios autores
4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia Woolf
5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré
6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata
7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann
8. Dublineses / James Joyce
9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas
10. Caballería Roja / Isaak Babel
11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati
12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto Moravia
13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla
14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov
15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson Imbert
16. Yo, el supremio / Augusto Roa Bastos
17. El siglo de las luces / Alejo Carpentier
18. El principito / Antoine de Saint-Exupéry
19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Lino Novás Calvo
20. Over / Ramón Marrero Aristy
21. Una visión del mundo y otros cuentos / John Cheever
22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood Anderson
23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf Erich Raspe
24. Huasipungo / Jorge Icaza
25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura / Jorge Amado
26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias
27. Seis cuentos para leer en yola / Aquiles Julián
28. Los chinos y otros cuentos / Alfonso Hernández Catá
29. La mancha indeleble y otros cuentos / Juan Bosch
30. El libro de la imaginación / Edmundo Valadés
31. Cuatro relatos / Joseph Roth
32. El libro de cristal de los Cohén / Aquiles Julián
33. Cuentistas dominicanos 1 / Aquiles Julián
34. El caballo que bebía cerveza / Joao Guimaraes Rosa
35. Tres relatos / José Bianco
36. Adán, Eva y los moluscos / Efraím Castillo
37. La mosca y otros cuentos / Slawomir Mrozek

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