Está en la página 1de 7

Pedro Salinas, Carta a Katherine Whitmore

Desgarramiento. Una mujer, una Katherine, se queda allí, metida en aquel cajón de madera, entre
seres desconocidos, frente a una noche triste e incógnita. Allí hay que dejarla. Fatalmente. Y la otra
mujer, la otra Katherine, permanece invisible y presente a mi lado, se viene conmigo, alegremente
colgada de mi brazo, mirándome en la mirada noble, pura y honda de siempre. No, en la estación,
en la despedida no hay una separación simple de ser con ser, no, cada uno de nosotros nos
separamos no de la otra criatura querida sino también de aquella parte nuestra que ella quiere y que
se va con ella. ¿Verdad que anoche tú no te has separado de mí, ni yo de ti? Más bien yo me he
separado de mí mismo, eso siento, y tú de ti misma. Y tengo, anoche, hoy, la sensación de andar
entre fantasmas y sombras, con alguien al lado, a quien no puedo estrechar, pero que vive en torno
mío, y se me escapa cada vez que quiero cogerlo. Sensación angustiosa y dulce a la vez, caricia
desgarradora. Además, qué pena anoche, aquellos momentos últimos, atropellados por la estupidez
y el desorden. ¡Qué ira sentí contra toda aquella gentuza innoble, qué ganas de látigo, de echarlos a
todos, de hacerte sitio, un gran sitio, un tren sólo para ti! Al salir todos mis sentidos se complacían,
¿sabes en qué? En sentir en el bolsillo, junto al pecho, el bulto de tu carta. ¡Qué mentira eso de que
el papel no pesa! Anoche el papel de tu carta me pesaba como la más hermosa y grave de las
realidades. Lo sentía allí, en el bolsillo, como una prueba material de que eras, de que habías
existido. Porque, ¿sabes?, empecé a dudar. A dudar de todo, de tu realidad, de la mía, del mundo, de
los días recientes… Sólo el peso de tu carta en el bolsillo me servía de prenda, de prueba. Vivía yo
en ese rectángulo de papel. Era el lugar más cierto del mundo. Y antes de poder abrirla, así, cerrada
y en el bolsillo, tu carta era el puente con la vida, el sí que me daba la vida a la pregunta
atormentada: «¿Soy? ¿Es? ¿Somos?». Sí, sí, sí. Todo, sí. Todo, sí, oye, todo sí. Y luego en mi
cuarto la leí. La he leído. La leeré. ¡Cuántas delicias! Primero la delicia de ir aprendiendo tu
escritura, tu letra, de tropezar en una palabra y descifrarla, por fin. ¡Tu escritura, un modo más de ti,
una manera más de vivir tú! Primera carta tuya, en inglés. Júbilo, júbilo, alegría. ¡Sensación
festival, inaugural, de promesa, de fiesta! No importa que toda tu carta esté teñida de una sombra de
melancolía, tierna y suave. Así debía ser, así. Pero por encima de esa melancolía, hay algo que me
da un gozo sin límite. Esto. «You have taken away the cynicism which was growing upon me.» ¿Es
posible? ¿Tendré yo la suerte de ser elegido para en un momento difícil de tu vida salvarte de algo?
¡Qué gran justificación, ya, de mi papel a tu lado, de mi compañía! Ya no es por egoísmo, por lo
que debo seguirte a lo lejos en la vida, es por bien tuyo. Soy capaz de serte espiritualmente útil. Y
me preparo, ¿sabes?, ante esta espléndida tarea: ayudarte a vivir, arrancarte de las fuerzas negras, de
los poderes sombríos que te amenazaban. Y eso por ti, no por mí, ¿sabes? ¡Oh, si tú me hicieras ese
favor, dejarme que te sirva! Qué cosa más justa, que tú, que no imaginas tal entusiasmo por la vida,
recojas, devuelto a través de mí, ese entusiasmo que es tuyo. No, no, tú no has nacido ni para el
escepticismo cínico, ni para la frivolidad desengañada, no. No te rindas nunca a eso. No te puedo
imaginar paseando tu spleen, por terrazas de grandes hoteles, con cualquier ser insignificante.
Nunca. Cree en ti, cree en tu valor único, en tu distinción suprema, en la nobleza de tu alma. Y vive
de ella. Yo de lejos, de cerca, te ayudaré. Hasta que no me necesites más. Y mira, no tengas temor,
oye, de quitar a nadie nada, queriéndome, no. ¡Me lo dices tan delicadamente en tu carta! No, yo no
soy ni seré peor para nadie por ti, no. Lo que tú me pides, lo que yo te doy en nada atenta a lo que
debo a los demás. Tú en mí no serás nunca nada malo, nada que robe algo a alguien, no. No tengas
miedo. Seré cada día mejor. Tú me has alumbrado una nueva riqueza y por eso lo que a ti te doy a
nadie se lo quito. ¿Comprendes? Nunca sufras por eso. Eres pura, leal, clara. De ti sólo puede venir
luz alta, luz de paraíso.

Una carta de amor de Adolfo Bioy Casares a Elena Garro


Mi querida -escribió Bioy-, aquí estoy recorriendo desorientado las tristes galerías del barco y no
volví a Víctor Hugo. Sin embargo, te quiero más que a nadie... Desconsolado canto, fuera de tono,
Juan Charrasqueado (pensando que no merezco esa letra, que no soy buen gallo, ni siquiera
parrandero y jugador) y visito de vez en vez tu fotografía y tu firma en el pasaporte. Extraño las
tardes de Víctor Hugo, el té de las seis y con adoración a Helena. Has poblado tanto mi vida en
estos tiempos que si cierro los ojos y no pienso en nada aparecen tu imagen y tu voz. Ayer, cuando
me dormía, así te vi y te oí de pronto: desperté sobresaltado y quedé muy acongojado, pensando en
ti con mucha ternura y también en mí y en cómo vamos perdiendo todo. Te digo esto y en seguida
me asusto: en los últimos días estuviste no solamente muy tierna conmigo sino también benévola e
indulgente, pero no debo irritarte con melancolía; de todos modos cuando abra el sobre de tu carta
(espero, por favor que me escribas) temblaré un poco. Ojalá que no me escribas diciéndome que
todo se acabó y que es inútil seguir la correspondencia... Tú sabes que hay muchas cosas que no
hicimos y que nos gustaría hacer juntos. Además, recuerda lo bien que nos entendemos cuando
estamos juntos... recuerda cómo nos hemos divertido, cómo nos queremos. Y si a veces me pongo
un poco sentimental, no te enojes demasiado... Me gustaría ser más inteligente o más certero,
escribirte cartas maravillosas. Debo resignarme a conjugar el verbo amar, a repetir por milésima vez
que nunca quise a nadie como te quiero a ti, que te admiro, que te respeto, que me gustas, que me
diviertes, que me emocionas, que te adoro. Que el mundo sin ti, que ahora me toca, me deprime y
que sería muy desdichado de no encontrarnos en el futuro. Te beso, mi amor, te pido perdón por mis
necedades.

Carta de Roberto Arlt a Ivonne

Queridísima amiga, auténtica y querida amiga. Por fín solo, para poder charlar con usted. Pensaba
en usted, aunque éste no es el término que debo emplear; en realidad seguía en su compañía. Me he
apresurado a meterme en la cama y desde la cama le escribo, con un codo sobre la almohada, la cara
sobre la mano y un bulto de carillas. ¿Cómo podríamos llamar a esto que ocurre entre nosotros?
¿Felicidad o predestinación? Ocurre que estamos juntos y nos comunicamos nuestras experiencias
con una jovialidad natural de criaturas que han vivido juntas años y años. Ningún embarazo frente
a nada. Ningún temor de lo que el otro puede pensar de uno. Las cosas tienen sus nombres y por sus
nombres las llamamos, y no se da caso semejante de que la coincidencia de las situaciones haya
provocado la coincidencia de caracteres. No me canso de pensar en mi buena suerte. Soy realmente
un hombre afortunado. Afortunado por haber encontrado a mi igual.

Bienes comunes, por Susana López Rubio

Estimada Cristina:

Ayer recibí una misiva de tu abogado donde me invitaba a enumerar los bienes comunes, con el fin
de comenzar el proceso de disolución de nuestro vínculo matrimonial. A continuación te remito
dicha lista, para que puedas solicitar la certificación al Notario y tener listos todos los escritos antes
de la comparecencia ante el tribunal.

Como verás, he dividido la lista en dos partes. Básicamente, un apartado con las cosas de nuestros
cinco años de matrimonio con las que me gustaría quedarme y otra con las que te puedes quedar tú.
Para cualquier duda o comentario, ya sabes que puedes llamarme al teléfono de la oficina (de ocho a
cuatro) o al móvil (hasta las once) y estaré encantado de repasar la lista contigo.

Cosas a conservar:

- La carne de gallina que salpicó mis antebrazos cuando te vi por primera vez en la oficina.

- El leve rastro de perfume que quedó flotando en el ascensor una mañana, cuando te bajaste en la
segunda planta, y yo aún no me atrevía a dirigirte la palabra.
- El movimiento de cabeza con el que aceptaste mi invitación a cenar.

- La mancha de rimel que dejaste en mi almohada la noche que por fin dormimos juntos.

- La promesa de que yo sería el único que besaría la constelación de pecas de tu pecho.

- El mordisco que dejé en tu hombro y tuviste que disimular con maquillaje porque tu vestido de
novia tenía un escote de palabra de honor.

- Las gotas de lluvia que se enredaron en tu pelo durante nuestra luna de miel en Londres.

- Todas las horas que pasamos mirándonos, besándonos, hablando y tocándonos. (También las
horas que pasé simplemente soñando o pensando en ti).

Cosas que puedes conservar tú:

- Los silencios.

- Aquellos besos tibios y emponzoñados, cuyo ingrediente principal era la rutina.

- El sabor acre de los insultos y reproches.

- La sensación de angustia al estirar la mano por la noche para descubrir que tu lado de la cama
estaba vacío.

- Las nauseas que trepaban por mi garganta cada vez que notaba un olor extraño en tu ropa.

- El cosquilleo de mi sangre pudriéndose cada vez que te encerrabas en el baño a hablar por teléfono
con él.

- Las lágrimas que me tragué cuando descubrí aquel arañazo ajeno en tu ingle.

- Jorge y Cecilia. Los nombres que nos gustaban para los hijos que nunca llegamos a tener.

Con respecto al resto de objetos que hemos adquirido y compartido durante nuestro matrimonio (el
coche, la casa, etc) solo comunicarte que puedes quedártelos todos. Al fin y al cabo solo son eso:
objetos.

Por último, recordarte el n º de teléfono de mi abogado (914070485) para que tu letrado pueda
contactar con él y ambos se ocupen de presentar el escrito de divorcio para ratificar nuestro
convencimiento.

Afectuosamente,

Roberto.
Curvo, por Gabriel Rodríguez

Señorita, ¿me concede este beso? Sólo quiero restregarme contra usted un par de veces por semana
durante diez o doce meses a lo sumo, prometo no molestarla más, no inmiscuirme en sus asuntos,
como mucho la llamaré un par de veces de madrugada, hurtando sus ojos al sueño, para decirle
cuánto la amo y cómo la echo de menos, por lo demás no se preocupe, de las noches en que no nos
veamos, prometo suicidarme sólo la mitad de ellas, la otra mitad estaré tranquilo.

Miraré sereno cómo la tarde plomiza se posa sobre la ciudad, veré los coches ladrar furiosos sobre
el asfalto, buscaré sus facciones en las caras anónimas que pululan por el centro y ellos me tomarán
por un estúpido al ver mi sonrisa (de estúpido), no se preocupe por mí, ya le digo, estaré bien,
entraré en uno de esos restaurantes del centro y pediré una ración de pulpo y una botella de vino
tinto, el camarero también me tomará por estúpido cuando vea mi cara de felicidad al hincarle el
diente al cefalópodo, el camarero sonreirá, le digo, porque ignora el pobre que como pulpo porque
yo también quiero ser pulpo, señorita, yo también quiero ser pulpo, para acariciarla a usted y
abrazarla con mis tentaculitos, y poseerla con ellos, y después me sentaría al piano y le tocaría jazz
como sólo los pulpos pueden tocarlo, porque, ¿sabe, señorita?, si yo fuese pulpo aprendería a tocar
el piano sólo por complacerla, pero el camarero no lo entiende, y me mira y sonríe cuando yo
rebusco entre las patatas los tentáculos para saber si son tentáculos de pianista, y pienso en los
momentos de felicidad y pasión que pudo tener, y le recito las palabras del poeta: ?pulpo será, mas
pulpo enamorado?, y al final suele ocurrir que me entristezco por ese pobre pianista a la gallega,
con su anárquica melodía emergiendo entre las patatas y el pimentón, y me bebo el vino y me voy
del restaurante, y vago un rato por las calles, pero ya ve, señorita, que no soy peligroso en esas
noches, no lo soy porque aún llevaré pegado al cuello el aroma de usted desde la noche anterior, los
pulpos somos muy tranquilos, aunque debo confesarle, señorita, que otra cosa será al día siguiente,
en esos días enloquezco desde la mañana, ser pulpo me deja una resaca espantosa, noto un demonio
dentro de mí, y consigo aplacarlo al principio, con mucho esfuerzo lo mantengo a raya, pero latente,
crece, se alimenta de los restos del pulpo, y va ganando terreno poco a poco, hasta que, cuando
empieza a caer la tarde ya no puedo contenerlo, sale de mí y me esclaviza, me fustiga, me hace
odiarla a usted y odiarme a mí mismo por odiarla y odiar al pulpo por amarla, y empiezo a
arrastrarme y se me hiela el corazón y soy una víbora, y salgo a la calle y repto por la ciudad, y no
la busco a usted, porque la odio, ya se lo he dicho, la odio, porque miro a los ojos del demonio que
me sodomiza y veo su mirada limpia, y creo que usted me odia por ser una víbora, pero luego
pienso que simplemente le soy indiferente, le doy exactamente igual, y eso me horroriza aún más,
ser una víbora indiferente, porque puedo comprender su odio, ya que su cuerpo no está hecho para
ser tocado por una víbora, pero su indiferencia me hiere, y lo que haré, señorita, será buscar
consuelo en el hombro del demonio, que me hará beber mil y un whiskies para engañarme, porque
sus labios, señorita, lo sé, tienen el regusto amargo del whisky, y en mitad de la noche, con mis
escamas de whisky y mis colmillos de odio, el diablo me acompañará hasta la calle de las putas y
allí me dejará cómo una presa fácil, y, lo siento, señorita, buscaré sus labios entre los labios de las
putas para inyectarles mi veneno, si es que aún tengo veneno, pobre viborilla de madrugada, y por
un instante creeré haberla hallado a usted, cuando en realidad son mis colmillos los que hieden a
whisky, no los labios de las putas, y mi corazón de sangre fría volverá a arrastrarse por la calle, ya
ve, señorita, eso será todo lo que haré el tiempo que no pase con usted, quizá no sea muy ortodoxo,
quizá espera usted algo más, lo comprendo, pero piense que yo la necesito para no perder la cabeza,
porque yo la amo, y por eso, concédame usted este beso, por favor.

Bruno García
Miguel Delibes, Cartas de un sexagenario voluptuoso

26 de julio
¡Dios mío!, querida, ¿eres tú? ¿Es posible que seas tú esa muchacha vivaz, libre,
despreocupada, que alza los brazos al cielo, arrodillada en la arena? Ante tu cuerpo semidesnudo
(apenas dos minúsculas piezas cubriendo tus partes pudendas), concluyo que es posible vencer al
tiempo. ¿Te ofenderás si te digo que no aparentas la mitad de la edad que tienes? Me siento turbado,
querida, como un adolescente ante la primera imagen erótica, aunque también viejo y desbordado,
no lo puedo remediar. Desde que Moisés me trajo ayer tu carta con la fotografía, estoy en pleno
arrobamiento. Pensé escribirte enseguida, pero mis manos, todo mi ser, ha quedado paralizado ante
tu belleza. Pocas mujeres, a tu edad, afrontarían la prueba de fotografiarse en dos piezas. Perdona la
indiscreción: ¿qué años hace que te tomaron esta fotografía? Acabas de salir del agua, ¿no es cierto?
Tus cabellos, sin perder el tono rubio, están mojados, lacios, adheridos a la frente y por tus
antebrazos resbalan dos gotas de agua que brillan al sol, donde tú miras. Tu nuca queda en la
penumbra, despejada, pero ¡qué acabada unión la de tu cabeza con el tronco, qué curva tan grácil y
armoniosa! Cuando se dice que la mujer es en esencia una línea curva nadie repara en ese arco,
aparentemente trivial y, sin embargo, tan importante. Es frecuente que la cabeza no concuerde con
el tronco, que cada uno tire por su lado. En ti sucede lo contrario, la cabeza es una prolongación del
cuerpo y en tus movimientos, ¡esos brazos gloriosamente levantados!, hay una euritmia, un
equilibrio adolescente, si que también un deseo inmoderado de vivir. Luego, el color. Ese tono
avellana de tus hombros, tímidamente difuminado en los costados y las caderas, imprime relieve a
tu cuerpo. ¡Qué bien te ha tomado el sol! La facilidad para captarlo es una prueba más de tu noble
calidad de carne. Hay personas a las que no toma el sol, pieles que repelen el sol, donde el astro rey
rebota impotente día tras día. Suelen ser seres de epidermis cerúlea, fría, viscosa. Tú, en cambio,
asumes el sol, lo acoges y sus rayos doran tus miembros, tus hombros de efebo, todo.
¿Qué más? ¿Es que hay más?, te preguntarás. Y lo hay, querida; hay ese vientre terso,
tirante, donde uno se resiste a admitir que hayas albergado tres hijos; hay esos muslos largos,
torneados, potentes, acogedores, propios de una atleta de veinte años. Hay, en fin, la gracia
indescriptible de tus senos, mínimos y prietos como dos piñas, semejantes a los de mi difunta
hermana Rafaela cuando hace años se soleaba en esta misma galería donde ahora escribo ¿Diste el
pecho a tus hijos, amor? Sencillamente increíble.
En una mujer es un error analizar detalle por detalle, los ojos por un lado, la cintura por otro.
Lo que hay que mirar es la adecuación, si esta nariz concuerda con este cabello y este cabello con
estas caderas. ¿Que no tiene nada que ver una cosa con la otra? Falso, querida, eso es un prejuicio
falso. Todo se relaciona con todo. A priori nadie puede afirmar que un ombligo redondo, pongo por
caso, sea más hermoso o menos hermoso que un ombligo rasgado. El ombligo rasgado suele delatar
un vientre abultado, voluminoso, decadente, pero no necesariamente es así. A veces el ombligo
rasgado encubre una cierta malicia oriental. En tu caso, el ombligo redondo no sólo armoniza con la
forma de tus ojos sino, especialmente, con tus senos y la ondulación de tus caderas.
Ante tu efigie, algún exaltado afirmaría, en pleno paroxismo admirativo, que tu cuerpo tiene
las proporciones de una estatua griega. Y se quedaría tan fresco, cuando sobre las proporciones
griegas hay tanto que decir. Atribuir a una mujer las proporciones de la Venus de Milo, por
ejemplo, está lejos, a mi juicio, de ser un piropo. Para mí, la Venus es demasiada mujer, su cintura
es enteriza y sus pechos de matrona. No es mi tipo, vaya. ¿Dónde está, pregunto yo, la elasticidad
de la Venus de Milo? Y, ¿puede haber belleza en un cuerpo femenino sin elasticidad? No. No es
esto, no es esto que diría el maestro aunque refiriéndose, bien es cierto, a otra muy distinta
circunstancia.
Creo que ya es hora de decirte que, pese a mis sesenta y cinco años, no he conocido mujer
en sentido bíblico. No soy bien apersonado, no puede decirse que mi apostura seduzca a las
mujeres, pero, además, lo mejor de mi juventud lo pasé entre libros y papeles, sin tiempo para otra
cosa. Quedaba el viejo recurso del comercio carnal, recurso del que, me creas o no, nunca eché
mano y no por virtud sino porque esta infame trata lejos de excitarme, me deprime. Esto no
significa que no tenga ojos en la cara y en mis visitas a piscinas y playas haya examinado a muchas
mujeres de las más diversas edades por lo que estoy en condiciones de comparar. Te diría más, mi
exigencia a este respecto, como reconocías en una de tus cartas, es tan puntillosa que, sin otra
experiencia que la de ser un incorregible mirón, haría un impagable jurado en un concurso de
belleza.
Queda algo por aclarar, algo que la fotografía no muestra, tu espalda. ¿Está tu espalda
dividida en dos? Esto es fundamental, querida. Hay espaldas uniformes, huesudas, asimétricas;
otras, con dos prominencias, los omóplatos picudos, como dos senos bizqueando; otras, en suma,
mollares, grasas otoñales, donde nada permite adivinar que debajo se oculte un esqueleto. Ninguna
de estas espaldas vale. La espalda hermosa, la espalda ideal, es la espalda dividida en dos por un
tajo profundo. La espalda que va estrechándose hacia la cintura por los flancos y, al propio tiempo,
se ondula suavemente hacia dentro para ir conformando la curva prominente del trasero. Tu
fotografía, en semiescorzo, no permite apreciar esto, siquiera, a través de lo que es notorio, no es
admisible que Dios te haya regateado esta última gracia.
Otra pregunta: ¿quiénes son las personas que te acompañan? Tu nietecita no está. Veo a un
niño con un pelotón de colores junto a una muchacha muy joven con bañador azul entero.¿Es, tal
vez, tu hija? Detrás hay dos personas rebozándose en la arena, que miran hacia ti, un muchacho en
primer plano (¿es Federico, el periodista?) y otro u otra, no se puede precisar el sexo debido a la
sombra de tu cuerpo, que parece de más edad. Me agradaría ir conociéndolos a todos. Otra pregunta
y ya termino: ¿en qué playa está tomada la fotografía?
Mi excitación es tal que en este momento envidio a la arena donde te arrodillas.
Tuyo encendido admirador,
E. S.

15 de setiembre

Queridísima:
Tu imagen me persigue las veinticuatro horas del día. Me levanto con tu fotografía entre los
dedos y me duermo (es un decir) contemplándola. Ahora me obsesionan las zonas difusas de tu
cuerpo: el hoyuelo donde tu garganta concluye, las axilas, el tibio triángulo que divide tus pechos.
A veces te acaricio con los ojos con tal insistencia que llego a percibir una sensación táctil.
Entonces se hacen notorios los más insignificantes accidentes de tu piel: los poros, el breve y
brillante vello rubio, partículas infinitesimales de salitre. A la noche, claro está, me asaltan sueños
libidinosos. ¡Ese tirante mínimo que rodea tu cuello! Anoche, en mi duermevela, lo desataba
morosa y amorosamente en un juego erótico elemental. ¡Qué turbación, mi amor! ¿Es posible,
criatura, que uno pueda despertar al erotismo a los sesenta y cinco años? ¿Qué extraño bebedizo me
has dado para encender en mi pecho estos deseos adolescentes?
Te propongo un plan, contando de antemano con tu aquiescencia. El día 25 hay luna llena.
¿Por qué no nos encontramos mirándola, a las doce de la noche, mientras escuchamos ambos la
Pequeña serenata nocturna, de Mozart? Sería excitante vivir unos minutos pensándonos
mutuamente. Para evitar errores de horarios convendría guiarnos por el informativo de Radio
Nacional. ¿Estás de acuerdo? Habla.
Tuyo,

26 de setiembre

Querida mía:
Tras las emociones de anoche, imposible conciliar el sueño. Y aquí me tienes, amor, a las
siete de la mañana, intentando reanudar la comunicación contigo. Porque anoche, cuando Radio
Nacional anunció su informativo y, encarado con la luna, puse el disco de Mozart, experimenté un
auténtico transporte. ¿Cómo transmitirte mis sensaciones? Previamente, en los minutos iniciales,
pasé una auténtica agonía. El corazón me escapaba del pecho, sus latido serán tan apresurados y
rotundos que temí pudiera ocurrirme algo. Enseguida te sentí a mi lado y, simultáneamente, nos vi a
los dos recortados en silueta contra la luz de la luna, escuchando, enfebrecidos, los compases de
Mozart. ¿Cómo pude decirte un día que yo no llegaba a los clásicos? Nadie puede afirmar eso.
Llegara ellos o que ellos lleguen a ti es un problema de recogimiento. Y Mozart, anoche, era no sólo
un maestro sino un cómplice. Yo te pensaba y sabía que me pensabas y Mozart, con su profunda
melodía, estaba por medio, era nuestra celestina. Hubo un momento, querida, en que el éxtasis fue
total. Olvidé dónde estaba, mejor dicho, no estaba donde estaba, sino junto a ti, bebiéndome tu
aliento. Y, al propio tiempo, conforme te digo, me hallaba fuera de mí, podía contemplarme y
contemplarte, es decir, se produjo en mi interior como un desdoblamiento. Era a la par, protagonista
y testigo y, así que la música cesó, me quedé tan hechizado que debí permanecer inmóvil varios
minutos antes de reaccionar.
Aguardo tu carta con impaciencia. La embriaguez de tu presencia y mi insomnio de esta
noche te explicarán la incoherencia de esta mía. Lo único coherente y cierto de este instante, en que
el sol empieza a dorar las copas de los pinos, es mi amor por ti, más profundo, más cálido, más
arrebatado cada día. Tuyo,

También podría gustarte